Segundo cuaderno, segunda parte
La idea del mundo cotidiano es irreal, tiene poco uso. Para lo que único que realmente funciona es para ser usada hasta el agotamiento, estirada y masticada, entre las manos, al estar sentado en alguna barra bebiendo y charlando. Está lista para ser murmurada en el oído de todo soñador. Así cualquier flor que esté marchita, el desorden de una habitación o las falsas esperanzas, cobran sentido. Lo hacen porque todo ese fluir de situaciones impensables, plagadas de tristeza y aparente caos, se juntan para labrar sueños salvajes, ascensos espirituales, todos momentáneos, de los que muy seguramente uno se arrepentiría, sentado en la misma barra pero sin charlar ni beber. Diciéndole adiós a algo quizá.
La libertad siempre hiere, en cierta medida. Es como una historia que nadie tiene por qué contar pero un día cualquiera, alguien se sienta a tu lado y te adelanta los detalles. Conmueven profundamente esas palabras y acude el sobrecogimiento. Ocultas el rostro para llorar con dignidad todos esos momentos en los que no hiciste nada al tener dentro de ti, por supuesto, esa libertad con la que otros están soñando aunque no conocen la historia. Y toda libertad, te guía irremediablemente a un final. Esta no siempre tiene la capacidad de sostenerse a sí misma y son muchas las veces en las que ni siquiera serás capaz de hacerlo tú.
Yo conocí ese tipo de libertad. Aunque mis muros no fueran inamovibles y los caminos de todo ideal, movedizos, me obligué siempre a contenerme en mi interior y tampoco poseía la facultad de desahogarme. Si lo pienso con detenimiento, ni las pinturas ni la muerte, que siempre me rodeaba sin importar qué, me hicieron fluir con el tiempo. Nada consiguió despertarme o apartarme de las sombras, salvo la carta de Andrea.
Después de haberla leído y de susurrarla infinidad de veces en la oscuridad de mi taller, bocarriba pensando en Sienna, que estaba en la cocina o en la sala vistiéndose para salir o quedándose un rato más, recordé esas caras muertas del retrato que le había regalado a la familia de Andrea mientras aún residía en Italia. De alguna forma, cuando más lo pensaba, mi patria se transformaba en una sustancia que se esparcía en mi interior. Un color. Cuando recordaba la Italia que conocí cuando aún era pequeño, entonces todo se detenía y por un instante, era un hombre cuerdo con pleno dominio de mí mismo. Pero, tarde o temprano, esa capa gruesa que me asfixiaba sin ningún reparo, un peso muerto que me aplastaba las costillas y el corazón, me llevó a ese punto de necesidad de muerte, delirando a cada instante que pasaba, cada momento en que las calles de Nueva York no tenían sentido. Ni la lluvia, ni la mujer a la que estaba matando y que creyó que podría salvarme.
Las patrias nunca son tierra. Se desenredan en sensaciones, en espacialidades y recuerdos al sol, en sonrisas torcidas y llantos rebuscados, en detalles de esa libertad que nadie entiende pero que todo el mundo busca. Eso representó para mí la carta de Andrea, y pensé, lleno de ansiedad, en qué otras palabras me había perdido. Pero era tarde. Cuando me di cuenta, ya no había retorno. Habían sido incineradas y yo las había visto arder.
Finalmente, llegó un día en que no se me hizo extraño pintar. Mi humor cambió de forma notoria y me senté una tarde a dibujar esos paisajes que nunca me atreví a enseñarlos a nadie, boceteando el recuerdo incesante de ellos. Si hay algo que siempre existió y jamás pude olvidar, fueron esos paisajes. Y en cualquier servilleta, en el borde de un papel o incluso dentro de mí, se imprimían hasta calmar mi dolor. Me obsesionaba aquel que en pocas palabras pero bastante precisas, Andrea había descrito. Por supuesto que esa playa que había mencionado hacía alusión al recuerdo de esa industria cinematografica que soñó con tener y a la belleza inusual y radiante que conseguimos recrear en las palabras y el color. En cada guión que nacía con el propósito de cambiar para siempre el lenguaje cinematográfico. Ese taller que de haberse dado no tendría nada que envidiarle a los clubes artísticos del Nueva York de los años 20.
No dormí junto a Sienna ninguna de las noches en las que dibujaba hasta que, por la mañana, los rayos del sol se abrían paso entre el cortinaje reflejándose unas en otras. Nunca había suficiente papel o carboncillo. Nunca tenía suficiente color, tampoco. El miedo me hacía malgastar todo material dentro del taller pero no había otra forma de imponerme una rutina. Debía aplicar rudeza en mi voluntad, obligarme de forma violenta a pintar, dibujar... Una sola orden de Sienna, suplicándome que pusiera orden a mí vida y eso bastó para que no pudiera descansar. Bebía café, me quemaba la lengua y los labios para, después aún más cansado pero alerta, sentarme durante horas frente al escritorio.
Pero todo seguía estático fuera de mí, los mismos marcos de las ventanas y el ruido de la gente por el callejón. Los bares, la vida nocturna gastandose rápido como un cigarrillo, a un ritmo reflexivo que no escapaba de mi pintura. De eso estaba hecha; de una desesperación psicológica, de unas irrefrenables ganas de escapar de la sociedad y al mismo tiempo, de la cruda certeza de que no había forma de huir de las presiones y que, en realidad, aunque la soledad me mataba por dentro y yo me convencía de lo contrario, no había lugar para mí en el mundo. Ni para Sienna, ni para Andrea. Éramos el mismo lienzo combatiendo en el arte pero estábamos huecos por dentro... No podíamos reconocernos como un todo. Dentro de ese campo de batalla nos temblaban las manos al hablarnos y al herirnos, y ese conocimiento nos acobardó lo suficiente hasta el llanto.
Ninguno deseaba hablar, si lo único que iba a salir de nuestras bocas eran palabras débiles. No podíamos vivir si no nos expresábamos como queríamos, y toda palabra era extinguible, combustible y efímera. No nos quedó más remedio que seguir viviendo sin hacer nada, obviando esa libertad que nos llamaba y que nos unía. Por eso, Nueva York fue nuestra mejor opción. Una enfermedad que se nos coló y nos revivió, haciéndonos partícipes de tanto y de nada. De lo desmedido y del naugrafio. Porque aunque Andrea se había ido, nunca dejó de iluminarnos el mismo camino. Su rostro vacío seguía en ese retrato familiar y en el rostro de su hermana, en ese aire que no podía ocultar tras su maquillaje y que le recordaba, muy a su pesar, que por sus venas circulaba la misma sangre.
Tuve una imagen clara del rostro de Sienna una mañana estando el taller, acostado sobre papel arrugado y barras de carboncillo, con restos de creta blanca sobre mis manos. Se acuclilló cerca de mi rostro y yo vi de reojo sus tacones altos de finos amarres brillando con la luz del día. Buscó mi cara entre la montaña de papeles. Estaba tan cansado que no pude decirle que me dejara justo donde estaba hasta que el sol se ocultara de nuevo. Al abrir los ojos, la vi de como nunca antes me lo había permitido. Esos ojos claros redondeados por sombras oscuras. Un tono púrpura descendente sobre sus párpados, brindándole esa imagen de querubín oscuro, lleno de melancolía y dolor, sus labios rojos con el labial corrido sobre su mentón, sin que ella se diera cuenta al parecer. Ante tal belleza y libertad no pude detenerme. La besé con todo a nuestro alrededor suspendido, estático como días atrás. Una fuerza mística, nacida del aislamiento y la ausencia, brotó de mí, sórdida, desarreglada... La besé a en un momento infinitamente puro, a la luz de la mañana como si hubiese sido la cosa más sencilla cuando tiempo atrás la sola idea de pensar en ella durante el día me hacía consciente de mis actos más atroces. Me refugie de los rayos bajo su sofisticada figura, las plumas de marabú en su cabeza y el sabor del licor en sus labios. Ella me correspondió el beso con el mismo cansancio, ansiosa de alcanzar a través de la carne alguna unión conmigo.
Empezó a llorar y no fue hasta que sus lágrimas resbalaron por mis mejillas que me di cuenta de ello. Afuera el cielo se puso gris, de un momento a otro la propagación de los rayos del sol sobre las cortinas se transformó en bruma frágil, adoptó una forma gris, ahondando en la frivolidad del mundo. Sienna me miró a los ojos, llena de deseo pero aterrada. No pude decirle nada, no tuve ganas de acorralarla en sus esquinas más oscuras. Le sonreí, suspendido junto a ella en la incertidumbre y la misma veladura de nuestro extraño deseo.
Ella se alejó antes de que yo lo hiciera, y con la cabeza gacha caminó hasta la puerta. Salió del taller sin decirme ni una sola palabra. El habernos besado cubrió de energía la belleza que yo creí que me había abandonado, removió mi abandono. No supe cómo actuar y decidí quedarme durante unos minutos organizando los dibujos que había hecho durante esa semana, rememorando lo que yo no recordaba haber pintado. Fue como despertar e ir tejiendo hilo por hilo cada instante. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que salí? ¿Qué había estado haciendo encerrado en mi taller, bebiendo café y olvidándome de comer? ¿Qué era lo que había estado buscando? Estuve perdido, eso supuse. Pero yo siempre lo había estado y de un modo u otro encontraba un trato más digno para conmigo. Mis cuadros estaban repletos de manchones, de líneas azuladas, extremos de color que en la mañana parecían decir solo una cosa o dos. Ninguna de ellas lo que yo buscaba.
El beso con Sienna me hizo reflexionar. El pecho me dolió de pensar que de una manera tan absurda había expresado mi amor. Recogí tres tazas sucias que estaban sobre una mesilla, cada una con mis huellas impresas en distintos colores, y me llevé a la boca varias migajas de pan hechas montoncitos alrededor. Cuando atravesé la puerta del taller caminé hasta la cocina y me encontré con Sienna, mirando una sartén, atormentada y con una afilada concentración. La libertad tuvo sentido, las palabras de Andrea, todo... Ella no estaba empeñada en mirar a la sartén o al fogón sino a la luz que todo lo envolvía, y al verla estaba siendo consciente de algo oscuro en su interior, se estaba castigando a sí misma por desearme y al mismo tiempo, me perdonaba cuando yo no quería que lo hiciera.
—Jamás he hecho spaguettis con albóndigas —dijo—. Francamente nunca se me ha dado bien la cocina. Compré estos tomates enlatados. Me dijeron que sería relativamente simple.
Fue extraño ver a Sienna profundamente apasionada por algo. Miraba la lata y luego volvía a mirar la sartén. Su vestido de lentejuelas y finos bordados estaba lleno de manchas de tomate y condimentos. Era la primera vez que la veía cocinar, haciendo algo que para cualquier otro hombre hubiese sido natural. La imagen que yo tenía de Sienna era la de una mujer liberada de los quehaceres, sin la ambición de cuidar a un hombre. La forma en la que se vestía era en sí misma una definición de sus ideologías, del nuevo mundo que ella estaba considerando, apartado por supuesto de la presión de ser una mujer hogareña.
—Déjame hacerlo a mí —le dije, apartándola con cuidado y haciéndome cargo de la salsa—. No tienes que hacer algo como esto, Sienna. Yo sé mejor que nadie que no eres una mujer de cocina. No tienes que impresionarme siendo algo que no eres.
Ella volvió a apartarme mirándome con exasperación y se dedicó a cocinar las albóndigas, echándoles por encima la salsa sin ningún cuidado. Estaba alterada y lo noté en sus manos, en sus uñas rojas y sus pequeñísimos dedos que no daban tregua. Sienna no era una mujer hostil, siempre procuraba ser cálida conmigo. Aunque yo estuviese atormentado nunca dejaba de conservarse lúcida y risueña. Pero en el fondo también era apasionada, y eso la hacía describir el ambiente a su alrededor, apropiarse de él, decidida a no perdonar los errores que la herían.
En el año 1926, unos meses antes de que conociera a Sienna y decidiera casarme con ella, visité el Village East Cinema para ver The Flapper, y a la auténtica e inigualable Olive Thomas en una de sus más espléndidas actuaciones. Allí estaba ella, dándole sentido a una combinación entre la rebeldía y el designio, para que años después mujeres como Sienna existieran. Pero verla en medio de la cocina, consciente de ese presente desligado de todo lo que consideraba libertad, me partió el corazón. Haberla besado sin nada más que mi propio hastío, me avergonzó. Me serví café mientras me acercaba a ella. No apartó los ojos de la sartén y cuando se percató de que no había forma de romper con el silencio que nos comía vivos, se apoyó contra el refrigerador y sacó un cigarrillo.
—Solo quería hacer unos malditos spaguettis. Estás flaco y llevas meses sin salir. Pensé que sería bueno cocinar en casa y pasar tiempo contigo —confesó.
No logró engañarme. Algo le estaba dando vueltas en la cabeza y la hizo sospechar de sí misma, la atemorizó. Quizá había sido algo que otra mujer le había dicho. No supe en ese momento qué había sido pero me acerqué a ella, reposando a su lado en el frigorífico, con nuestros hombros rozándose y el pretexto de compartir el cigarrillo. Siempre fui torpe con las mujeres y Sienna no era para mí un blanco con el cual probar mi suerte.
—Dime la verdad, ¿qué es lo que pasa? Usualmente no vienes a casa durante días y mucho menos a cocinarme algo. No es necesario que lo hagas, yo no estoy esperándolo. ¿Fue alguna mujer la que te dijo que no eras una buena esposa, acaso?
—¿Y lo soy, Salvatore? ¿Para ti soy una buena esposa?
—No lo sé, Sienna. Jamás he tenido una, tú eres la primera —vi que sonrío lamiéndose los labios, manchándose los dientes con el rastro del labial—. ¿Qué se supone que debe ser una buena esposa? Lo correcto sería que yo te pregunte a ti si soy un buen esposo, ¿no lo crees?
—No he estado rodeada de buenos hombres. La mayoría me ven como una mujer demasiado problemática. Siempre suelen estar repletos de dignidad, una bastante frágil a decir verdad, y luego se sienten fácilmente ofendidos si los ignoro. De todos eres el menos egoísta.
La tomé de las manos, con el cigarrillo entre sus dedos, el humo en medio de nosotros. La mire a los ojos emocionado, como un niño pequeño a punto de decirle a sus padres que había encontrado las respuestas del universo. Las plumas de su cabeza se mecieron suavemente porque procuré no ser rudo al tomarla entre mis manos. La salsa se echó a perder en la sartén. Quise decirle en ese momento que había finalizado después de mucho tiempo una pintura. Si bien el cuadro no era lo que yo estaba buscando ni se acercaba mínimamente, le otorgué la posibilidad de hacer con él lo que quisiera porque cargaba con un remordimiento, una culpa profunda por haberla besado de la manera en la que lo hice.
—No tienes que hacer nada de esto. No me importa lo que otras mujeres opinen de ti y creo que en el fondo de tu corazón a ti tampoco te importa. Hemos huido durante mucho tiempo y nos hemos herido también... Pero no más. He terminado una pintura Sienna. Creo que es una de las mejores pinturas que he hecho —mentí.
Por primera vez sus ojos dejaron de lucir tan cansados. Me tomó el rostro entre las manos y respiró profundo, como si le hubiese quitado una carga de encima. Ella siempre estuvo allí, aguardando a que terminara una creación para poder devorarla, para asegurarse de que no había sido una locura casarse conmigo como muchos se lo hicieron ver. Por eso cada vez que le dije durante nuestro matrimonio que tenía algo que vender y ayudar con las deudas, se alegraba. Todo fantasma se apartaba de nosotros y entonces podía ver con más veracidad su amor.
Esa mañana, mientras Sienna intentaba hallar una salida para escapar de las presiones de la sociedad y del destino inevitable de toda mujer, se sujetó a mi talento para seguir viviendo como lo hacía. El camino de la libertad se abría paso para los dos si no dejábamos de engendrar arte, el que fuera, un soneto o un verso, o un cuadro que no vendería lo suficiente y que para los artistas de la época sería el hazmerreír. Nos abrazamos estando en la cocina, con todo a nuestro alrededor a fuego lento, con la salsa de tomate quemándose. Y pensar que justo ese día Charles Lindbergh estaba recibiendo un premio de veinticinco mil dólares en el hotel Brevoort a poca distancia del Hotel Lafayette, donde iba a comprar comida cuando ella no estaba a mi lado. Si Lindbergh había atravesado el océano Atlántico y era merecedor de un premio así, todos los inmigrantes italianos, que nos deshacíamos en la miseria y las tinieblas, éramos el verdadero espíritu de su aeroplano.
—Tienes que conocer a Jimmy —volvió a insistir como lo había hecho días atrás—. Él estará encantado de recibirte, no ha dejado de preguntarme por ti. Si tienes una pintura lista, él será el primero en darle una oportunidad.
—¿Por qué sigues obstinada con la idea de que le gustará mis pinturas?
—Porque no hay nada más sincero que tus pinturas. Además, es diferente a lo que otros artistas están haciendo aquí en Greenwich. Ya sabes, todos pintan la vida diaria y les interesa mostrar el ambiente, el licor, el brillo y la desigualdad. Pero tú no, a ti te interesa pintar fantasmas. Dios, Salvatore, pintas fantasmas en un lugar lleno de vida, a nadie se le ocurriría.
—Fantasmas... —murmuré—. ¿Y a Jimmy le interesará eso?
Pero Jimmy nunca fue en realidad un hombre entregado al arte como solo los tontos lo hacen. Era un inmigrante italiano que llegó a Nueva York en el año 1910, escapando de una vida llena de miseria, propia de una familia de campesinos en Italia. Dispuesto a vivir la vida y repleto de sueños románticos que ahogó en lo profundo de sí. Con el pasar de los meses, consiguió distintos trabajos informales. Al final, codeado de buenos amigos, obtuvo un trabajo estable en la Quinta Avenida, de banquero. Cuando aseguró una fortuna, adquirió diferentes propiedades en Greenwich Village, y obsesionado con abrir un club para artistas, como en algún momento lo fue él, compró una casa en una calle alejada del Washington Square.
—Ya verás, Salvatore. Jimmy también es un artista y sé que tú le caerás bien —comentó Sienna—. Empaca la pintura y llevémosla. El club va a estar abierto esta noche.
No me vestí de la mejor forma la noche que conocí Jimmy. Improvisé utilizando el pantalón con el que me había casado y una chaqueta de abotonadura simple, con cuatro botones al frente. Después de haber estado durante tantos días con el mismo pantalón de bolsillos amplios, en donde sin quererlo, guardaba el grafito, y llevando puesta la misma camisa blanca, me sentí como ese Salvatore de épocas doradas. Mucho antes de cruzar el mar y haberlo visto morir. Sienna por otro lado se vistió como solía hacerlo. Iba a salir de la casa, a apartarme del callejón florido y del desorden de mi taller. Estaba muerto de miedo. Sin embargo, ella lucía como una persona completamente distinta, anhelando el exterior como si fuese su oxígeno.
Pero me hervía la mente de preguntas respecto al mundo, a la vida. Aunque Nueva York dejó de sorprenderme gracias a su andar tan desbocado, lo cierto fue que Greenwich Village me arrebató el poder, la verdad absoluta. Dentro del barrio el ritmo fluía de manera gradual, haciendo énfasis en cosas que otros, guiados por las luces y la negación de sus propias naturalezas, no podían ver. Nueva York era como un tronco hueco, en donde todo el tiempo había un excesivo ruido que destrozaba sueños. Quizá Sienna tuvo razón, pintar fantasmas era como plasmar profecías, las voces que eran silenciadas. En Greenwich Village, seguías siendo insignificante pero la diferencia radicaba en que era el hueco en la tierra en donde las partes que no encajaban en ese árbol gigantesco, caían y se escondían. Nadie estaba pendiente de que respetaras tradiciones. Ni siquiera tenías que andar sobrio por las calles. No había orden pero sí había humanidad. Había alma.
Tomamos varios tranvías, caminando cogidos de la mano, con el vestido de Sienna brillando entre los rascacielos; su cabello rizado, su piel blanca, sus ojos lóbregos como una porcelana japonesa. La ciudad nos engullía en las sombras de la noche y estábamos siendo embrujados por la libertad, el dolor de toda ausencia y la promesa de que éramos nuestros, más que nunca. Cualquiera que pasaba a nuestro lado podía ser un poeta, un dramaturgo o un novelista. Me sentí entre los míos, convirtiendo en símbolo el tumor maligno que llevaba dentro. Mi dolor. La ciudad me fascinaba porque contra todo pronóstico, batallaba con la idea de la muerte natural, haciéndoles aborrecer a sus residentes la auto imposición, la abstinencia de todo lo que fuera mágico y oscuro. Se construían memorias con una rapidez invencible, al punto de que todos en Nueva York éramos criaturas de ficción, trágicas y anónimas.
El club del que tanto me habló Sienna quedaba en la casa privada de Jimmy, en donde de manera precavida y selecta, los miembros entraban y salían. En medio del camino, Sienna me contó que Jimmy no era su nombre real sino un seudónimo de cariño. Nadie sabía su verdadero nombre y él prefería que fuera así. Había convertido su propiedad privada en un salón y el sótano era una bodega llena de licor de contrabando. Cuando llegamos a la casa, frente a la puerta principal de madera, uno de los miembros del club salió a recibir a Sienna personalmente mientras ella le mostraba al hombre que vigilaba la puerta su tarjeta de membresía. Yo la seguí como su sombra y no la interrumpí en ningún momento. Cuando me presentó como su esposo, muchas de los presentes se sorprendieron.
—¿Eres Marcello? ¿El invaluable pintor de Sienna? —me preguntó el hombre que la había recibido.
—Sí —le dije—. ¿Es aquí donde ha pasado mi esposa la mayoría de sus noches?
—Sí y no, a decir verdad —. Río sin mirarme a los ojos, cogiendo entre sus dedos los bocadillos que iban de un lado a otro traídos por los meseros del lugar. La razón detrás de eso era simple: las personas no podían dejar de bailar nunca—. Un gusto, Christofer —me tendió la mano y la estreché. Se sintió cálida y por extraño que parezca, parecía ser consciente de su propia delicadeza y cuidado en el trato—. Tú esposa ha estado vagando por el club casi todas las noches pero es porque busca ser invitada al salón de Emily, no sé si lo conoces, queda en la 18 West Eighth Street, un lugar para artistas, políticos y literatos.
—No, no lo conozco —confesé.
Todas las personas dentro del club me dieron la misma mirada, una que me decía claramente que se compadecían de mi ignorancia y al mismo tiempo, de que era un acontecimiento impensable que yo siendo un artista tan estimado por Sienna, no tuviese idea de los sitios más emblemáticos del barrio en el que vivía. Pero para subsistir en el mundo no busqué comprenderlo y apropiarme de él sino desafiarlo con mi último aliento, solo así tenía sentido mi existencia. Era algo que por supuesto ninguno de ellos podía entender.
La luz del lugar era poca. La barra poseía un ambiente intimista tan sublime que era como sucumbir en la luz y la nada. Sobre las copas los reflejos, las estruendosas risas que se batían de lado a lado, la música y de vez en cuando, el italiano susurrado. Todo estaba envuelto en sombras y en el olor de la madera fina, de bordes oscuros y líneas precisas. Habían varias mesas de mantel blanco con arreglos florares alrededor de un pequeño escenario en donde de vez en cuando, emergiendo de bambalinas, se abría paso una mujer para cantar algún blues triste con voz napolitana y un inglés con acento meridional.
Sienna me llevó a una mesa en especial, reservada para ella en cualquier ocasión, y me susurró al oído que iría a buscar a Jimmy. La pintura que habíamos llevado, la guardaron en uno de los cuartos de la casa. Me quedé completamente solo en la mesa, mirando el escenario, esperando que empezara cualquier acto, el que fuera. Sienna me había dicho que a la medianoche solía tocar el piano algún artista invitado. Nuestros mundos eran muy distintos, atados por el arte y la pasión pero con una profundidad tan compleja que al final siempre quedábamos solos, apartados por nuestras propias manos. Me sirvieron varios cócteles y la noche pasó sin ningún aviso. Sienna se ausentó lo que me parecieron horas y no tuve más remedio que presenciar pésimas cantantes y bailes graciosos que la gente hacía de un lado a otro buscando animar el ambiente. Nadie se preguntaba por quiénes debían ser o si el compartimiento que tenían era una combinación de idiotez y mal gusto, creían tener las respuestas a todo.
Estuve a punto de levantarme del asiento y marcharme, hasta que después de cinco actos penosos, el escenario se iluminó con una presencia completamente distinta, que entonaba en un inglés perfecto, Down Hearted Blues de Bessie Smith, con la banda acompañándola. Presumía, entre movimientos delicados y dolorosos, su vestido y el ardor de una verdadera tragedia, el tener que cargar con un espíritu aventurero en un cuerpo tan cansado. Su presentación pasó de ser coqueta a estar influenciada por un azaroso estilo; la entrega de su actuación estaba sujeta a su manera de consumirse en el escenario, haciendo necesario que cuando ella lo decidiera, la pieza musical acabara de la nada, así tuviese que cortarse a la mitad. Estar sentado ahí significó para mí el estatismo del que tanto había sido consciente esa mañana. Mientras mi mundo estaba girando sin parar, suspendido y expandido, allí estaba ella, mirándome a los ojos en la distancia como si yo no estuviese vivo en realidad, ni tampoco el plano ni los colores detrás de mí. Yo era lo único que estaba demoliéndose golpe a golpe, girando dentro de propio núcleo. ¿Eso es haber experimentado el enigma de la belleza? ¿Su morfología?
Cuando su presentación terminó, bajó del escenario y se sentó en mi mesa, sacando un cigarrillo entre la tela sucia de su vestido y su maquillaje corrido por el sudor. No nos dijimos nada porque no había forma de explicarnos nuestro encuentro, de habernos visto a pesar de que los dos estábamos profundamente dormidos en el interior, aguardando que el cansancio nos matara lo más pronto posible. Ella me miró con cariño, como uno miraría a un pájaro herido a una flor deshojada. Pidió una Rattlesnake y me habló.
—Sweety Ray —Se presentó extendiéndome la mano. La tomé y si había aire alrededor de nosotros, se filtró a través de nuestro rose, hasta dejarme sin habla. Su saliva manchó sus labios cuando se lamió sin cuidado. No había más delicadeza en su forma de ser. El desorden y el foco del escenario iluminaban una parte de ella que luego, en las sombras, se escurría hasta que la dejaban ser nada más que un humano corrompido.
—No te he visto nunca por aquí —dijo—. Debes ser el esposo de Sienna, ¿no? El pintor que nunca se deja ver.
Quise mentirle, decirle que había venido completamente solo y que no tenía nada que ver con Sienna ni con su familia, que era un joven pintor bastante inexperto que de lo único que se escondía era del amor y la magia de las palabras pero no pude. Tuve que aceptar ser algo que me irritaba en lo más profundo.
—Veo que no vas a dirigirme palabra alguna...
Y no lo hice. Su belleza era tanta que me desarmó. No pude tolerar estar en su presencia, siendo tan fácilmente herido. De hablarle me hubiese quebrado hasta sollozar en el regazo de Sienna como un niño. ¿Había besado a mi esposa esa mañana porque sabía, de una forma inexplicable, que iba a conocer la belleza más desamparada esa noche? ¿Cuándo la estaba besando en realidad buscaba recuperar ese sueño de que todo era posible, de que más allá de mis actos la belleza podía estar de mi lado?
Sweety Ray se levantó de mi mesa y se despidió de mí con su voz angelical y profunda, envolviéndome en el delirio de sus ojos y en el dolor de su cuerpo. La vi sufrir mientras me sostenía la mirada pero no pude procurarle felicidad alguna, porque ella también me había herido; entre la imperfección de su cuerpo varonil y las sombras de su rostro de corte masculino. Reencarnó cada una de mis pesadillas y los gestos silenciosos de Andrea. La odié pero la quise con locura.
—Visítame —deslizó una tarjeta por la mesa hasta el borde de mi copa—. Nunca en mi vida había visto un rostro tan melancólico y bello. Por un momento pensé que eras alguna flapper. Conozco músicos que escribirían canciones para que tú que las cantes. Si no te dan miedo los hombres que se visten como mujeres, ven más a menudo, pintor.
Si quieres escuchar la playlist oficial de Marcello, 1920 da click en el enlace externo.
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