Segundo cuaderno, quinta parte


No pude dormir, estuve toda la noche preparando nuevos lienzos. Las manos las tenía hinchadas, con múltiples cortaduras. Llevaba en los dedos las curitas que Sweety Ray había mojado con su saliva para cubrirme las heridas, según él, con la intención de menguar el ardor. En medio de una pila de papeles mugrientos, me cobije estando en el suelo de mi taller con la bufanda color crema que me había regalado antes de irme. La bufanda aún conservaba su olor, una suave huella parecida al olor que despedía cuando me baje del barco al llegar a Nueva York; me cubrí la boca con ella y gesticule un grito sordo.

A la madrugada, cuando el sol empezaba a formar venas de luz por doquier en el azulado cielo con fondo blanco, me quedé dormido y soñé con el señor Venturelli, con su rostro desprovisto de detalles, era tan sólo una masa a la cual no podía darle forma, sentado en una mesita en un jardín; sobre la mesa dos trozos de pan destrozados por sus manos. Sostenía una copa de vino, dejándola reposar sobre su pecho, el cristal manchado de mantequilla que se le escurría por entre los dedos, y en su pecho un agujero gigante, escociéndose, la sangre burbujeante y fresca brotando de su corazón; salvo que este no era humano, era el corazón de un jabalí, y latía. Al percatarse de mi presencia, el señor Venturelli estiraba sus manos queriendo alcanzarme y yo gritaba preso del pánico. Sus manos enmantequilladas halaban la piel de mi rostro, y mis ojos, daban vueltas en sus cuencas. Se hacía de noche y luego amanecía. El rostro del señor Venturelli desaparecía y luego volvía a verlo.

Cuando desperté, el cielo seguía estando azul, la pequeña ventana de mi taller lo enmarca como una viñeta de caricatura, de esas que Fletcher me enseñó comiendo tostadas con crema de calabacín. Las nubes de ese cielo eran lánguidas, sopladas por un pitillo, idénticas a las rayas de coca que Fletcher dibujaba en el borde de la mesa del comedor y luego aspiraba hasta desaparecerlas. No caían las hojas de los árboles porque todo estaba en su estado más vital, una burbuja de arbustos rodeaba la casa, y las flores, las margaritas de lo más insípidas, se aparecían en cualquier rincón, floreciendo mientras me destrozada los huesos y la piel al pintar.

Fui el primero en estar listo para ir almorzar a la casa de los padres de Sienna, fume en el marco de la entrada con la cara limpia y una sensación extraña en el cuerpo, considerando que me había bañado por primera vez en mucho tiempo. Después de unos cuantos minutos, Sienna se encontró conmigo a la salida y un coche arribó a recogernos. Fumó conmigo los últimos segundos de vida del cigarrillo y me tomó de la mano. Llevaba puesto un vestido suelto sin mangas del color de un tulipán, con varios anillos en los dedos y un collar de perlas. Lucía radiante y cómoda al mismo tiempo. No me miró en todo el trayecto pero no soltó mi mano en ningún momento. Parecerá gracioso, pero cuando Sienna me era indiferente podía moverme con facilidad, mis pensamientos volvían a ser míos, a tratarse de los colores y los sueños, y el pequeño rincón en donde sufríamos era el resultado de una tragedia huérfana que ninguno de los dos visitábamos de ser posible. Al bajarnos del coche, la casa de sus padres se sostuvo frente a mí cual sueño japonés, el verdor detrás de la sombra de un gato, un cuadro de naturaleza muerta, un jarrón metálico olvidado en la mesa del jardín frontal recibiendo el sol de la tarde.

—Han renovado los jardines, y mi habitación la han convertido en un estudio. Mi padre tiene algunas revistas de Le Corbusier —dijo Sienna, saliendo del auto y parándose junto a mí, arreglándose el zapato de charol.

—¿Sigue coleccionando revistas europeas?

—Si tienen que ver con arquitectura buscará la manera de traerlas consigo. Ha leído varias revistas locales en las que he salido, nada del otro mundo, la mayoría son independientes. Creo que las ha empezado a coleccionar por igual, le envío una copia o dos cuando puedo.

—Varios actores me han comentado de esas columnas. Te conocen en cualquier salón de te. 'La italiana desviada', te llaman. Ni qué decir de tus amistades, o la fascinación que siente Alice Austen por fotografiarte —le sonreí, estrechandole la mano— Esos hombres irrespetuosos de Staten Island deben haberme maldecido hace meses. Debo ser una criatura demoníaca a la cual le queda grande hacer que su esposa se comporte como una dama.

—Somos el hazmerreír de todo Manhattan —concordó entre risas mientras caminábamos de forma pausada hacia la casa.

De pronto, dejó de sonreír y me miró fijo, suspirando.

—¿Todo va bien? —preguntó—. No quiero obligarte. Sé que fui cruel al mencionártelo de un momento a otro...

—Todo está bien, Sienna. Solo será una visita.

Nada estaba bien en absoluto pero después de meses de matrimonio, de estar encerrado en el taller, meditando en el silencio y el abandono, el miedo que una vez sentí hacia el señor Venturelli se había transformado en un zumbido, dejando de ser protagónico, y de él surgían nuevas ramificaciones, angustias más terribles y crueles, deseos que habían tomado forma propia logrando hundirme en un velo nocturno, y luego de la nada, estos se mostraban frente a mí como flashes. Rayos que chocaban entre sí haciendo crujir las sombras y humedeciendo el aire.

Sienna me tomó del brazo y el calor de su cuerpo se apoyó contra el mío, atravesando mi ropa. Estaba más delgada, su cara se enmarcaba grácilmente debido a su corte, y las dos perlas que llevaba de aretes, se asomaban entre su pelo oscuro como tachuelas. Ya no sonreía, estaba seria, con un gesto ausente. El coche nos dejó en la entrada de la casa y se marchó a los minutos. Nos quedamos de pie, sin movernos, observándonos. La realidad de aquel momento me inundó. Fue como un despertar. Había estado soñando con el señor Venturelli durante meses, como una energía constante, su recuerdo como un hilillo dorado que yo halaba de un lado a otro, sin poder tejerlo. No logré unir lo que sentía por él a ninguna otra sensación conocida; el temor y la fatiga me rodeaban al caminar entre la muchedumbre, y yo permitía que esas extrañas presencias me protegieran del reencuentro, como una criatura herida y atormentada, recuerda el sonido de la flecha segundos antes de impactar contra ella. Asustada. Huérfana. Sin poder dilucidar una vida antes de ese instante.

Sienna cruzó la puerta conmigo a su lado, y los dos volvimos a sonreír cuando Giovanna nos recibió. Nos estrechó entre sus brazos apestando a licor. La mejilla me cosquilleo cuando me besó. Su saliva fría, espesa sobre mi piel como la huella de una almendra. Arrebató a Sienna de mis brazos y la estrechó una vez más con mayor diligencia, sus ojos marrones brillando, necesitando comprobar que su hija seguía siendo una parte de ella, producto de sus entrañas. Las observé todo el tiempo y cuando se adentraron en la casa, no me quedó más remedio que seguirlas.

Las tazas de te, la seda, las porcelanas con naranjas frescas; fotografías de los cielos negros de Londres firmadas por Andrea, las vajillas cubiertas por una leve capa de polvo, el ventanal del comedor hacia el jardín, la inerte piedra absorbiendo el agua cuando el cántaro se llenaba. Nadie hablaba. La espera se transformó en una corteza por encima de nosotros. El tictac del reloj, las luces que pendían del techo, los sonidos arremolinándose en las tinieblas, adhiriéndose los unos a los otros. Nadie hablaba porque la simetría del escenario nos atravesesaba, al tiempo que reconocíamos el haber cambiado.

Me senté en uno de los sillones de la sala con Sienna a mi lado, riéndose de las anécdotas de su madre; sus ojos brillando, sus labios húmedos por el vino. Bajo el ala de Giovanna, Sienna se deformaba, aligeraba su espíritu hasta que el constante vacío de su interior o el cadáver de sangre y miedo que lleva por dentro, se arrastraba lejos de su mirada. Esa angustia se reemplazaba por el aleteo de un pajarillo amarillo, de pico corto y canto dulce. Aprovechó la conversación para contarle a su madre sobre su más reciente investigación y obvió los últimos acontecimientos del mes, incluidas mis repentinas desapariciones.

Giovanna no me miró a los ojos, ni siquiera se percató de mi presencia, la conversación que sostenía con su hija en ningún momento tuvo algo que ver conmigo. Sus mejillas rojizas se recogían al murmurar, porque hablaba insidiosa, anhelando que solo Sienna escuchara lo que decía. De sus fiestas, de los pasos agigantados que daba en cada ciudad, del blanco de su dolor chocando con otros en una corriente hostil, solo quedaban sus guantes, la suave visión de sus clavículas... Esa tarde, Giovanna fue un verso de amor escupido por un cañón.

La casa nos soñó diferentes, nos recordó más crueles. Sienna hizo girar la copa de vino que traía en la mano hasta mi rostro, y yo sonreí cuando le faltó poco para golpearme en la mejilla izquierda. Se disculpó con dulzura y limpió un golpe imaginario, genuinamente preocupada de haberme herido. El cántaro volvió a llenarse a la distancia y el agua empezó a desbordarse oscureciendo el barro y bañando el césped. Una de las puertas de la sala se abrió de súbito. Giovanna enmudeció, una cicatriz se desnudó en sus ojos, la aflición regresó a su postura, y la vi encorvarse como si una flecha le hubiera atravesado el tórax. Se oyeron pasos, una caminata pausada que iba alternándose entre el vaivén y la tos. Una colina de humo de cigarrillo se extendió en el aire. Don Venturelli entró a la sala de estar con un cigarrillo en la mano y se sentó al lado de su esposa.

—Padre, ¿todavía sigues coleccionando revistas? —Sienna no lo saludó.

—Siempre compro dos al mes. Uno de los sobrinos de tu madre escribe para el diario deportivo Excelsior, en España.

—Supongo que el señor Villalonga te envía algunos ejemplares —comentó Sienna, sacando otro cigarrillo de su bolso de seda y apresurandose a prenderlo cuando su padre le ofreció fuego.

—Tu padre siempre ha sido buen amigo del conde —habló Giovanna—, pero no se olvida de ti. Algunas veces llega con las revistas del Harlem bajo el brazo y luego veo que estás tú entre las páginas, posando para artistas escandalosos, gente sin una pizca de decencia.

—Basta Giovanna, no la agobies.

Eso fue todo. Nadie habló.

Aunque Sienna frecuentara a la muchedumbre neoyorquina, el señor Venturelli siempre la defendía a toda costa. Los ideales de su hija, ese modo desvergonzado de vivir para muchos, era para ambos un propósito compartido. En más de una ocasión concluí con facilidad que su relación no seguía el patrón común de una relación entre padre e hija; mientras la mayoría de los padres limitan las experiencias sexuales y la nitidez de un carácter político en sus hijas, el señor Venturelli le daba vía libre a Sienna, permitiéndole mofarse de él y de sus amistades en su propia cara, o manchar el honor de la familia al trabajar con mujeres que analizaban las teorías de Freud y hombres borrachos que se amanecían en las calles, eructando entre risas los ideales victorianos.

Sin importar el daño que Sienna pudiera ocasionar, se le trataba con la misma cordialidad y afecto, como si la tierra permaneciera muda bajo sus pies. El dueño de todo odio y rechazo fue, desde siempre, Andrea.

—Comeremos risotto —anunció Giovanna, cambiando de tema—. Uno de los amigos de tu padre trajo de regalo la mejor ternera de Florida.

—Pasemos a la mesa —ordenó Venturelli.

Bajo ninguna circunstancia se atrevieron a mirarme. Me ignoraron a propósito, presenciando con cautela mi humillación. Sienna fumó en silencio, su mano seguía estrechando la mía. Con un leve asentimiento, nos levantamos del sillón y caminamos detrás de sus padres hasta llegar al comedor. La mesa estaba puesta, flores frescas descansaban sobre un agua verdosa en la mitad de la mesa.

Dolido, me senté junto al asiento del anfitrión, en el cual se sentó Venturelli. Frente a mí, la señora Giovanna, indicándole en un susurro a una de las criadas lo que debía servir. Sienna optó por mantener una distancia. El humo de su cigarrillo llegaba hasta mí, me abrazaba, se enroscaba en mi cuello y ascendía hasta hacerme arder la nariz. Sirvieron vino. Luego, trajeron pan. Giovanna habló de temas superfluos, sin ánimos de enturbiar la tensión que se podía palpar en el aire. Nadie le prestó atención, cada uno estaba decidido a mantener un silencio sepulcral, a salvaguardar una decencia enferma. Porque las líneas eran finas, las formas tan pesadas y contrastadas que era difícil hablar en voz alta. Cubríamos la fuerza con cualquier estela; una bocanada de aire, una sonrisa. Escondíamos la fuerza y con ella, la vergüenza que bullía en nuestro interior lo absurdo del tiempo estando juntos.

Cuando el reloj marcó la una en punto, sirvieron el risotto. Un montículo de comida cual isla en la mitad de la neblina. Los sonidos que hacíamos al tomar los cubiertos, como el quiebre sutil de una rama, chocándose entre ellos y acallándose al pinchar la carne. Fumamos, los tres. Giovanna dejó el cigarrillo en la comisura de sus labios, sosteniéndolo firmemente con sus labios. Venturelli, recostado contra el espaldar del asiento, miró las flores de la mesa a través del color vino tinto de su copa. Sienna, con los ojos puesto en el jardín... Cenizas de su cigarro en un montículo junto a su plato. Pequeño ante tanta inmensidad estaba yo, murmurando juicios, los mismos que se abrían paso con rudeza en mi pensamiento. Fumé, sí, pero sin alma, agonizando en la mímica.

Luego de comer, Giovanna sostuvo una conversación con Sienna en el cuarto contiguo al comedor. No fueron para nada silenciosas. Podía escuchar con total claridad la voz contundente e incluso agresiva de Giovanna, exigiéndole a Sienna que tomara su reputación con seriedad. Mientras ellas interpretaban una danza viva que yo intentaba seguir sin verlas, proyectando sus sombras desde el rincón en el que me hallaba, Venturelli obserbava el cuadro de marco dorado sobre una tierna repisa de porcelanas francesas. Seguía fumando. El cuadro renacentista retrataba a Grecia, una mirada romanticista en donde la claridad sobre los panteones parecía soñada, espectros de pasión. La discusión se fue poniendo más acalorada y Sienna le gritaba a su madre todos sus deseos, envueltos en rabia. La voz le temblaba.

—Has adelgazado —dijo Venturelli, de un momento a otro, sin vergüenza en su voz ni el más genuino deseo de esconder entre una conversación amena la escena bochornosa de la que eramos testigos. Habló más bien con pereza.

¿Había adelgazado? Hasta ese momento no me había fijado en mí. Supuse que era cierto, al fin y al cabo era el efecto del licor y la droga. Ya no era el muchachito joven, de ojos brillantes y tez nívea. No era tan joven, por el contrario, ya se empezaba a reflejar en mi piel el cambio que ocasiona el estrés y el dolor; se podían ver con claridad alguna que otra línea de amargura en mi semblante.

—Supongo que tiene razón, no he estado tan pendiente de mí últimamente —coincidí.

—¿Sigues pintando?

—Sí, lo hago.

No quise explayarme. Venturelli tomó sorbos de vino y pasó de mano en mano su cigarrillo, cruzó las piernas y me miró fijamente. Supe que la conversación no había terminado. Por primera vez en mucho tiempo no busqué evadir la realidad, así que lo miré a los ojos y lo observé como no me había atrevido hacerlo. Me alimenté de su imagen como una luz apunto de apagarse; sabía que podía perderme del más mínimo detalle si bajaba la mirada aunque fuera unos segundos. Su piel estaba más limpia, más fresca que la última vez que lo vi, pero sus ojos eran una bandada de cuervos diminutos, sus pequeñas alas rasgando aquí y allá, haciendo más profundas sus ojeras. Le gustó mi escrutinio, me permitió recorrerlo con cautela, y poco a poco fue dándome el espacio que necesitaba. Su postura era más mleáncolica, como si sus huesos estuvieran sosteniéndolo fuera de este planeta. Ya no parecía una criatura indefinible sino más bien el vestigio de una explosión fugaz. ¿Cuándo había ocurrido tal cambio en él? Traía nubarrones encima y aquel dragón que detectaba con precisión los defectos en los demás ya no hallaba ninguno, se estaba aconstumbrado a no encontrar nada en nadie. Lo único que no cambiaba era la forma en que arrugaba la nariz y apretaba la boca, cansado de sentir aquello que lo atormentaba. Dios sabe qué cosa podía llegar atormentar a un hombre como él. Ambos nos parecíamos, cualquiera nos hubiese encontrado parecido. Venturelli lucía como el alma mía. Me había arrebatado el lenguaje propio. El misterio de la vida nos seguía acercando y nos desvestía para que intercambiaramos la ropa. Era más sencillo amarme con tan solo verlo.

—¿Y has terminado alguna pintura?

—Sí, vendí una hace unos días —mentí—, a un pequeño bar.

—¿Y le agradó?

—¿Qué cosa? —pregunté, con un hilo de voz.

—Su trabajo, por supuesto. Le estoy preguntando si le agradó aquello que pintó. Verá, lo recuerdo bastante exigente, casi cabizbajo cuando de su trabajo se trata.

—Ha empezado a gustarme lo que pinto, si eso es lo que desea saber.

Una mano helada me estrujó el corazón dentro del pecho. Me era difícil hablar, mirarlo, luchar sin tregua alguna con la compasión que me hacía sentir, con las ganas de agachar la cabeza y preguntarle en qué momento se había transformando en un refugio para mí, en la definición de un presentimiento, del futuro que me aguardaba.

—Espero ver de nuevo una de tus pinturas, en algún momento, quizá pronto...

La discusión entre Sienna y Giovanna cesó, un viento cálido entró por la ventana del jardín. Ninguno de sus gestos, por más grotescos que hubieran sido durante el acalorado momento se parecerían a los movimientos brutales que habíamos ejercido Venturelli y yo para acercanos con astucia. Al final, con la más absoluta perplejidad, tuve que lidiar con la franqueza de sus palabras en donde no dejaba a debate su deseo de volver a ver mi trabajo, reconociendo lo afortunado que se sentiría.

—Aprenderás a contemplar la vida de casado de otra manera. La adultez nos llena de miedo y luego, sin pensarlo, estamos a merced de las cosas y hacemos lo posible por sobrelleverlas.

—¿Es así como usted ha sobrevivido a su matrimonio, señor Venturelli?

—Es como cambiar de piel. Un día desería despertarme y estar en el cuerpo de mi esposa, así podría entender su dolor con más veracidad, entender qué puede atarla a mí... —Las palabras del señor Venturelli caían una a una, maquinalmente.

—Supongo que siempre existirá belleza en transformarse en otro, es espiritualmente sano a mi parecer. Vaciarse es hacer arte. Espero que algún día despierte siendo Giovanna y permanezca siendo ella el tiempo suficiente. No es fácil regresar a uno mismo, ¿no es eso de lo que se trata toda esta charla?

—Con permiso, voy a cerrar el balcón.

Venturelli se puso de pie lentamente y caminó hasta la ventana del jardín, contempló el agua y en vez de cerrar el balcón como había dicho, salió para contemplar las flores y dejarse bañar de los rayos del sol, con la crueldad en torno a su toque, aquel que sin cuidado le ofrecía a las hojas y a las raíces. Evitó la conversación como solía hacerlo, tal vez furioso de haber compartido conmigo una de sus reflexiones. Ninguno podía saltar con facilidad en el abismo del otro, tal elección estaba por encima de todo y aunque nos maravillábamos de la belleza que podíamos crear, la travesura de Narciso no podía culminar. Pese a todo aun nos quedaba el sentirnos acompañados de alguna manera, conscientes de que el sufrimiento del otro podía dejarse ver en la piel, avivando la curiosidad, alejándonos cuando nuestras palabras podían cambiar el paisaje, pintarlo como no debía ser. «¡Déjame ser dichosa, madre!», eso había gritado Sienna, como si su voz llevara aferrada la mía.


Si quieres escuchar la playlist oficial de Marcello, 1920 da click en el enlace externo.

¡Tenemos grupo en Discord! El link está en mi perfil.

Me encuentran en Instagram y Twitter como: @LinaGanef



Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top