Primer cuaderno, primera parte
Mi padre me ocasionó una terrible herida. Incluso ahora no logro descifrar su profundidad. Cuando hablaba usaba unos gestos tan distantes y rígidos que lo hacían lucir como algo abstracto. Jamás pude entenderlo. Se dirigía a mí con altivez cuando llegaba de las jornadas de trabajo mientras dejaba su sombrero y su abrigo azul obscuro bajo la luz intermitente de la entrada. Fueron muy pocas las veces que me atreví a mirarlo. Para mí, él era una sombra adusta que recorría el mundo como algo inhóspito, frío y yermo, protegido por el humo de su tabaco. Por las mañanas se sentaba en el comedor, se abanicaba con el periódico diario mientras yo ponía toda mi atención en las lilas y rosas del jardín familiar. De vez en cuando cortaba una flor y la dejaba junto a su plato. Solo eso me agradecía.
A la hora de comer, mi padre no hacía sonar los cubiertos y, con el mismo cuidado, tampoco se oían sus zapatos cuando se levantaba de la mesa y caminaba hasta su estudio para conversar con amigos y tomar vino malvasía. Yo nunca supe reconocer el sentido de sus conversaciones y cuando me asomaba por la puerta del estudio todos callaban. Por otro lado, mi madre compartía charlas ruidosas con las mujeres del barrio. Eran mujeres cuyas facciones no podré describir porque con dificultad recuerdo rostros sin la fuerza magnética de la belleza. Mientras mi padre sostenía conversaciones en un tono mesurado; las de mi madre estaban repletas de estruendosas risas, juegos de mesa, cigarros y frutta martorana de regalo.
Por lo general, yo encontraba llena de caramelos de canela la bombonera de la sala de estar del segundo piso, cuando las visitas de esas mujeres eran más frecuentes. Corría por el pasillo, golpeaba la mesa con una de mis piernas y escuchaba cómo los caramelos chocaban entre sí. Lo hacía por simple placer.
En ocasiones, los sonidos en la casa variaban según las visitas que recibíamos. Cuando venían los agricultores de las campañas o los enviados de la ballarò, en la cocina se oían los pesados costales de cereales, frutas o legumbres. Disfrutaba descansar durante esos días bajo el sol y sumergir los dedos en botellas con aceitunas en conserva.
Mi familia no era de un estatus social alto, pero eso no me impidió recibir clases de pintura dada mi ferviente pasión por el arte y la historia. Como la academia quedaba lejos de mi hogar, empecé a vivir en una pensión lúgubre cerca de la plaza Julio César, donde yo tan solo era un simple estudiante. Si tenía algún atraso en el pago, el dueño encerraba mi nombre en un círculo rojo en la pizarra sobre el mostrador.
La pensión era una residencia de paso donde se pagaba cada día. Yo contaba con buen aspecto, no era un holgazán ni lucía como un vago. El viejo entendió mi situación y mi cobro se hacía mensual. De todas formas, siempre tenía apuros económicos.
Cada mes, mi padre me daba una asignación fija y, sin saber cómo, esta volaba de mis manos. En menos de una semana no tenía nada. Aun así, me dio para escribir algunos textos; también pude comprar papel, tinta y queso, y mucho más importante, tabaco.
No entendí qué clase de maldición se abría paso en mi espíritu, pero el dinero jamás pude conservarlo, se iba tan rápido... Me mareaba. Los días de mareo llegaban de la mano con la escasez del queso. Todo esto me llevó a comprar en tiendas del centro en donde conocían a mi padre y cargaban todo a su cuenta.
Al final, nada de eso importó. Mis amigos y yo no nos reuníamos a comer, todo nuestro dinero se nos iba en comprar vino. Amanecíamos en las calles porque perdíamos más de un tranvía bajo la lluvia por andar borrachos; pero lo pasamos bien. Ya no me acuerdo con facilidad de cómo lucían Bernardo, Pablo o Rocco. Nunca fueron esa cálida amistad que deja huella. Solo son borrones.
Me acostumbré a vivir solo y aunque me había sentido así durante toda mi vida, hay cosas en el silencio, que pasan día a día, sin que nosotros las tengamos presentes. Cuando llegó el momento de hacerle frente a la adversidad con mi propio bolsillo, mi estabilidad flaqueó. Aún me sorprende haber podido asistir a clases de pintura y teatro. Pero nadie daba un centavo por mi obra y mucho menos por mi actuación.
No fui un estudiante brillante. En realidad, engañaba a todos. Pude aparentar tener la razón al hablar pero, detrás de eso, mis palabras estaban vacías, se agolpaban en mi garganta cuando las pronunciaba.
Me volví alguien reservado. Fui el más silencioso de todos mis compañeros y eso me sirvió con las mujeres. Aunque siempre andaba corto de dinero, los brazos cálidos no faltaron. Dormía caliente por la noche y durante el día iba tan borracho que cuando caía me aplaudían.
Así llegó 1922, entre los tonos oscuros de las piedras y el blanco de las playas de arena fina. Estuve en esa pensión un año y seis meses antes de regresar a mi casa.
En todo Palermo, la violencia era el único tema importante. Mi estancia en la academia logró impulsarme a dejar atrás cierto terror a la crueldad, pero esta asestaba un golpe más contundente cuando regresé.
Volví para el velorio de uno de mis hermanos, muerto en uno de los enfrentamientos contra la Mafia. Su cuerpo recibió más de seis balazos y cayó frente al Teatro Politeama Garibaldi. A causa del pánico, el teatro decidió no presentar ninguna obra durante dos semanas. Al llegar a casa, mi madre se encontraba sumida en las lágrimas pero, además de sus sollozos, no hubo ningún otro duelo durante días. Nadie hacía nada, nadie miraba a nadie. Todos nos movíamos con una coordinación precisa. Pasábamos el tiempo mirándonos los unos a los otros sin pronunciar ni una sola palabra. Fue una experiencia desagradable.
El dinero malgastado, no volvió. Mi padre rechazó mi deseo de volver a la academia pasados ya varios meses de la muerte de mi hermano. La academia había mostrado su descontento con mis faltas de asistencia y le escribieron un telegrama a mi padre para darle a conocer mi situación. No llegué a despedirme de mis amigos, ni fui yo quien viajó a recoger mis cosas. Mi padre envió a un hombre a pagar mi deuda con el dueño de la pensión y recogieron todo en una caja color granate. Después de eso, dejé de escribir. Me dediqué a fumar y a reconocer en mi propia casa aquello tan claro...
Para mi padre yo era un inútil sumido en la estupidez por absurdas ideas bohemias y ello lo alejaba de sentir orgullo por mí. Mis habilidades con la pintura perdieron fuerza durante esos años porque, tras el renovado contacto, mi familia consumía todo. Ese sentimiento repugnante de no reconocerme, ni reconocerlos, me acompañó en la humedad del otoño. No supe cuándo me transformé en una sombra que se deslizaba por las paredes.
Volví a salir con viejos colegas y con las amigas de una de mis primas. En una de esas salidas, conocí a Isabella; de quien no recuerdo nada salvo su cuello pálido. Una mujer casada que mi prima conoció en una tienda de telas al sur de Mesina. Isabella abría sus piernas porque no existía nada más entre nosotros. Era simple y metódica. Con los constantes viajes a la casa de mi prima, encontraba la compañía de Isabella por las tardes. La esperaba hasta tener la mejilla roja de tanto apoyarme en el brazo. Ella llegaba como una tormenta y yo recibía sus besos húmedos sin compás; nos compenetrábamos en la puerta trasera. Ese es el recuerdo más vívido que tengo de ella.
Siempre me aburrieron las personas, pero los hombres solían ser más honestos con sus necesidades; así, me resultaba menos tedioso tratar con ellos.
Después de ostentar una vida irregular y sin ningún tipo de brillantez, mi padre decidió darme labores administrativas. Cumplí sus órdenes y trabajé junto a él, pero el tedioso horario y mi poco entendimiento delataron ante sus ojos mi incompetencia para realizar cualquier cosa.
Ese mismo año, mi padre empezó a reunirse de manera frecuente con hombres a altas horas de la noche. Mi madre se sentaba en un sillón fuera del estudio y, cuando me veía atravesar el pasillo, me tomaba entre sus brazos mientras se limpiaba las lágrimas, procuraba a toda costa ser invisible. Yo la veía, ella solo me preguntaba si había comido algo, como si aún tuviera catorce años. Esto solo duró una noche. Después, no pude deshacerme con facilidad del miedo y la angustia.
Cierto día, mi padre se apresuró por el pasillo y me miró de manera fija. Yo estaba sentado cerca de la ventana mientras mi madre ganaba la tercera partida del juego. Sus amigas sostuvieron la respiración cuando mi padre entró con paso silencioso y tocó uno de los hombros de mi madre para felicitarla.
—Algún día, tu agilidad me sorprenderá —le dijo. Ella le sonrió y agitó la copa de vino en su mano.
En ese momento, tras haber tocado a mi madre, mi padre se acercó hasta donde me encontraba y, con la misma delicadeza, posó su mano sobre mi hombro izquierdo. Su gesto no delató ni enojo ni cariño. Desde siempre fue distante y sosegado, su rostro parecía estar hecho de mármol.
Días atrás, pude ser testigo del rudo semblante de aquellos invitados de altas horas de la noche, pero ninguno me sorprendió. No los había reconocido todavía. Sus fuertes ceños eran lo único que identificaba con precisión, cuando la puerta del estudio quedaba entreabierta y la luz del interior hacía más intensa la nube de humo de cigarrillo y los anillos que chocaban contra el cristal de las copas. Haber sido testigo de esos leves momentos no me preparó para lo que vino.
—Me hablaron de tu interés por el teatro y de tu participación en distintos eventos artísticos durante tu estancia en la academia, Marcello.
Desde mi llegada, esa fue nuestra única conversación. No me saludó cuando llegué, ni buscó palabras para mencionar el clima o algún anuncio importante en el periódico cuando compartíamos el desayuno. Así fue como mi padre procuró romper el silencio, no de días sino de años. Pero no digo esto como un reproche. En realidad, yo entendía a mi padre; era una persona de pocas palabras y un verdadero hombre de familia, aunque siniestro, punzante, infeliz, de ojos agudos y palabras sinceras envueltas en una violencia cruda. Digo esto porque siempre estaba al pendiente de su familia, compartía junto a nosotros incluso en los momentos más amargos.
A pesar de no haber sido un padre amoroso, fue un buen padre para mí. Descubrí, con el transcurso de los años, una figura paterna en otro hombre, uno más atemorizante. Tampoco fue amoroso, pero aun cuando permanecía mudo, en el aire se propagaban millones de palabras. Quizá por eso pude identificarme con él. Cuando lo conocí, mi constante uso de la palabra vacía y el silencio reverencial no sirvieron de nada frente a su sinceridad.
A finales de 1922, mi padre me invitó a una de sus reuniones. Me sentó a su lado y limpió el polvillo de mi traje. Se dispuso a fumar con las piernas cruzadas y luego exhaló el humo por lo alto de su escritorio cuando encontró agradable mirar la tapicería. Esa noche me incomodaba el traje y me dolían las manos de tanto apretarlas. Me sentí como una ola, inocente, apresurándose a la orilla y rompiendo de forma súbita en un choque intenso. Jamás estuve en contra de los negocios de mi padre ni de sus amistades. Eran tiempos oscuros, los cuerpos se movían como moscas que llevaban en sus patas la peste del patriotismo y la fiebre de las tradiciones.
Las personas siempre me asustaron. No puedo explicar por qué decidí tomar ese camino. Pudo haber sido mi estupidez, pero tenía veinticuatro años y no temía perder nada. Eso siempre es peligroso.
Varios hombres llegaron esa noche, los mismos de ese artículo de periódico que mi tío Nathano tenía, de trajes elegantes y sombreros oscuros. Se sentaron en el estudio y junto a ellos llegó el frío. Recuerdo, de manera vívida, el frío inconmensurable de esa noche y los ojos de ellos intentando atravesarme.
Mi padre no dijo nada al respecto. Ni siquiera cruzó conmigo palabra alguna antes de invitarme al estudio. Permanecí en silencio como siempre suelo hacerlo y, de alguna manera, eso le pareció a todos una señal de respeto. En el fondo, les engañé; lo admito. Hice gestos para lucir seguro y arrogante, aunque por dentro no lograra conectar una sola idea coherente con otra.
Ellos no me saludaron. Empezaron a preguntarme cosas y yo respondí todo. Me preguntaron sobre mi tiempo en la academia, mi cooperación con los grupos de teatro y arte e incluso la dirección y el nombre de la pensión en donde me había hospedado durante ese tiempo. Mi padre permaneció callado y solo se limitó a observar la tapicería mientras juzgaba mi comportamiento con miradas de reproche cuando me veía temeroso o voluble. En realidad, no sé cómo lo logré, pero no levanté ninguna sospecha.
—¿Tu padre ya te informó? —preguntó uno de ellos.
Negué. Yo ni siquiera sabía de qué hablaba.
El tipo de cabello negro, sentado en la mitad del estudio, me indicó con un gesto que me acercara a él. Me levanté, puse un asiento al frente suyo y me senté. El tipo tenía un rostro que aparentaba cuarenta años y sus ojos estaban tan secos como granos de arena.
—Cuéntame Marcello, ¿a qué quieres dedicarte? —Posó su mano en su muslo izquierdo mientras sostenía entre sus dedos un cigarrillo. La fuerza de su cuerpo se trasladó hacia esa mano, parecía una estructura arquitectónica a punto de derrumbarse—. Planeo hacer de esta conversación algo más allegado porque esa es mi verdadera intención. No quiero actuar con una actitud superficial, quiero que sepas que tengo la firme intención de saber sobre ti. Tu padre nos ha contado lo suficiente pero el día de hoy queríamos conocerte. Él accedió a que fuese así.
Siempre me desconcertó la forma de hablar de las personas, suelen usar las palabras en búsqueda de sonidos agradables, pero en su interior pueden teñirlas de una cantidad exuberante de sentimientos. Si no se es un sabio oyente, se puede cometer la equivocación más grande.
—Quiero ser pintor —dije con la mayor franqueza.
Todavía recuerdo la risa tras mi confesión. Dejé de ser discreto y respondí con la convicción de mi juventud, la seguridad de mis pocos años. Frente a hombres experimentados en habilidades diferentes a las mías, ser pintor podía lucir como la profesión más ridícula del mundo. Rieron, fui el centro de sus burlas y algo dentro de mí se descompuso en un profundo desagrado. Ver sonreír a otros por asuntos lejanos de ser un chiste me provoca repulsión. Se rieron de mí como si intentaran demostrar gran astucia, pero solo lucieron como niños estúpidos que se aventajaban hacia el mar sin prever su grandeza.
Ese día descubrí la profundidad del alma humana, el recorrido nauseabundo, la súplica por no dejar atrás lo devastado; una mueca exuberante, sola e imprecisa, que busca alimentarse de la firmeza de otros para convencerse a sí misma de la valentía de lucir como un idiota.
Después de eso, la gala de camaradería terminó.
—Vamos al grano —dijo el hombre.
Puso un pañuelo entre mis piernas, en él había una píldora amarillenta y pequeña.
—Cósela a tu ropa. Es una muerte rápida. No será dolorosa, pero debes dejarla actuar para que sea efectiva.
De pronto, entendí algo y dejé de distraerme; los hombres me hablaron como si yo hubiese aceptado una oferta que en ningún momento se dio. Dudoso, traté de recordar en medio de la conversación cuándo se había puesto en consideración dicha oferta, pero no lo supe. Toqué la píldora y acto seguido la envolví con el pañuelo.
—Tu padre me comentó que en los últimos días participaste en diferentes presentaciones y trabajaste en un teatro independiente. Tienes interés en la pintura y en la literatura. Es algo que en muchos casos sería inútil, pero ante nosotros te pone en una alta consideración. Tu padre ha decidido que seas tú quien se encargue de esta misión y debo saber que contaremos con tu lealtad en todo momento, con tu total aceptación y que evitarás las quejas en cuanto empieces.
Apreté los puños y respiré hondo. No dije nada. El ambiente era pesado y aunque ese hombre me habló en términos amables, yo no sentí la amabilidad en sus palabras. No me brindó una opción descartable, me habló con el conocimiento del deber.
Un impulso. Solo hizo falta un impulso lleno de terror hacia los caminos de los hombres para aceptar. Más adelante acabaría por descubrir la verdad, de la cual desconocía gran parte.
Mi familia siempre obró en beneficio propio y mis hermanos jamás se mostraron inconformes con este hecho, siempre aceptaron las decisiones de mi padre. Yo no hice la diferencia. Acepté en silencio el peso de esa decisión; esto ocasionó en mí cambios vertiginosos, violentas resoluciones y el saberme conocedor de la honda realidad.
—No pensarás, no preguntarás —continuó diciendo—. Dentro de pocos días dejarás de llamarte Marcello y deberás creerte al pie de la letra tu nuevo nombre. Te lo comunicaremos cuando el papeleo sea arreglado. Nuestro enemigo es astuto y en extremo cuidadoso.
Me habló como si yo conociera a ese enemigo, dejándome claro que era el mío a partir de ahora.
—Deberás acercarte a él con cuidado.
El hombre sacudió frente a mí unos papeles y firmó uno ellos, luego me pasó una tarjeta en la que había una dirección y un número de cuenta bancaria.
—Se te asignará una suma considerable. Vivirás solo, en teoría. En ese papel está la dirección en donde te encontrarás con uno de los nuestros cada domingo, cuando los informes detallados que brindes sean pertinentes. Tendrás que olvidarte de tu familia, de tus amigos y de tus relaciones íntimas. Serás un estudiante que viene de Toscana, sin ningún familiar en Palermo. Tus estudios empezarán pronto por lo que será puesto a tu disposición el material necesario. Tu primer paso es acercarte al hijo menor del señor Venturelli; ¿sabes quién es?
Asentí, aunque no tenía idea.
—Tienes que volverte un gran amigo suyo para recibir invitaciones a celebraciones especiales y fiestas. No olvides que tu verdadero objetivo es acercarte al señor Venturelli, incluso como amante si es necesario, ¿lo entiendes? Es un secreto a voces su gusto por los jovencitos. Antes de ti enviamos a otros, pero no tuvieron éxito. Cuando sea oportuno, recibirás clases en las que se te enseñará todo lo que necesites saber sobre tu nueva vida, tu nueva familia, tus últimas relaciones y el correcto uso y porte de armas. Te codearás con una de las familias más adineradas y respetadas de la ciudad. Prefiero que estos asuntos los profundices con tu padre.
Sin decir ni una palabra más, el hombre se levantó y salió del estudio. Los otros dos lo siguieron, pero antes de irse del todo el mismo hombre volvió a la habitación y tomó su sombrero, esta vez mirándome con complicidad.
—Después de todo eres un artista. Tengo un buen presentimiento sobre ti —dijo.
Si quieres escuchar la playlist oficial de Marcello, 1920 da click en el enlace externo.
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