Primer cuaderno, novena parte


Una pincelada en el lienzo representa el equilibrio entre el vacío y los días. Una pincelada contiene un paisaje que se esfuma pero sostiene su propio rastro. Se trata de una obsesión, de vernos profundamente conmovidos por el arte.


***

Durante días necesité reposo y la pintura quedo en espera. Estuve más de una semana con fiebre. Me bañaba temprano por la mañana y jugaba a sumergirme en la tina para saber cuánto podía aguantar la respiración. Por las tardes, si me sentía mejor, bajaba al jardín y ayudaba a arrancar la maleza. Necesité la compañía de Andrea a cada instante. La enfermedad me agobiaba.

Después del encuentro con el señor Venturelli, me sentí perdido. Tuve momentos de quietud, no pude emitir ningún tipo de sonido cuando nos sentábamos a la mesa para comer o cuando Andrea y yo visitábamos la playa. Algo en mi interior se quebró. Pero yo aparentaba ser ese hombre cuyo dolor se transforma en poderío, aunque estuviese muerto. Por las noches me encerraba en mi habitación y lloraba hasta quedarme dormido.

Mi sonrisa y Andrea se agriaron, un eco y un extraño murmullo. Cuando me recuperé de la fiebre y pude terminar el retrato, se organizó una fiesta para presentarlo en público. Fui el autor de la pintura, claro está. Sin embargo, jugué sucio para terminarla.

Para concluir el retrato vacié en él todo mi dolor y mis vergonzosos actos. Me volví una alimaña que se alimenta de la luz de las personas, del abrigo y la comida brindada. Ni las sonrisas fingidas sacaron de mi cabeza el acto íntimo y perverso que cometí. El recuerdo del abrazo del señor Venturelli removió profundidades. Fumaba y bebía a todas horas. De nuevo, Andrea no me increpó. Me permitió descansar sin dar explicaciones. Pero la música, el vino y la comida no se hicieron esperar.

Los invitados a la fiesta eran amigos y familia de Andrea. La casa estaba por completo iluminada y los platos de pasta, preparados para ese día, eran el mismo molde que solíamos comer. Los hombres me sonreían al pasar, posaban sus manos en mi hombro y me felicitaban. Las mujeres, por otro lado, hablaban con Giovanna sobre los negocios de sus esposos y solo sonreían cuando ella les comentaba sobre la llegada de Sienna a la capital.

Anduve por toda la casa contemplando, entre asombrado y regocijado, la orquesta de jazz que interpretaba el éxito popular Riverboat Shuffle. Fue una noche de humo y soledad. Paseé por toda la casa con una copa de vino en la mano y le sonreí a desconocidos. La mayoría de ellos traían puesto un frac. Eran hombres en cuyos rostros se veía el fracaso de sus élites.

Caminé por los pasillos, el murmullo y la fina tapicería; entre las flores frescas que decoraban las escaleras. Flores sumergidas en jarrones. La luz de las lámparas impactaba sobre el cristal y luego su luz se derramaba sobre los vestidos de las damas.

Después de tanto ir y venir, me senté lejos de los invitados, cerca de una de las ventanas. Saqué un cigarrillo y me dispuse a fumar. En lo alto del salón, cubierto con una tela oscura, desafiándome hasta la locura, se hallaba mi pintura. Esta me enseñaba mis ansias por vivir y mi cobardía. No había forma de ocultarme de mí mismo.

"No todo puede estar tan mal", me dije. "Todo volverá a ser como antes, solo olvida aquello".

Pero, ¿cómo podía olvidarlo todo cuando una parte de mí se había ido? ¿Cómo olvidar esos ojos que me miraban antes de caer dormido, antes de suplicar clemencia? ¿Cómo olvidar el ardor de mi cuerpo? ¿Cómo olvidar el extraño placer?

—Pensé que estarías más feliz con la fiesta, Salvatore. —Andrea se apoyó contra la ventana. Me miró a los ojos y tomó un sorbo de mi copa—. Pero al ver tu cara, creo que fue una mala idea. Quizá no debí haber pasado por alto el extraño comportamiento que siempre tienes en todas las fiestas a las que te he invitado. En mi defensa, diré que es mi madre la que se encuentra más animada en enseñar tu obra. Sobre todo cuando mi padre se ha ausentado para la velada.

—Tu madre siempre es amable conmigo. A veces me pregunto si eso es sabio.

—En definitiva, si se trata de ti siempre hace todo con profundo cariño. Creo que no comprende tu humor negro, Salvatore.

Sonreí ante el comentario.

—Temo decepcionarla en algún momento. No soy tan afectuoso como cree. Tú más que nadie sabes que el arte no es un mundo complaciente. Quizá cuando vea la pintura, note que la he pintado con una mueca horrorosa y lo considere una total ofensa. No quiero decepcionarla cuando sepa que no me he enamorado de su belleza y que, al igual que muchos pintores, jugué a plasmarla con otras fantasías que solo entendería Platón.

—Sin duda te odiará. Pero te considero habilidoso con las mujeres. No te olvides, cuando suba y presente tu pintura, que de los dos tú eres el más bendecido —dijo y sonrió. Y con esa sonrisa, caminó entre todos los invitados mientras les repartía una pizca de su innegable carisma y de su descarada sinceridad. Cuando estuvo en lo alto de las escaleras, al lado de mi pintura, me miró con picardía y retomó la conversación.

—Es maravilloso tenerlos aquí a todos ustedes, aun cuando sé que son tiempos difíciles y la ausencia de mi padre es un terrible pesar para muchos. —Andrea volvió a sonreír mientras caminaba de lado a lado—. Mi gran amigo Salvatore, fiel compañero y amante del estudio, nos ofrece, en el día de hoy, una pintura que será expuesta por primera vez aquí y que considero muy valiosa. Ha hecho un retrato de mi familia y en un proceso de sin igual observación, ha podido pintar a mi queridísima hermana junto a nosotros aun cuando él jamás la ha visto en persona. Solo una mano tan maestra como la suya podría haber llevado a cabo este proyecto.

Varios invitados se giraron y me sonrieron. Yo agaché la cabeza como muestra de gratitud y miré a Andrea. Se le veía complacido. Momentos como ese aún los recuerdo como retazos confusos y amargos. Era feliz. Andrea dejó en ridículo a todos los presentes con su discurso. Solo yo pude entender su sarcasmo.

Pero el señor Venturelli sí asistió a la reunión a última hora, antes de la revelación de mi pintura, acompañado de sus hombres; una réplica exacta de su sombra. Mientras sostuve mi cigarro, recordé la crudeza y el anhelo demandado durante el bochornoso momento que compartimos. Me había dejado con un extraño sabor en los labios y una ligera presión en mi pantalón. Respiré ante el irremediable estímulo de su sola presencia. Sin embargo, todos los demás le sonreían de manera apacible, en un silencio distinto al mío. Andrea también enmudeció.

—Lamento llegar en mal momento y lamento haber interrumpido el discurso de mi hijo. Pueden continuar —dijo.

Un temor se ancló en la mirada de Andrea. Lo vi de nuevo, en lo alto de las escaleras, ese niño pálido y débil que mientras se mojaba bajo la lluvia, observaba al cielo y exigía salir victorioso. Algo dentro de él se descompuso e hizo sonar sus pies contra el suelo. Las manos le temblaron y dejó caer lejos la copa de vino. Experimenté la soledad de su rechazo cuando intentó mantener a raya dentro de sí la tristeza al contemplarme. Y como si se tratase de colores difuminados, le perdí. Su empatía hacia mí se esfumó. Su boca se curvó en palabras incomprensibles, en una desazón que ya no iba dirigida a los demás sino a mí. No pude soportar estar ahí. Todos se reían de mí. Cansado, busqué a Venturelli con la mirada como mi única salvación y me sorprendí al encontrarlo observándome. El placer me enloqueció. Sentí el dolor experimentado en la cama de ese hotel y lo maldecí en mi interior tanto como maldije a Andrea. 

Las ganas de llorar comenzaron a ser letales y, pese a ello, sonreí. Más bien, me carcajee. Varios de los invitados se espantaron al verme. Reí demasiado, los latidos de mi corazón se aceleraron. Eché atrás mi cabello, reí y reí. Las carcajadas no me daban tregua. ¿Era el símbolo del hombre primitivo? Nadie entendió por qué reía. Todos me miraron y vi en sus ojos una burla estúpida. Sentí dolor de tanto reírme pero no pude parar. Andrea me miró horrorizado. Quizá miró a un monstruo. Debía lucir ridículo. Pero, tan rápido como la risa llegó, se fue. El impulso murió cuando obtuve la atención de todos los invitados y tomé la palabra.

—Muchas gracias a todos por compartir con nosotros este momento pero me veo en la necesidad de reír para impregnar el ambiente con el sentido de esta velada. Mi estancia con los Venturelli ha llegado a su fin, me llevo grandes amistades y gratos momentos. Dentro de poco volveré a visitar a mi padre, así que antes de irme deseo devolver todo lo que se me ha dado. Señor Venturelli —por primera vez le llamé por su nombre. Sus hombres me escrutaron con detenimiento y bajo sus ropas pude ver sus armas. Tomé con cariño a Andrea del hombro y volví hablar—, no debe disculparse. Verá, todos le han extrañado durante toda la velada. Incluso yo estoy feliz de tenerle aquí. No creí que el evento formara parte de su apretada agenda. Me alegra verle. Me siento honrado.

Escogí con detenimiento cada una de mis palabras. La repulsión se debatía dentro de mí con violencia. Tras el lúgubre silencio, precedido a mis palabras, caminé hasta mi pintura y la expuse ante todos. Varios de los invitados aplaudieron. Una sola lágrima se escapó de mis ojos. Solo una. Quizá, uno de mis ojos había albergado más tristeza a diferencia del otro. Contemplé la obra sin atreverme a mirar al público.

Andrea vio como esa única lágrima se escurría por mi mejilla y antes de sentir sus dedos yo la sequé con los míos. Cuando me giré, muchas personas le sonreían a la pintura como si algo sublime les hubiese tocado en lo más profundo de sus almas.

Pinté sobre ese lienzo el amor del que carecía, el agotamiento de mí ser. Era el testimonio de cada una de esas extrañas relaciones humanas... Carencia y odio se encontraron entre el pigmento. Lo más imponente dentro de la pintura era la fuerza y exuberancia del rostro de Venturelli. Los rostros de los otros miembros de la familia escondían su crueldad bajo la belleza. El rostro de Andrea era pálido y, aunque en la pintura no llovía, su ropa parecía estar húmeda.

Dejé mi pintura expuesta como una ramera ante las miradas de descaro y bajé las escaleras. Caminé bajo el atento escrutinio de los hombres de Venturelli. Me di cuenta de su mirada porque sentí un escalofrío en mi espalda. Andrea bajó con rapidez, intentó alcanzarme pero se entretuvo con varios invitados y lo perdí de vista. La música volvió a sonar pero no supe qué interpretaban. Me invadió el asco. Tomé una copa olvidada sobre una mesita y bebí su contenido de golpe. Varios de los invitados se acercaron a mí, de camino a mi habitación, y me obsequiaron con todo tipo de elogios sobreactuados. Mi mente reproducía, una y mil veces, el rostro de Andrea y su mirada cargada de terror.

Una mujer se acercó a mí y se presentó pero olvidé su nombre. Recuerdo las flores artificiales en su pelo. Giovanna no se acercó a felicitarme y cuando fui a buscarla, me relajé al verla conversar con sus amigas. Me di prisa para llegar a mi habitación. Los invitados se volvieron borrosos, parecían oscuras proyecciones. No cabía la menor duda, estaba eufórico ante la cercanía de la destrucción.

Al alejarme percibí simples susurros. En voz baja, en la oscuridad de los pasillos, me dije a mí mismo: "Todo acabará pronto"; pero las sensaciones me zarandeaban como el viento a las copas de los árboles. Cada sensación se despedía de mí y, debido al licor, estuve a punto de caer inconsciente al suelo. Llegué a mi habitación y abrí el armario, arrojé fuera toda la ropa. Lancé lejos cada objeto decorativo de la habitación. Mi vida quería herirse a sí misma y huir. Ya no había felicidad para mí y lo supe en ese momento. Toqué mi cuerpo y me sentí avergonzado de oír latir mi corazón. No había justificación para sentirme atraído por el dolor. No había razón alguna.

Cuando caí extenuado en la cama, oí unos pasos cerca a la puerta. Intenté secarme las lágrimas pero no me dio tiempo, la puerta se abrió de par en par y el señor Venturelli entró en la habitación. La oscuridad envolvía su figura y, debido al cansancio, mi mente lo convirtió en un fantasma. Me levanté de la cama y me oculté entre las cortinas. El frío de la noche impactó contra mi espalda. Lo observé con odio. El resto del mundo dejó de existir. La sombra que ocultaba su rostro desapareció cuando se dirigió hacia mí tras cerrar la puerta. Permaneció en silencio, observándome. Cada paso que él daba, yo lo desandaba. Cuando mi cuerpo tocó el borde de la ventana, lamenté no haber echado el cerrojo.

Ese hombre no solo veía unas simples lágrimas, era testigo de mi naturaleza. Me temblaron las rodillas mientras él se acercaba. Cuando me tomó entre sus brazos, sentí un alivio inesperado. Las sensaciones nauseabundas desaparecieron, solo quedaba el feroz dolor. Permanecimos un buen rato abrazados. Ese día, en esa fiesta, en medio de tantas cosas comprendidas e incomprendidas, compartíamos un abrazo. El rencor volvió a crecer dentro de mí. ¿Tan bajo había caído? ¿La sola intimidad con un hombre como Venturelli era lo único que podía aplacar mi soledad?

Él me susurró algo sobre mi pintura. Le parecía terrible el pianista del recibidor, comentó. Lloré y sollocé hasta perder la pena. Temblé junto a él y lo lamenté todo. Lamenté las decisiones tomadas. Lamenté la necesidad. Lamenté la sensación de vacuidad. Había fingido poca importancia a lo ocurrido pero cuando me rodeó su calor, no seguí ignorándolo. La cortina se enredó en nuestros cuerpos. Me moví contra él, sediento. Sentí su aliento en mi cuello. Él limpió las lágrimas de mis mejillas y del borde de mi nariz; también, la humedad de mis pestañas. Titubeé, pero no lo quise frenar. Permití que sus manos recorrieran mi rostro. No se detuvo. Ahondó más. Me revolví entre sus brazos. Pude percibir el tabaco en su chaqueta, el olor a vino y a compañías nocturnas. Incluso pude oler a Giovanna. Pero nada pudo detenerme. Su espíritu me daba sentido. Sin embargo, bajo la piel estaba el sentimiento de haber traicionado a Andrea, la justificación tras su mirada de animadversión. Hubiera sido mejor verlo odiarme desde un principio. Habría sido mejor no haberle hablado aquella vez bajo la lluvia.

Temía pensar en Andrea oliendo en mí el aroma del pecado. Verlo reconocer el fondo del abismo. Temí dejar de ser ese hombre de altos principios y de alma refinada ante sus ojos. Tenía miedo de mi horrible conducta, de marcarlo con ella. El solo pensar en acarrearle más tristezas hasta llevarlo al punto de dudar de sí mismo, me rompía el corazón. No quería perder a mi único amigo.

Pero estaba atrapado por la belleza y, como un cenicero, supe recoger cada sombra humeante. Volví a llorar en brazos de Venturelli y luché contra la influencia de su ser, contra él, como si fuese un niño que batalla contra monstruos. Esa noche me deshice en llanto y enjugué las lágrimas en el hombro de mi enemigo.


Si quieres escuchar la playlist oficial de Marcello, 1920 da click en el enlace externo.

¡Tenemos grupo en Discord! El link está en mi perfil.

Me encuentran en Instagram y Twitter como: @LinaGanef

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top