Primer cuaderno, duodécima parte
Los días eran fríos. Mis recuerdos se hallaban muertos en lo profundo de mi interior. Despertaba pero no lo hacía en realidad. Cuando salía el sol jamás reparaba en mi despertar. Viví cegado, ausente, desconectado. Si el mundo formara una nueva porción de tierra sobre sí mismo, es probable que ese paisaje resultaría ser yo; gaseoso, helado e impredecible. Llevo veranos muertos en mi interior, llevo girasoles en mis costillas y la presencia de un cuervo sobre mí como una aureola.
Vivía solo. Alquilé una habitación antes de empezar a vivir junto a una familia de italianos, llevaban varios años en Nueva York. Perdieron el negocio familiar al ser sacudidos por la crisis social, la desigualdad y la injusticia. Ellos no esperaban nada de un gobierno a merced de inútiles, decidieron escapar a tiempo. Sin embargo, ese largo viaje les condujo a pedir limosna y dinero prestado a unos prestamistas ilegales, llamados Controllers, para vivir.
El barrio italiano era una aglomeración de quejas, maldiciones y lamentos en cualquier esquina por donde se caminara. El trabajo para nosotros los italianos no era estable. Al llegar a Nueva York creí que viviría solo pero no fue así. Un día recibí una carta y cuatro días después esa familia de italianos estaban dormidos sobre la puerta de mi departamento. Mi departamento era un cuchitril y su arrendatario hacía uso de él a su antojo. De todas formas, siguió al pie de la letra las indicaciones de la Organización, escritas en un trozo de papel. Aunque el hombre nunca me dirigió la palabra más de lo necesario, sus ojos reflejaban saber todo sobre mí.
La familia de italianos estaba conformada por una mujer con dos hijos, un varón y una joven de veinte años. Ninguno podía conseguir trabajo. Ambos sabían inglés, lo habían aprendido gracias al esfuerzo que hizo la madre para poder llevarlos a colegios de integración.
Podíamos hablar entre nosotros con fluidez gracias a nuestro idioma natal pero, al igual que ellos, yo también me desenvolvía bien con el inglés. Vivían de la limosna. Todo el dinero ganado, lo despilfarraban y al final terminaban sin poder adquirir ni una cuarta parte. No invertían en nada, solo lo gastaban sin sentido. El hijo mayor colaboraba con astucia en esa tarea, desaparecía durante días y luego volvía con los bolsillos vacíos. Su madre, Deodata, nunca le reprochaba por su comportamiento. Siempre le daba una buena porción de dinero. Respecto a mí, la situación no fue diferente; trabajaba, pero no tenía suficiente dinero para darme una vida mejor. Tenía una habitación pequeña en donde había una cama destartalada y una nevera con quesos podridos, jamón y tomates.
Una de las personas recomendadas por la Organización era Diego Astori, el dueño de un puerto al norte de la ciudad. Conseguí trabajo allí y me dediqué los siguientes meses a supervisar la carga. Mis compañeros de trabajo eran hombres de clase media. Pasaba el día rodeado de ellos y, si algo pude entender, fue nuestro desarraigo.
Mi trabajo era sencillo, consistía en recoger el cargamento. Debía mover enormes cajas de un lado a otro y abastecer los camiones distribuidores. Yo nunca pregunté por qué debía hacerlo, solo lo hacía. Las jornadas eran largas, salía en horas de la noche sepultado hasta el tuétano en mi abrigo mientras el frío apabullante me daba en la cara. Así se dibujaban todos mis días sobre el lienzo de mi existencia. Debía estar en el puerto temprano en la mañana. El ambiente laboral no fue acogedor, compartí horas de mi vida al lado de hombres mal encarados cuando se hablaba de dinero. Ninguno me inspiraba nada. Si no rompíamos nada, se nos pagaba a diario diez dólares; con ese dinero no podía siquiera pagar el alquiler, mucho menos ayudar a la familia de Deodata. Aun así, lo hice.
Las visitas de los cobradores siempre eran insistentes. Deodata solía recibirlos cuando llegaban porque yo me encontraba ausente. Al llegar, yo encontraba la sala hecha un caos. En una oportunidad, ellos le exigieron a Deodata que entregara a su hija como parte de pago. Con una botella de whisky barato en la mano, gritaba maldiciones y, entre ellas, la determinación de no entregar a su hija jamás.
Cuando salía del puerto y caminaba hasta el departamento, deambulaba por los callejones como una sombra. Pero un alma como la mía no tarda en ser descubierta. Todas las noches encontraba un cadillac tourer aparcado a solo unos cuantos metros de distancia de donde me hospedaba. Por la mañana desaparecía y al caer la noche volvía a estar aparcado justo en el mismo lugar. Aunque le atribuí ese hecho al horario de alguno de los inquilinos del edificio, era un coche ostentoso para alguien del barrio.
Cuando volvía del trabajo, el coche estaba allí. Aunque estuviera agotado, a punto de caerme del sueño, el coche me recibía aparcado en el mismo lugar y lo supe de inmediato. Algo no andaba bien. Cuando pasaba junto al auto, caminaba con la espalda recta y fingía normalidad casi por inercia. En ocasiones vi a un hombre apoyado sobre el coche que soportaba el frío de la noche mientras esta lo cubría con su velo de oscuridad. Yo lo sentía. Sentía el calor de su respiración contra mi cuello a un ritmo penetrante, como solo una mala noticia puede hacerlo.
No tuve tiempo de especular, todo pensamiento se alejó de mí. La silueta de ese hombre se fundía en mi mente hasta convertirse en la nada. El trabajo me despojaba hasta del último aliento. Los speakeasies se convertían en luces extravagantes y yo las evitaba al salir del puerto. Portaba la expresión de un hombre sin misericordia. Nueva York brindaba placeres inimaginables, cualquier cosa volvía a la vida en la Gran Ciudad pero yo me escondía solo e insatisfecho en sus callejuelas.
Deodata se encargaba de hacer la comida y de camino, cuando salía temprano, buscaba algo para llevarle a ella y a su hija. Pero fueron más las veces en que prendí la luz de la cocina, mientras ambas dormían, para prepararme un sándwich. Allí, bajo la luz amarillenta a punto de fundirse, tragaba cada bocado con las manos sucias y me preparaba café.
Aunque perdí todo y los comentarios de la hija de Deodata me asediaban, no paraba de preguntarme qué me había traído a Nueva York, yo me sentí bendecido. Siempre he sido un hombre cargado con la subestimación de otros pero, en ese momento de mi vida, cuando me convertí en el hombre por el cual esas mujeres inocentes aguardaban, a pesar de retorcida mi condición, me sentí capaz de muchas cosas. Sentía que mi papel como hombre se cumplía; es decir, por primera vez en mi vida me ganaba cada cosa con el sudor de mi frente. Pero no pude desempeñar esa figura por mucho tiempo. El bullicio del mundo me alcanzó, aun cuando yo creí ser el silencio al cual el universo había dejado vivir en su tristeza. La paz cayó a mis pies. No quiero creer que se trató del destino porque no fue así, fue el giro de las circunstancias.
Un día, Deodata llamó a la puerta de mi habitación para avisarme que un hombre me buscaba. Pese a las terribles persecuciones, Deodata se transformó en una mujer intuitiva, era muy difícil engañarla. Ella me comentó que dicho hombre había bajado del auto aparcado hacía días frente a la residencia. Y no dijo nada más, se limitó a lanzarme una mirada de advertencia al atenderlo.
Caminé hasta la puerta mientras buscaba mi abrigo, apreté el puño en el interior del bolsillo de mi pantalón y me armé de valor. Tenía en mente la carta de la Organización. No era soporte suficiente y las firmas al interior de la carta podían no significar nada si la Organización se encontraba disuelta. Si me atrapaban, si alguna sombra me alcanzaba, no habría forma de escapar de ella.
Cuando abrí la puerta, cubierto por un abrigo sucio que no había enviado a la tintorería, se hallaba un hombre alto de ojos lánguidos y facciones armónicas semejantes a las de una escultura clásica, miraba su reloj de pulsera sin ningún interés mientras esperaba a que yo saliera.
—¿Es usted el joven Marcello? —inquirió el hombre. No sé si el terror se dibujó en mi rostro pero mi cuerpo se enfrió. Con dolor, me aferré a la puerta con la determinación de cerrarla de forma inmediata si algo salía mal. Respiré profundo y el frío de la noche llegó a mí. El viento azotó mi abrigo y me despeinó mientras que al hombre ni uno de los cabellos escondidos bajo su sombrero se le movió. Me percaté de que miraba al suelo con la vista fija. Eché mi cabello hacia atrás con la mano y cuando nuestras miradas se encontraron, nos quedamos en silencio. El gesto de su boca delató su poca paciencia.
—Creo que se ha equivocado —logré decir—. No sé de quién habla.
—Tengo un amigo que se haya interesado en hablar con usted.
—Ya le dije que no soy yo a quien busca.
—Créame que le interesará lo que él planea proponerle —prosiguió sin darle importancia a mis palabras.
—¿Por qué cree usted que podría interesarme?
No hacía falta jugar al escondite. El hombre me había vigilado durante días.
—Quiere verlo en privado, si es posible —dijo—. ¿Qué le parece esta noche? Él no podrá mañana.
Resultó cierto aquel pálpito de incertidumbre de semanas atrás. Muchas preguntas se agolpaban en mi mente, emergían de las tinieblas y para ninguna de ellas poseía respuesta. ¿Quién es este hombre? ¿Por qué está tan seguro de su propuesta? ¿Qué hacía espiándome?
El hombre no se comportó de forma hostil conmigo pero no pude confiar en él. Al final acepté su oferta. Caminamos hasta su coche. No me dio tiempo para despedirme de Deodata. Ella me preguntó si todo estaba bien. Su hija se asomó a la cocina cuando me vio recoger las llaves y mi cajetilla de cigarros. Ambas dudaron cuando les dije que todo estaba en orden.
Me esperó afuera, recostado sobre el capote de su auto. A pesar del frío inclemente, no se inmutó. Cuando crucé el umbral y quedé a merced de su escrutinio, abrió una de las puertas traseras y, con un ademán cortés, me invitó a entrar. Me volví a sentir como ese joven inocente que se adentra en la boca del lobo sin saber la razón. Mi mente revivió el sol de Sicilia sobre nosotros y el pulcro zapato del señor Venturelli que aparecía justo cuando me disponía a entrar.
No tuve miedo. Tan pronto como el recuerdo llegó, se arrastró en el frío y se derritió. Entré al auto y segundos después entró él. Cerró la puerta y prendió un cigarrillo. El auto pasó por los speakeasies. El hombre conducía en silencio. No se detuvo en ningún momento. Minutos después aparcó en una calle donde había una puerta metálica custodiada por varios hombres armados. Hombres con la misma apariencia a la suya.Bajé del auto y atravesé la puerta metálica. Me guiaron por el único pasillo al entrar. Un pasillo de tonos ocre, alumbrado sin demasiada intensidad. Parecía infinito. El hombre se acercó a mí y, dubitativo, caminó por delante de mí y abrió la única puerta que había. Tras ella, un despacho con varias mesas de juego, una barra extendida de lado a lado y unas lámparas que reflejaban su luz sobre el impecable cuero de los muebles aparecieron ante mis ojos. En las paredes estaban colgadas pinturas de paisajes y barcos. La espantosa familiaridad entre ese despacho y el despacho de mi padre, me generó un dolor que se extendía por mi cuerpo como una ola. Reconocí un repulsivo hedor... Después de meses de estar dormido, el aroma lujurioso y frutal del cuerpo de Salvatore me intoxicó.
Todo ocurrió con rapidez, así que me quedé quieto. El hombre buscó en la barra algún licor. Fui invitado a un banquete silencioso. Me acomodé en el asiento más cercano y él me ofreció una copa. La necesitaba con urgencia pero no la acepté. Su mirada me insistió mientras yo aguardaba en el silencio sin ceder. Me mantuve firme y no sucumbí a ninguna distracción. El tiempo pasó y sentí las agujas del reloj en mi contra.
La presencia en mis sueños, aquella que había sido tejida en mi corazón, apareció.
Andrea, que apestaba a licor, irrumpió en la habitación. La luz de la habitación jugó con las líneas de su rostro. Vi en sus ojos un mundo en donde no había cabida para el resplandor. Inhóspito. Un mundo en cuyo plumaje él se escondía y lo que deseé, en algún momento lejos de mi vida, lo quise tener con ímpetu en ese momento por el simple hecho de apreciar el rostro claro de Andrea una vez más. Intenté no ponerme nervioso pero fue inevitable, lo fue porque la imagen de Andrea, comparada con la belleza de tiempo atrás, hablaba de hechos demoledores, aquellos en los cuales mi presencia se había disuelto, al parecer, bajo el implacable tiempo.
—Andrea... —murmuré.
—Cuánto tiempo sin verte, Marcello. —Su voz sonó ronca, como si algo pesado le prohibiera pronunciar mi nombre. Andrea se acercó al hombre, se olvidó de mí y le habló—. ¿Has ido a Port Beach? ¿La negociación se hará pronto o el viejo Astori se demorará más de lo acordado? Hazle una visita, ve a ver qué se puede hacer. Estoy cansado de esperar, sabes lo irritante que se pone él cuando no hay una respuesta inmediata, Bertoni.
Bertoni se levantó del asiento y le ofreció su copa. Salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí en un suave golpe. Entonces, la habitación se inundó, de forma absoluta, con la presencia de Andrea.
Nada quedaba de él. Su dulce sonrisa, aspecto característico en él, fue sustituida por un gesto de desagrado. Cuando se percató de mi presencia, se giró hasta situarse frente a mí. No sonrió ni pestañeó siquiera.
—No pensé que volvería a verte —dije—. Creía que todo sería diferente. El viaje duró mucho tiempo...
—Lo sé —me interrumpió—. Sé que fue difícil que salieras de Italia. Quería verte —me confesó. Se limpió el rostro pero el polvo en sus manos, semejante al grafito, terminó manchándolo más.
—¿Has vuelto a dibujar, acaso?
—Eso quisiera pero no. La verdad es que hace ya bastante tiempo que dejé de hacerlo.
Quise preguntarle qué había ocurrido entonces, al ver sus manos tan sucias, pero no lo hice. Ahora es cuando me arrepiento de no haberlo hecho.
—Marcello —me llamó. Mi mirada se había perdido en las pinturas. Cuando volví a verle, estaba sentado frente a mí y bebía con lentitud de la copa de Bertoni—. ¿Tienes idea de por qué te cité aquí después de tanto tiempo?
Negué con la cabeza.
—¿Tienes idea de lo que he venido a proponerte?
Negué de nuevo.
La belleza no lo acompañaba más. Al verle ya no lo deseaba. Pensé: ¿cómo es posible no reconocer el objeto añorado por tanto tiempo? La presencia de Andrea renovó todo pero nada de eso me avivaba.
—Debes terminar lo que empezaste, Marcello —dijo.
Nunca fui bueno con el doble rasero. Hice algunas cosas sin sentido, sí; pero nunca esperé nada de ellas. Me senté frente a mis demonios a la hora de comer, miré con deseo la página de algún libro sin interesarme mucho. Jugué conmigo mismo. Apartado y leal.
Me cubrí con el abrigo y busqué de forma absurda el abrazo nunca recibido. Me sentí desnudo, avergonzado. Respiré profundo y cerré los ojos con miedo a aceptar la claridad. Hubiese sido mejor haberlo se- pultado todo pero no fui capaz. Guardé todo dentro de mí a la espera del cálido encuentro. Un momento de amor genuino sin salida.
—No... —murmuré—. ¿Para esto me has buscado? Todo acabó. No existe razón para que continúe. Ya lo sabes todo...
—No fue así, yo no te descubrí, te conocí —dijo y se acomodó en el sillón—. Has trabajado para mí durante todo este tiempo —confesó—. Para que todo saliera según mis deseos, no podías saber la verdad. Así que no te descubrí, Marcello. Yo sabía desde un principio que tú eras el joven al que habían enviado para destruir a mi padre.
No pude entender sus palabras. Me apoyé en la mesa para conservar el sentido. Si perdía las fuerzas, lo perdería todo. Si flaqueaba, volvería a verme arrollado por el enemigo gigantesco que nunca ha dejado de alimentarse de mí. Mi corazón, después de mucho tiempo, volvió a latir y me estrangulaba el pecho. Dudé de todo; de la habitación, el rostro indiferente de Andrea, las sombras, su espalda, su sonrisa ausente...
—¿Qué es lo que has hecho? —pregunté. El dolor en mi interior no tuvo compasión. La pena de haberme alejado de mi país, de mi familia y de mis amigos no pudo compararse con tal decepción. La amistad de Andrea, esa necesidad de confesarme ante él, mi devoción a su memoria... ¿todo para qué? Había sido una mentira—. ¿Piensas que al decirme esto podré vivir como si nada hubiera pasado?
Un ardor me cegó y no duró suficiente cuando la mano de Andrea asió la mía buscando hacerme entrar en razón. No lo miré a los ojos. No pude. Tuve ganas de llorar, de hacerlo como hasta ese momento no me había permitido, pero no valía la pena. Yo había sido un hilo más tejido con mayor esfuerzo para demostrar las esperanzas absurdas que plagan la noción de amistad. Cada segundo a su lado me consumió, busqué apartarme de él pero entonces vi el arma guardada en uno de sus bolsillos y su rostro iracundo contemplándome.
—¡Mírame, Marcello! —ordenó—. Únete a mí. Acabémoslo. Tú y yo. Hace unos años empezaste con esto y sé que ha sido difícil pero, la astucia que demostraste hace de ti alguien importante. ¿Crees que yo movería un dedo por proteger a un joven huérfano? No, a menos que esa persona fueses tú. Eras la única posibilidad de estar cerca de él.
—Me engañaste, Andrea...
La lluvia empezó a caer. No pensé si podían hacerse reales las palabras pronunciadas por su boca, tan solo me importaba una cosa: la traición.
—¿Crees que tu actuación habría salido tan impoluta de no haber sido así? —Escupió con ira—. ¿Qué hubieras hecho si sabías que era yo quien estaba detrás de la conspiración contra mi propio padre? Tú, que tan intachable actúas en presencia de otros pero que logras derretirte de pasión cuando estás con un hombre. —Sus ojos gélidos, su rostro deforme. El mismo gesto de superioridad que se reproducía en su rostro, yo lo había visto en hombres monstruosos. No había nadie allí, no había nada en donde alguna vez lo hubo todo.
Sus palabras pasaron junto a mí y la sombra, ignorada durante tantos años para engañarme a mí mismo, se manifestó. La gente no puede ser buena, las personas solo son bestias que esperan ver cómo tú arriesgas todo para luego mentirte mientras te miran de frente y se regocijan cuando ya no posees nada. Porque solo las bestias se regocijan en el caos que provocan.
—¿Crees que no siento asco de ser su hijo? —prosiguió—. Desde que nací el único motivo que ha hecho de mi vida algo más que tan solo un acto vergonzoso, es verme capaz de acabar con su vida. Cuando la Organización nació del justificado odio del movimiento obrero, no tuve más remedio que sentirme parte de algo. Te acogí en mi hogar, te brindé mi amistad. ¿Por qué? Porque tú eres la respuesta a todo lo que ideé. Actué con dureza frente a todos solo para poder conservarte a mi lado, aun si eso lucía sospechoso. Tuve que verme rodeado de hombres crueles que vivían solo para nutrir el poderío de mi padre y estrecharles la mano para aparentar. Pero dentro de mí una llama revolucionaria ardía y no nació de la justicia, nació de la venganza. Quería verlo sangrar, verlo caer. Lo que en el fondo siempre deseé era asestarle un golpe de muerte a mi padre, ver su sangre manchar la larga y desesperante agresividad con la que jugó con todo. Y, aunque eso me cueste lo que soy y lo que tengo, lo haré.
—¿Por qué yo? ¿Qué tengo yo que ofrecer? Sabes bien que todo acabó, Andrea. Él tuvo lo que deseaba y me apartó, jamás volvió a comunicarse conmigo.
—Eres infantil —dijo—. Tu comportamiento lo es. Un hombre infantil no es más que un entretenimiento para mi padre; pero un hombre ágil, un hombre fuerte, un hombre que toma aquello que desea, despierta un irremediable deseo en él. Tú ni siquiera te has manchado las manos Marcello, ni siquiera te has introducido en la oscuridad que lo rodea. Debes desearlo de verdad, debes entregarte en cuerpo y alma para que alguien como él pueda creer en ti. Eres tan débil como tu gente —vociferó—, tan débil y enfermizo...
— ¡Entonces por qué me elegiste a mí, Andrea! —exclamé.
—Porque él cree conocerte pero no es así. Tampoco se ha introducido en tu oscuridad —reveló.
Si quieres escuchar la playlist oficial de Marcello, 1920 da click en el enlace externo.
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