Primer cuaderno, decimonovena parte



Dentro de mis más profundos deseos siempre albergue la posibilidad de tener una familia. Quizá albergué tal deseo porque, de una forma u otra, no podría cumplirlo. No fui un buen hombre y yo estaba en paz si ninguna mujer llegaba amarme por eso. Las relaciones profundas y duraderas me dieron un terrible miedo, son insanas e incomprensibles. Atar la vida de dos personas por medio de un ritual social es solo una insólita amputación, me causa pánico.

Deseé tener una familia pero nadie me escogería como esposo. Pero yo nunca me vi como un padre de familia y nunca quise lidiar con esa enorme responsabilidad. No sé qué es una familia, pero sí comprendo que está relacionada al sacrificio. ¿Usaría a mi propio hijo como cebo? Sí. Si en mis manos estuviera, lo convertiría en el mayor de los mártires. Ese fue mi miedo, durante años nadie lo comprendió mejor que yo. Nunca estuve dispuesto a compartirlo con una mujer.

Sienna me observó, aguardaba mi respuesta. No era bueno rechazando oportunidades pero estar con ella significó para mí mucho más. Me ate a la esperanza porque alguien deseaba ser mi aliado. No mi amigo. Ya sabía la inutilidad de eso.

Las entrañas me dolieron y la cabeza me dio vueltas allí sentado. Ella pudo verlo, supongo. El silencio trepó por nuestras gargantas y nada se quedó con nosotros, nos despojamos de todo. Nos observamos en silencio mientras una suave lluvia arremetía contra las ventanas de la oficina.

—¿Qué planeas? —le pregunté.

—Casarme contigo. He tomado peores decisiones. Aun así —vaciló—, creo que podrías ser un excelente esposo.

—No es eso a lo que me refiero —dije. Notar que estaba satisfecha con mi compañía solo me acomplejo más—. Tú sabes lo que hago. Tú más que nadie comprendes a quienes me debo y lo que tendré que hacer para sobrevivir.¿Qué hace de mí un buen esposo?

—El dolor —dijo—. Un hombre debe conocer el dolor para convertirse en un buen marido. Siempre he creído que el dolor es lo que nos permite ser leales, incluso en las cosas más inverosímiles posibles, ¿no lo crees así?

—Es probable —respondí—. ¿Estás consciente de lo que me pides?

—Marcello —sus hombros cayeron cansados. Dejó de verme como si hubiera sido yo quien la hubiese herido. Volteó el rostro a un lado, sus manos apretaron los reposabrazos del sillón—. No soy una joven inexperta, estuve casada con dos hombres terribles; tú serías el menos terrible y por mucho el más monstruoso. Dicen que las aguas en calma son las peores, pero ni siquiera a eso te acercas. Eres un pozo profundo.

—Eso lo sé —hablé acalorado, frustrado de oírla—. ¿Por qué entonces? ¿Qué esperas? Tu padre nos asesinara a los dos. Tus enemigos y los míos están tras nosotros. Tú planeas que nos casemos y les das la oportunidad de acabarnos.

—Ambos hemos sido abusados —contuvo la respiración. Notaba su enojo, pero comprendí su necesidad. Sienna ansiaba justicia al igual que yo—. Y a pesar de ello estamos aquí, al parecer más vivos que cualquiera. Cuando supe sobre ti, algo me dijo que no podía ser solo el destino de dos víctimas sino algo más, un camino que debemos enfrentar y seguir.

—Es una locura —admití—. Pero ambos estamos en la misma situación. Ambos queremos lo imposible.

—Al ser mi esposo no me deberás nada. —Sienna caminó por la habitación y prendió un cigarrillo mientras miraba por la ventana. El vestido, antes lleno de polvo del taller y mis lágrimas, se ceñía a ella como si aún después de tantas vacilaciones la esperanza le diera forma. Su nombre me había resucitado y comprendí el misterio de eso—. Podrás continuar con todo y herir a quienes tengas que hacerlo. Junto a mí lograrás hundirlo todo. Necesitas destruir para renacer. Hay cosas que llevamos en el cuello y solo devastándolas las podemos salvar, amándolas sin respeto y sin devoción. Apartándonos de ellas para siempre.

Con prontitud, antes oírla terminar, corrí a su lado y tomé una de sus manos, la besé y la dejé sobre mi pecho como si todo ese tiempo ella me hubiera correspondido con fascinación. Pero no fue así. Yo no dije nada, solo asentí y besé su mano. Ella compartió una copa de vino conmigo en la oficina, rio y me contó sobre cómo sus dos esposos acabaron por considerarla una mujer impropia y ausente, fría y desalmada como su padre. Es curioso que recuerde solo eso, en especial porque conocí el amor ese día.

Sienna se transformó con el transcurso de los años en la segunda mujer más importante de mi vida y la primera que amé con total honestidad. Me enamoré de ella porque pude reconocer que su mundo se parecía al mío. Ella era mi reflejo más idéntico y mi mayor pérdida. Le di el poder, a diferencia de otros hombres y hasta del mismísimo Venturelli, de acabar conmigo, de causarme un daño irreparable; lo acepté y cargué con el riesgo. Asumí su dolor y lo mezclé con el mío. No pude cuidarla como debía pero mi sueño, en el que ella me acogía entre sus brazos y jamás me descuidaba, fue mi experiencia de amor más profunda. Temí despertar. Pero así pasó. Y en sus descuidos yo me mataba cada vez un poco más.

La morfina hizo desaparecer mi honor y mi palabra. Amé con tanta intensidad la morfina aun cuando ella no era ni bella ni parecida a mí, no pude serle fiel a Sienna porque le pertenecí. Me até a ella porque podía conseguirla con mayor facilidad. Ni siquiera la ley Harrison logró apartarla de mí. Mientras los negros morían exuberantes por la cocaína, los chinos y los mexicanos en grandes orgías en bares y casas de venta ilegal; yo consumía junto a Sienna, revolcados en la vida del paraíso underground.

Después de esa noche, Sienna se encargó en hacer público nuestro deseo de casarnos los días siguientes. Fue una completa locura y siempre lo vi así. Sienna tenía la habilidad de lograr cosas imposibles. Una de ellas fue hacerme amarla. En su casa no me querían, su madre estuvo en contra de nuestro matrimonio. A su padre le pareció absurdo pero no nos juzgó.

Venturelli nos observó en silencio cuando fuimos a sentarnos en su oficina una tarde, agarrados del brazo, para contarle con apuro que nos quisimos desde el primer momento. Yo estuve callado, Sienna hablaba y su padre la escuchaba como si no existiera nada más cautivador en el mundo.Yo estaba temblaba de pies a cabeza como si me hubiera mojado la lluvia. Sienna tomaba mi mano, hablaba y volvía a tomarla sin dejarme naufragar. Estaba loca por querer casarse con un hombre tan roto como yo.

A Sienna no le importó la intimidad que había compartido con su propio padre e incluso los deseos impuros que emanaban de mi cuerpo aún en su presencia. Cualquiera la consideraría una mujer impropia o demente, pero Sienna no fue nada de eso. No me casé con Sienna por querer salvaguardarme, lo hice porque era la única persona que deseaba comprenderme. No haría realidad todas mis fantasías. Pero, ¿por qué debemos esperar algo como eso?

¿Por qué esperar sentirnos completos gracias a alguien? Yo jamás deseé tal cosa. Acepté siempre ser alguien monstruoso y el estar roto. No me casé con ella para que me ayudara; solo deseaba estar dentro de su magnánima vida, su impenetrable orgullo y su profundo amor. Me casé con Sienna como un tonto en un día caluroso se acostaría bajo la sombra de un árbol. Me volví adicto a su presencia; lograba cubrirme, aun cuando no quería hacerlo. Me cubrió y me conservó con vida.

Viví disecado a su alrededor, nunca fui comparable a ella. La gente se preguntaba por qué un hombre hueco y poco valiente como yo, estaba detrás de una mujer tan poderosa. Todos me vieron como a un ave herida que crecía entre sueños y alucinaciones con un par de alas rotas, que absorbía la energía de los demás para no enfrentar el dolor y el ardor que provocaban al desmoronarse.

Necesito explicar cuánto la ame. Nunca se lo dije, no lo creí necesario. Ella ya estaba llena de amor. Necesito explicarlo porque solo a través de ello pongo el empeño suficiente en recrearla, aun así no lo logro. ¿Cómo se puede comprender a una mujer a través del amor de un hombre? ¿Cómo los poetas pudieron vivir tanto tiempo creyendo en sus propias palabras? ¿Qué tanto amor puede dar un hombre? Y ¿Qué palabras en boca de uno podría hablar de la realidad de una mujer? Una mujer como Sienna, por ejemplo. Una mujer intrínsecamente suya, tan propia de sí misma que llamarla mía sería acabar con ella.

A pesar de ello, como era de saberse, su deseo se hizo realidad. Venturelli aprobó el matrimonio y Giovanna se hizo a la idea. Sienna estaba feliz. Todo esto se logró gracias a un deseo manifestado por ella: la necesidad de enviar a Andrea al extranjero. Explico la falta de enfoque por parte de Andrea, argumentó que no lo consideraba profesional como para cargar con todo a cuestas. Venturelli no se mostró en desacuerdo y obró según el deseo de su hija, envío a Andrea al exterior antes de nuestra boda.

No tuve tiempo para despedirme de él y para ser franco no quise hacerlo. Cuando Andrea me buscó, horas antes de partir, cerré la puerta de mi habitación con llave y no le abrí. Él se quedó parado allí, con el cuerpo sobre la puerta, a la espera de un adiós. Permanecí en silencio y Andrea hablaba solo para decir: "dos minutos más, tres minutos más, cuatro minutos más". Sienna me había prohibido verle. Según ella, Andrea debía comprender el daño que me había ocasionado. Y la forma de hacerle pagar, era darle la espalda como él me la había dado a mí. Pero haber hecho eso me partió el corazón, aun cuando trajo a mí bendiciones. Fue como si me levantara del suelo después de mucho tiempo.

Sin más, la habitación de Andrea quedó vacía. Lo enviaron a Londres para que continuara sus estudios. Su ausencia fue difícil de admitir. Entraba a su habitación y me acostaba en su cama hasta quedarme dormido; aspiraba su aroma y, entre lágrimas, me despedía de él.

A veces Sienna me encontraba dormido en la cama de Andrea; en algunas ocasiones me despertaba para llevarme a mi habitación, otras veces solo me arropaba. "Ha sido lo mejor", decía. "Andrea debe estar lejos si quieres ganarte la confianza de mi padre". Me compartía cigarrillos, mientras estaba envuelto entre las sábanas y la ropa de Andrea, y limpiaba mis lágrimas con afecto. "Estás más triste que cualquiera de nosotros por su partida y él también debe estarlo". Pero eso no era cierto. Andrea no se habría sentido afligido por ello, debió haberse sentido ridículo y avergonzado.

Las semanas pasaron y la ausencia de Andrea dejó de ser punzante. De alguna forma, fue como si se arrancara de mi cuerpo una costumbre dolorosa. Andrea había sido opresor y me había contaminado. Si no hubiese sido por Sienna, él habría acabado conmigo. Me había enseñado a ser dependiente de él. La tristeza no me dejaba descansar; pero Sienna me enseñó, con paciencia, el egoísmo de Andrea. Vi la luz de la mañana como nunca antes y a la casa de los Venturelli con un aire distinto. No me importaron ni Giovanna ni Venturelli. Yo estaba por completo absorto en Sienna.

Salía con ella a conocer tiendas, a comer postres y a besarnos bajo la lluvia. Nunca antes fui tan feliz. Pero no pude conservar esa felicidad; como siempre, mi cuerpo volvió a caer en la tentación, en el mal intrínseco dentro de él. Todos los cimientos de mi alegría se volvieron blandos. Intenté aferrarme a Sienna, al anillo en su dedo, a la muestra de nuestro compromiso y a sus ojos dulces. La abrazaba por las noches para poder habitar en ella. Pero no tuvo efecto. Nada lo tuvo. La angustia y la bilis seguían ahí. Cuando la tocaba sentía náuseas y cuando la veía quería huir. De nuevo, el sentimiento de lealtad y fidelidad me enfermó. Sienna notaba mi ausencia e intentaba hacerme volver en sí. Incluso me pidió un retrato.

No pude. Me agobiaba la idea de estar encerrado con ella en la misma habitación. Fumaba y bebía, los días se iban sin ningún cambio. Mi ánimo empeoraba. Me protegí en mi necesidad de estar solo y en mi silencio. Debía tomar pastillas para dormir que me hacían tener terribles pesadillas. Los rostros de mis padres se reflejaban en todo de manera incontrolable, ni el vicio podía alejarlos. Sienna me pedía explicaciones por mis desplantes y mi mal genio, pero yo gruñía como una bestia salvaje y me volvía a encerrar en mi habitación. Pasaba horas orando y absorto en el inerte Cristo. Leía los guiones compartidos con Andrea y maldecía cada una de las palabras. No lo resistí. Empecé a dormir solo.

Las noches estuvieron repletas de agujeros imposibles de llenar. La boda estuvo a punto de cancelarse debido a mi condición pero, contra viento y marea, Sienna permaneció firme. Yo escuchaba las conversaciones de ella con su madre. Pude oír cómo Giovanna le pedía, entre lágrimas, que abandonará la absurda idea de casarse con un fracasado como yo. Sienna siempre le repetía lo mismo: "Tu no entiendes madre, él es un artista, un gran artista".

Nada mejoró. Empecé a alucinar y perdí la fuerza en mis piernas. El médico me visitó y dictaminó que sufría una fuerte depresión, un efecto postraumático. Sienna le preguntó si iba a recuperarme pronto y le comentó sobre nuestra boda. Pero solo si guardaba reposo podía volver a levantarme de la cama.

Sienna nunca se apartó de mí, colocó una silla al lado de la cama y todos los días se quedaba ahí mientras me sostenía las manos. Algunas veces dormía con la intención de no verla pero cuando abría los ojos me la encontraba con una dulce sonrisa. Con los labios resecos y la frente sudada, yo le devolvía la sonrisa. Todos los días me daba de comer y arreglaba las almohadas tras mi espalda hasta ponerme cómodo. Luego, se quedaba observándome. Leyó para mí varios de mis escritos. Yo estaba ausente. No le pedí nada, ni siquiera intenté corregirla cuando se equivocaba al leer. No me importó si leía mal. No me importó nada con tal de oírla.

Con los días la enfermedad menguó y con la ayuda de Sienna volví a escribir. Ella traía papel y tinta a mi habitación, además me ayudaba cuando el mareo y la fiebre me sobrecogían. Cambiaba con delicadeza los paños de agua tibia cada diez minutos y limpiaba mi cuerpo. No supe por qué me cuidaba con tanta diligencia. Quizá se debió a nuestro polifacético amor. Si algo tuvimos Sienna y yo fue compañía en la enfermedad. Poco a poco, la oscuridad se apartó tras el silencio y la poesía. La monstruosidad se escondió entre mis huesos y me levanté de la cama en una tarde exquisita. Sienna me extendió sus brazos y nos abrazamos. Ella me dijo: "Pensé que te perdería pero si te has levantado de la cama, entonces es una señal de que Andrea te ha dejado. Lo hemos extirpado de tu cuerpo de una vez por todas".

Venturelli se ofreció, en vísperas de la boda, a enseñarme a bailar vals. Me vi con él en un pequeño salón, entre flores y mariposas. Él pedía café y se sentaba junto a mí para explicarme paso a paso cómo se debía bailar. Me enseñó a girar y me regañó, todos los días, una y otra vez, por cada error. Mi cuerpo iba y venía; cuando nos hallábamos muy cerca el uno del otro, recibía su rechazo. No me permitió dormir. Se dedicó a interceder por mí contra la oscuridad y el sueño. Me volví más susceptible a él. Me trataba como a un hijo y me hería como a un sirviente. Cada una de sus palabras me decía cuán inútil me veía.

—Un, dos, tres. Un, dos, tres —repetía—. Paso adelante, pie izquierdo; y al lado, el pie derecho. El izquierdo arriba y al suelo. Un, dos, tres. No, no, no —decía—. Te he dicho que los pasos básicos te hacen girar —se alejaba irritado—. No estás hecho ni siquiera para esto.

—Hemos bailado cerca de media hora, si me dejaras beber agua podría bailar mejor —me quejé. Me senté en el sillón, ojeé una revista con la que me entretuve viendo fotografías. La risa de Sienna solo me hacía enojar más, fumaba de un lado a otro y lo único palpable era su estridente risa y el taconeo constante. Venturelli se veía frustrado, incluso mezclaba café con licor. Me miraba con expresión burlona.

—Serás el peor yerno que haya tenido —reía—. Si no aprendes rápido, harás el ridículo. Además, Sienna es una bailarina hábil.

—No puedo bailar —dije—. Quizá por eso soy mejor con las palabras.

Era impresionante cómo Sienna podía mejorar su humor de manera notable. Venturelli estaba más presente en la casa; leía, fumaba y ordenaba una buena cena. Mientras estuve en cama decía: "No quiero que mi estúpido yerno muera antes de llevar a mi hija al altar. Las invitaciones ya se entregaron". Es detestable decirlo pero la ausencia de Andrea nos hacía más felices.

Sienna nunca fue posesiva con mi horario ni conmigo, me dejaba fluir. También me dejaba caer. Era una compañía radiante, como el eco de un ángel. Todos los momentos valiosos los cosechamos en la soledad, en nuestra compañía. Algunas veces la hallaba envuelta en una sábana blanca mientras zigzagueaba en el suelo y los muebles con el cabello húmedo y despeinado. Siempre estaba desnuda, fumaba y veía la lluvia caer en la ventana. Sus senos quedaban algunas veces al aire, y la sábana se arremangaba en su vientre. La encontraba así durante la madrugada, cuando todos en la casa dormían. A su lado siempre había un cenicero y un vaso de whisky. Algunas veces ponía música en el tocadiscos, algún tango o jazz melancólico. Si todos eran felices y se divertían en la gran ciudad, Sienna no lo hacía. Ella y yo fuimos la melancolía de esa época.

Las peores noches eran cuando lloraba de manera débil. Me sentaba junto a ella y no paraba de sollozar de gemido en gemido. No le preguntaba por qué lo hacía, ni por qué se quedaba desnuda, absorta en la lluvia que caía o en algún pájaro nocturno que sobrevolaba las enredaderas y los arbustos. Los faroles siempre la hip- notizaron. Ella recostaba su cabeza sobre uno de mis hombros y continuaba llorando. Algunas veces prendía un cigarrillo y lo compartía conmigo, lo intercalaba entre sus labios y los míos.

—¿Sabes? Algunas veces te entiendo a la perfección, Salvatore —dijo una de esas noches, mientras se recostaba sobre mis piernas y me miraba sin importarle que sus senos quedaran al escrutinio de cualquiera. El aire frío le erizó los pezones.

—¿Y qué entiendes? —le pregunté.

—Yo también amo a alguien que no puedo tener y sueño con un mundo distinto, uno más cálido y salvaje, más limpio y mío. Un mundo en donde pueda acompañar en la muerte a todos aquellos que amo, estar con ellos cuando cierren los ojos. He despedido a tantos de la misma forma en que despediste a Andrea. Quizá te he hecho un daño irreparable. Cuando enfermaste lo supe.

—No debes llorar por algo así.

—No es por eso que lloro, Salvatore. Lloro porque eres tan parecido a mí —dijo—, que temo no poder salvarte. Siento que me quedo quieta a la orilla del mar mientras veo cómo te ahogas.

—Tú me prometiste grandes cosas —dije. Pase los dedos por entre su cabello y me llevaba, de vez en cuando, alguna lágrima—. Confío en ti, Sienna. Confío en que seremos buenos esposos o por lo menos en que lo intentaremos. Si ninguno de los dos consigue lo que busca, entonces todavía nos tendremos el uno al otro.

Me sonrió.

—Además, aún puedes tener a quien amas. No puedo manejar el alma de nadie pero por lo menos me encantará conocerlo.

De nuevo la vi reír, con lágrimas en los ojos y las cenizas del cigarrillo en su pecho. Me miró complacida y feliz, rebosante de juventud y belleza. Se vio tan diminuta y exuberante. En medio de la noche quise besarla y lo hice. Sienna abrió sus labios para recibir los míos y en silencio nos volvimos abrazar. Nada se escuchó, salvo nuestras respiraciones. En medio del abrazo, se deshizo de la sábana y me abrazó desnuda, se aferró a mí. Su cuerpo tembló y el tocadiscos dejó de sonar.

—Es una mujer, Marcello —murmuró—. Amo a una mujer negra —confesó.

Esa noche no lo comprendí, pero ahora es probable que sí. Personas como Sienna y yo mueren si no se convierten en seres reales y para ello deben abandonar toda creencia y deseo. Al hacerlo, los cielos son más misericordiosos.


Si quieres escuchar la playlist oficial de Marcello, 1920 da click en el enlace externo.

¡Tenemos grupo en Discord! El link está en mi perfil.

Me encuentran en Instagram y Twitter como: @LinaGanef



Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top