Primer cuaderno, décima parte
El otoño llegó con el advenimiento del frío. Las montañas parecían cernirse sobre todos los italianos y un viento gélido bajaba desde los Alpes hacia el norte de Italia. Pero en el sur, el clima seguía templado.
***
—No sé qué hacer. Los días pasan y no sé nada de él —murmuré.
—Recibimos tu último aviso. ¿Has intentado comu- nicarte con ellos?
—No, me aparté de todos —confesé—. Di la excusa de que visitaría a mi padre...
La oscuridad de la habitación era inmensa. La única luz blanquecina me cegó por breves instantes. Las esquinas de mi cuerpo me dolían después de los golpes de las últimas dos horas. Mientras hablaba, la sangre caía por mi rostro. Todos los despojos de mi ropa colgaban del asiento al igual que yo. Intenté adivinar los rasgos del hombre frente a mí, pero la luz de la lámpara colgante era fuerte, solo podía parpadear ciego. Estaba cubierto por el terror.
—¿Y qué crees que haces ahora, Marcello? ¿Huir? Tenías una misión en la que te veo fracasar.
La gabardina le ocultaba en medio de la oscuridad. Tenía el cabello pulcro y peinado hacia atrás. Un pálido cigarrillo volvía a sus labios varias veces y depositaba las cenizas a la orilla de la mesa, frente a nosotros. Él espero por mi respuesta. Fui precavido. Cuando hablé, mis palabras fueron un murmullo hueco:
—No, no intento huir —dije—. Los días pasaron, así que consideré prudente apartarme de la familia durante el invierno. Además, les dije que necesitaba visitar a mi padre por motivos personales y no quisieron saber más. Después de irme de la casa recibí una llamada a los pocos días, era Andrea, intentó avasallarme con preguntas sobre mi padre. Andrea me preguntó por su salud, por mis cuestiones económicas y comentó que viajaría muy pronto. "Mi padre se irá de Palermo", eso me dijo. No especificó el lugar. Lo único que sé es que se ha marchado de la ciudad antes de que pudiera averiguarlo.
—¿La señora Giovanna aún se encuentra en la ciudad? —preguntó.
—No lo sé —dije.
Aparté la vista de la luz y vi mis manos, reposaban sobre mi regazo. Estaban repletas de manchas, de gigantescos moretones. Las froté y me quedé absorto, contemplándolas.—Aún eres demasiado joven e insensato.
El hombre se acercó más a la luz. Observé con cuidado lo poco dentro de la habitación e intenté reconocer cualquier cosa en busca de algún detalle, cualquiera lo suficiente claro para saber dónde estaba. Pero todo era opaco y dentro de la habitación no había nada salvo la mesa que compartíamos, además del cenicero y la lámpara sobre nuestras cabezas.
Al acercarse a la luz, vi una mirada ojerosa y una boca tensa, cerrada como puño. Nos sostuvimos la mirada. El tardó en volver hablar. Dejó su cigarrillo en el borde del cenicero y entrecruzó sus brazos sobre la mesa.
—El señor Venturelli se ha ido a Nueva York —contó—. Las cosas no han sido fáciles para él en estos últimos años. El prefecto fue solicitado por Mussolini para iniciar una serie de listas en cada pueblo de Sicilia. En ellas, pedía que se especificara datos relevantes sobre las familias: el nombre completo de cada miembro, los soportes financieros y los negocios familiares. Esas listas aún no se han hecho públicas pero se ha recogido un material escandaloso. Mussolini sabe que no posee aún el poder necesario para acabar de raíz con el asunto, pero se ha sabido mover con cautela. Con una situación así es comprensible que Venturelli haya decidido irse. Según el último informe, su esposa lo acompaña —Él lo sabía todo. Solo había jugado conmigo—. El único que todavía permanece en la ciudad es su hijo. Los actos violentos y de intimidación por parte del pelotón de la Milizia no le han puesto las cosas nada fáciles a él tampoco.
—¿Me han traído aquí por esos actos violentos? —pregunté.
—Corres un alto riesgo dentro de la ciudad —explicó—. Todo lo que has hecho durante estos últimos años se prohibió darse a conocer, incluso entre los miembros más importantes de la Organización. Necesitamos mantenerte con vida, a ti y a tu familia. Han detenido a varios de los nuestros por irregularidades legales. Un joven, relacionado con una de las familias más importantes de la Mafia, le hace opositor del orden social. Sin contar lo que te harían si se enteran de tus encuentros íntimos.
Tuve miedo de preguntar de cuánta protección iba a disponer. Tuve miedo de saber qué era lo que iba a pasar conmigo. Sin la presencia de Venturelli, mi misión se cancelaba y no había logrado nada demasiado importante con ella como para considerarla un acto admirable.
—¿Mi familia ha sido detenida? ¿Han tomado represalias contra ella? —pregunté.
—No, aún no. Se ha borrado todo registro de tu existencia, Marcello. No figuras como hijo ni de tu padre ni de tu madre. Aun así, después de la detención de varios de nuestros líderes, no sabemos si esa información puede mantenerse alejada de los asuntos del Estado. Si se llegase a saber lo que has hecho, la única orden que se dará es tu fusilamiento.
—Siendo así... Yo...
Las palabras se atascaron en mi boca. No pudieron salir. Después de haber sido golpeado durante horas, hablar era mucho más difícil. Si ese era el verdadero motivo de haberme privado de mi libertad; entonces, ¿por qué las golpizas?
—Lo único que podemos hacer es sacarte del país. Solo a ti —especificó—. Debes irte cuanto antes. Las cosas serán inmanejables y la protección que le brindemos a tu familia se replanteará si permaneces dentro del país. La Organización se está deshaciendo y se han tomado medidas drásticas para salvaguardar a los miembros más importantes de ella. Envié una solicitud para tu traslado hace unas semanas y, en caso de ser aprobada, saldrás del país con cubrimiento, lo mínimo para mantenerte con vida, y la posibilidad de un empleo.
—¿Y mi familia? ¿Qué harán ellos? Van a ser sometidos a investigaciones y si se descubre algo, entonces no habrá nada que los respalde.
—Al único que investigan es a Salvatore Craparo, no a Marcello. Tus datos se manejarán con discreción y ellos darán por sentado que has muerto.
El hombre se levantó del asiento, caminó hasta la puerta de la habitación y recibió, por un lado, una carpeta. No pude ver nada más. Volvió a mí y me la entregó.
—Aquí está la solicitud que fue enviada, es una copia, y los datos del lugar en el que podrás emplearte al llegar a Nueva York —Cuando nombró mi destino, lo miré sorprendido—. No me veas así, es fácil establecerse en ciudades en expansión. Nueva York es un alto enclave industrial y existe una buena porción de población italiana. No estarás solo, he designado que alguien esté ahí para ti el tiempo suficiente como para que logres instalarte.
—¿Tendré que buscarlo? ¿Qué explicación daré? —pregunté—. Él tomó de mí lo que quería, ¿qué puedo ofrecerle yo ahora? Será sospechoso que me encuentre con él en Nueva York.
—No espero que continúes con la misión. No existiría cobertura de nuestra parte, no tendrías los recursos necesarios y tampoco podríamos velar por tu seguridad. Estarás solo y acercarte así solo será un grave error. No tendrías a nadie de tu lado esta vez.
Todo había llegado a su fin en ese entonces, o eso creí. Pero en realidad no existe escapatoria para un destino tan vil como el mío. Sentado allí, pensé en mi libertad y si bien esa no fue mi última vez en la tierra, ya estaba muerto sin saberlo. Nunca antes ser libre me pareció tan ridículo.
Hubo ocasiones en las cuales desee ver a mi madre para pedirle perdón por todo. Un hombre en la intimidad con otro era por mucho indigno. Pero a mí me hacía sentir vivo. Después de largos años de tradición, adentro me había quedado un enorme vacío. ¿Dónde estuvieron esas viejas costumbres cuando me humillaban? ¿Dónde estuvieron esos hombres virtuosos cuando me despojaron de todo? Pedí perdón al viento por haber traicionado a mí único amigo. El simple hecho de haber entrado en la vida de Andrea con la intención de destruirlo, me hirió de manera profunda y, sin importar los años o las personas que se cruzaron en mi vida, jamás me lo perdonaré.
—¿El sueño americano, eh? Mi padre me odiaría al verme tentado por una oferta como esta. Su enorme deber con el país lo sesga por completo.
—Es un hombre honorable que entregó a su hijo por el deber que siente por su patria. Es digno de todo tipo de respeto —dijo.
—Solo es un hombre que entregó a su hijo para que fuese mancillado por otro. Es alguien que ni siquiera podría soportar los dolores que yo he sentido. ¿Y todo para qué? ¿Para acabar con la violencia? La violencia germina en las calles —exclamé—. Viví con miedo al pensar que sería descubierto. Temí por mi futuro. Temí bajo un nombre que no es el mío. Pensé que al dejar atrás mi apellido y tener que ser el hijo de un veterano de guerra me haría feliz, pero no fue así. Ahora soy expulsado de mi propia patria porque un joven que abre las piernas no puede ser digno de un futuro brillante. ¿La Organización me ayudará? ¿Crees que confío en la ayuda que pudiesen darme? El Estado está corrupto desde hace años y sigue estándolo. Dicen ser fascistas, dicen ejercer un orden social pero, en realidad, lo único que hacen es camuflar las injusticias que cometen. Yo sabía todo esto desde un principio, desde que tomé la determinación de participar en esta empresa. Supe que la única certeza que tenía era que terminaría muerto algún día. Nunca me importó a manos de quién.
El hombre permaneció en silencio y me miró con el rostro pálido por la ira. La insolencia emanaba de mí pero no me importó. Si iba a morir, moriría por decir mis sentimientos. Las heridas escocían en mi rostro, ardían tan solo de pensar en una nueva golpiza. El hombre se acercó a mí y me arrojó un cigarrillo mientras me ofrecía fuego.
—Todo ha acabado, para bien o para mal —dijo—. No vuelvas a buscarme ni a mí ni a ninguno. Los escuadrones de la Milizia purgan las calles. Cualquier antifascista será asesinado sin ningún tipo de mediación. Mientras sales de este país, asegúrate de mantener la boca cerrada y en Nueva York asegúrate de seguir callado. Los italianos que han escapado son solo escoria, delincuentes e inútiles que tienen miedo. Llevan con ellos la peste de la corrupción y del crimen. Lo único que quise hacer fue mantenerte a salvo, tal vez porque siempre te consideré un gran pintor.
Fumé en silencio mientras miraba de manera fija un punto escurridizo.
—Hubo un tiempo —dije— en que oré para que se muriera. Cada vez que me tocaba, sentía que me quemaba vivo mientras se abría paso a través de mí. En las noches, soñaba con una serpiente que subía por mis muslos y mordía mi pecho hasta agujerearlo; se comía mi corazón mientras yo me retorcía de dolor, incapaz de volver a la realidad.
Con el cigarro en la mano y el rostro repleto de dolor, continué hablándole.
—Mutiló a Salvatore. Cuando cierro los ojos veo su cadáver entre mis manos a las orillas del mar mientras un millar de flores caen desde lo alto y nos bañan. Veo a Salvatore que respira por última vez con el corazón destrozado, con el alma abandonando el cuerpo. Me mira y lo más aterrador de todo es que es mi cuerpo. Son mis ojos y mis labios, es a mí a quien veo. Es a mí a quien le digo adiós. Si eso no ha sido serle fiel a mi nación, comprobará usted que no tengo idea de lo que es la lealtad.
—Marcello... —pronunció mi nombre con suavidad. Me dedicó una mirada extraña, no me lo esperé. Tomé el sobre entre mis manos. Me levanté del asiento y salí como pude. Varios hombres me interceptaron y me llevaron hasta una puerta. La abrieron y me arrojaron a la calle. Caí de espaldas en un callejón. Acostado sobre bolsas de basura, lloré hasta quedar seco por dentro. Me limpié el rostro con las manos sucias y busqué mi reflejo en un charco de agua turbia y maloliente.
Después de pasar días escondido en mi depar- tamento, el teléfono volvió a sonar. Era Andrea. Para ese entonces, ya había organizado parte de la documentación necesaria y en menos de dos días viajaría a Nueva York. Mis condiciones de viaje eran bastante austeras. El hombre con el que me reuní, se comunicó conmigo durante esos días y me ordenó salir del país cuanto antes. Me entregó una dirección específica donde podría ir para pedir vivienda una vez llegara a Nueva York.
Aunque todo marchaba según lo previsto, dudé. No podía entender por qué me conservaban con vida. Las cosas en la ciudad ardían entre el Partido y la Resistencia. Las detenciones masivas por militares llevaron a los criminales a ser amordazados y llevados a las calles para ser insultados. Se reportó el exilio de numerosos sospechosos mientras se ejecutaba sin ninguna consideración a quien estuviera aliado con la Mafia. Detuvieron alcaldes, concejales corruptos y empresarios.
El apoyo popular fue la herramienta más eficaz de Mussolini, marcó su estilo político. Al tener amistades en la prensa y los medios, se hizo ver como algo detestable el comportamiento de la Mafia. Acto seguido, el pueblo dejo de tenerles miedo. Fueron bastantes las denuncias y los actos en evidencia. A la Mafia se les negó cualquier propaganda con la intención de esclarecer todo. El silencio de muchos fue absurdo pero muchos otros prefirieron compartirlo. No solo yo estaba cansado de todo tipo de peligro que atentaba contra mi vida, el pueblo siciliano también lo estaba.
Cuando creí en la facilidad de irme del país, todo volvió a desmoronarse. Andrea me llamó para invitarme a beber y yo acepté. Al recibir su llamada, me sentí pletórico. Deseaba encontrar cualquier medio para verme con él. Quería verlo antes del fin del año. No le conté nada sobre mi viaje a Nueva York, ni tampoco sobre mis circunstancias. Usé esa vieja máscara. Al encontrarnos, me estrechó entre sus brazos y nos sentamos cerca de la barra. Andrea me confesó sentirse cansado de todo.
—Todo fue tan rápido, ni siquiera pude ver a mi hermana. Sienna decidió mantenerse al margen. No pudo visitarnos. Me hubiera gustado... —dijo.
—¿Tu madre también se fue de viaje?
—Sí, el único que se ha quedado, por el momento, he sido yo. Pero no creo que pueda quedarme demasiado tiempo aquí. Mi padre quiere que viaje cuanto antes a Nueva York. Las cosas aquí ya no van a ser fáciles. Temo lo peor. Dime Salvatore, ¿te irás tú también?
—No lo sé... —repuse entre trago y trago—. No tengo dinero como para viajar y el trayecto es costoso. Son muchos los que han salido del país pero yo no he tenido esa suerte. Quiero quedarme porque me preocupa la salud de mi padre pero él quiere sacarme del país lo más rápido posible también.
—Tengo amigos en los Ángeles y en Nueva York. Si decidieras viajar, ponte en contacto conmigo. Yo me iré en unos días —anunció.
Observé cómo las luces de las farolas se volvían borrosas por la lluvia por encima del hombro de Andrea. Pensé en cómo se sentiría cruzar el mar y poder empezar una vida desde cero. Pero, ¿y si mi nombre aún figuraba en los registros de la Organización? ¿Y si todas los crímenes llevaban mi nombre en algún lugar? ¿Y si alguien daba testimonio para hundirme?
—¿Qué te hizo quedarte? ¿Por qué no viajaste con tu familia? —pregunté.
Andrea se quedó en silencio. Bebió su trago a palo seco y no se atrevió a mirarme. Titubeó mientras una extraña sonrisa se dibujaba en sus labios. No pude comprender la razón tras su sonrisa. Era como si viera a través de él un terrible miedo, uno muy familiar. Él continuó cabizbajo. Saqué de uno de mis bolsillos un cigarro y empecé a fumar. Me quedé en silencio. La pregunta todavía resonaba en el bar, se repetía un millar de veces sin hallar respuesta. Pasado un rato, Andrea habló.
—Porque tenía un asunto pendiente. Necesitaba tiempo para comprobar algo —murmuró.
—Entiendo. En ese caso, solo puedo esperar a que todo se resuelva pronto y puedas volver con tu familia cuanto antes. Lo mejor es irse...
—¿Sabes? Te extrañaré. Extrañaré escribir guiones contigo y beber sin control hasta quedarnos dormidos. Extrañaré los cigarrillos extranjeros, las tiendas que visitamos y las casetas de medianoche donde nos sentábamos a comer.
Me miró con ternura y mi corazón se encogió. Volví a tener esa sensación de sentirme débil frente a la adversidad. Por un momento fui consciente, Andrea se iría de mi vida para siempre y eso sería irreparable.
Temí perderlo. Comprobé cuánto dependía yo de él.
—Gracias por todo, Salvatore.
Di una calada al cigarro. De tanto sostener la copa, el líquido se calentó.
—Oye, no me hables así. No es como si nunca nos volviéramos a ver. Quizá yo también pueda viajar....
—No lo dije porque sintiese que fuera una despedida. Sé que me encontraré contigo más adelante. —De nuevo, esa extraña sonrisa se dibujó en su rostro.
No tuve idea en ese momento de lo trascendental de esas palabras. Muchas veces, pasamos por encima de instantes poco auténticos, pueden parecer hasta sin sentido. Para nada nos percataríamos de la cruda verdad que reposa en ellos. Es en esos momentos donde se reúnen la gloria y la desdicha de los hombres.
Al vernos así, en un tiempo indefinible, encontramos la excusa perfecta para definir al destino como un suceso incontrolable. Dejamos nuestra vida en esa estela de tiempo a la espera de cualquier cosa. Cuán equivocado estaba al pensar en un nuevo comienzo bajo mis reglas. En mi interior, como he dicho, solo habitaba la tristeza y el vacío. He sido un hombre vacío desde mi nacimiento y nunca creí encontrar la plenitud. Yo siempre fui el hombre de la pequeña brecha, de la ranura en la pared. ¿Quién podría dedicar su tiempo a definirme? Pero cuán equivocado estaba al respecto.
—Sé que nos volveremos a ver. Déjame algún dato para poder encontrarte —dije.
—Yo sé que te irás del país, Salvatore. —Su voz sonó más grave. Se volvió profunda, como si reposara en su garganta. Se podía sentir el calor del licor cuando hablaba.
—¿De qué hablas?
—Sé que planeas viajar pronto, en cuanto puedas aclarar asuntos con tu padre, ¿no? A veces me llena de amargura no saber dónde estarás, ni saber tampoco qué te ocurrirá.
—Lo lamento.
—No importa. Debo irme.
Andrea se levantó, tomó su abrigo entre las manos y se colocó el sombrero. Antes de marcharse me sirvió un trago más. Sus nudillos pálidos me demostraron la fiereza de sus manos al sujetar la botella. Pensé que la partiría en mil pedazos. En medio del ruido de múltiples murmullos que nos rodeaban, le pregunté qué le pasaba. Y esa extraña sonrisa se apoderó de su rostro. Palmeó mi hombro. Pagó por los dos. Cuando estaba a punto de salir, murmuró:
—Ten buen viaje, Marcello.
La garganta se me inflamó como si estallara desde dentro. Las manos se me volvieron torpes. Volteé para verlo pero él ya se había ido. Tomé mi abrigo, seguí su sombra. La lluvia arreciaba contra mi cara. Le vi de pie, frente al coche que esperaba por él. Se escondió bajo el paraguas del chofer. El dolor de su partida estuvo conmigo los últimos meses del año 1923. Perseguí el coche pero no lo alcancé. Grité a la entrada del bar y varios hombres de la guardia militar se giraron para mirarme. El agua empapaba los pliegues de sus camisas negras. Andrea se despidió ese día de Salvatore, para siempre.
Si quieres escuchar la playlist oficial de Marcello, 1920 da click en el enlace externo.
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