Primer cuaderno, cuarta parte
Los gritos y la desesperación, que volvían todos los días y noches, se reflejaban en mi pintura. Cada meticulosa repartición de color sobre el lienzo era una burla hacia mí mismo. Me pregunté qué razones poseía para continuar y no encontré ninguna. No me preocupaba mi bienestar ni mi prosperidad.
Mis pinturas no eran nada del otro mundo, salvo trazos fuertes y espantosos autorretratos que asustarían a cualquiera.
Los días pasaban y nada me acompañaba, salvo mi debilidad y mi estupidez. Después del cumpleaños de Andrea, volví a concentrarme en mis pinturas y en mis escritos. Mientras pintaba cerca a la ventana de mi departamento, vi todo tipo de injusticias del día a día. Supe, a partir de entonces, la desalmada realidad de no poseer esperanza ni allí ni en otro país. La esperanza, para mí, se mantiene de engaños. Y yo, tal como otros, me engañé a mí mismo para preservarla. Guardé en mis pantalones pequeños papeles donde escribí mis sueños e invertí mi dinero en el lugar incorrecto. Creía con fidelidad en ese milagro al cruzar la calle, pero me equivoqué una vez más. Muchas veces más. Nunca sabremos la forma real de las situaciones, ni siquiera si removemos el polvo sobre ellas.
Pasados diez días desde la fiesta, encontré mi departamento revuelto. La luz se había fundido. Cuando intenté prenderla, no respondió. En la entrada hacía frío, temí por mi vida sin saber, siquiera, qué había pasado. Me sentí frente a las puertas de un infierno gélido y, en ese momento, huir era lo más razonable. Sin embargo, me quedé allí. Al final, entré y cerré la puerta.
Una de las luces del escritorio se encendió y vi, sentado donde yo había estado pintando horas atrás, al hombre desértico, el amigo de mi padre, que fumaba su tan acostumbrado toscana. Le acompañaban dos hombres más, sentados en mis sillones baratos de color crema. Descarté la teoría de que venían a entregarme algún paquete porque al mirarle las manos de forma instintiva, no vi ninguno.
El hombre me miró con indiferencia. Se levantó y caminó hasta mí. Volví a ver esa su sucia sonrisa asomarse. Me tomó del mentón y alzó mi rostro hacia la luz. Por un momento, vi las condiciones de mi departamento. Todas mis pinturas estaban destruidas, rasgadas, los marcos habían sido arrancados a la fuerza; incluso las planchas de la mañana eran un estrujo de tela espesa. Cada óleo había sido exprimido. Temí lo peor.
El miedo me comía vivo y el hombre ensanchó su sonrisa. Su mirada fría me recorrió. No fue amable en ningún momento. Las comisuras de sus labios se engrandecieron y dibujaron una mueca grotesca.
El golpe que me profirió fue tajante y seco, sostuve mi peso al echar hacia atrás una de mis piernas. Arrojó su cigarro y me miró a contraluz. Volvió a mí con furia, me tomó del cabello y me impactó contra el escritorio. Clavó mi rostro en los bocetos. Me golpeó en mi oído derecho. Mi cabeza no dejaba de rebotar. Cada golpe fue sordo. No oí su voz, ni una sola palabra, ni un ruido. Un lánguido frío me recorrió la espalda, quise llorar. Cuando terminó de golpearme me volví para verle y vi su horripilante sonrisa. Una vez más no comprendía a las personas, ni su trato ni su desprecio.
Esa noche la furia del Régimen me golpeó. Tuve miedo hasta de respirar, de hacerlo sin tener permiso.
El hombre se limpió el sudor de la frente con ambas manos mientras respiraba con fuerza. Mi rostro se deshacía entre la sangre. Él recogió su sombrero y se lo volvió a colocar en la cabeza, prendió otro cigarro y limpió sus anillos con un pañuelo blanco. Los demás hombres se levantaron de los sillones y me miraron desde lejos. Se compusieron y los perdí de vista.
Cuando me dejaron solo rompí a llorar.
Después de dos días volví a encontrarme con Andrea en la universidad. Él recogía unos documentos en la oficina de registro. Llevaba el cabello húmedo y peinado hacia atrás. Mientras limpiaba una mugre del borde de la ventanilla desde donde lo atendían, hablaba con voz pausada y seductora a una joven a su lado. Caminé hasta donde se encontraba sin saber cómo explicarle los moretones en mi rostro.
—Vaya cara traes —saludó.
—Han pasado varios días, no se me hace raro que cambie un poco.
—¿Qué ocurrió? —preguntó.
—Nada, fue una tontería.
No dijo nada más y yo no vi necesario insistir.
Estuvimos juntos durante el descanso y también cuando me acompañó a visitar el taller de teatro que había abandonado hacía días. A nadie le importó mi presencia. Solo me hicieron entrega de una carta remitida desde la dirección en donde me advertían sobre mis faltas de asistencia. Supe de inmediato la razón tras todo. Una copia había sido enviada a mi supuesto padre, el señor Craparo. La carta expresaba que, si mi mal comportamiento seguía, mi beca sería cancelada.
Ni siquiera recordaba el nombre de mis verdaderos padres. Todo había sido expulsado de mi memoria y, con el paso de los días, apenas podía recordar sus rostros por las fotografías familiares. A duras penas recordaba su amor. Olvidé todo y la cercanía de Andrea se volvía constante.
No pude llegar a congeniar muy bien con otras personas, quizá porque no podía quererlas por quiénes eran en realidad. Prefería las tardes de cigarro, las caminatas por los barrios adoquinados y el café. Junto a Andrea visité las costas y conocí el pequeño estudio de cine al cual iba sin permiso de su padre. Pude ver cómo tenía talento para la manufactura y para la dirección. Hicimos films que no llegaron a nada, salvo a imágenes sueltas y guiones escuetos. En el estudio se fumaba todo el tiempo. A nadie, ni a los amigos de Andrea ni a mí, parecía importarnos la realidad lejos de la costa. Me sentía bien en ese lugar. Filmábamos ambientes y paisajes más cercanos a América, distintos al calor y a la acidez de Sicilia.
Los siguientes días fueron una compleja melodía; mañanas de estudio y tardes en la costa. Comprobé durante ese tiempo la similitud entre el físico de Andrea y su padre, me sentí incómodo con ese hallazgo. Poseían la misma forma de mover las manos, pero el semblante era por completo diferente. Andrea evocaba una virtud distinta, una belleza lejos de ser cruel. La mirada de Andrea era más clara y ancha, sus ojos más limpios. Él vivía expuesto a otra verdad y a otra forma de relacionarse con el mundo. Mientras para mí el arte era mi vida, para él era una afición. Disfruté de la ropa ligera y la brisa mientras contemplaba los pequeños botes que navegaban en el Mar Tirreno, reí de la espuma que engullía las plantas de mis pies.
Recitábamos a Shakespeare y escuchábamos a Chopin. Amanecíamos junto al equipo de grabación. Filmábamos toda la tarde y luego paseábamos para ir a beber. La ciudad nos recibía con el olor a manzanas cerca al puerto. La vida se volvió más simple. El arte parecía resurgir en cada cosa. Éramos, en ese entonces, hombres más libres.
El estudio frente a la costa, se parecía a la casa azul del cuadro House at Rueil de Manet. La simple comparación nos proporcionó buena fortuna, nos llenó de insolente rebeldía.
Pero esos días soleados de blanco cortinaje, de espuma, luz de luna y brisa del mar al anochecer, no duraron. Una llamada lo terminó todo. El equipo recogió a los pocos días y los amigos de Andrea, americanos, se despidieron de mí. Los vi partir en un coche gris. Andrea tenía un semblante sombrío ese día.
Vivir en Italia se complicó con el paso del tiempo y para alguien como Andrea, deseoso de poseer mucho más, quizá alguna oportunidad en el oficio del cine; al verse arrebatado de su tentación, fue sepultado en vida. Ese día vi en él, el rostro de alguien atado a un destino indeseado, que conocía el dolor de no poder recuperar ese sueño nunca más. Una mirada de profundo dolor lo acompañó en los siguientes días. Nada en el mundo pudo quitársela. Sus ojos jamás volvieron a verme igual.
Un coche llegó a la noche y nos recogió. Reconocí al chofer, era quien solía acompañar al señor Venturelli.
El viaje duró varias horas y Andrea no estaba relajado. Fumaba. De vez en cuando, me tocaba el hombro para despertarme. Llegamos a su casa en la noche. Nos recibieron los guardaespaldas. Andrea caminó todo el tiempo delante de mí y me tomó del brazo para que permaneciera a su lado. Quise detener, por alguna extraña razón, el avance de Andrea. Pero no lo conseguí. Lo perdí cuando entró al estudio de su padre. Y la ventana, brillante en el día de su cumpleaños, lucía borrosa. La admiré con dolor cuando el golpeteo de la lluvia sobre ella fue mi única compañía. Permanecí inmóvil en el pasillo. Los guardaespaldas no me quitaron el ojo de encima.
Y pensar en la belleza frente a nuestros ojos en esos días de playa...
Nuestro oído está acostumbrado a una amalgama de sonidos, algunos le son remotamente familiares. Yo no estaba preparado para lo que escuché esa noche. Dentro de mi escasa experiencia, y no tan refinado gusto en la música, ese sonido logró transportarme a mi vacío departamento, donde había sido golpeado hasta llorar frente a mis lienzos. Reconocí la maldad, la cual debemos aceptar sin hacernos preguntas, sin alzar la voz, sin mostrar miedo. La merecida.
"Reconoce tu lugar", me dije. "Este es el infierno al que has sido introducido, y ni siquiera te has hundido del todo, solo has empezado a asomar tu cabeza por el abismo".
Andrea fue golpeado de manera despiadada por su padre. Cada golpe, en el silencio, fue íntimo. Se oían los fuertes gritos de Andrea y la ira contenida de sus gemidos. Los golpes no cesaban. Imaginé a Andrea sobre el escritorio de su padre, apaleado en la espalda y su figura como la de un mártir.
Un ahogado sollozo me inundó y apreté las manos para brindarle fuerza aun en la lejanía. Dejé nuestras maletas a la entrada de la casa y caminé con parsimonia hasta la salida. Esa noche el cielo estaba estrellado. Caminé sin miedo, con miles de preguntas que me daban vueltas en la cabeza. Extrañé mi hogar, las bomboneras, el rostro de mi madre y hasta los días de ocio. No recordé esa noche a ningún amigo. Sin embargo, sí recordaba una vida diferente.
Los soldados cubrían las calles, me las ingenié para poder llegar a casa en el tranvía de última hora. Todo lucía solitario. Incluso yo me sentí así y nada me quitaba esa sensación. Decidí olvidarlo todo. El sonido de las cosas dejó de importarme. Me pregunté cómo podía soportar todo eso... Cuando llegué al departamento me encerré en mi cuarto, me desnudé, me arrojé a las sábanas y olí mi cuerpo. Tuve la necesidad de sentirme, de saberme propio y no permitirme desaparecer.
Esa noche soñé que tenía miles de heridas en la piel. Me desperté, me levanté de la cama y caminé descalzo. No había dado ni dos pasos cuando me clavé una puntilla suelta. Me vendé, pero la sangre salía sin control. Mi departamento estaba hecho un desastre y ese día debía presentarme en la facultad. No podía darme el lujo de faltar. Me bañé mientras veía los estragos. No recogí nada, con la punta de mi zapato oculté todos los escombros y desperdicios.
Antes de salir me puse el abrigo porque llovía. Prendí un cigarrillo a la salida y bajé con rapidez. Debía revisar la cuenta bancaria y comprobar mis ahorros.
Era el dos de agosto de 1923. Había pasado un mes desde lo ocurrido con Andrea. Y al salir, se cruzó frente a mí un coche opaco. El auto se detuvo justo en frente del edificio donde vivía y la sangre se me heló en las venas. Tuve ganas de correr lejos de allí. Si no hubiese llevado el abrigo ese día, tal vez habría sido obvio mi temor; bajo este, temblaba como un niño.
No pude respirar bien y el humo del cigarrillo se estancó en mi boca. Brotó de mi nariz cuando traté de recuperar el aliento. Sumergí las manos en los bolsillos del gabán. El chofer se bajó del auto y me ofreció el cobijo de un paraguas.
—Joven Salvatore, suba por favor —pidió.
El señor Venturelli se encontraba en el asiento trasero y la simple visión de su zapato negro y lustrado a la perfección, me atemorizó. La lluvia aumentó. Vi el arma que el chofer escondía bajo su abrigo. Miré el tamborileo del zapato del señor Venturelli y, por último, al cielo nublado. El chofer me abrió la puerta y, temeroso, me deslicé en el interior del vehículo. Salvatore tomó el control sobre mí.
Si quieres escuchar la playlist oficial de Marcello, 1920 da click en el enlace externo.
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