Capítulo veinte

¿Y si nuestro corazón le perteneciera a alguien incluso antes de haber nacido? Una antigua leyenda japonesa plantea que las personas que están destinadas a encontrarse están atadas por un hilo rojo a su dedo meñique y sin importar el tiempo o las circunstancias, sus vidas eventualmente tienen que encontrarse. Una sola persona está atada al otro extremo de ese hilo rojo, una sola, de siete mil millones, por lo que el destino juega un papel fundamental, si no fuera así, las probabilidades de encontrar el otro extremo del hilo sería imposible, o lo equivalente a una persona por cada millón de vidas.

— ¿Segura que quieres encargarte de él? —pregunto al abrir la puerta del vehículo.

—Lo llevaré con Sam y luego... —se queda callada de repente y evita mirarme. Sé que pretende hacer y también sé que es la más indicada para hacerlo.

—Búscame si necesitas mi ayuda —le respondo. Ella me mira con compasión y luego sus labios expresan una sonrisa.

Todavía es de noche cuando entro al complejo con el frío amanecer amenazando en el cielo.

Zayda no entra al complejo ni baja del vehículo cuando el ascensor cierra las puertas y comienza a descender.

Las luces del techo emiten esa pequeña claridad que hace parecer que la habitación tuviera la luminosidad del exterior y que esta entrará por muchas ventanas. Al estar amaneciendo, no hay mucha. 

— ¿Dónde está mamá? —escucho la voz chillona de una niña. Miro rápidamente a mi alrededor hasta encontrarme con unos ojos color escarlata a mi derecha.

—Ella está afuera —le respondo nervioso. Tenía mucho tiempo de no hablar con un niño.

A pesar de la tenue oscuridad puedo ver cómo su rostro se relaja. Eso hace preguntarme cuántas veces esa niña ha tenido que esperar ahí sentada a que su madre regrese con la duda de si regresará. Victoria puede ser tímida, pero realmente tiene una gran madurez, ella es consciente de lo que sucederá si su madre no regresa.

Por unos minutos la observo balancear sus pequeñas piernas que no alcanzan el suelo por estar sentada en el mueble. Siento lástima de ella, no ha podido vivir su infancia a plenitud. Debe haber recorrido siempre un camino de muerte, pero ese es nuestro destino, algunos como yo, solo podemos postergarlo.

Empiezo a caminar. El destino es jodidamente malvado, no nos permite escoger y en vez de eso, nos ahoga en su cruel juego llamado vivir. Una vez que los hilos del destino son tejidos y los caminos de nuestras vidas han sido construidos para ser recurridos, ya no hay manera de retroceder y si así lo intentará, la maldición estaría siempre presente, confirmándome siempre mi destino marcado.

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Nuevamente la puerta de esa chica está cerrada cuando llego a mi habitación, cierro la puerta detrás de mí y dejo que toda la tensión se aleje de mi cuerpo. Pensar en esa pobre niña siendo violada y asesinada delante de mis ojos, es como un arma de frustración apuntando mi cabeza, si tan solo fuera más fuerte hubiera podido salvarla de la oscuridad de este mundo, pero ya no hay nada que pueda hacer. Necesito sacar esas imágenes de mi cabeza, no puedo hacer nada por ella, y si me dejo consumir por lo vivido, acabare peor. 

Cuando me acuesto sobre la cama todas mis emociones contenidas son expulsadas al golpear  la almohada como si fuera un saco de boxeo, con el tiempo, los golpes se hacen más débiles hasta que el agotamiento me vence.

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Termino de amarrar los cordones de las botas negras que llevo puestas cuando escucho los golpes en la puerta.

—Hey Joe —saluda Rubí al abrir la puerta a la que le había puesto seguro la noche anterior.

—Hola —respondo distante.

—Oye hiciste un gran trabajo ayer, lograron su objetivo —me dice para intentar animarme a su manera.

—Necesito salir —le digo al ignorar sus palabras. Matar a personas para el beneficio de otras no es algo que me guste, por mucho que no guarde remordimiento alguno.

— ¿Sabes conducir? —me propone, me gusta que no haga preguntas.

—Si —respondo.

—Lleva mi auto entonces —escucho decir antes de que las llaves caigan cerca de mí.

— ¿Así tan fácil? —pregunto. Sé que debería quedarme callado y no hacer que se arrepienta.

—Si lo necesitas, entonces hazlo, no debiste ser asignado a ninguna misión todavía, pero ya que hiciste una, te mereces un descanso —dice cruzando los brazos y mirando hacia otra dirección.

—Solo digo, que no permitas que nadie límite lo que quieras hacer —vuelve a decir antes de darse la vuelta y salir de mi habitación.

—Si yo fuera tu saldría ahora mismo, el camino está libre —me grita desde el pasillo.

A pesar de que siempre muestra esa actitud fría y ruda, en el fondo es una persona sensible y sabe cuándo no debe serlo. Miro la puerta por donde se ha ido con una sonrisa en mis labios como un completo tonto antes de tomar las llaves y salir de mi habitación.

Como Rubí mencionó el pasillo se encuentra solo, ni ella misma se encuentra ahí.

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La luz del día se siente agradable en mi piel. Al salir del complejo solo se encuentra el auto de Rubí estacionado. No hay rastro del coche de Zayda, pensándolo bien, anoche el coche de Rubí tampoco estaba a la vista, me pregunto si los guardan en algún lugar especial.

Cuando abro la puerta del vehículo hay un frasco con una nota.

En el frasco hay unos lentes de contacto de color azul, pensé que no volvería a verlos e incluso usarlos, sin embargo, sé lo indispensable que son si voy a enfrentarme al mundo como un ser humano del común.

"No seas terco y úsalos, imbécil. Rubí." Pone la nota que estaba cerca de los lentes. Coloco los lentes en el asiento de al lado y entro al auto.

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Con el viento en mi cabello siento como todo sale de mi cuerpo, los acontecimientos recientes no me habían dado un suspiro para pensar en todo lo que me había pasado. Mi mundo se derrumbó en una noche para volver a armarse la mañana siguiente. Sofía había sido la culpable de que tuviera que hacer una nueva vida y realmente no sé cómo sentirme al respecto. La legión extrañamente me han expresado ese calor que te hace sentir como si llegaras a casa.

Luz me contó que encontraron a Sofia y a toda su familia asesinada, creen que alguien drogado entró a su casa y lo hizo. No quise decirle que había sido yo quien lo había hecho, quiero que al menos, alguien tenga una buena perspectiva de mí.

En algún punto del camino veo un letrero que indica que Filadelfia está más adelante. Filadelfia es una de las ciudades más pobladas en Estados Unidos y además de eso, su nombre significa "la ciudad del amor fraternal".

Los grandes edificios no demoran en abrirse paso a mi alrededor. Las carreteras comienzan a verse cada vez más transitadas y no es hasta que llego al centro de la ciudad que las calles se vuelven más concurridas.

Algo en el estilo de la ciudad me hace recordar a New York. Por un momento siento que nada ha cambiado, pero realmente sé que he recorrido un trayecto muy largo, aunque sólo han pasado unos días. Quizás fue el destino o la simple suerte, pero luego de manejar sin rumbo llego al national historical park, donde se firmó la declaración de independencia, pero eso no es lo que llama mi atención.

Me pongo los lentes luego de estacionar cerca al parque. Me aseguro de haberlos puesto bien con el retrovisor, pero algunas cosas no se olvidan. Coloco la capucha sobre mi cabeza antes de salir del auto y mezclarme con las personas. Realmente no necesito los lentes de contacto, nadie se limita a mirarme de igual forma.

Me acerco a la campana de la libertad, la cual se alza imponente, lo que me obliga a dejar de caminar para contemplarla. La cinta de mi padre se aloja en mi mente, pero realmente no estoy pensando en nada concreto.

Hace cerca de trescientos años esa campana había sido tocada y luego todos los ciudadanos se reunieron para leer la declaración de independencia. Pensar en una libertad individual es insignificante, nos podemos sentir prisioneros, aunque no tengamos ataduras.

—Hermosa, ¿no? —dice una chica a mi derecha.

—Si —contesto. Ella también mira la estatua mientras su largo cabello negro cubre parte de su rostro.

—Representa las luchas... —vuelve a decir. Ella lleva un ajustado vestido azul oscuro con mangas hasta más arriba de la rodilla.

—Por la libertad —sale de mi boca involuntariamente.

—Y la justicia —concluye ella con un suspiro.

—Por cierto, ¿eres de por aquí? —pregunta.

—No, soy de Nueva York —respondo.

Me volteo para verla y ella hace lo mismo. Sus ojos grises miran a los míos fijamente.

—Que malos modales tengo, soy Carol —me brinda la mano.

—Joe —le respondo el saludo. Incluso con esa hermosa sonrisa en su rostro, tengo una sensación extraña.

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