Extra 3

Ronan estaba convencido de que estaba muriendo.

Tras pasar todo un día en cama, con fiebre alta, un dolor pulsátil que no cedía en su cabeza y una garganta tan irritada e hinchada que apenas podía hablar, no le quedaba otra conclusión. Sus primeros seis meses como humano y ya estaba enfrentándose a lo que, según él, era su hora final.

Abrió los ojos y parpadeó, intentando enfocar la vista en la penumbra de la habitación. La noche había caído, y una tenue luz plateada se filtraba a través del tragaluz, bañando la estancia con un brillo frío y melancólico. A pesar de la frescura del aire nocturno, su cuerpo seguía ardiendo. Cada movimiento le drenaba, como si hubiera estado librando una batalla invisible durante horas.

Intentó buscar un rastro de Sydonie o de Amani, cualquier indicio de que no estaba solo, pero la habitación permanecía silenciosa y vacía. La soledad lo inquietó, y en un intento desesperado por llamar a Sydonie, intentó decir su nombre. Lo que salió fue apenas un susurro ronco, áspero y débil, como si su voz se desvaneciera antes de formarse por completo. Tragar era un tormento, y con cada esfuerzo fallido por hablar, un destello de pánico lo atravesaba. ¿Qué clase de maldición era esta?

Ronan, tozudo como siempre, insistió. Pero sus llamados continuaron sin éxito. Decidió entonces que tenía que buscarla. Apoyó las manos temblorosas en el colchón e hizo fuerza para incorporarse, pero su cuerpo no cooperaba. Cada extremidad pesaba como si estuviera hecha de plomo, y la fiebre lo envolvía en un mareo persistente que nublaba su mente. Sin embargo, con toda la fuerza que pudo reunir, logró sentarse ligeramente en la cama, jadeando por el esfuerzo monumental.

—¿Qué estás haciendo? —dijo una voz familiar desde la puerta.

Sydonie entró en la habitación, su figura iluminada brevemente por el tenue resplandor lunar. Antes de que Ronan pudiera responder, ella cruzó el espacio con rapidez, lo empujó suavemente de regreso al colchón y lo arropó con firmeza. Toda la voluntad que había reunido para sentarse desapareció al instante bajo su toque.

Ronan la miró, enfocando con dificultad su rostro, hermoso incluso en la penumbra. Extendió una mano con torpeza hacia ella, aunque sus movimientos eran lentos y descoordinados.

—Es el fin —susurró con voz quebrada—. Voy a morir.

Sydonie alzó una ceja, dejando escapar un suspiro exasperado mientras tomaba su mano y la volvía a colocar sobre la cama.

—¿Otra vez con eso? —dijo con una sonrisa apenas perceptible—. ¿De verdad crees que te voy a dejar ir tan pronto? No seas dramático, cariño. Solo tienes un catarro.

Ronan negó ligeramente con la cabeza, su expresión solemne.

—No tienes que mentir. No tengo miedo. Estoy listo para mi destino.

Estaba listo. Aunque su tiempo como humano había sido breve, no se arrepentía de nada. Había tenido momentos felices junto a Sydonie y Amani, instantes que atesoraría incluso en el otro lado. Bueno, tal vez sí tenía arrepentimientos: no ver crecer a Amani, no haber besado suficiente a Sydonie, no haber hecho el amor con ella tantas veces como quisiera... y, en definitiva, no haber comido suficiente pan. Era tan delicioso.

Sydonie soltó una risa ligera, clara y cálida, que resonó en el pecho de Ronan como un bálsamo. Esa risa era una de las cosas que no quería perder nunca.

—El único destino que tienes —dijo ella con firmeza, pero sin dejar de sonreír— es tomarte tu medicina.

Ronan, derrotado y febril, se dejó caer en la cama con un suspiro. Tal vez no estaba muriendo, pero con Sydonie allí, no importaba cuánto tiempo más tuviera. Cada instante con ella ya era más de lo que jamás había soñado.

Sydonie se levantó de la cama y desapareció por unos segundos en la penumbra de la habitación. Cuando regresó, llevaba un vaso de agua, su medicina y un frasco de jarabe para la tos. Según ella, el jarabe debía ayudar con la irritación en su garganta, algo que Ronan realmente necesitaba. Había empezado a tomar todo eso esa misma mañana y, aunque sentía una ligera mejoría, no era suficiente para aliviar por completo su malestar.

Había estado nervioso al tomar medicamentos por primera vez en su vida humana, pero Sydonie lo había tranquilizado, asegurándole que todo estaría bien. Ahora, con el cuerpo dolorido y la fatiga pesando sobre él, le costaba creerlo.

—No me arrepiento de nada —dijo Ronan, su voz apenas un susurro quebrado por la fiebre—. Aunque viví muchos años, jamás cambiaría estos meses que he estado a tu lado. Te amo. Y a Amani también. Díselo. Para mí, ya es tarde.

Sydonie dejó el vaso en la mesita y se sentó junto a él, tomando su mano con delicadeza. Su sonrisa, aunque suave, tenía un toque de paciencia y ternura.

—Yo también te amo, cariño. Pero díselo tú mismo en dos días, cuando te recuperes.

Ronan negó débilmente con la cabeza, convencido de su propio destino.

—No me recuperaré.

—Claro que sí —respondió Sydonie con firmeza, como si no aceptara otra posibilidad—. El doctor dijo que estarás bien en un par de días. Si Amani pudo soportarlo y se recuperó en cuatro días, tú también lo harás. Pescaste el catarro de ella mientras la cuidabas, eso es todo. En esta época del año, con el clima tan cambiante, hay virus por todas partes.

Las palabras de Sydonie, calmadas y razonables, comenzaron a disipar la inquietud de Ronan. Reflexionó sobre lo que ella había dicho, y un pensamiento lo golpeó como un rayo: ¿La pequeña Amani había soportado el mismo dolor que él sentía ahora? Aquello le parecía insoportable. No podía imaginar a su bebé enfrentando algo tan atemorizante, agotador y doloroso. El simple hecho de pensarlo le generó una mezcla de tristeza y admiración.

¿Cómo podían los humanos soportar esto? ¿Cómo podían seguir adelante cuando sus cuerpos los traicionaban de esa manera? Era una lección nueva y cruda para él, una que no esperaba aprender tan pronto. A pesar de todas las maravillas que había experimentado como humano, esta primera enfermedad no se parecía en nada a esas experiencias agradables.

—¿Tú también te enfermarás? —preguntó Ronan en voz baja, con una preocupación sincera en sus ojos—. No me lo perdonaría si te contagiaras por mi culpa.

Sydonie negó con la cabeza, su rostro sereno mientras volvía a sentarse a su lado.

—Casi nunca me enfermo. Tengo buenas defensas —respondió con calma, acariciando suavemente su frente febril—. No te preocupes. Lo que sí haré es asegurarme de que tomes más vitaminas y fortalezcas tu sistema inmunológico. Así evitaremos que te enfermes tan seguido.

Ronan frunció ligeramente el ceño, confundido.

—¿Sistema... qué? —murmuró, sus pensamientos envueltos en el estupor de la fiebre y las medicinas.

Sydonie sonrió, divertida por su desconcierto. Era evidente que aún le quedaban muchas cosas por aprender sobre ser humano.

—Sydonie... —susurró Ronan de nuevo, esta vez con los párpados cada vez más pesados. Tal vez era el efecto de las medicinas, pero el sueño comenzaba a envolverlo.

—¿Ummm? —respondió ella, girándose hacia él con curiosidad.

—Eres hermosa.

La sonrisa de Sydonie se amplió, sus ojos brillando con ternura.

—Eres romántico hasta en tu lecho de muerte —bromeó, inclinándose para plantar un beso ligero en su mejilla.

Ronan sintió la cálida caricia de sus labios antes de cerrar los ojos. En la quietud de la habitación, rodeado por el cuidado de Sydonie, el sueño lo arrulló, y por primera vez en todo el día, dejó de preocuparse.

Sydonie sostenía a Amani entre sus brazos, meciéndola suavemente mientras tarareaba una canción de cuna familiar, la misma que Erin le solía cantar cuando era una niña para ayudarla a conciliar el sueño. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, la pequeña Amani parecía decidida a resistirse al sopor que la melodía solía traer consigo.

—¿Por qué sigues despierta, pequeña revoltosa? —inquirió Sydonie con una media sonrisa, inclinándose para mirar a su hija con ternura.

Amani respondió con un balbuceo lleno de energía y una sonrisa traviesa, moviendo sus diminutas piernas en el aire. Sydonie se acercó aún más, rozando su mejilla con la de la bebé, disfrutando de ese contacto íntimo que le permitía sentir la suavidad de su piel y el dulce aroma de su jabón de manzanilla, mezclado con ese peculiar y reconfortante olor a bebé.

—Al menos, ahora estás sana —murmuró Sydonie, aliviada.

La semana pasada había sido difícil. Luego de regresar de su visita a Portree por Navidad, Amani había enfermado por primera vez, y Sydonie, aún novata en el arte de ser madre, se había llenado de preocupación. La fiebre persistente y los llantos habían sido motivo de noches en vela y nervios constantes. Tras una visita al médico, le aseguraron que era solo un resfriado común y que la recuperación llegaría con paciencia y cuidado. Sydonie y Ronan habían hecho todo lo posible por aliviar su malestar: manteniéndola hidratada, colocando paños húmedos en su pequeña frente y acompañándola en cada momento. Ahora, verla tan despierta y llena de vida le traía un inmenso alivio.

Pero la calma no había durado mucho. Poco después de que Amani mejorara, Ronan había caído enfermo. Aunque esta vez, Sydonie no sintió el mismo pánico. Ronan era un adulto, y el médico había dicho que también sería solo un catarro. Sin embargo, él se había enfrentado a la enfermedad como si fuera una sentencia de muerte, exagerando con la misma intensidad que sus hermanos solían hacerlo cuando eran niños. Sydonie había pasado otra noche cuidando de él, asegurándose de que tomara su medicina y aplicándole compresas frías hasta que la fiebre finalmente cedió.

Amani, finalmente vencida por el sueño, comenzó a bostezar. Sydonie tarareó una última vez y, con movimientos cuidadosos, la depositó en su cuna, ajustando la manta sobre su pequeño cuerpo. Encendió el monitor para bebés y se dirigió a la cocina, agradecida por un momento de tranquilidad.

Era casi medianoche, y la casa estaba envuelta en un reconfortante silencio. Sydonie encendió la pequeña radio que descansaba en la esquina de la sala, dejando que una melodía suave llenara el ambiente, y comenzó a preparar una taza de té. El aroma calmante se extendió por la cocina mientras se sentaba junto al mesón, dejando que sus pensamientos vagaran.

No supo cuánto tiempo había pasado hasta que escuchó pasos ligeros detrás de ella. Al volverse, encontró a Ronan entrando en la cocina, vestido con un calentador oscuro. Su cabello revuelto y el leve sonrojo en sus mejillas lo hacían lucir desaliñado, pero adorable.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Sydonie, dejando su taza de té a un lado para acercarse a él. Sostuvo su rostro entre sus manos, inspeccionándolo con cuidado—. Ya no tienes fiebre.

Ronan asintió, aunque su voz, todavía grave y ronca, lo delataba.

—Aún me duele un poco la garganta.

—Mañana estarás bien —aseguró ella, pasando los dedos suavemente por su cabello en un intento de ordenarlo—. Entonces, ¿qué te pareció tu primera experiencia enfermándote? —preguntó, su tono curioso pero divertido.

Ronan suspiró, todavía algo fatigado.

—Es horrible y agotador. ¿Cómo pueden tolerarlo?

Sydonie rió suavemente, sus ojos brillando con ternura.

—Te acostumbrarás. Los humanos no somos tan frágiles como crees —sentenció, mirándolo con cariño—. Y, pase lo que pase, estaré aquí para cuidarte. No tienes nada que temer.

Se alzó en puntillas y dejó un beso suave en su mejilla. Ronan la rodeó con los brazos, y Sydonie apoyó la cabeza en su pecho, dejando que el calor de su abrazo la envolviera.

—¿Amani está bien? —preguntó él, su voz resonando contra su cabello.

—Sí, está bien. Hace un rato se levantó a comer, pero conseguí que volviera a dormir.

Ronan exhaló con alivio, su mano descansando en la espalda de Sydonie.

—Me alegra que esté mejor.

Sydonie permaneció en el cálido abrazo de Ronan, disfrutando de ese momento de calma compartida. La respiración de él era tranquila, y la sensación de su pecho subiendo y bajando contra ella era reconfortante. Pero entonces, como solía suceder cuando pensaba en Amani, una sonrisa se dibujó en sus labios y decidió compartir lo que tenía en mente.

—¿Sabes? A veces me sorprende lo rápido que está creciendo —murmuró, su voz apenas un susurro en la tranquilidad de la cocina.

Ronan bajó la mirada hacia ella, sus ojos oscuros reflejando una mezcla de curiosidad y ternura.

—¿A qué te refieres?

—Hace nada era solo un recién nacido diminuto —continuó Sydonie, levantando la cabeza para mirarlo—. Ahora tiene seis meses, está más despierta, curiosa... Ya intenta sostenerse sentada por sí sola, aunque termina cayendo hacia un lado como un pequeño saco de patatas.

Ronan soltó una risa suave ante la descripción, y Sydonie sintió una oleada de calidez. Era uno de esos momentos en los que se sentía completamente conectada con él, como si ambos estuvieran en perfecta sintonía.

—Hoy tiró el frasco de su puré de zanahoria al suelo. Estaba más interesada en jugar con la cuchara que en comer. Creo que va a ser muy curiosa... y un poco rebelde.

—No me sorprendería, siempre fue rebelde —añadió Ronan, su voz todavía un poco rasposa por la enfermedad, pero llena de cariño—. Pero tienes razón, es increíble cómo cambia cada día. Hace unas semanas, apenas balbuceaba, y ahora parece que está teniendo largas conversaciones consigo misma.

Sydonie rio y asintió.

—Y su risa... cada vez que la escucho reír siento que todo vale la pena. Incluso las noches sin dormir y los sustos por enfermedades.

Ronan la observó, su mirada profunda y cálida.

—Es un reflejo tuyo, Sydonie. Tu risa también ilumina todo a tu alrededor.

Sydonie sintió cómo sus mejillas se calentaban ante el cumplido y no pudo evitar sentirse afortunada por todo lo que tenían. Mientras volvía a apoyarse en el pecho de Ronan, dejó escapar un suspiro de satisfacción.

—A veces no puedo creer que todo esto sea real —confesó en voz baja—. Nosotros, Amani, nuestra pequeña familia. Nunca pensé que sería tan feliz.

Ronan la abrazó más fuerte, su voz un susurro firme contra su cabello.

—Es real, Sydonie. Y voy a hacer todo lo que esté en mi poder para que siempre sea así.

Sydonie cerró los ojos por un instante, permitiéndose disfrutar de la paz que la envolvía. La noche era tranquila, y en el fondo, la suave melodía de la radio llenaba el aire. Reconoció la canción que estaba sonando: Sunday Morning de Maroon 5. Su ritmo relajado y alegre parecía iluminar la habitación, creando un ambiente íntimo y reconfortante. Abrió los ojos y levantó la mirada hacia Ronan, una chispa de travesura brillando en sus ojos.

—Baila conmigo —pidió con suavidad, usando una sonrisa que ya insinuaba que no aceptaría un no por respuesta.

Ronan frunció el ceño con un gesto de duda, llevándose una mano a la nuca.

—Sabes que no soy bueno en esto. No sé bailar —respondió, aunque su tono delataba más incertidumbre que rechazo.

Sydonie tomó su mano con delicadeza, su sonrisa se amplió con ánimo.

—No importa. Solo sigue mis pasos. Será divertido, te lo prometo.

Con un suspiro resignado pero juguetón, Ronan finalmente cedió. Apretó ligeramente su mano y dejó que Sydonie lo guiara. Al principio, sus movimientos eran rígidos e incómodos, como si su cuerpo aún no entendiera lo que debía hacer. Pero Sydonie no se inmutó; colocó una de sus manos en el hombro de Ronan y sostuvo la otra con firmeza, guiándolo con pasos sencillos al ritmo de la música. Su sonrisa, paciente y tranquilizadora, era un faro que lo alentaba a seguir intentando.

Las risas de Sydonie, ligeras y contagiosas, comenzaron a llenar el aire. Poco a poco, Ronan empezó a relajarse. Sus movimientos, aunque aún lejos de ser perfectos, ganaron una cierta fluidez, como si la calidez de la música y la cercanía de Sydonie lo envolvieran, derritiendo su incomodidad inicial. Aunque no era un bailarín natural, había algo inesperadamente encantador en su esfuerzo por seguir el ritmo, algo genuino que hacía que cada torpe giro fuera especial.

La atmósfera entre ellos se volvió más íntima con cada paso. Las sombras de la noche parecían haberse desvanecido, dejando solo la calidez de su pequeño espacio compartido. Sydonie se dejó llevar por el momento, por la risa rara y preciosa de Ronan, un sonido que siempre le parecía un pequeño milagro. En ese instante, el mundo exterior dejó de existir. Solo estaban ellos, moviéndose al compás de la música, compartiendo un momento tan sencillo como mágico.

—Gracias por cuidar de mí —dijo Ronan, su voz baja pero cargada de gratitud, mientras sus manos descansaban suavemente en su cintura.

Sydonie lo miró, su corazón llenándose de una calidez indescriptible. Con una sonrisa, deslizó los dedos por el cabello en la base de su cuello, acariciándolo con ternura.

—Gracias por no morir —respondió, su tono juguetón pero lleno de cariño.

Ambos rieron suavemente, y mientras la canción llegaba a su fin, siguieron balanceándose al ritmo imaginario de una música que ahora solo existía en sus corazones. Era un momento pequeño, casi insignificante, pero para Sydonie, era uno de esos recuerdos que sabía que atesoraría para siempre.


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