Capítulo 9

Los hermanos de Sydonie siempre le habían prevenido sobre los riesgos de invitar a hombres desconocidos a su casa. Pero la figura que la seguía no era un hombre común; de hecho, no era hombre en absoluto, sino la Muerte misma. Así que definitivamente no estaba rompiendo ninguna regla familiar.

Ascendieron al segundo piso, donde ella abrió la puerta de su acogedor departamento.

—Hogar, dulce hogar —declaró sonriente.

La luz lunar se colaba por la cúpula de cristal en el techo, danzando con los destellos de las lámparas vintage que esparcían un brillo cálido por el lugar.

El salón, caótico pero acogedor, estaba repleto de cojines de distintos diseños y mantas tejidas con dedicación. Las estanterías, llenas de libros marcados y anotados, eran el testimonio de incontables veladas de lectura. Las paredes, adornadas con fotografías familiares y de sus viajes, hablaban de historias y recuerdos.

La pequeña y bien equipada cocina mostraba su pasión por lo antiguo y artesanal con sus utensilios y cerámicas pintadas a mano. Un pequeño ramo de flores sobre la mesa añadía vida y color al espacio.

Un pasillo decorado con fotos y postales de diversos rincones del mundo llevaba a la lavandería, a un pequeño estudio y al dormitorio de Sydonie.

—Perdón por el desorden —se disculpó, recogiendo unos botines del suelo—, pero prefiero el ambiente así, más auténtico y fiel a quien soy.

Como era su costumbre, él no habló, pero la acompañó al interior. Aunque su rostro permanecía impasible, sus ojos, ahora un poco más acostumbrados a la luz, examinaban el espacio con curiosidad. Una media sonrisa adornó los labios de Sydonie.

—Voy a preparar té —declaró, dirigiéndose a la cocina—. Aunque sé que no lo has probado, te prometo que preparó el mejor de Whitby. Mi madre tiene una casa de té en Portree y me enseñó desde pequeña. Estoy segura de que te gustará...

Sydonie se calló al darse cuenta de lo mucho que estaba hablando, especialmente frente a alguien tan callado. Además, de repente, su visitante estaba parado bajo la cúpula de cristal, bañado por la luz lunar, una escena que capturó toda su atención.

Aprovecho esos segundos para estudiarlo. Él era muy alto, al menos veinte centímetros más alto que ella. Su piel, ligeramente bronceada, contrarrestaba con unos ojos azules muy profundos. Su cabello negro, corto y ligeramente ondulado, caía de manera desordenada sobre su frente. Sus facciones eran muy marcadas, con pómulos altos, nariz recta, labios delgados y una mandíbula lisa, sin barba.

Era un aspecto que llamaría la atención de cualquiera. Sin embargo, aunque él había adoptado una apariencia humana agradable, lo que fascinó a Sydonie no fue tanto su figura sino el aura que emanaba. Había una profundidad en él, una serenidad que sugería eones de existencia, observación y sabiduría. Era como si un alma vieja resplandeciera a través de unos ojos jóvenes.

Esa presencia en él no era algo meramente visual; era palpable, una vibración que reverberaba en el aire alrededor. No era imponente ni abrumadora, sino serena y cautivadora, proyectando una mezcla de melancolía y curiosidad.

Para Sydonie, la verdadera belleza de él no radicaba en su forma física, por más estilizada y elegante que fuera con su atuendo negro, sino en esa presencia casi etérea que lo envolvía y evocaba noches estrelladas, de destinos cruzados, y la intrincada danza del universo. Era esa presencia etérea, esa proyección de algo más allá de lo humano, lo que realmente la atraía hacia él.

Ella carraspeó y desvió la mirada, intentando disimular el efecto que le causaba.

—¿Estás bien?

—La luz de la luna... es diferente —dijo él, extendiendo una mano como intentando capturar los destellos de luz—. Se siente fría, pero agradable.

—Ahí lo tienes. Ser humano tiene sus ventajas. Descubrirás nuevas sensaciones a través de tus sentidos.

Él permaneció callado y Sydonie le dio espacio. Luego, sintió sus pasos aproximándose.

—Háblame de las almas, Sydonie Acheron.

Ella lo miró.

—Llámame Sydonie. Dada tu apariencia, no pareces mayor que yo. Tengo veintinueve años; no hay necesidad de formalidades —dijo, mordiéndose el labio—. ¿Sobre las almas? ¿Qué deseas saber?

—Todo. Debes saber más que nadie, puedes hablar con ellas.

Sydonie asintió y se tomó un momento antes de comenzar. No solía discutir su habilidad única o los artefactos peculiares de su tienda con extraños. Eran temas usualmente reservados para conversaciones familiares. Pero, considerando su reciente acuerdo de colaboración, sintió que debía una explicación.

—No todas las almas interactúan conmigo o comparten sus historias. A veces, toco un objeto antiguo y capto algún recuerdo, pero eso no garantiza una conexión. Muchas almas son reservadas; prefieren pasar desapercibidas, están asustadas o en negación de su muerte. En general, su capacidad de comunicarse depende de la energía que cada una posea. Las más antiguas pueden hablar e incluso materializarse, mientras que otras, más recientes en ese estado, prefieren no hablar o permanecer en reposo hasta que se sientan preparadas para interactuar.

»Te puedo hablar de las almas con las que suelo interactuar y que son las más antiguas, aquellas que intentaste llevar la primera vez que viniste a la tienda. Una de ellas es Eleanor, quien fue miembro de la aristocracia en la sociedad victoriana. Otra es Alizeé, una bailarina de ballet en Francia hace décadas, cuya alma joven está ligada a un par de zapatillas de ballet. También está Ewan, el relojero bondadoso y sereno cuya alma reside en una antigua caja de música.

Tras un breve gesto, Sydonie sacó dos tazas de un estante de madera para el té.

—Aunque no he interactuado con todas, sé que las almas no son peligrosas. Les gusta susurrar y estar en reposo. A menudo, lo que percibo es tristeza, nostalgia o melancolía. Pero, principalmente, detecto miedo, uno que se ha intensificado recientemente.

—¿Por qué?

—Por ti —respondió, evitando su mirada—. Las almas se han mostrado más inquietas y silenciosas desde tu primera visita. Ningún otro recolector había causado tal reacción. Desde entonces, actúan con cautela; creo que te temen.

Sin embargo, Sydonie creía en su capacidad para transformar ese miedo en confianza, creando un puente que les permitiera ayudar a las almas.

—¿Tu tienes miedo de mí? —preguntó él, con su característico tono grave.

Observando su nuevo aspecto humano mientras preparaba el té, ella notó su expresión inmutable.

—No.

—¿No?

—Nunca. Ni siquiera en tu forma anterior, parecida a un dementor —bromeó.

—¿Dementor? —preguntó confuso.

—Dementor, los guardias de Azkaban en Harry Potter —le aclaró, como si fuera obvio—. Harry, el niño mago que va a Hogwarts. ¿No conoces la historia?

Su confusión se hizo más evidente, y provocó la risa de Sydonie.

—Parece que la cultura moderna no es lo tuyo, pero tranquilo, conocerás a Harry Potter antes de que termine nuestro acuerdo —prometió, guiñándole un ojo.

Él apartó la mirada, manteniendo los labios sellados. La sonrisa de Sydonie se amplió mientras se concentraba en el té.

Sydonie retiró el hervidor del fuego con movimientos metódicos, heredados de las enseñanzas de su madre desde su infancia. Al verter el agua hirviendo sobre las hojas sueltas de té, recordaba la gracia y precisión con que su madre manejaba el ritual, cuyos movimientos parecían danzar con los espirales de vapor. Removiendo el té con una cuchara de plata, los recuerdos fluían, evocando tardes doradas llenas de historias sobre rituales antiguos y el consuelo de una simple taza de té. Al exprimir las últimas gotas del filtro, Sydonie sentía la vitalidad de su legado en la continuidad de esta tradición.

—El té está listo —anunció, sirviendo el líquido aromático en las tazas—. Ven, prueba esto.

Al principio, él mostró reticencia, pero finalmente aceptó la invitación. Tomó asiento en una de las sillas altas frente al mesón y examinó las tazas que desprendían vapor, sin hacer ningún movimiento hacia ellas.

—¿Es seguro?

Sydonie, con los brazos cruzados y apoyando casualmente su cadera en el mesón, le respondió con un tono ligero.

—No planeo envenenarte, si eso es lo que te preocupa. Somos compañeros y tenemos un acuerdo. Adelante, inténtalo. Está caliente, ten cuidado.

Observó cómo él, con solemnidad, llevaba la taza a sus labios, un acto extraño para quien solía ser una entidad espectral. El aroma del té se mezclaba con el aire, y Sydonie notó su expresión reflexiva, casi sorprendida, al probar la infusión.

—Es... es... —dudó él, posando la taza—. No sé cómo expresarlo.

—¿Relajante? ¿Suave? ¿Ligero? ¿Dulce? —propuso ella.

Asintió impresionado.

—Es una mezcla de manzanilla con un toque de lavanda y pétalos de rosa. Es el favorito de mi madre, una receta familiar para transmitir calma.

—¿Por qué...? —susurró él—. ¿Por qué me ofreces algo tan valioso para ti? ¿Por qué compartirlo con alguien como yo?

Tomando un sorbo de su té, Sydonie se tomó un momento antes de contestar.

—En muchas culturas, el té simboliza la bienvenida. Es una forma de mostrar hospitalidad y respeto, un lenguaje universal de conexión. Ofrecer té es compartir un poco de tu mundo con otro, crear un espacio para historias y silencios compartidos. Una taza de té puede unir a las personas, crear un sentido de comunidad y pertenencia. Es una oferta de paz, una extensión de amistad. Además, nos invita a pausar, a ser conscientes. En un mundo acelerado, nos recuerda la importancia de detenernos.

El silencio que siguió fue cómodo, lleno de entendimiento mutuo. Aunque él no habló, sus ojos comunicaron su asombro y vacilación.

—¡Ahora somos amigos! —declaró Sydonie con firmeza—. No lo olvides, ¿vale?

Él no refutó su declaración. Satisfecha, la joven terminó su té y bostezó.

—Ya es tarde. Si quieres, puedes quedarte aquí —sugirió, frotándose los ojos—. Mis hermanos suelen dormir en el sofá cuando vienen. Es bastante cómodo; estarás bien.

Por un instante, Sydonie dudó de su ofrecimiento. Pero rápidamente desechó el pensamiento; no había otra opción. Se sentía de alguna manera responsable de él, considerando su nueva vulnerabilidad tras la transformación. A pesar de haber sido observador de la humanidad durante siglos, parecía inexperto en las sutilezas de vivir como humano. Además, la preocupación por dejarlo solo era algo que Sydonie sabía que la mantendría despierta al temer que pudiera encontrarse en problemas sin su supervisión.

—¡Oh, es cierto! —exclamó de repente al darse cuenta de algo importante—. Casi lo olvido... ¿Cómo te llamas?

—¿Mi nombre? —repitió él, sorprendido por la pregunta—. No tengo uno. Soy un recolector de almas, conocido alguna vez como el Vigía de la Muerte, el Regente de la Oscuridad.

Sydonie frunció el ceño, desconcertada.

—No te voy a llamar Regente ni Vigía de nada —declaró—. Necesitas un nombre. Todos lo tenemos. Nos define.

Él meditó sobre esta necesidad.

—¿Qué nombre debería elegir?

—Eso depende de ti. Aunque mi consejo es que elijas uno bueno; luego no podrás cambiar.

Tras un momento, su acompañante dijo:

—Ronan.

Al pronunciar «Ronan», la voz del recolector llevó un matiz diferente, un indicio de curiosidad. Aunque su expresión se mantuvo estoica, Sydonie creyó detectar un fugaz destello de humanidad en sus ojos, una señal de que, quizás, estaba al borde de un cambio profundo.

—Ronan —repitió ella, le gustaba cómo sonaba—. Perfecto.


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