Capítulo 4

En las encantadoras calles empedradas de Whitby, una elegante casa de estilo georgiano se alzaba con distinción. Sus ladrillos claros contrastaban con el cielo, otorgándole una presencia majestuosa, y los ventanales amplios de madera blanca enmarcaban las vistas panorámicas de la ciudad, permitiendo que la luz natural bañara sus habitaciones con una calidez acogedora.

La casa, única en su diseño, se orgullecía de sus balcones triangulares en cada piso. Una cúpula de cristal se alzaba en el techo, permitiendo que el cielo se reflejara en su superficie y llenara los espacios con una atmósfera etérea.

El frente de la residencia desplegaba un jardín cuidado con meticulosidad, con rejas bajas de puntas agudas que daban la bienvenida a los visitantes. Un sendero de piedra partía de la entrada y se bifurcaba hacia dos puertas: una que conducía al sereno hogar y otra, al lado, menos ostentosa pero igual de elegante, que invitaba a la tienda de antigüedades. Esta segunda puerta, en armonía con la casa, parecía surgida de manera espontánea de la estructura misma, con un dintel que sugería un portal hacia eras pasadas.

La tienda, un relicario viviente, se revelaba tras el cristal, exhibiendo pendulares relojes, espejos enmarcados con la delicadeza del pasado y lámparas que habían iluminado incontables anocheceres de antaño. Era un espacio donde el tiempo parecía detenerse, cada objeto narraba su propia historia.

El camino de vuelta a la residencia se desplegaba con gracia hacia una escalinata que conducía al corazón de la casa. En la primera planta, un flat privado con dos habitaciones era el hogar de Iain Ferguson y sus nietas, Juliet y Elara, donde la calidez y los recuerdos se entrelazaban en cada rincón. Y en la última planta, se encontraba un departamento que estaba coronado por un techo de cristal, una cupulina que permitía que las estrellas se convirtieran en sus compañeras nocturnas.

Así era esta casa georgiana, un cruce entre elegancia y misterio, un tejido de secretos y anécdotas a la espera de ser desvelados. Un hogar para almas y objetos peculiares con igual medida de singularidad, donde cada día era un capítulo a punto de ser narrado.

En una habitación infantil de la primera planta, Sydonie estaba leyendo un cuento. A su lado, una niña de cinco años, con largo cabello castaño y ojos oscuros, le devolvía la mirada. La pequeña estaba arropada bajo un cobertor de parches coloridos y aferraba un dragón de felpa en sus brazos. Sydonie hizo una pausa en su lectura y escaneó el rostro de Elara, cuyos ojos empezaban a cerrarse. Entonces continuó leyendo:

—«Después de enfrentar su mayor miedo al mundo exterior, Willow descubrió que este no era tan aterrador como había imaginado. Con valentía y determinación, se adentró en el bosque encantado, y encontró nuevos amigos y halló la paz que tanto anhelaba».

»"A partir de ese momento, Willow se liberó de sus temores. Cada día se aventuraba a salir un poco más lejos, consciente de que, incluso en los espacios más vastos y abiertos, siempre habría un rincón donde encontrar refugio y serenidad. Así que continuó explorando, enfrentando nuevos desafíos y desvelando la magia que aguardaba más allá de las puertas. Su valentía e inspiración motivaron a otros niños a confrontar sus miedos, demostrándoles que incluso en los momentos más abrumadores siempre existe una luz; solo se requiere de coraje y determinación para encontrarla".

»"La historia de Willow se convirtió en un legado de esperanza para todos aquellos que alguna vez se sintieron atrapados por el miedo, recordándoles que el valor reside dentro de ellos, listo para desplegar sus alas y enfrentar cualquier obstáculo".

Sydonie cerró el libro de cuentos y sonrió al ver que la pequeña ya estaba dormida.

—Buenas noches, Elara. Que las estrellas iluminen tus sueños —susurró, y le besó la frente.

Sydonie dejó la luz de la mesita de noche encendida, cerró la puerta de la habitación con cuidado, y regresó a la sala. Como era su costumbre cada noche, Iain Ferguson la esperaba sentado en su mecedora bajo el suave resplandor lunar. Se unió a él en el pequeño balcón.

—¿Ya se durmió? —preguntó el anciano, con el humo de su pipa dibujando espirales en el aire.

—Sí, los cuentos de Joy nunca fallan. Son un encanto para los niños.

Iain asintió, sumido en su serenidad habitual, y Sydonie, apoyada en la barandilla, observó al vecino. Había algo en su forma de perderse en el horizonte que le recordaba a su abuelo y le hacía evocar recuerdos de sabiduría compartida.

El estilo de Iain era un reflejo fiel de sus orígenes escoceses. Su boina de tweed, en un verde musgo que complementaba la viveza de su mirada. El chaleco de lana, que parecía tener más historias que contar de las que Sydonie pudiera imaginar, y sus camisas a cuadros añadían a su estampa un aire rústico inconfundible.

Sin embargo, eran sus botines de cuero, marcados por el tiempo y adornados con pequeños cascabeles, los que traían a Sydonie recuerdos de charlas en el porche y sonidos familiares de su infancia cuando visitaba el pueblo.

Las manos de Iain, marcadas por los años, manejaban la pipa con una destreza nacida de la costumbre, y exhalaba un humo que mezclaba el aroma del tabaco de calidad con notas amaderadas y un dulzor envolvente, creando una atmósfera de nostalgia palpable.

—Juliet regresó a Manchester. Ha empezado la universidad de nuevo y encontró un nuevo empleo.

Pensar en Juliet Ferguson, la nieta de Iain, dibujó una sonrisa en Sydonie. Con solo veinte años, Juliet se había trasladado a Manchester para sus estudios universitarios gracias a una beca, y trabajaba para sostener a su hermana menor y a su abuelo. La pérdida de sus padres en un accidente las había forzado a madurar prematuramente, e Iain se había retirado de su carrera como historiador para cuidar de ellas.

—Es una joven excepcional y astuta. Estoy convencido de que la vida le depara grandes cosas.

—Que las estrellas escuchen tus palabras —respondió el anciano con un tono de esperanza—. ¿Y tú, Sydonie?, ¿qué planes tienes para esta noche?

—Voy a hacer una visita a los muertos —respondió ella con sinceridad.

Iain le entrecerró ligeramente los ojos.

—¿Qué tramas ahora?

Sydonie soltó una risa.

—No estoy tramando nada, de verdad.

—Entonces, ¿por qué esa sonrisa?

—Es que todos piensan que siempre estoy tramando algo —explicó ella, su sonrisa persistente—. Pero esta vez soy inocente.

Iain sacudió la cabeza, su boina se meció levemente pero permaneció en su lugar.

—Siempre te metes en líos, Sydonie. Y cuando no los buscas, ellos te encuentran. Eres como tu abuelo, un verdadero imán para los problemas. Siempre solían llamar a su puerta.

Cada vez que Iain evocaba el pasado, el acento escocés en su voz se hacía más pronunciado, llenando el aire con una calidez y una familiaridad que reconfortaban a Sydonie. Era difícil no encariñarse con él, no solo por su conexión con su abuelo, sino también por su genuina bondad y preocupación hacia ella.

—No es mi culpa —dijo ella, haciendo puchero.

Iain alzó la vista y, con su pipa, señaló hacia el cielo.

—Esta noche no hay estrellas.

—¿Y qué tiene eso? —contestó ella, mirando al cielo sin preocupación—. No tengo miedo a la oscuridad.

—Incluso en la oscuridad más profunda, la muerte ve todo.

Sydonie pensó por un momento. «Así que él también ha notado las visitas». No esperaba menos de alguien con la experiencia de Iain.

Ante sus palabras enigmáticas, los labios de la joven se curvaron en una sonrisa más audaz aún, y se inclinó para depositar un beso en la cabeza del anciano.

—Entonces espero que la muerte sea buena conmigo y me encuentre.

Con esas palabras, se levantó y se marchó, dejando atrás la noche sin estrellas.

Desde niña, Sydonie había detestado las escaleras y, después de subir 199 escalones, confirmó que seguían siendo sus némesis.

Al llegar a la cima de su destino, el sudor perlaba su frente y humedecía su ropa, mientras su respiración entrecortada hacía que sus piernas temblaran como gelatina. Exhausta, Sydonie se llevó una mano al vientre y tomó varias bocanadas de aire, intentando calmar el ajetreo de su corazón.

«Hacer ejercicio será mi fin», pensó, aún jadeante.

Mientras recuperaba la compostura, observó el paisaje. El Cementerio de St. Mary's en Whitby, envuelto en el etéreo canto del mar y el susurro del viento, se presentaba ante ella como un pacífico guardián de recuerdos y almas en reposo. Entre monumentos y lápidas que contaban historias del pasado al oído del presente, el lugar destilaba una serenidad que atravesaba el tiempo.

La erosión y el musgo habían transformado las lápidas en testimonios de la eterna interacción entre la vida y la muerte, con senderos empedrados que invitaban a perderse entre los susurros de aquellos que una vez caminaron por la tierra. Los monumentos, majestuosos, eran la crónica silenciosa de vidas pasadas, y sus esculturas detalladas mantenían viva la memoria de quienes se habían ido.

El mar extendía una alfombra melancólica hacia el horizonte, y le recordaba a Sydonie el inextricable vínculo entre el inicio y el fin. En este remanso de paz, el pasado y el presente se entrelazaban, permitiendo que las voces de los ausentes resonaran en los corazones de quienes permanecen. Era un lugar donde las historias encontraban su descanso final.

—Hemos llegado —declaró, depositando su maleta en el suelo—. Es hora de preparar nuestro picnic.

Eligió un sitio retirado, lejos de miradas curiosas y cerca de la tranquilidad del mar. La madrugada le proporcionaba la privacidad necesaria para su encuentro especial.

Al abrir la maleta, extrajo con sumo cuidado una caja antigua forrada en terciopelo verde. Al retirar la tela y abrir la caja, reveló una delicada taza de porcelana verde con detalles dorados y su plato a juego. Al colocar la taza sobre el plato, una vibración recorrió su ser, un alma antigua estaba susurrándole desde el interior del objeto.

Con cada toque, intentaba transmitir serenidad y calma. Poco después, el césped frente a ella crujió, y levantando la vista, Sydonie saludó con una sonrisa cálida.

—Hola, Eleanor.


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