Capítulo 15
Todo el mundo guarda un pequeño, oscuro y sucio secreto.
Y el secreto de Sydonie Acheron es que llevaba años platónicamente enamorada de la superestrella de rock indie, Harry Young.
Sí, hasta ella hacía cosas mundanas como soñar despierta con una celebridad.
Desde su adolescencia, Sydonie había sido magnetizada por el músico londinense. Sus canciones resonaban en lo más profundo de su ser, no solo por su música, sino también por ser un poeta, un rebelde, un soñador cuyas letras hablaban de libertad y amor con cruda y apasionada sinceridad.
Sydonie recordaba tardes en su habitación rodeada de pósteres, escuchando sus discos en bucle. Cada canción era un himno que parecía comprenderla mejor que nadie. Su voz, entre melancolía y esperanza, la hacía sentir menos sola.
Su fascinación alcanzó su cima en una noche estrellada, cuando, impulsada por su mejor amiga y una mezcla de desesperación adolescente, se escapó para asistir a un concierto. Aunque no logró entrar, solo estar cerca fue mágico. La música resonaba desde el interior del recinto, mezclándose con la emoción de la multitud, en un llamado casi tangible.
Fue una noche mágica..., hasta que su madre la castigó.
Años después, a pesar de mantener intacta su admiración, Sydonie se había resignado a apoyarlo desde las sombras. Había aceptado que quizás nunca lo vería en vivo; las entradas se agotaban instantáneamente y siempre eran en ciudades lejos de Whitby. Así, seguía su carrera a través de plataformas de streaming y comprando sus álbumes, para estar más cerca de él.
Y para ella, eso era suficiente.
—En las calles de la noche, bajo la luna errante, bailamos al ritmo de corazones perdidos, encontrando promesas en las estrellas fugaces.
Sydonie tarareaba suavemente Bailarines de medianoche, su tema favorito de Harry, mientras limpiaba las vitrinas.
De repente, su celular vibró. Al acercarse al mostrador, vio un mensaje de un remitente desconocido.
Aquí Iris. La organizadora de la boda confiscó mi celular porque, según ella, me distraigo, y ya solo falta un mes para el gran día. Este número es del celular de mi mamá (tuve que convencerla para que me lo prestara).
Por cierto, te reservé una habitación en el Holiday Inn de Camden. Brody opinaba que no era necesario, pero él no es tan buen amigo como yo. Conozco tu espíritu despreocupado y estoy segura de que aún no has empacado, a pesar de que la reunión preboda de tus mejores amigos es mañana. Eso significa que tienes menos de un día para llegar a Londres, encontrar un vestido formal y venir al restaurante (sigue las instrucciones que te envié hace semanas).
Incluiré nuestro código secreto para que sepas que este mensaje es legítimo y que no me han secuestrado: Odio a HY.
Sydonie no pudo evitar reírse.
Era sin duda Iris. El código secreto, «Odio a HY», era irónico; ambas adoraban a Harry Young y jamás dirían tal cosa. Era su forma de mantener viva una broma de años.
—¿Cómo sabía que todavía no he hecho la maleta? —se preguntó en voz baja—. Me estoy volviendo predecible.
Pero Iris tenía razón, no solo sobre la maleta, sino en todo. Sydonie no había planeado nada para su inminente viaje a Londres: no tenía boletos, ni equipaje preparado, ni vestido formal, ni itinerario, y ni siquiera había mencionado que se ausentaría.
Sydonie hizo una mueca, poniendo las manos sobre su cadera.
La vida ya era muy complicada como para intentar controlar todo.
Sin embargo, si quería cumplir con su promesa y estar en Londres al día siguiente por la noche para el evento de Iris y Brody, debía comenzar por comprar un pasaje de tren y preparar al menos una maleta pequeña.
Sydonie continuó su tarea, limpiando las vitrinas con un suspiro resignado.
—¡Sydonie! —sonó una voz infantil en el aire.
Eran Elain y Elara, que volvían de su paseo cotidiano antes de las 4:00 p.m., y entraron en la tienda para saludar.
—Te trajimos algodón de azúcar —declaró la menor con una sonrisa.
Elara, con entusiasmo, corrió hacia Sydonie y le entregó la golosina. Agachándose, Sydonie la abrazó, y recibió un cariñoso beso en la mejilla de la niña. Elara rio y sus rizos oscuros danzaban al ritmo de su risa, al igual que la falda de su vestido.
—¿Te gustó el paseo? —preguntó Sydonie.
—Sí, el abuelo me compró un helado de chocolate. Quería seguir en el parque, pero él dijo que viene una tormenta.
—¿Una tormenta? —Sydonie frunció el ceño, observando a través del escaparate. El cielo estaba despejado.
—No ha llovido en días —comentó.
—Confía en este viejo. Hoy lloverá —aseguró Iain, despojándose de su abrigo de cuadros escoceses—. No salgas esta noche, o te resfriarás.
Sydonie sonrió ante el cuidado constante de Iain.
—No lo planeaba —respondió, apreciando la calidez familiar y la preocupación protectora en sus palabras.
Después de despedirse de Iain y Elara, Sydonie retomó sus tareas con renovado empeño. No obstante, la predicción de Iain no tardó en cumplirse: una hora más tarde, el cielo se oscureció y la lluvia comenzó a caer intensamente sobre el tejado y el escaparate. Sydonie cerró la tienda y subió a su departamento, llevando consigo una caja musical en forma de carrusel de porcelana.
La lluvia, que golpeaba contra el cristal de la cúpula sobre su cabeza, creaba una melodía casi estridente. Encendió las luces y colocó la caja musical sobre el sillón, contemplando su entorno. Las noches tormentosas y solitarias como esta le traían recuerdos de su familia en Portree: las disputas con sus hermanos, las lecciones de su madre, las historias de los vecinos. Allí estaría rodeada de vecinos compartiendo té hasta que cesara la lluvia.
Estos recuerdos, a veces dulces, a veces melancólicos, la hacían pensar en su padre y abuelo.
Como respondiendo a su nostalgia, la figura de Ewan Lynch, el relojero atrapado en la caja musical, se materializó frente a ella. A través de los ojos de Sydonie, Ewan aparecía como un hombre de mediana edad; su rostro marcado por la vida, sus ojos grises llenos de sabiduría y tristeza. A pesar de las canas y las cicatrices en sus manos de artesano, emanaba una presencia calmada y fuerte. Vestía con la sencillez propia de un relojero; sus manos largas y ágiles, testimonio de su oficio.
Con una sonrisa, Sydonie rompió el silencio.
—Cuéntame de nuevo, Ewan, la historia de tu vida.
Asintiendo, él comenzó su relato con un tono nostálgico.
—Nací en 1910, en el corazón de Manchester. Eran tiempos más sencillos entonces. Cuando tenía 25 años, encontré el amor en los brazos de una dama londinense, cuya familia superaba en riqueza y posición a la mía. Pero nos unió un amor más fuerte que cualquier barrera social. A pesar de todo, decidimos casarnos y juntos, abrimos una relojería, nuestro pequeño santuario de recuerdos. Seis años después, la llegada de nuestra hija, Vera, fue nuestra mayor alegría, opacada solo por la muerte de mi esposa meses después.
La voz de Ewan temblaba al recordar.
—En mi duelo, encontré consuelo en crear una caja de música para Vera, una pieza que contenía la esencia de su madre, una melodía que hablaba de amor eterno y días felices. Cada día que pasaba sentía que una parte de mí se fusionaba con ella, como si mi amor y mi alma se estuvieran tejiendo en su melodía. Trabajé en ella durante cinco años, hasta que la muerte me reclamó. Mi alma, fusionada con la caja, quedó anclada a este mundo.
»La caja musical quedó olvidada en el taller. Los padres de mi esposa se llevaron a Vera, y nunca más supe de ella. Los años pasaron hasta que la tienda se vendió y todos los objetos fueron enviados a la bodega de una empresa de subastas. Ahí esperé, hasta que, por obra del destino, tu abuelo me encontró. Él, sin saberlo, trajo la caja a esta tienda, llevando con ella mi historia, mi corazón. Y ahora, aquí estás tú, escuchando el eco de un amor que desafió el tiempo y la muerte.
Sydonie escuchó, conmovida por su promesa eterna.
—No dejaré que tus recuerdos se pierdan —aseguró—. Cumpliremos tu último deseo.
Como guardiana de la tienda de antigüedades, se consideraba protectora de esos tesoros con historias olvidadas, y estaba decidida a cumplir su misión incluso en solitario.
Ese último pensamiento provocó una mueca amarga en sus labios.
Pero antes de caer presa de sus reflexiones, expresó su gratitud a Ewan, quien se desvaneció en el aire. Acto seguido, se dirigió a la cocina para preparar un té, recordando el dicho de su madre: no hay mal que un buen té no pueda aliviar. Sin embargo, dudaba que el té pudiera remediar la ausencia de Ronan.
Su desaparición, ya por una semana, la preocupaba y, curiosamente, le causaba cierto resentimiento. Se había habituado a sus breves encuentros y la idea de que no volviera le dejaba un vacío inesperado, además de un cierto enojo. Habían acordado un trato, y Sydonie se sentía traicionada porque Ronan parecía estar rompiendo su palabra. Sin embargo, conocía su deber de recolectar almas y sabía que nunca abandonaba una tarea sin terminar. Esto le ofrecía cierto consuelo, pero también le recordaba su impotencia. Consciente de que solo podía esperar, mantenía la esperanza de que él volvería a aparecer en su vida tan repentinamente como había desaparecido.
«Y ella entonces golpearía su cabeza», se prometió.
Mientras preparaba el té, comenzó a cantar suavemente otra canción de Harry Young, llenando el silencio de la cocina con versos que hablaban de guardianes solitarios y destinos tejidos bajo la luz de la luna.
—En la quietud de la noche, un eco de la eternidad, camina un guardián solitario tejiendo destinos con hilos de luna en su danza silenciosa con el destino.
Continuó con la melodía hasta que el té estuvo listo. Al girarse para tomar una taza, justo cuando sus dedos rozaron la porcelana, una voz profunda irrumpió el silencio.
—Sydonie.
Se sobresaltó y la taza se deslizó de sus dedos, estrellándose en el suelo.
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