Capítulo 12

—Entonces, ¿esto es legal? —preguntó Ronan, algo perplejo al ver a Sydonie escalar ágilmente la reja de un antiguo caserón.

La noche había envuelto el pueblo, dejando las calles en calma. Con destreza, Sydonie superó la reja y aterrizó al otro lado, dejando a Ronan impresionado.

—Eso fue fácil —afirmó ella, quitándose el sudor de la frente—. Tengo práctica en infiltrarme en lugares.

—¿Estás planeando un robo? —inquirió él, aún intentando entender sus acciones.

—¡Por supuesto que no!

—Entonces ¿qué pretendes?

Ronan estaba descubriendo que entender los complejos conceptos de la humanidad eran más fáciles de comprender que descifrar a Sydonie. Ella siempre parecía tener un plan en mente.

—No tramo nada malo —aseguró la joven, ajustando su mochila—. Esto es parte de mi plan para ayudar a Alizée.

Lo sabía, ella siempre iba dos pasos por delante de él.

—¿Y por qué no estoy al tanto del plan?

—Te estoy enseñando a confiar —explicó ella—. Además, la incertidumbre añade emoción a la aventura, ¿no es así?

—No —fue su simple respuesta.

Sydonie frunció el ceño.

—Careces de espíritu aventurero —acusó—. Quizás debí dejarte en casa, como un gato huraño.

—Pero necesitas mi ayuda para liberar al alma —afirmó Ronan, tranquilo.

—Se llama Alizée —corrigió ella—. Y lo sé. Ahora, es tu turno de escalar. No tenemos todo el tiempo del mundo.

—Así que esto es ilegal —dedujo Ronan, su comprensión humana agudizándose.

—¿Desde cuándo la Muerte se preocupa por la ley? —respondió Sydonie con sarcasmo—. Además, estamos entrando a hurtadillas porque el lugar está cerrado, pero tengo las llaves de la puerta trasera. No somos criminales, solo dos personas que necesitan acceso nocturno al teatro.

Ronan reflexionó sobre sus palabras.

—Eres una mala influencia.

La seriedad de su tono o quizás la sinceridad en su expresión arrancó una carcajada a Sydonie.

—¿Recién te das cuenta? —dijo—. Deberías haberlo sospechado cuando me colé en el cementerio a medianoche.

Ronan no podía más que preguntarse qué otras sorpresas le depararía esa mujer impredecible.

Suspiró y evaluó el desafío que tenía delante de él. La estructura de hierro forjado, oscurecida por el paso del tiempo, tenía puntas afiladas y curvas entrelazadas.

Hasta ese momento, las limitaciones físicas le eran ajenas, dada su naturaleza etérea que le permitía traspasar las barreras materiales. Pero se sintió impulsado a igualar la hazaña de Sydonie de subir con facilidad la reja.

—Es tu turno, Príncipe Pálido —dijo ella, incitándolo a actuar.

Motivado por su provocación, Ronan agarró la reja con determinación. La frialdad del metal y su textura rugosa bajo sus manos fueron sensaciones nuevas e imprevistas. Se esforzó en encontrar apoyos entre los adornos de hierro, cada movimiento era una mezcla de torpeza y aprendizaje. A pesar de la resistencia de su cuerpo, que no estaba acostumbrado al ejercicio, su voluntad de no ser menos que Sydonie lo empujó a seguir adelante.

Con esfuerzo, superó el último obstáculo y saltó al otro lado, logrando una victoria modesta pero significativa.

Sydonie aplaudió despacio.

—Vaya, me siento tan orgullosa. Ya eres todo un delincuente.

Antes de que Ronan pudiera responder, Sydonie se adentró en la penumbra del caserón. Él, recuperándose rápidamente del esfuerzo, la siguió.

El caserón se erguía majestuoso ante ellos, susurrando ecos de un pasado glorioso con su arquitectura gótica y las sombras que jugueteaban en su fachada. La piedra, decorada con elaborados motivos, y las altas ventanas arqueadas, ocultas tras cortinas pesadas, prometían secretos e historias no contadas. Torretas puntiagudas desafiaban el cielo nocturno, añadiendo dramatismo al conjunto y prometiendo misterios tras cada piedra. Las enredaderas, como dedos curiosos, trepaban por las paredes, buscando secretos olvidados.

Sydonie llevó a Ronan a través de un jardín trasero marchito, siguiendo un camino de piedras oculto por la maleza. La facilidad con la que se movía indicaba su familiaridad con el lugar y despertaba la curiosidad de Ronan, quien, sin embargo, eligió seguir callado. Se detuvieron ante una puerta negra.

—Ayúdame —pidió Sydonie, entregándole una linterna mientras buscaba las llaves en su mochila.

Ronan iluminó el camino de Sydonie, primero hacia la mochila y después hacia la cerradura. Con las llaves encontradas, desbloquearon la puerta, que se abrió con un chirrido.

Adentrándose en la oscuridad, siguieron el haz de sus linternas a través de un espacio cargado de silencio y abandono. El aire olía a tiempo detenido; las paredes, alguna vez prístinas, ahora mostraban las marcas del olvido. La luz de sus linternas revelaba los vestigios de lo que fue: sillas apiladas de manera descuidada, programas dispersos y vestuarios que colgaban, recordando tiempos de esplendor.

Cruzaron hacia el área de camerinos, donde espejos rodeados de bombillas rotas creaban reflejos fragmentados. El polvo cubría lo que había sido un hervidero de creatividad, y los utensilios de maquillaje yacían olvidados, como esperando en vano el regreso de la vida y el arte.

Sydonie caminó hasta el escenario principal. La amplitud del espacio se insinuaba más por lo que no se veía que por lo visible. El techo, alto y oscuro, y el suelo de madera, que crujía bajo sus pasos, evocaban memorias de danzas y aplausos, un eco de la gloria pasada.

—¿Cómo conoces este lugar tan bien? —preguntó Ronan, dando rienda suelta a su curiosidad.

Sydonie no esquivó la pregunta.

—Venía aquí con mi padre durante las vacaciones cuando visitábamos a mi abuelo. Lucille Callihan, la dueña, era amiga de mi abuelo. Ella heredó esta casa de su madre, una apasionada del arte. Lucille transformó la casa en un teatro, deseando que siempre estuviera lleno de música y felicidad en honor a su madre.

Ronan percibió la sinceridad en sus palabras, pero sospechaba que había más en la historia.

—Pareces más que una simple visitante.

Sydonie sonrió, iluminando a Ronan con su linterna.

—Eres muy observador para alguien nuevo en la humanidad.

Ella compartió más sobre su conexión con el teatro:

—Durante las vacaciones del colegio, trabajé aquí. Me atraía la atmósfera de glamour y la pasión por lo antiguo. Conservo una llave porque este lugar era un refugio lleno de recuerdos felices para mí.

—¿Y luego qué pasó?

La expresión de Sydonie cambió; su voz se tornó sombría.

—La muerte, lo inevitable para todos.

Ronan sintió el peso de su existencia y se enfrentó al impacto de la muerte en las vidas humanas, un dolor que ahora empezaba a comprender.

Sydonie no lo culpaba, pero el silencio que siguió llevaba un aire de tristeza.

Ella se adelantó sobre el escenario.

—Tras la partida de Lucille, el teatro decayó y cerró. Sin herederos, quedó en manos del Estado, acumulando polvo y esperando volver a brillar.

Tras un momento de reflexión, Sydonie recuperó su determinación.

—Ha llegado el día de darle vida nuevamente. Alizée desea bailar una última vez en un escenario, y qué mejor lugar que este.

De repente, todo encajó para Ronan, y se sorprendió por no haber comprendido antes el propósito de Sydonie.

Ella se agachó con su mochila y extrajo un manojo de velas, que empezó a encender alrededor del escenario.

—¿Qué haces? —preguntó él, aún confuso.

—Voy a invocar al demonio, ¿no lo ves? —bromeó Sydonie, refiriéndose a su preparativo como si fuera una invocación mística.

«Sí, definitivamente ella ya no se sentía triste».

—¿Cómo puedo ayudar? —se ofreció Ronan.

—Trae a Alizée —instruyó ella, señalando la mochila.

Ronan, aunque confundido, obedeció y encontró las zapatillas de Alizée envueltas en terciopelo. Al tocarlas, la conexión con el alma de Alizée fue inmediata, resonando con su dolor y temor. No le sorprendieron las emociones que sentía. Aquellas zapatillas habían sido uno de los objetos que intentó llevarse durante su primera visita a la tienda. Había tratado de tomarlas por la fuerza, y el alma dentro de ellas también recordaba aquel momento. Quería alejarse de él, su verdugo y cazador, pero sabía que estaba prisionera en sus manos.

Por eso, decidió liberarla.

—No te haré daño, Alizée —murmuró al tiempo que colocaba cuidadosamente las zapatillas en el escenario.


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