運命 (d e s t i n o) --- 体 (c u e r p o)
運命 (d e s t i n o)
Era posible distinguir ya a ese corazón que se transparentaba a través de la piel cual pergamino; en él reposaban dos pequeños orificios, cicatriz de colmillos pertenecientes a una víbora, que poco a poco supuraban amarga pus para quien lo lamiese. En el rostro de muñeca, una sonrisa sutil. Hajime trabajaba con sus hilos, pretendiendo no escuchar el correr de la puerta del jardín hacia la habitación de Shun. Por su mente todavía reptaban los murmullos de aquella noche al lado de Feng; veía las manos esqueléticas muy atentas con el pincel deslizándose sobre su carne convertida en sensibles llagas. Oh, los azotes entre sueños. Los suspiros, los susurros en el baño público esa tarde en que exhibió la espalda desnuda, hincado sobre la tarima. El agua escurrió negra; los ojos admiraron el arte pasajero, ya corrido, sin atreverse a inquirir. De alguna forma, sin saberlo, habían sido los únicos espectadores de una noche irrepetible.
De la misma forma en que el líquido lavaba la tinta, los gemidos en aumento provenientes del sitio ajeno alejaban y distorsionaban los recuerdos de satisfacción. En su lugar, veía la higanbana abrir sus pétalos de araña en un crujir que perforaba. El odio, retornando; los celos, cada día más domesticados a pesar de su creciente ferocidad. Hajime suspiró, incapaz de trabajar. Un ocaso marchitaba en azul; aquel color frío y opaco distintivo del otoño que abría con mayor intensidad en su crueldad contra las flores... y habitantes como aquel sastre, por supuesto. Lluvia ceremonial.
Resignado, se puso de pie y anduvo con ambas manos nerviosas entrelazadas. Las mangas del yukata verde grisáceo cubrían los ranúnculos de cicatrices que día con día se evanescían. En el pasillo de duela, deslizando los pies, escuchó una locución desesperada que pretendía brotar en forma de murmullo... mas la fuerza, en medio del goce, le hizo estallar como alarido.
—¡Ah... incluso si duele, soy tan feliz!
Risas de serpiente. Los pies descalzos se detuvieron. El rostro delicado, en crecientes penumbras, tornó en dirección del grito. Tan siniestro. La rama Hajime permaneció imperturbable a pesar del viento. Solo el entrecejo fruncido con suavidad develó las emociones verdaderas. Sin intenciones fijas, continuó su peregrinación hasta hallar una imagen aún más sombría. Yuriko continuaba en casa; yacía sentada en el comedor, apoyada ante la mesa. Hajime se asomó para reconocer a una mujer avejentada, con la lámpara muerta a un lado y las manos agazapadas a una taza de té que se enfriaba con el tiempo. La mirada perdida, una expresión vacía.
El sastre, percibiendo un aura íntima de sentimientos silenciados, se acercó a la tía y se sentó ante ella. Apenas despierta del letargo, aún con los ojos sin brillo, se volvió hacia Hajime y le ofreció una sonrisa magullada que pretendía ser tan amable, cotidiana. Aquel gesto dolía, era capaz de presentirlo. Y él, movido por la curiosidad, por su propio hartazgo, formuló una pregunta que solo ella podría responder:
—¿Es esto necesario?
Yuriko comprendía. De alguna forma, compartían la espina y con ello aún la sugerencia más nebulosa se tornaba nítida. Además, al muchacho le sobraban mociones para protestar.
—Hajime —pronunció con la voz paulatina, grave y cansada propia de una madre—, tú, cuyo dolor luctuoso nunca podrá compararse con mi necia zozobra, has de pensar ante mis motivos que soy una mujer torpe... débil, quizás.
El muchacho negó con la cabeza, medio rostro cubierto por la cascada de cabellos. Recordaba haber escuchado aquel discurso antes, mientras compartían reflexiones en el jardín. Ella en verdad mostraba un desprecio por su existencia, que Hajime no sabía si distinguir como falsa modestia o acaso legítima miseria. Lo que fuese, terminaría volcado en la segunda rama. Un suspiro ajeno.
—Sin embargo —continuó—, permíteme apelar a la sensibilidad de tu alma para que te sea posible comprenderme. —Y con esto dio un sorbo paciente al té ya tibio—. Bien sabes, dulce niño, lo que es perder a un ser amado; aquella mano virtuosa que ofrecerá el único refugio auténtico en la vida entera. En tu experiencia, fue la sangre vil causa; Hajime... yo le pierdo debido a la distancia, al tiempo que fluye sin cesar.
El muchacho asintió, revitalizando un sentimiento en su corazón putrefacto. De alguna forma, el hedor era distinto; la culpa. Sí. Las figuras masculinas ausentes. Inquieto ante la brisa e inminentes tinieblas, pensó en encender la luz, pero aquello permaneció en el mundo de las ideas cuando la mujer narró sus cuitas con desesperación domesticada.
—Durante la noche las voces de los muertos son más sonoras, seguramente lo sabes. —Vista baja, manos apenas conteniendo la ansiedad—. La soledad, oh Hajime, es aquella que murmura en medio del sueño: «recuerda que eres mortal». Lo sé porque la he escuchado justo en mi oído —hizo una leve pausa para mirar al muchacho—. Y veo caer mis convicciones en un pozo húmedo, profundo, de monstruosa negrura... como aquel en que resbalé cuando era niña. Entonces vienen a mí aquellas imágenes y aferro mis uñas al futón hasta que el dolor me recuerda que estoy viva, y que mi corazón late en horror porque continúo acá. Que, a pesar de todo, existe un ser que me necesita... un hombre que amo tanto como a aquel primero. Y ese, Hajime, es mi hijo.
En medio de la espiración, un alarido femenino seguido de golpeteos contra la duela cortó el espacio. Ambos se contemplaron en silencio, sombríos, pretendiendo ignorar la violencia proveniente de la habitación contigua. La sensación de obscenidad era asquerosa para los dos. Los ojos de Hajime se nublaron ante una lluvia de impotencia; mas se vio obligado a sostener el ardor. Luchó, jugando con sus uñas quebradas, pero en algún momento fue imposible no enjugar sus lágrimas y decidió levantarse a encender la lámpara. Anduvo por fuego, disimulando el llanto ardiente.
—Shun es mi fortaleza, incluso si está enfermo —pronunció ella, como en un intento desesperado por defender a esa serpiente de sus entrañas, cuyo veneno volaba por el espacio, recién emanado—. Yo necesito cuidarlo, procurar su alimento, su calzado... y si no le permito esto, le perderé para siempre. Él caerá en un pozo carmesí, mi pobre niño... Puedo ser ingenua, pero aún poseo una profunda astucia, un atisbo de fe. Creo que llegará el maravilloso día en que Shun elija a la mujer que le acompañará de por vida, que nos proporcionará la bendición de una descendencia sana, radiante como los melocotones en primavera. ¿Los has probado, Hajime?
El sastre asintió silencioso, viendo su llaga purulenta sangrar por cada palabra ajena. La luz. En su rostro seco permanecía como único vestigio una hinchazón rojiza que ante los ojos de Yuriko pasó desapercibida. Adentro, el incendio. El primo casado. ¿Cómo reaccionaría ante semejante noticia? Negó la idea cual aberración y luego se reprendió por haberlo hecho. Una vez más, el viento agitando los brotes en sus vísceras.
—Creo en la necesidad del sacrificio —volvió a interceder ella—; los gritos de estas doncellas parecen sosegar su sed siempre despierta, y con ella mi dolor. —Aquellas ideas parecieron a Hajime poseedoras de impresionante sadismo. Se estremeció—. Su sonrisa, su compañía. Pobrecita esta niña, ¿verdad? Soy tan egoísta... pero si es el destino propicio, su preñez habrá de cesar la marea roja y retribuir los daños sufridos. Porque, Hajime... mi hijo no puede ser un hombre infértil ¿cierto? Su padre y yo somos sanos, lo hemos crecido con lo mejor que la naturaleza nos brinda, incluso desde mi vientre él... solo no ha hallado el lugar, el momento y a la mujer que conlleven la bienaventuranza. Anhelo creerlo, desde el fondo de mi corazón.
Sentado una vez más ante la mesa, Hajime miró un rostro que de pronto parecía más grotesco; lejano, corrupto. Procuró mascar el trozo de carne cruda que las manos femeninas habían introducido en su boca sin previo aviso. Sosteniendo las náuseas, miró a la alcahueta Yuriko y luego desvió la vista hacia la ventana. El sabor de la sangre. Los amantes. La simiente de Shun, de un momento a otro, pendiendo de un hilo de araña; un líquido muerto. Por breves instantes creyó sentirlo más cercano, más humano, y comprender sus auténticos anhelos; el espanto subcutáneo también. Sin embargo, tal como con la mujer desnuda, se deslizó entre sus dedos la intuición dorada restando solo la sensación de haberlo poseído durante segundos. Escurridizo, irremediablemente, le adoró más.
—Por cierto, Hajime... tú no dejes de honrarnos tampoco. Si consigues una buena mujer y ambos, tú y Shun, viven como hermanos... será el mejor de los paisajes.
El sastre, víctima del horror ante su reflejo, asintió.
~ * ~
La sombra prolongaba el camino hacia la alcoba. Repentina, se manifestó una perturbación; el silencio, la soledad, súbitamente le parecieron bulliciosas. Creía escuchar voces como de insectos desde la habitación ajena, desolada. La puerta entreabierta inducía a una nueva y más completa profanación; una que revelase el misterio de aquel murmullo familiar. El joven, cuidando la confrontación con otros orbes testigos a su alrededor, se asomó. Sosteniendo la lámpara, creía hallar una oscuridad indiferente, el paisaje ajeno a todo actuar humano; criatura construida de polvo estelar que se esfuma, después de todo. No obstante, el resultado fue más abyecto de lo que aguardaba.
Miró el desorden como pétalos, y en su centro una mancha de sangre, gotitas que bien simulaban la silueta de un colibrí. Hajime, procurando deslizarse en silencio, colocó la lámpara a un lado y olfateó el algodón. El paisaje de un crimen. Fascinante, perverso. A su alrededor revolotearon las imágenes cual fantasmas; una doncella sin rostro, poseedora de aquella sagrada herida de la que Hajime carecía, era sometida por las fuerzas de una bestia floral.
Murmullos.
Murmullos.
Hajime deseó yacer amputado. La llaga.
Y como víctima de un ardor inconmensurable, se tiró con los ojos cerrados sobre el lecho ajeno. Se arrastró sobre aquel espacio que era un vergel inmundo. Dejó un rastro de saliva, se embebió con los aromas, los pliegues. En un acto de rebeldía, de vil furia, trastornó con toda intención el orden del encuentro anterior; un grito desesperado, imprudente, que exigía la atención del primo.
Esta arruga es ahora otra. Este lecho está al revés.
Un crimen sobre el otro, la muerte del vestigio.
Papá, tu hijo es perverso. Lo siento.
Y tiraba de las sábanas, rasguñaba el tatami, dejaba el aroma de su boca impregnado en la almohada imitando las posibles posiciones de la mujer... cuando las oyó. Aquellas voces, fuertes y concisas, se burlaban de él desde una esquina. Con el horror de quien descubre la misma sombra de siempre, se levantó. Una, dos, tres, cuatro, cinco... ¿cuántas? ¡Un ramo entero de flores infernales era! ¡Oh, aquel lenguaje! Percatándose de sus actos entorpecidos, el papilio voló hacia su propio cubo de madera con las alas sucias. Y allí se adhirió en una esquina a aguardar las manos del sol, habiendo extinguido la llama en su huida.
En un amanecer azulado, sombra con sombra se encontraron. Ambos se miraron con recelo; intuyendo respectivamente la venganza y el mal comportamiento. El débil sonrió tras recordar la deformidad ajena. El otro replicó con el rictus de quien inculpará en cualquier momento con las pruebas en la mano. Adorar. Aborrecer. E incluso si sus pasos yacían perfectamente sincronizados, los dos jugaron al ojo mutilado. Penumbras.
体 (c u e r p o)
A partir de entonces los días se tiñeron de añil. La mañana se elevaba con sus labios mortecinos y deambulaba así, melancólica, hasta ceder sus cuitas en un llanto vespertino. El viento heló. Los ojos de Hajime se acostumbraron a tejer en las penumbras. Y aun con los pies propios de un cadáver, las ansias sanguinolentas le nublaban la vista más que la brisa misma. Ardor. Una lluvia carmesí adentro. La aguja pinchando el dedo. Una mancha en el traje; la boquita que lame la llaga en azul.
Y aconteció el siempre imprevisible retorno del jefe de familia.
Los tres astros giraban alrededor de aquel oscuro sol. Arimura-san iría a Occidente, habiendo conocido a un comerciante de la seda. Cuando hablaba de sus planes, era como observar con los propios ojos aquellas tierras exóticas tan lejanas. Hajime permanecía hipnotizado ante las descripciones del arte exacerbado, de las nuevas maquinarias en desarrollo. Cuán extrañas, cuán maravillosas. Y como es de suponer, causaban en él especial fascinación las descripciones de la vestimenta propia del europeo; aquellos hermosos vestidos tan ornamentados, los sombreros y las plumas; la belleza del vampiro.
Yuriko-san mordía con suavidad el interior de su boca, rasguñaba disimuladamente la madera. Shun, como una obligación frente al padre, se incrustaba la máscara del vástago ideal. En cambio Hajime, cuyo temor por la noche acrecentaba ante los fatales hervores de fiebre que le aquejaban apenas recostado en el futón, cesó de brindar prioridad al emperador de la casa ¡oh, traidor! para atender a su enfermedad extraviándose en el canto de las aves; en las plumas, en los pétalos de una flor transparente bajo la lluvia.
Durante doce tardes, una tras otra, Hajime anunció un viejo y por poco sagrado ritual que solo por su reciente constancia devenía en extraño: la ida al templo. Antes de salir procuraba amarrarse el cabello con un listón de seda roja, lavar sus dedos y vestirse meticulosamente frente al espejo. Ante tan inusitada rutina, si acaso una voz curiosa se le oponía, era perceptible la tensión en las curvas y pilares del muchacho; sus ademanes se tornaban ansiosos, su atención de paloma revoloteaba de una pared a otra sin hallar el nido. Solo cuando yacía al borde de la convulsión le dejaban ir, y entonces salía dando nerviosos pasos que apenas disimulaban su premura. Los mayores temían los alcances de aquella nueva forma de martirio. Si le mantenían encerrado, ¿comenzaría a sangrar? ¿Era el jovencito víctima de intensos e inexplicables arrebatos espirituales? ¿Se trataba de una recaída al luto, una inexplicable melancolía impetuosa?
Amanecía sin perturbación aparente, daba apenas un par de sorbos al caldo cual pajarito y caída la tarde, como en un arranque de locura incontenible, se envolvía en ropas gruesas que le protegieran del viento gélido para salir los tobillos cual varas hacia un templo que solo no podían dejar de visitar. Por supuesto que ellos desconocían la verdad tras aquel santuario tan benévolo, construido a base de tela y tinta que brindaba paz a su alma; de cómo se hallaba escondido entre los muslos de un mancebo extranjero y no bajo la hojarasca otoñal.
Yi Feng y Hajime descubrieron de manera natural, sin proponérselo acaso en la perversa inocencia de sus juegos, la técnica perfecta para construir el eros con solo sus huesos como soporte. Incluso si el joven sastre se empeñaba en llamar «camarada» al amante, no podía negar que enredar sus venas como hilos devenía en una necesidad verdadera, ingobernable.
Aquella primera tarde llamó a la puerta de la morada ajena envuelto en un abrigo de tonos fríos y el cabello escurriendo bajo la tormenta. Yi Feng dejó pasar al cuerpo frágil que temblaba y se encogía como si sostuviese un insecto en su interior. Pensó en arroparlo en una pupa temiendo a sus malestares febriles, a su eterna corporeidad magullada. Sin embargo, en cuanto se vieron internos en la alcoba manufacturada con sombras y papel, dejó caer sin previo aviso la tela que le cubría demostrando no portar nada abajo más que su cruda desnudez y un deseo lascivo. Listo. Inevitable. Le miró aun llevando la piel mojada, ceñida a los huesos; Feng distinguió la bestialidad floreciente en sus pupilas; apetito, lujuria por ser mutilado. Y como el extranjero yacía completamente dispuesto al placer, emprendió la carrera hacia la silueta que brillaba bajo el amarillo ominoso de la lámpara.
Quizás era aquella entrega absoluta, abrumadora, casi animal, que le hacía arrastrarse con la lengua de fuera en busca de los dedos ajenos; o tal vez se trataba de la belleza natural inherente a su cuerpo largo, pulcro y estrecho que ya fuese visto desde arriba simulando la postura de un gato con la columna serpenteante o acaso en cuclillas dispuesto a montar, reflejaba un paisaje crudo de la estructura humana, con su vulnerabilidad y perfecto misterio. Posiblemente fuera la cara de niño, que en medio de las horcajadas más fuertes le sonreía con sus dientes disparejos y acariciaba los mechones de su frente con su boquita rosa; o quizá funcionase debido a ese juego vil en que Hajime cerraba los ojos, se extraviaba con su espíritu en un vergel ajeno y así llevaba a cabo los actos más desinhibidos. Feng pensaba que era como recibir un milagro perteneciente a alguien más, a ese rival que una vez deseó. Era el desquite ideal, una retribución caída del cielo que superaba con creces el anhelo inicial.
Fuese por cualquiera de aquellos motivos o acaso una reunión de todos, Feng comenzó a adorar casi religiosamente el cuerpo y el alma de Hajime. Era la extraña esencia agridulce de su saliva y su sudor, los ojos rasgados que sospechaban o se extraviaban, la memoria de su risa, de su desesperación exhalada hacia el cielo; su violencia, aquella lágrima que escurría por su mejilla mientras lamía el miembro erecto sin un ritmo establecido, solo con el anhelo de llenarse la boca y la garganta con la carne de quien amaba. Así, habiendo ensalivado una erección punzante, murmuraba: «Shun...» y caía quebrado, lánguido, despojado en un llanto que en ocasiones duraba horas. Como la lluvia, como los relámpagos. Hasta que volvían a lamerse.
El cargar con el más sublime de los mártires sangrantes entre sus brazos, producía en Feng una calidez rara que se incrustaba en su entraña. Por vez primera alguien dependía de él, alguien le buscaba con desesperación en medio de la tempestad... así sus raíces levitantes comenzaron a enterrarse en la tierra fértil que era Hajime.
E incluso si parecía imposible, la urgencia se vio vigorizada en cuanto Feng recibió una carta atrasada de su padre que anunciaba el pronto regreso acompañado de la hija menor. El muchacho vio las hebras metálicas reaparecer a su alrededor, ave enjaulada. En cuanto se encontró con el amante que deambulaba cual espectro con escasas ropas interiores por el pueblo, le dijo:
—Hajime, si hemos de retozar, hagámoslo ahora. En cuanto ellos me enjaulen será cara y espinosa la oportunidad de yacer como hoy. Desahógate, permanece de noche, compartamos el alba también. Después emprenderé un segundo viaje y es probable que a mi regreso halle esta morada invadida. Desprenderán mis pergaminos, censurarán mi actuar... pero ello poco importa si conservo las imágenes de tu compañía. ¿Está bien?
Y Hajime, el melancólico, aceptó en un susurro.
—Bien.
Usualmente el sastre yacía húmedo, abierto y semidesnudo sobre el tatami; descubrirlo con sus surcos, pliegues y tenues vellosidades era siempre motivo de disfrute. Con la expectación tierna y urgida en el rostro, Hajime deslizaba el algodón hasta anidarlo en sus costillas, dejando así la carne inferior al descubierto. Invitaba, sugería, demandaba cuando se apoyaba en los talones arqueado de deseo. Los labios rosas se estremecían entre suspiros, al igual que las caderas. Feng comenzaba oliendo y lamiendo con paciencia las piernas largas del otro, siempre inquietas, hasta llegar al sexo rebosante en hediondo almíbar.
Si acaso Hajime no yacía tumbado y en cambio se apoyaba agachado contra la pared, el amante contemplaba a contraluz esa delgada línea entre los muslos dorados, dos columnas jóvenes, tensas, que no se tocaban; y si seguía el rastro hacia arriba, se topaba con el fruto hinchado de sus testículos y un melocotón invertido de ojo pulposo. Sin poderlo evitar, se hincaba como víctima de un arrebato estético, espiritual, y hundía su boca en la carne dispuesta. Masajeaba, lamía despacio, con disfrute, para luego tirar de él entero y enredarse en medio de telas y pergaminos.
Allí, cada quién apoyado en dirección opuesta, eran unidos por un sexo incierto. Se frotaban en un golpeteo constante, se penetraban uno al otro por intervalos, sin importancia, de acuerdo con quien hubiese sido lubricado antes sin remedio. A veces era la espalda blanquecina, con algunos lunares esparcidos sobre la vía láctea, aquello que Hajime observaba mientras el otro cabalgaba a sentones. Si tan solo los cabellos negros fuesen castaños y los labios menudos aquellos carnosos del amanecer... obtendría el paraíso entero, no los fragmentos esparcidos en el suelo que se esforzaba por recoger mientras yacía de costado con una lengua viscosa y caliente en su cuello, así como un sexo punzante en sus entrañas.
Ambos cuerpos caían rendidos, sol y luna, después del fluir, del consuelo. Afuera, la lluvia. Con aquella canción de cuna que eran las gotas repiqueteando contra las hojas del jardín, Hajime fue víctima de repentinos ataques de pudor. Se vestía con violencia tras el acto, le avergonzaba mostrar su rostro al compañero. Pensaba con remordimiento en el pretexto, en los ojos del padre siempre vigilantes; en su propia forma de infertilidad. Cuando miraba el cuerpo del amigo, pálido y tibio, relajado con una sonrisa en los labios aún brillosos por el rastro mojado de sus fluidos, se horrorizaba ante aquellas acciones que a pesar de todo eran ineludibles, necesarias para no cometer un crimen.
A pesar de esto, en su dinámica podría afirmarse que aquellos encuentros no eran más que una expresión vívida de la más bruta sexualidad. Cuando Hajime se envolvía en las mantas, en su ropa húmeda, y volvía a temblar como un insecto que se contrae, la flor esqueleto avanzaba con sus pies selénicos y lo abrazaba desde atrás. Apoyaba sus labios inyectados en sangre sobre el hombro del amado y, cerrando los ojos, le besaba con deleite. Lo acariciaba, cantaba a su oído para serenar las grullas de cristal estallando en su interior. Lo amaba, sí, lo adoraba, y se regocijaba de mantener con él una relación tan bella y deforme como el bonsái. Entonces tomaba su mano y lo invitaba a los murmullos, a jugar con la tinta nocturna que con sus encuentros se convertiría paulatinamente en un ritual.
La auténtica expresión de sus hilos florecía ahí, en el futón sobre el que Hajime permanecía desnudo y nervioso, atento a cada movimiento que el otro realizaba con el pincel. Portando un kimono de seda como la sangre que coagula y un obi negro, Feng escribía poemas en el pecho de piel tersa que bajo el roce de sus yemas se estremecía. Procuraba preparar bien la tinta, tal como su maestro le había mostrado, para que deslizase perdurable sobre la carne. Escribía dos caracteres y besaba el hombro huesudo; trazaba un círculo alrededor del ombligo y hundía la lengua en el orificio, incapaz de contenerse. Dibujaba, y al ver una obra tan espléndida, orgulloso, recostaba su cabeza en la pelvis de Hajime y lo atraía hacia sí para frotar sus labios contra la piel al alcance, suspirar, enredarse entre sus piernas. El sastre contemplaba la puerta, la luz de la lámpara, asumiendo un papel dócil, despreocupado ante lo que el amante pudiera hacer con él. Pensaba en nada. Lo rememoraba todo. Y suspiraba.
En ocasiones la anatomía entera terminaba llena de escritos; brazos, espalda, pecho, abdomen. Un beso en los hoyuelos de Venus. Cuando yacían más juguetones, Feng invitaba:
—Hajime, cuéntame tus secretos.
Y entonces ocultaba los mensajes tras la oreja, bajo el cabello; en la axila, en las plantas de los pies que ocasionaba la risa del pergamino, entre las ingles que despertaba el apetito una vez más. «Anhelo», «memoria», «pecado», «miel». Cuando Hajime murmuró «higanbana», Feng escribió «manjusaka». Y así, con las palabras pasajeras, el sastre llegaba a los baños y escuchaba los murmullos a su alrededor. Habladurías, sospechas. En algún momento oyó a alguien mencionar su naturaleza abyecta; mas nadie se atrevía a tocarlo o enfrentarlo siquiera. Esto despertó una vez más la curiosidad en él. El prejuicio latente aún tras la muerte del padre... mas era tanto su errar, que prefería remojar su rostro y aguardar el encuentro del atardecer. Silencio. Silencio.
En un ocaso tranquilo, añil, Feng decidió jugar peligrosamente con las lámparas y los pergaminos que se transparentaban ante la luminosidad mientras el amante reposaba siempre dispuesto, aburrido. Procuró colgar la luz, ubicarla para que las letras se proyectaran sobre la pared. Así, cercano al fuego, sentó a Hajime y admiró la sombra de sus trazos recorrer el cuerpo ajeno que ante la llama se entibiaba. En su rostro de rasgos autóctonos, de labios húmedos, se dibujaban borrosos relatos de amor; dos mujeres que jugaban con sogas bajo la luz de la luna. Un amarre proyectado en el pecho y luego el haikú del cerezo sobre la espalda. Si bailaban, si jugaban ante las sombras a besarse con las pelvis unidas, en ellos se inscribía el arte. Y sí, Feng reconocía el valor de aquellas prácticas: era el aura, la espontaneidad del artificio fugaz, que en un momento yacía casi palpable y al otro no. La tinta resbalaba con el agua, se corría también con las lamidas; y las palabras en sombras terminaban haciéndose una con la oscuridad para no repetirse jamás.
Aquellas imágenes, a pesar de su brevedad, permanecerían tatuadas por siempre en la memoria de Feng. Quizás, incluso, en su corazón.
Jian Lian fingía ignorar los amoríos del hermano. Sin embargo, poco a poco las risas, los susurros, los gemidos comenzaron a formar parte de sus sueños. Les profesaba una extraña aprobación; el fraterno conmovido ante la felicidad de aquel con quien recogía insectos en el jardín cuando niños. Y como era tan condescendiente, tan amable, durante el noveno o décimo día quizás, pidió a Yi Feng el refugio para sus propias pasiones con la jovencita en flor. El calígrafo aceptó, y por ello los amantes de la tinta culminaron en la posada de una vieja alcahueta que velaba el amor oculto entre varones.
Hajime aún conservaba los rastros borroneados del encuentro anterior, por lo que terminó en la bañera mientras su idólatra lo bañaba como si se tratase de una valiosa muñeca. Silenciosos, a media luz, Feng lavaba con amor la espalda ajena. Un sonido húmedo. El sastre recordaba su encuentro en el río con Shun, cuando aquella brecha de incómodas intrigas no les alejaba. Dolía en el pecho.
Dicha imagen representaba la melancolía de su lazo. El muchacho soñador abrazaba sus rodillas, apoyando su mejilla sobre éstas. En momentos tan vulnerables como aquel volvía a ser un niño atendido por manos paternales que, a pesar de todo, eran aún más tiernas que las suyas. El otro le pedía que se levantase, y escurría por su silueta el líquido purificador. Otra vez ante el cuerpo crudo, apoyaba su frente en las costillas y lo abrazaba, víctima de la más desgarradora devoción.
Ante el espejo, Yi Feng reconocía aquella sonrisa idiota que tanto aborrecía en los que le rodeaban. La curva delgada, rosa, era justo como la del hermano. Y se odiaba, se auto maldecía por caer ante un hombre de semejante linaje, inevitablemente, por segunda ocasión. Olía las mantas, abrazaba el futón húmedo de la presencia ajena, y se aferraba con fuerza a él alejando cualquier tipo de ilusión ya enredada alrededor de sus piernas y abdomen.
Hajime, en cambio, parecía solo amortiguar su creciente violencia; una nueva forma de automutilación, como los dientes clavados en la carne. Apreciaba los esfuerzos de Feng, se avergonzaba también. No creía utilizarlo... no del todo, al menos. Más allá del amante hallaba al amigo incondicional de ojos vivaces, bien delineados, en quien confiaba ciegamente el consuelo de sus penas. Tan dulce, tan amable... Feng representaba al aliado ideal, mas no por ello silenciaba los gritos de la flor.
Una noche soñó con pétalos y susurros; un molusco en el interior, un cuerpo ajeno, extraña hendidura que de ninguna forma le pertenecía; la víscera y el llanto. De alguna forma, el palpitar sanguíneo devenía ominoso, una luna herida que se hinchaba en el cielo, descomunal, sobrenatural. Luego el templo, una cópula consumada entre gusanos rojos. No lograba distinguir si era él abusado o abusador. Despertaba de la pesadilla bañado en sudor, el miedo permanecía anidado en su nuca hasta que caía rendido de nueva cuenta y la sensación de ser invadido por una entidad desollada retornaba.
Así, desvelado, murmuraba apoyado en el hombro de Feng:
—Aguza el oído, inquiere sobre mi pasado, mi ascendencia. Tú convives con el vulgo, deberías saberlo con presteza. Existe una laguna en nuestra historia, en eso que cargo en las venas. Papá se negó a narrármelo. ¿Podrías buscar mi verdad?
Y Feng, aunque dubitativo, aceptó. Si aquella criatura paradisíaca lo demandaba, habría de cazar con sus lanzas el relato y tenderlo a sus pies cual ofrenda. Los hilos rojos que apresaban el cuerpo de Hajime se tornaban más filosos, más mordaces con su piel de tenues cortadas. No obstante, y en contra de toda predicción, podía hablarse de una mayor libertad en sus crecientes alas amorfas. Shun fue el primero en notar aquel cambio tan sutil que, sin embargo, devenía en radical. Incluso si Hajime era presa de la angustia, de la imposibilidad de una satisfacción plena tanto física como espiritual, y las ganas encrespaban sus nervios, siempre angustiado por la ausencia ajena, los cardenales y la noche solitaria; muy en el fondo y sin percatarse de ello, la crisálida se rompía dejando escurrir un chorro de misterio.
Shun descubría mediante la contemplación un andar distinto; un mecer seguro, autónomo y terrible en aquel cuerpo que bien antes no lo manifestaba. Las caderas sensuales, un sentar de doloroso deleite; las formas sueltas, el traje que transparentaba los muslos no demandaban ya la censura de su dueño. Aquel rubor que solía bañar el rostro pueril y asustadizo no florecía más ante sus provocaciones; solo le miraba expectante, silencioso, con una expresión incierta en los ojos que de ninguna manera podían ser inocentes. Incluso compró una pipa. Y entre sueños, los dos ante la noche fumaban sin pronunciar palabra. La compañía siempre lo dibujaba todo.
La cúspide de su horror abrió aquella noche en que escuchó los pies descalzos retornar por el pasillo; la respiración agitada, un rastro de agua. La serpiente se deslizó sobre la madera, con el ojo acechante bien despierto. Halló la puerta entreabierta, y en ademán indiscreto se descubrió ante un paisaje de sublime belleza. El cuerpo húmedo, semidesnudo ante el espejo, leía las palabras deslavadas en su torso. Un perfil tierno, familiar; los cabellos escurriendo, un hincado abierto. La espalda, perfecta, estrecha, exhibía un prado de lirios negros, un infierno de tinta. Shun sintió la saliva desbordarse bajo su lengua. ¿Quién osaba, en aquella piel virgen...? ¿Yi Feng? ¿Una mujer misteriosa? Horrorizado, sediento, se dio la vuelta y se desvaneció en penumbras.
Temía a aquel objeto nunca deseado; tan desconocido que no sabía ni siquiera cómo enredar.
Artista: Ito Sinshui
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