足音 (p a s o s) --- 陰影 (s o m b r a)
足音 (p a s o s)
Una última vuelta perezosa entre las sábanas y abrió los ojos. La luz se colaba a través del papel; de pronto, un nuevo día color sepia se adelantaba ya, ineludible. El trinar de las aves en el jardín anunciaba el retraso del muchacho. Su alma pesaba más que su cuerpo, Hajime se percató de ello al enderezarse y notar en su bostezo un aliento nauseabundo. Incluso si se esforzaba por ignorarlo, una creciente jaqueca mordía su cráneo cual sanguijuela negra. Confundido, molesto, se vio cara a cara con la higanbana marchita del florero. Sí. El panorama, a pesar de todo, continuaba teñido del mismo carmesí impasible de la mañana anterior. Todas las torpes palabras del reciente encuentro se amontonaron en sus sienes; el alcohol, las confesiones.
Lo que es dicho, en cuanto adquiere materialidad, se torna imborrable... ¿cierto?
Con ambas palmas cubriéndole el rostro, Hajime gritó en desesperado arrepentimiento. Después, el silencio. Un suspiro. Tras la automutilación cotidiana, un ser humano funcional se levanta y afronta su realidad ensangrentada. Sin poderlo evitar, tendría que lavar su rostro y hacerse responsable de sus actos. Iría al templo, hablaría con su padre y se doblaría en una reverencia muy profunda, casi dolorosa, para disculparse; trabajaría, Yi Feng no sería más problema en días.
Arriba, Hajime.
Así, con los labios pálidos, se dirigió hacia la tienda que ya había abierto sus puertas. Allí aguardaba Yuriko, quien pareció ignorar su estado y le recibió alegremente. Menos mal, pensó el de profundo padecimiento en la cabeza. Se sentó ante la mesa, saludó al señor Shiroyama que se adentraba en ese momento y que su tía se dispuso a atender. Entonces vio sus hilos alejarse, alejarse... y el corazón se estrujó. Si miraba a un punto en la pared, era inevitable pensarlo: ¡Pobre señora Kawashima! ¿Con qué clase de remordimiento viviría desde entonces? Él, con sus sandeces, no valía nada entre la gente verdaderamente conflictuada.
La presencia de Shun tras el mostrador interrumpió sus pensamientos. En aquella ocasión portaba un traje de manga corta y su fragancia parecía más concentrada que de costumbre. Hajime supo que no se había bañado, que los pistilos goteaban. Su corazón, sin poderlo evitar, zumbó como abeja alrededor de la flor.
—Me retiro, madre —dijo el más alto tomando la mercancía habitual—. Buen día, señor Shiroyama.
—Buenos días, muchacho —saludó.
Entre pláticas de cortesía, el joven sastre se sentía desplazado, como de costumbre. Era como si tuviese bien merecido que el mundo entero le diera la espalda; después de todo, la noche anterior fue él quien despreció al universo de lunares que había esperado su llegada con el quinqué encendido. ¿Cómo podía ser tan grosero? La víscera parecía regir sus elecciones.
Y en aquel momento, incapaz de preverlo, la mano nívea se posó con suavidad en su hombro. Sus músculos se tensaron, a pesar del alivio que experimentó al recibir la bendición de su roce. Si tan solo pudiera, acariciaría el fino dorso y los nudillos con su mejilla, daría un beso cerrando los ojos y conocería el sabor de Shun... oh, contacto de monstruosa belleza.
—Hajime —mencionó el primo con una sonrisa maliciosa. Ante la docilidad del joven, corrió los dedos hacia su barbilla en un ágil y casi imperceptible gesto—. No olvides beber mucha agua para recuperarte. Buen día.
Y se retiró como todas las mañanas. El cabello le había crecido tanto que incluso sostenerlo con un listón (que, por cierto, había robado de la mesa) le era necesario ya. Las hebras cobrizas bajo el sol avanzaron dejando a su paso un aroma de estrellas, clavo, tomillo, canela y sexo. Hajime observaba con horror cómo su deseo parecía haberse agudizado aquella mañana.
Tomó los cortes que había realizado, revisó sus apuntes para retomar su labor, pretendiendo olvidar por momentos. Aquello le permitía vivir, de alguna forma.
—¡Hajime! —Hasta que la voz femenina volvió a distraerlo—. Disculpa la molestia. Mira, la señora Suzuki dejó ayer su horquilla cuando vino. Al parecer le lastimaba y por eso decidió quitársela; la puso en el mostrador y como llevaba prisa la dejó. Le dije a Shun que pasara a devolvérsela en el camino, pero parece que lo olvidó. ¿Puedes alcanzarlo y dárselo?
—Uh, claro —asintió levantándose con las pocas energías restantes en su cuerpo.
—Anda, no debe ir muy lejos.
El jovencito se puso de pie, colocó rápido sus zapatos y salió con la prisa subyacente a un temple sereno. Antes había acompañado a Shun en alguna de sus expediciones, por lo que no le resultó complejo hallar la delicada figura vestida de azul en las calles húmedas de brisa, bajo un cielo nublado. Andaba con ese suave flotar bajo sus zapatos, saludando a dos o tres jovencitas florales que se topaba en su camino. La mano nívea y sedosa que cubre los huesos de plata; una cintura delgada, el volar de sus cabellos en el viento... por unos instantes, Hajime no deseaba interrumpirlo, cual cazador que cae enamorado ante el canto de su presa emplumada.
Mantuvo una distancia prudente, como para admirarlo sin que se percatase, en melancólico anhelo. Conocía su deber, sí, pero incluso imitar sus pisadas parecía una forma sublime de sincronizarse con él. Todos a su alrededor, en cuanto la estela dorada cruzaba su camino, volteaban irremediablemente a mirarle. Es que, ¿cómo no desfallecer ante el encanto? ¿Cómo no sangrar herido por su sonrisa abrasadora como el sol? Incluso si la fingía. Incluso si era cruel.
Así, el sastre le siguió por varios callejones, levantando la curiosidad a su vez de quien le veía. Sin proponérselo, en realidad, ambos compartían un aura especial, como de tonos pertenecientes a una paleta rojiza. La de Hajime se perfilaba más dura y taciturna, bermellón; mientras que la del primo, soberbia y seductora, rubí. Adelante, los pies alados; atrás, los sigilosos, en perfecta armonía. Un tropiezo. Una pausa. Shun se detuvo en un local; al parecer, una carnicería. El sastre miró con atención. El primo saludaba a un matrimonio joven que atendía. Sí, los carniceros... parias silenciosos, por tratar con la muerte.
La mujer, de frente muy pálida y redonda, de manos huesudas, sonreía al joven con discreción mientras el marido, volteando para atender otros asuntos, no dejaba de hablar. Hajime, sombra entre sombras, yacía oculto en un puesto de verduras para observar la escena completa. Ella pasaba una hebra de su cabello grasoso atrás de la oreja y se remojaba los labios, mientras Shun parecía conversar animadamente con ambos. Entonces ocurrió. La fémina entregó al joven una servilleta barata (porque llamarle pañuelo sería una aberración) con un mensaje o acaso regalo teñido de sangre. Él lo aceptó con una sonrisa.
Ante aquella escena, un gusano negro se revolvió en las entrañas de Hajime. No podía creerlo, una mujer tan baja como ella era capaz... no, aún peor, él era capaz. Se sentía tan asqueado, tan molesto, incluso sin confirmar sus sospechas. Era patético, incluso el dolor de cabeza parecía agudizarse.
Sin poderlo contener más, salió de la manera más discreta posible y gritó a Shun. Cuando oyó su llamado, el sinvergüenza saludó con una gran sonrisa en la boca.
—¡Hajime! —saludó inquiriendo los motivos del encuentro con una expresión de falsa ingenuidad.
—Shun, al fin te encuentro, olvidaste esto —mencionó entregándole la horquilla de flores azules. Su respiración agitada, junto con la mentira recién recitada, hacían pensar que había corrido buscándole por cuadras. En realidad, la bulla de su corazón se debía a los celos concentrados.
—¡Ah, cierto! Seguro mamá te la entregó. Dile que me disculpe, al parecer la olvidé con las prisas. —Se disculpó—. ¡Gracias!
La mujer de la carnicería miraba la escena con disgusto. Oh, el ornamento de otra fémina.
—Sí, no es nada. Nos vemos en la tarde.
—Claro.
Y giró en sus talones, a punto de huir cual ave perturbada, cuando volvió a escuchar su nombre y se detuvo.
—Oye, Hajime. —Shun le observaba con una expresión indescifrable en sus ojos claros—. Es una torpeza, pero de igual forma me gustaría comentarlo. De lejos... pensé que un reflejo se me acercaba. A veces te asemejas demasiado a mí.
—¡Ah! —exclamó el muchacho, con las pulsaciones irregulares—. Es probable; después de todo somos familia. Sin embargo... qué gusto ser tan opuestos en realidad, ¿no lo crees? —Aquel comentario, herido, lleno de reciente desprecio injustificado, hizo reír con amargura al otro.
—En verdad eres inmutable, inaccesible —susurró—. En fin. Ten cuidado, algunas calles están resbalosas.
—Lo tendré en cuenta. ¡Adiós!
Ambas siluetas se separaron, continuando dos caminos opuestos. Un molesto Hajime retornó a la morada dando pisadas fuertes. Pensaba en los absurdos que, de vez en cuando, su primo podía decir. ¿En qué se asemejaban? La complexión, tal vez; el tono de piel, y... ¿qué más? Aquello le enojaba, sí, porque su moral se postulaba como superior a la ajena. Eso de mezclarse con gente tan baja... no, no. Sin embargo, la belleza pútrida y almibarada de Shun nunca podría compararse con la propia, más pálida, más débil, más modesta. Era natural que aquello le perturbara, ¿pero no estaba siendo más agresivo sin motivo aparente con el otro joven? A ese paso, pensaría que lo odiaba.
Bien. Que lo piense.
Con el ceño fruncido se adentró al punto de partida, dispuesto a desquitar su rabia en los últimos pedidos procurando una confección perfecta... cuando halló una amable silueta de tonos fríos aguardando su llegada.
—Ah, mira, acaba de llegar —dijo Yuriko—. Hajime, Yi Feng vino a visitarte.
De alguna forma, al mirar aquellos ojos somnolientos y cómplices, la tormenta en su corazón comenzó a apaciguarse.
~ * ~
A pesar de todo, la avena caliente sabía deliciosa. Hajime sonreía por las frescas ocurrencias de su amigo incluso cuando era presa de una resaca tan feroz, peor en él debido a la cantidad de alcohol engullida. Yuriko los escuchaba, encantada con los empalidecidos rostros ante ella. Debido a su presencia, los lirios rojos del secreto permanecieron silenciados; pero no por ello su convivencia podía calificarse de falsa o tullida. Por el contrario, los dos muchachos comían la avena que Yi Feng había preparado para curar el malestar y discutían sobre los planes de quien viajaría al día siguiente.
—Se apellida Matsumoto —explicó con gran esperanza brillando en su semblante—. Al parecer es un hombre muy amable y generoso, pero estricto también. Está en busca de quien transcriba para él algunos textos, y si mi trabajo en verdad le agrada, puede incluso prestarse como mi mecenas. Supongo que en algún momento, si le simpatizo, fungirá como mi maestro cuando menos.
—Ah, nuestro Yi Feng en verdad es maravilloso —aplaudió Yuriko—. Estoy segura de que aquel amable señor será capaz de apreciar la delicadeza en tus manuscritos.
—De hecho —agregó el calígrafo orgulloso—, mandé una carta solicitando nuestro encuentro. Es debido a su respuesta entusiasmada que me he decidido a visitarlo; se dice conmovido por fondo y forma. Al parecer, estará complacido en recibirme.
Ambos oyentes se miraron y sonrieron. La vida del joven prometía prosperar, y no podían evitar alegrarse por él. Incluso Hajime, de alguna forma, comenzaba a admirar al muchacho de labios pálidos. Si antes le hubo menospreciado, se arrepentía de ello terriblemente. Un pensamiento recorrió su mente: En los ojos de la fémina, un hilo de melancolía se ocultaba tras la alegría. ¿Conocería ella la verdad sobre su hijo y la suave flor esqueleto? ¿O sería la envidia tranquila y amable de una madre que observa vástagos ajenos florecer mientras que el suyo se mantiene inmóvil?
—¿Cuándo volverás, Yi Feng? —inquirió Hajime sin mirarle al rostro.
—No lo sé. Mis ahorros me permiten permanecer una semana o poco menos. En cinco días tendrás noticias mías, amigo, para que no me extrañes —comentó con un tono burlón de por medio.
Sin embargo, al sastre aquello le causó gracia. No podía simplemente molestarse con él, porque de inmediato se hacía apreciar. Era justo como el viento otoñal.
Antes de partir, la misma vecina del convite llamó con urgencia a Yuriko, quien tuvo que ausentarse de momento. Se despidió del muchacho y abandonó a Hajime como encargado del local. En soledad, Yi Feng confesó:
—Hoy en la mañana, en cuanto desperté, me fue necesario reflexionar sobre tu narración. —Cual minino, descansó sobre la mesa apoyando sus suaves mejillas en las manos de armiño—. ¿Y sabes a qué conclusión llegué?
—¿Qué es? —Curioso, sobrio y avergonzado, el sastre lo miraba.
—Que tu experiencia podría ser un grabado shunga* perfecto. —La sonrisa maliciosa no se hizo esperar—. Matsumoto-san, además de practicar la caligrafía, se dedica a la ilustración de fauna, flora y... shunga. Si te mantengo incógnito, ¿puedo mencionarle tu vivencia?
—¡No! —Hajime, molesto, dejó su labor para mirar con el cutis enrojecido a su acompañante—. ¡Te dije que era un secreto! Te prohíbo que divulgues mis intimidades, más adelante podrían ser objeto de masturbación de gente retorcida y...
—¡Está bien, está bien! —exclamó el otro—. Si te molesta, tampoco se lo diré a él.
—Ayer lo prometiste, Yi Feng, y hoy...
—Está bien. Dame la mano. —Lo interrumpió.
—¿Qué?
—¡Que me des la mano! —insistió con sospechosas intenciones.
Receloso, el sastre extendió su mano sin vendar. Yi Feng la tomó, y de su bolsillo sacó una navaja que en cuanto la hubo visto Hajime, resplandeció en un destello filoso. Sin dudarlo, arrebató la mano rehuyendo del arma.
—¡¿Q-qué pretendes hacer?! ¿Por qué cargas eso contigo?
—Dado a que eres muy desconfiado, pensé que podríamos hacer un pacto de sangre. Por eso la traje. —La flor esqueleto explicó como si fuese tan sencillo, un evento cotidiano.
—¡No, ni loco! No pienso lastimarme más por esta situación. El correr de mi sangre solo puede teñirnos de un carmesí más profundo —declaró temeroso.
—Claro, como tú y tu adorable primo son una pareja de manjusaka...
—¡Higanbana, Feng, higanbana! —insistió con una pequeña sonrisa asomándose en los labios que luchaban por mantener la seriedad.
—Lo que sea. —Yi Feng meditó unos instantes, con fingida molestia—. ¿Y yo qué soy, entonces?
—La flor esqueleto —dijo en voz baja el sastre—. Te lo mencioné ayer.
—Es cierto, que no pertenecemos al mismo prado —bromeó, en el fondo un poco herido—. ¿Y por qué una flor esqueleto?
—¡Ah! Porque en apariencia eres delicado, agraciado, muy blanco... y cuando hablas incluso es posible mirar tus entrañas.
—¿Y qué? ¿En realidad no me consideras así? ¿Tan extraño soy? —inquirió colocándose de pie, listo para partir—. No me lo respondas, no deseo conocer tu verdad.
—No eres malo. —Hajime se sinceró—. Incluso si no lo parece, me agradas de verdad; es solo que me resulta difícil la convivencia con otras personas tan distintas a mí. Pero como te aprecio, te pediré que seas cuidadoso en tu viaje. No te fíes fácilmente, no hagas locuras, adminístrate. Siempre actúa de acuerdo con tus principios, allá y en donde sea, ¿sí? —Colocándose de pie, el sastre salió detrás de la mesa y se acercó a su amigo, Mantenía una distancia prudente pero cálida—. Estoy seguro de que triunfarás. Cuando vuelvas, debes contármelo todo ¿de acuerdo?
—¡Oh, Hajime! —Yi Feng, de corazón conmovido, tomó la mano tímida y escurridiza como carpa dorada del otro muchacho—. Te prometo que vendré con las mejores noticias; comeremos y beberemos en abundancia. —Y en un impulso efímero y febril, apenas besó cual gotita de lluvia los nudillos del sastre, cuya piel se erizó al contacto. Acto seguido, avanzó en pasos rápidos y juguetones a la puerta—. ¡Que este beso permanezca como promesa! Nos vemos; no sufras en mi ausencia.
—¡Adiós! —Hajime, sonrojado, se despidió.
Minutos, incluso horas después, permanecía la huella de los labios rosas en su piel. Y su corazón latía con felicidad taciturna. Para Shun, quien de regreso portaba un semblante apagado, aquella expresión en el rostro ajeno no pasaba desapercibida.
*Shunga: Estampa japonesa de temática erótica explícita.
陰影 (s o m b r a)
Aquella noche, aunque los dedos adoloridos permanecieron hilando y cosiendo como los de una araña esforzada bajo la brisa, la vista cansada obligó a Hajime a descansar temprano. Apagó el quinqué con desgano y anduvo entre penumbras como un cadáver errante hacia su alcoba. En realidad, la única luz encendida provenía del sitio donde Shun descansaba. Ni siquiera la terrible, impiadosa luna asomaba sus ojos en el cielo negro. Su rostro de fina barbilla y ojeras marcadas se distinguía apenas en la oscuridad.
En su marcha, el joven se asomó por la rendija que formaba la puerta medio abierta de la habitación ajena. Una silueta arrodillada ante el espejo con el torso desnudo se observaba a sí misma sosegada. El sastre, vacilante, en un dulce parpadear fue tentado y se detuvo a unos cuantos pasos de la imagen. Apretó los puños, resistiéndose a la fina serpiente que comenzaba a enredarse alrededor de su pierna derecha. Oh, la flor de dulcísimos pétalos se abría en una primavera permanente. De pronto se sentía tan sediento, tan hambriento...
Procurando que su sombra no fuese percibida, de acuerdo con el enfoque de la luz, Hajime halló la forma de asomarse. Se agachó y reptó silenciosamente por la madera, como un insecto de finas telas que permanecía inmóvil en una esquina, exhibiendo sus alas rotas. Durante, quizás, apenas tres minutos, le fue permitido contemplar el nirvana tan anhelado teñido de cenizas. El primo miraba su piel nívea para localizar unos cardenales morados y rojizos que hasta hace poco no existían, esparcidos en el vergel de sus costillas. Tomaba el ungüento verde de un pomo fabricado con cerámica y lo colocaba en sus llagas.
Hajime soltó un delicado suspiro de susto cuando los dedos se encontraron con las heridas. Aunque Shun lo resistiera, el mirón sabía que le dolía por el sutil palpitar de sus labios. De alguna forma, el primo ocultaba alguna riña callejera. Recordaba la expresión sombría a su regreso y el corazón de Hajime pulsaba con ardor. Veía cómo aquel cuerpo se estiraba, inflamaba y contraía. Después, se peinaba enroscando las hebras alrededor de sus hombros delicados; admiraba sus clavículas marcadas, como confirmando que continuasen allí. Vanidosa, la geisha lanzaba suspiros de canela ante su propia belleza. Sí... aquel hedor tan característico suyo serpenteaba en la nariz del sastre.
Pronto su entrepierna comenzó a teñirse de un deseo retorcido. Le angustiaba, sí, y hubiese deseado vendar su piel lastimada, brindarle una mano cómplice. Sin embargo, debía admitir que incluso magullada, la higanbana parecía digna de tumbarla sobre el tatami y cubrir de mordidas y rasguños su fino cuerpo. Ah, la sangre despertaba los deseos carnales. Ah, ansiaba llenarse la boca hasta el paladar, permanecer con el sabor salino del otoño en su lengua.
Si pudiera, besaría con violencia aquella boquita sucia; tiraría de sus cabellos y, como un espectro de afilados dientes, le poseería enterrando sus garras en las muñecas frágiles de mancebo. Las venas azules traslucirían a través de la piel. Casi podía verlo; las piernas abiertas, los muslos carnosos, la piel enrojecida del pecho debido al rudo placer. Vendaría sus ojos, como para hacer más soportable el crimen; los cabellos se extenderían como una gran araña floral; e inmerso en la piel de un vampiro, clavaría los colmillos en su yugular para escucharle gritar. Hajime pensaba en todo ello avergonzado, horrorizado, pero incapaz de contenerlo.
Perdido en sus quimeras, expuesto a los excitantes peligros de un voyeur, apenas logró reaccionar cuando el primo se volvió hacia la puerta. Rápido, el papilio revoloteó rumbo a la superficie de madera, evadiendo el papel.
—¿Mamá? —inquirió la melodiosa voz del joven herido—. No... Hajime.
En pánico, el sastre retrocedió.
—Estoy bien, estoy bien... no debes preocuparte —dijo con blanca melancolía—. Ve a descansar.
Como asumiendo el mandato, anduvo dando pisadas erráticas, asustadizas, rumbo a su refugio. Eufórico, fuera de sí, se tumbó en la oscuridad.
Debo estar enfermo. Debo estar enloqueciendo.
¿Habré sido poseído por un demonio?
Incluso si no es así, este calor en mis vísceras se siente como tal.
Quema, abrasa. Un infierno florece en mi interior.
¡Ah! ¡El placer de mirar sin ser mirado!
Y, por primera vez de forma consciente y no obligada por las circunstancias, Hajime se llevó las manos húmedas y heladas al sexo. Un escalofrío recorrió su espalda. Tirado bocarriba, acarició con un ritmo creciente su miembro palpitante que gritaba por atenciones. Miraba la negrura, dejándose llevar por el canto de las cigarras. Adentro, en el bajo vientre, una luna roja, como vulva hinchada y sanguinolenta se inflamaba más y más. Los primeros líquidos escurrían, y él solo podía imaginar los cabellos del primo cayendo sobre su pecho, en sus gemidos, en una lengua escurridiza que atendiera los testículos, luego el tronco, y finalmente el glande... Imaginaba su peso encima, su boca con rastros brillosos de saliva, los ojos rasgados mirándole con crueldad.
Víctima de un placer eufórico, Hajime rodó por el tatami, buscando las posiciones de sus sueños. Ah, le adoraba, le deseaba tanto. ¡Todo en él era tan armónico, tan perfecto! No solo el cuerpo, delicioso en cada rincón, sino las palabras hipócritas que le dedicaba, sus actos de suciedad, la impasibilidad que mantenía durante sus violaciones; todas esas veces que lo usaba, torturaba, dominaba. Mientras empujaba sus caderas, gruñía silenciando los suspiros de punzante goce. Los cardenales, las manos con su roce disimulado y provocativo... ¡¿es que su deseo nunca sería concedido?! Desesperado, sollozaba suplicando piedad. Es que estaba tan caliente, necesitaba tanto separar aquellas piernas y chupar con ansiedad su piel, todos los aromas y pliegues que Arimura Shun guardara bajo la seda.
Lo aborrecía, lo deseaba, era como si aquella noche todos sus anhelos reprimidos se fugaran. Y si es que aquel afán resultaba terriblemente ofensivo para sus deidades, entonces habría de celebrar su seppuku. Se clavaría una daga profundamente en la carne y tiraría más adentro, con mayor ira, para dejar escurrir el prado de higanbana en su interior. Vería a las arañas rojas escurrir ante sus ojos lacrimosos. Acto seguido, otorgaría la espada a las amables manos de su primo, quien con gran honor, tras un amable balanceo, le decapitaría.
Con su semilla en las manos, Hajime terminó ensalivado, despeinado y semidesnudo con el rostro contra la almohada. Un suspiro. Un sollozo. ¿Cómo fue capaz de venirse incluso imaginando que el otro le asesinaba, que su cabeza rodaba? Las manos rojas. Sí. Las manos rojas. Sintiéndose sucio, después de unos minutos muertos, se levantó despacio para cambiar sus ropas y dormir. Supuestamente las pláticas con Yi Feng le ayudaban... ¿dónde se encontraban sus palabras en aquel momento? Efecto placebo. La flor era más fuerte. De alguna forma, el reciente remolino había enloquecido a su trémulo corazón. Y aunque sabía que aquel acto podía catalogarse como errado, una especie de calma sobria inundó su alma. Incluso era casi feliz.
Los últimos pensamientos fueron encaminados hacia los golpes que dio en la duela, y deseó que nadie los hubiera escuchado. También, los golpes en las costillas. ¿Quién habría sido capaz? Si pudiera, los devolvería todos en forma de fracturas... sí, de largos hilos de sangre...
¿En qué piensas, Hajime?
Durante el minuto más negro, entre el sueño y la vigilia, una sombra corre la puerta.
Se recuesta a su lado.
¿Cuántos suspiros compartimos esta noche?
¿Cuántas caricias, también?
No lo sé. No lo sé.
Artista: Sawaki Suushi
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