蛇 (s e r p i e n t e) pt.2


(s e r p i e n t e) pt.2

Cuando arribé a la casona de Matsumoto-sensei, tuve la sensación de que el verdor de su jardín obedecía a designios sobrenaturales. Tan calmado, tan sombrío. Bajo la brisa otoñal del atardecer, envuelto en una bufanda azul como las algas, anduve por aquel sendero pedregoso que dirige a la entrada de su morada. Iba resguardado bajo la sombrilla sostenida por Toshiro-san, chofer de mi amante, lacayo de repuesto, y mi asistente provisional. Ambos admiramos el muñeco daruma que pendía del techo antes de que una sirvienta nos recibiera.

Matsumoto-sensei se hallaba en una de sus acostumbradas tertulias donde figuran hombres tan importantes que incluso me perturba saludar. Pensé en aguardarlo en el recibidor, temeroso de mi imprudencia, mientras admiraba la lluvia a través de la ventana en forma de ojo. Sin embargo, en cuanto fue notificada mi llegada, tanto él como dos artistas que me resultaban familiares insistieron en que me les uniera. Por supuesto, Hajime, imaginarás que para mi desgracia terminé al lado de Yamamoto-san, el hombre de la verruga que aquella noche acarició mis piernas.

Entre todos formábamos un círculo, a media luz, en una habitación inundada por el aroma a incienso. Como para no mostrarme poco cordial apenas llegado, inquirí por lo bajo al hombre que me cortejaba el motivo de la lectura que una pareja, varón y fémina, realizaban en voz alta.

—Son el señor y la señora Ito —explicó mirándome con astucia—. Ella le acompaña el día de hoy para montar una lectura dramatizada de su nuevo relato, ilustrado magistralmente por Matsumoto. 

—¡Oh! —exclamé fascinado, o algo por el estilo.

—Es sobre una doncella; la pobre descubre en su noche de bodas que su esposo es un pervertido. Ahora le lame los pies... como si fuese una serpiente. —Y dicho esto, deslizó su mano izquierda por mi cintura.

Yo le dejé hacer, resignado. Mis ambiciones son grandes, Hajime. De alguna forma debo sangrar en el camino para conseguir aquello que anhelo desde el fondo de mis entrañas. Si lo piensas, todas las bendiciones, las buenas noticias, implican sacrificio. Lo he reflexionado y creo que a las deidades les agrada el dolor humano; si se tiene suerte, te recompensan. Si les encantas, te martirizarán con mayor ímpetu; lo mejor es mantener una distancia prudente, tibia, respecto a ellas. Con esto en mente, me dejé acariciar por aquel hombre repulsivo mirando a la nada, solo para escuchar, entre los comentarios terminada la lectura, lo siguiente:

—¡Maravilloso! Ito-sensei. En verdad tus escritos son de una sensibilidad extraordinaria. Si no mal recuerdo, hace tiempo redactaste un relato de amor entre hombres de profunda belleza similar en su forma al recién leído. El de los lirios... sí, el del estanque y las luciérnagas. En aquella ocasión solo lo compartiste con Norio-san y conmigo. ¡Es una pena que ninguno de estos caballeros lo conozca!

—¡Es verdad! Qué bien lo recuerdas, Yamamoto.  ¿Es entonces que debería presentarlo para la próxima?

—Excelente idea. Creo que este jovencito a mi lado, Yi Feng, podría ayudarte a presentarlo con la maestría que se merece, pues goza de la misma fresca juventud y belleza que el narrador de tu relato. ¿No es así?

Podrás imaginar los aprietos por los que pasé intentando negarme con amabilidad y respeto ante semejante invitación, puesto que de orador mis dotes son por poco nulos. Sin embargo, ante las alabanzas, la presión y entusiasmo que todos me dedicaron, incluyendo a Matsumoto-sensei, me vi obligado a aceptar el compromiso de la lectura. Y los invitados quedaron contentos. En algún instante las sombras se marcharon en sus carruajes, y yo permanecí a solas con mi maestro en la biblioteca. Afuera, la insistente lluvia. Mientras él repasaba con deleite los escritos falsificados que le entregué, le dije:

—Sensei, sé que este es apenas nuestro segundo encuentro, y que usted me ha otorgado el mejor de los tratos, incluso para más de lo que valgo —hice un reverencia; hablé con la vista baja—. Sin embargo... si no representa para usted mucha molestia...

—¿Qué es, muchacho? —con una página entre los largos dedos, el hombre como ave rapaz inquirió—. Habla sin miedo.

Y me miraba con sus ojos curiosos; una sonrisa al acecho.

—¿Cree usted poderme ayudar con la lectura en voz alta?

—¡Ah, es eso! —Y soltó un par de afables carcajadas, como lo haría un padre ante la ingenuidad de su hijo. Guardó silencio un instante, mientras pensaba sus palabras—. Creo, Feng, que incluso si yo podría instruirte de forma correcta en esto, jamás alcanzaría la maestría con la que lo haría un auténtico actor que se la vive en el teatro. Sabes a lo que me refiero ¿no es así? —Comentó con una amable, perversa sonrisa—. Ahora que compartes lecho con Nakamura Manabu-san... ¿por qué no le pides consejo a él? No lo hago por negarte mi mano, es solo que quizás podrías obtener mejores resultados si te acercas a un profesional.

—Ah, es así entonces...

—Estoy seguro de que sabrás hacerlo. Sedúcelos, y obtendrás sus más finos favores.

Con las palabras sugerentes de Matsumoto-sensei, persistentes y cálidas como el tacto de un beso, retorné a la casa de las granadas al caer el ocaso. Te he narrado antes cómo encontré a mi amante abofeteando al chofer una tarde en que fui escoltado por los lacayos de mi maestro. Sin embargo, durante aquel crepúsculo, presencié en el jardín una imagen de extraña belleza. No solo era la luz, la hora del día, o las circunstancias amatorias que nos unían; era quizás el aura, una autenticidad solitaria y melancólica que Manabu pocas veces manifestaba. Aquella debió ser su auténtica desnudez, más allá de la ceremonia corporal de la alcoba. Creo que solo me he encontrado una vez a su lado, y fue entonces.

Él estaba allí, cubierto con un kimono cobrizo de grabados brillantes que se confundía con los colores del otoño. Yacía sentado en aquel columpio de ornamentos labrados con auténtico oro, bajo la rama frondosa del cerezo, rodeado de naturaleza muerta. Incluso las cuerdas de grosor impresionante fueron adornadas con flores marchitas que caían deshojadas con el aire. La figura de Manabu se encorvaba, suelta, como otra flor desmayada en el jardín. Recargaba su mejilla contra la cuerda derecha, mientras tarareaba un poema transformado en canción.

«Cayó bocarriba / La cigarra de otoño / Y sigue cantando». *

Con los pies descalzos de gran blancura, húmedos, helados y sucios bajo la brisa, se impulsaba para balancearse suavemente durante breves instantes; pajarillo que aletea en la rama sin animarse a volar. El cabello suelto, olas negras de mar, reposaba sobre su costado izquierdo. La soledad, la enajenación encontraron allí su retrato. Dando finos pasos sobre la hojarasca, anduve hacia él y toqué con delicadeza sus hombros estrechos, huesudos, que se erizaron amablemente bajo mi roce. Sonriente, murmuró:

Colúmpiame, Feng. Hazme recordar.

—Como lo ordene Su Majestad —repliqué en sumisa, infantil complicidad.

Sus manos de papel se asieron con la fuerza de un papiro a las sogas, y a la cuenta de tres, lo impulsé en el viento. La ligereza de su cuerpo provocó que sus hebras, cabellos y ropaje, abrieran en flor suspendidos en el espacio por breves instantes. Ambos reímos, pueriles, sin memoria, inmersos en un efímero encanto. Su alegría desnuda, libre, era incluso comparable con tu tristeza en el ocaso, Hajime. Innata... irremediable. —Suspiro—. Aquellas fueron noches de pálido ensueño. Manabu y yo vivíamos para el arte y por ende, para la manufactura del amor. Lo hacíamos siempre con crueldad, con ingenuidad. Él mantenía una cuerda dura y rasposa sobre el tocador. En el momento de mayor vehemencia me decía: «asfíxiame, ata esto alrededor de mi cuello... por favor». Y yo lo obedecía, como siempre, incluso si lastimaba más mis manos y mi alma que su cuello.

Sospecho que Manabu, detrás de su artificialidad, oculta un secreto inconfesable para amantes lejanos como yo. ¿Mr. Bradbury los conocería? No lo sé. Incluso si pretendíamos cercanía, si nos desilusionábamos en compañía, estaba bien. Aquella noche yacíamos recostados en silencio sobre la cama de estilo occidental. Las blancas sábanas se palpaban heladas en aquellos recovecos donde nuestra calidez no reposaba. La piel blanca de sus brazos, iluminada por el farol lunar situado afuera de la ventana, resplandecía con suavidad. Su cabello enmarañado, su amabilidad, y la intimidad de la expresión risueña del mancebo acostado sobre la almohada, me brindaron una confianza ilusoria, verdadera.

—Manabu-san... necesito tu ayuda. Yamamoto me ha metido en problemas.

—Ah, ese hombre insolente... ¿de qué se trata? ¿En qué puedo ayudarte?

Tras explicarle, cedió de buena gana y corrió por su bata de seda estampada con dragones, que voló por el espacio cual estela siguiendo sus pasos. Así comenzó nuestro ritual de los relatos. Cada noche Manabu, la muñeca de los hilos rojos, procuraba ayudarme con la entonación, el volumen de mi voz, las emociones e intensidades en la enunciación. Cuando Matsumoto-sensei, después de una clase rodeada de tinta y pergaminos, me entregó el manuscrito que debía leer, mi amante y yo lo ensayamos travestidos bajo la luz de la luna. Incluso si no creo amarlo ahora que mi corazón desfallece por alguien más... recordarlo así me hace muy feliz.

Una noche antes de la tertulia, a dos de mi partida, Manabu se tendió desnudo sobre las sábanas, con sus piernas de porcelana extendidas. Con los cabellos brunos serpenteando en el blanco inmaculado, compartió conmigo un relato escrito por él. Una creación modesta, de vergonzosa perversión. Riendo melancólicamente, lo leyó como si se tratase de un cuento de hadas. Volví a admirarlo como un niño con sus juguetes. Verás, Hajime, yo no puedo narrarte su obra con impecable fidelidad; sin embargo, procuraré esbozar algunas imágenes que te ayuden a comprender esto como la semilla del dolor.

~ * ~ 

Érase una vez una jovencita campesina que vivía en una casa muy modesta, sin lujos ni ornamentos. A pesar de esto, podía decirse que lo tenía todo, puesto que es propio de la vanidad confundir las pertenencias materiales innecesarias con las auténticas posesiones sagradas. Tenía, pues, un cuerpo con el cual vivir y sentir, una familia a la cual honrar, un lecho donde descansar con sus manos gastadas tras su labor en el campo. Con todo esto, la joven y corruptible Ume no cesaba de mirar con ojos de recelo los dotes de su hermana mayor, Momo; principalmente aquellos dirigidos hacia la silueta madura de su cuerpo.

Momo había crecido cual cerezo, como una mujer hermosa de largas piernas y pechos redondos; labios rojos, cabello de seda. Ume, en cambio, yacía atrapada en la transición de la infancia a la adultez, incluso desconocía el ritual del sangrado femenino que, en otras jovencitas de su edad, era ya habitual. Entonces, celosa, comparaba su figura lánguida y escurridiza con aquella belleza voluptuosa que se exhibía junto al río cuando las dos hermanas se bañaban. Miraba sus pezones erguidos, la estrechez de su cintura, su pubis poblado de tinta hecha humo; y una rabia irremediable se apropiaba de sus entrañas. Con todo, la envidia había sido soportable, solo manifiesta en la intimidad fraterna de las aguas, los pastizales y la alcoba.

Sin embargo, como habrás de imaginar, porque es natural en el florecer de la sexualidad, el verdadero odio surgió cuando Momo comenzó a ser cortejada por un joven amable y apuesto, que desde el principio fue objeto lejano de suspiros para Ume. Cuando los veía reír entre los árboles, imitando al sol y la luna; cuando se veía obligada a encubrir los escapes nocturnos de su hermana, la más joven sentía una fuerte ponzoña ennegrecer los recovecos de su corazón. Insomne, atormentada justo como tú, Hajime, que eres víctima de la fiebre bajo cielos estrellados, Ume intentaba construir en su fantasía las vivencias de una Momo ausente en el lecho. Creía escuchar sus pasos felinos, los suspiros placenteros tan opuestos a los suyos, que eran de vil agonía.

Y fue en una de aquellas veladas, a mediados del otoño, cuando resultó para Ume imposible resistir más su curiosidad de niña que exige con un durazno entre las piernas el despertar. Anduvo descalza, con ropas ligeras y una trenza despeinada rumbo al granero, donde sabía la hermana retozaba en placeres extraños que implicaban la muerte del pudor; el despojar de los atavíos. Oculta, nerviosa, se asomó entre las tablas apenas capaz de percibir algo.

Aun así era posible verlos. Sí. La hermana yacía apoyada contra la pared de madera, desnuda y temblorosa, mientras el hombre hincado ante ella separaba sus muslos carnosos en medio de una expectación muy rara para Ume. A él le gustaba olfatearla ahí, en el vello negro envidiable, y sin dudarlo dos veces recorrió con su lengua el interior de la vulva caliente, palpitante, que se hinchaba ante su contacto. El hombre hundía su boca en la carne, e insistía en absorber aquel botón inserto en la parte superior de la vagina, oscilando de un lado a otro las lamidas. Ella tiraba de su pelo y movía las caderas como si cabalgase en busca de una penetración más honda, más intensa.

Ume, ante dichas imágenes, no pudo evitar sentir el calor en su propio sexo. Algo pequeño se erguía adentro hasta hacerse enorme, cual luna de sangre, luna hinchada, seguido de una creciente humedad que escurría apenas entre sus labios endurecidos. Se llevó la mano allí, y exploró la sensación de un dedo intruso en la cálida viscosidad de su sexo. Movió la yema imaginando, tal vez, que se trataba de la lengua masculina. Pensó en sus ojos mirándola desde abajo, con la boca hundida en el sexo. Las piernas temblorosas, el horror del acto, la luna como segundo testigo. Sin embargo, en medio del placer, cuando el amante se desabrochaba las vestiduras para dejar salir su miembro erguido y anhelante, Ume descubrió algo más.

Por el suelo reptaba una serpiente sigilosa. Se acercaba a la pareja que, apenas iluminada por la luz de un quinqué, se besaba. Él jugaba con sus dedos largos adentro de la vulva, con la erección a punto de penetrar. La niña, asustada por su parte, sabía que las serpientes poseedoras de tan bellas y brillantes escamas podían ser venenosas. Quizás la confundiese, quizás tan solo le excitara el hecho de una posible intervención. En medio de su desesperación, de su ira, desconcierto y violencia por los celos, creyó que disfrutaría el momento en que el animal atacase a los dos estúpidos amantes. Se había inclinado, hallando más cómoda la penetración de sus dedos desde atrás. Sin embargo, debes de saber que Ume en realidad no era perversa, por más que se esforzase o que su corazón lo reclamase, así que en el momento en que la serpiente rozó el pie descalzo de Momo, sin importarle la revelación de su fechoría, se adentró impetuosa y semidesnuda al granero con una piedra en la mano.

Los dos amantes se escandalizaron, más por la presencia de la jovencita que por la muerte inminente de aquella criatura cuya cabeza permaneció reventada contra la tierra. La hermana mayor, en falsas lágrimas de pudor, golpeó a la menor reprochando su atrevimiento. Ume, de pronto arrepentida por su acto de heroísmo, escupió a la despojada de su virtud, maldijo al rufián y salió corriendo por el campo hacia la morada entre los árboles. Terrosa, aún húmeda del sexo y de la mano ensangrentada, se encerró y refugió en el lecho siempre cálido, donde lloró su humillación hasta que dolieron las sienes y, por consiguiente, se durmió.    

Aquella madrugada fue visitada en sueños por la criatura motivo de su violencia. Ume se vio recostada en el futón, con las piernas descubiertas a causa de un calor anómalo en otoño. Reposaba triste, tranquila, cuando ¡ah, destino! una serpiente de brillantes escamas como el cobre se deslizó entre las sábanas. Comenzó retorciéndose en los pies, se enredó en la extremidad derecha con renovada codicia hacia la jovencita que comenzaba a sentir cosquillas. Jugó a lamer los tiernos dedos, a subir despacio por la piel suave con sus escamas húmedas.

Ume se percató apenas de su rapto cuando la serpiente yacía enroscada hasta su cintura. La nena horrorizada, incapaz de gritar despojada de su voz, luchó contra la fuerza helada e invasiva que le amarraba fuerte, tan tenaz, hasta inmovilizarla. Sus esfuerzos, sus chillidos se veían acallados por la cuerda viril que mientras más la sentía pelear, más apretujaba con sus músculos los huesos que chirriando amenazaban con quebrarse. Víctima del horror, Ume vio a los ojos a su violador. Eran borlas amarillas, relucientes en la oscuridad, que la contemplaban con una pasión afable, incluso majestuosa. Oh, enroscada hasta que sus pequeños pechos sobresalían entre las cuerdas, con las lágrimas escurriendo por las mejillas, sintió cómo la lengua caliente del animal lamía su mejilla y después invadía su boquita de melocotón. Aquella porción de carne viscosa, grande, no parecía la de un reptil; era como la de un hombre. Quizás, un demonio.

La víbora recorrió a la jovencita en espiral, atándola y apretujándola, víctima de su hambre. Ella, a pesar de todo, continuaba mojada. Sudaba, lloraba, salivaba. Como a la serpiente le gustaba tanto el calor de la jovencita, pensó en hacerse una con sus deliciosas vísceras. Anudada, retorciéndose, separó con su cabeza ancha los muslos suaves de la doncella que se tensaba ante la invasión. Cuando sintió el frío acuoso en la cuna de su sexo, respingó horrorizada de placer. Incapaz de sostener sus esfínteres, de resistirse, la sintió entrar ancha y espesa, por su espacio estrecho que se expandía, se abría como una fuente de humedad.

La víbora reptó y reptó, medio cuerpo adentro, hallando su nido en las entrañas de la jovencita. Era tan larga, tan inquieta en su interior, que Ume fue capaz de sentirla en todos los rincones de sus vísceras. Ella se retorcía sobre las sábanas, luchaba; se estremecía de siniestro gozo la carne suave. Mirando a la ventana, hacia la luna, elevaba su pubis ansioso donde la serpiente continuaba entrando sin hallar fin. Ella la necesitaba dentro, entera, ansiosa por su lentitud. Cuando vio sus brazos libres, tomó la carne dura de la víbora y la impulsó hacia adentro, a horcajadas. El vaivén del mar.

Era tanto el placer que le provocaba el roce del animal contra su luna hinchada, que pronto se volvió bocabajo, apoyada en sus rodillas contra el futón, con las nalgas y el sexo apuntando hacia arriba. Tan ansiosa, tan abierta y dispuesta, sintió el nirvana cuando la cola de la serpiente terminó de introducirse en su vagina. Solo entonces, rota, violada y en secreto inmensamente satisfecha por el cumplimiento de sus deseos, se tiró semidesnuda sobre el tatami.

Y entonces despertó.

Ume, víctima de una felicidad nueva y retorcida que se confundía con profundo horror, se levantó. Pensó en la noche anterior, en la hermana que habría de odiarla, en su reprimenda. Sin embargo, a ella poco le importaba, porque en la sábana por fin yacía aquella mancha carmesí tan anhelada. Era la muestra fehaciente de su transformación en mujer.


~ * ~  


Aquella noche, cuando Manabu terminó su narración, la melancolía danzante cual lirio en el reflejo de sus ojos, me dijo:

—Feng... ¿harías algo por mí?

Ambos yacíamos tendidos en la cama, blancos y espectrales. Entonces el viento se había llevado las nubes y las estrellas resplandecían a través del vitral. Pensé que ninguna promesa realizada bajo un cielo tan claro, en la intimidad del lecho, podría concretarse una vez salido el sol. Ya fuera a causa de la vergüenza o el recuerdo evanescente que se confunde con los sueños a la luz. Un sueño permanece en el reino de lo impalpable, al lado de fantasías y quimeras ¿no es así?

—Sí, haré lo que sea —le dije yo.

—¿Serías la víctima de la serpiente? —Y sonrió con almíbar en los ojos—. Mi víctima...

—Por supuesto, lo seré.

En aquel momento tomé con ligereza sus palabras, tan torpe, tan ingenuo.

A la mañana siguiente acudí a la tertulia con un nudo en las vísceras, donde presenté el hermoso relato escrito por Ito-sensei. Llegué envuelto en un traje de seda verde como el agua de un estanque, propiedad del actor. La tela aún guardaba su aroma en el cuello, en las mangas. Manabu me había peinado mientras yacíamos ante el gran espejo de marco plateado, con las manos heladas y perfumadas que me hicieron memorar a las de mi madre. Pintó bajo mi nuca un par de lirios blancos, y colocó entre mis hebras una horquilla en forma de insecto, desde la que escurrían pequeñas hojas del mismo color. Con los labios rojos, pensé que mi belleza debió ser similar a la de Ume. Azul, acuática, inconclusa.

En el oído, un murmullo.

Impresiónalos.

De esta forma, tras el viaje vaporoso y un recibimiento que me hizo sentir como perteneciente a la realeza, nos encerramos en la biblioteca de Matsumoto-sensei. Fui rodeado por ocho hombres morbosos como arañas, que me admiraban entre las penumbras y los quinqués. Yacían envueltos en una sensación sublime que les impedía apartarme su vista de encima. Yo luché con mis vísceras, Hajime, para mantener la compostura, la voz clara y firme, incluso si mi pulso temblaba, si mis manos sudaban.

Cuando lancé mi último suspiro, los hombres aplaudieron radiantemente. Un escalofrío de alivio recorrió mi espalda.

—Si el relato ha florecido de esta manera, si sus colores brillaron tan hermosamente, ha sido gracias a ti. Enhorabuena, Feng. —El dueño del manuscrito me agradeció cuando ya se marchaba.

—Gracias a usted por brindarme la oportunidad. Ha sido un honor.

Al final de la velada fui rodeado por halagos y convites. Esa es la buena noticia, Hajime. En dos semanas acudiré a una tertulia en la casona de Ito-sensei. Yamamoto no cesa de adularme e invitarme tampoco, pero yo no estoy dispuesto a acudir a su morada. Si con Manabu, de apariencia cálida, amable y jovial, ocurrió esto... no quiero imaginar los horrores que me esperarían atrapado en el lecho de un hombre tan repugnante como Yamamoto.

De alguna forma, concluyo que los artistas tienen el alma retorcida. Son todos un gremio de pervertidos. Me pregunto... ¿el placer ante el dolor propio y ajeno será una cualidad innata al hombre sensible? ¿O acaso la perversión representa una vía ineludible para el que encuentra su placer en los sentidos y el intelecto? Yo no puedo saberlo... me percato de que soy solo un muchacho, soy tan estúpido e ingenuo. Y aún con todo me moría de curiosidad por conocer el infierno de los lirios rojos.

Aquel ocaso arribé a la casa de las granadas, esperando hallar entre las hierbas moribundas a la flor más triste del jardín. Sin embargo, desde que crucé la entrada escoltado por Toshiro-san, ambos hallamos la morada en penumbras. Cuando estaba así, tan apagada y vacía, incluso los pasos producían eco. Él dijo con amabilidad:

—Feng-kun, esto es normal, no debes preocuparte. Seguramente es una de las tantas extravagancias de mi amo.

—Ah... bien, si es así, está bien.

Incluso si él me lo advirtió, poco tomé en consideración sus palabras. Busqué a mi amante en la sala oscura, por los corredores largos y vacíos; en su alcoba, en el cuarto de huéspedes, por la cocina, y el comedor... pero la fina mariposa nunca apareció. Como última vía, anduve hacia el jardín aún envuelto en sus atavíos lujosos. Exhausto, pensé en lo admirable que era Manabu por soportar cada día el arreglo tan estricto de su cuerpo. La horquilla comenzaba a doler adherida a mi cuero cabelludo, el amarre del kimono lastimaba, mis pies apenas descansaban en la suela hogareña tras despojarme de los zapatos altos también. Yo esperaba, de alguna forma, ser recibido por aquellas manos suaves que sabrían aliviar mi dolor con pasión manufacturada.

Sin embargo, con sospecha descubrí que el columpio también se encontraba vacío. Oscilaba apenas con la fuerza del viento, solitario. Sin remedio, anduve hacia el cerezo por poco marchito. Me senté en la tabla de adornos dorados y comencé a balancearme tratando de imaginar los sentimientos anidados en el corazón de mi amante al atardecer. Vi el cielo azulado. Pensé en el sabor de la granada, en las bendiciones recibidas a lo largo del día, en mi madre y, quizás, incluso me acordé de ti.

Supongo que es en los momentos de mayor parsimonia cuando se desencadenan las catástrofes. ¿Lo habías pensado, Hajime? Mantener la guardia, desconfiar es una actitud necesaria cuando uno se encuentra entre alimañas.

En aquel instante, sobre el columpio, como si del rastro dorado de una luciérnaga se tratase, el tintineo de un cascabel interrumpió mi recorrer en la memoria. Me volví con suavidad inmerso en el verdor cobrizo del jardín... y le vi, no sin dar un respingo ante su presencia diabólica. Manabu portaba su hermoso traje de serpiente, con un cascabel cosido en la cola de seda que arrastraba con su andar. Todo él yacía disfrazado. Era una víbora otoñal; el kimono, los pasos, la máscara Hannya de cuernos dorados que apuntaba al cielo. Solo hubiese hecho falta la violenta peluca roja para que encarnara al espectro rencoroso de temible aspecto que le vi representar por vez primera en el teatro. En cambio, portaba su usual coleta negra y espesa, que caía cual cascada por su espalda estrecha.

Con toda su majestuosidad, era una serpiente frágil.

—¡Manabu-san! —Le saludé con ingenuidad, levantándome del columpio—. Te busqué por toda la casa, sin encontrarte. Me ha ido de maravilla; gracias a lo que me enseñaste, a la forma en que me arreglaste...

Sin decir palabra alguna, su pálida y raquítica diestra se asomó bajo la manga. Con la garra de su dedo índice, señaló en los labios de la máscara que guardase silencio. Yo lo obedecí, desconcertado ante el gesto que en el azul verdoso se tornaba siniestro. Vi a los ojos al demonio de oro, la mano izquierda que, oculta y evidente como una cicatriz bajo el ropaje, portaba un látigo de mango dorado similar a aquel que Toshiro-san asía para golpear a los caballos. También acarreaba una cuerda roja, de esas que mantenía en el tocador para que lo asfixiase bajo la luna de sangre. Ante mi expresión, tendió la mano ofreciéndome su roce.

Yo vacile y, sin embargo, la tomé. Nervioso descubrí la frialdad de su piel, la del mismo viento que antes me parecía tan amable. Las hojas de mi horquilla se balancearon.

—¿Qué es, Manabu? —inquirí con una sonrisa de ingenuidad teatral, que incluso pudo interpretar como cansada o tímida—. ¿Qué haremos? ¿Es hora de ir a escena?

—De rodillas. —Impasible, ordenó.

Yo miré a nuestro alrededor, confundido por la sensación onírica que se apoderaba del espacio. Allí estaban el crepúsculo, el césped, la hojarasca, las flores y los frutos marchitos; y a ninguno de ellos, inmutables, parecía angustiarle mi situación con el hombre enmascarado que demandaba en mí una posición denigrante.

—¿Qué? —interrogué fingiendo no haberlo escuchado, solo con la esperanza de que se retractara o me explicase qué era todo aquello.

—De rodillas, ante mí. Anda.

No tuve remedio, incluso si era incapaz de comprenderlo. Estuve a punto de doblar las piernas, en ademán sumiso y obediente, cuando le vi oscilar la fusta con su siniestra. Horrorizado, me levanté de nueva cuenta y retrocedí.

—Manabu ¿qué harás con eso? ¿Piensas lastimarme?

—Quédate quieto. Obedéceme.

Y en cuanto le vi preparar la soga roja con sus garras tan largas, fui presa de un temor cercano a la tierra nunca experimentado. Aterrorizado ante lo desconocido, con el miedo acrecentado por aquella máscara diabólica que me miraba impiadosa; tan temeroso ante el dolor que me veía sufriendo entre sus colmillos, me negué.

—No, Manabu, no quiero —volví a retroceder—. Será cuando vuelva, cuando me expliques. Estoy exhausto, tengo hambre...

—¡Feng!

Mi amante golpeó con el látigo al suelo. Cantaba la última advertencia.

—¡No!

Molesto, en el fondo asustado por el creciente fulgor de la luna sobre nosotros, comencé a andar camino a la casona dando pasos apresurados y ligeros como los de una gacela. Inmediatamente lo escuché acecharme, decidido, serpenteante, con el papel de víbora aferrándose a su piel. Asustado, tras notar que mis piernas habían comenzado a trotar con la misma presteza blanca y delgada que la de un animal siendo cazado, me volví solo para observar que el látigo dorado refulgía tanto como los cuernos apuntando a las nubes. Ambos me amenazaban con la misma sublime belleza que radicaba en la seda y los cabellos volando al viento. Horrorizado comprendí que, sin remedio, un rito había iniciado con el tintineo del cascabel, y que mi paso a la morada estaba prohibido.

El jardín se convirtió en el escenario de en un teatro; la luna era un quinqué, y el chirrido de las cigarras, el canto del coro. Yo, la señorita Ume de saliva escurriendo en la herida caliente, corrí entre las ramas perseguida por la víbora de ojos dorados y sonrisa burlona que me atosigaba. Durante mi huir distraído me atoré una y otra vez en la aspereza de los árboles, en los arbustos y espinas del jardín que era una jaula cobriza, llena de trampas y flores por igual. Con las ropas rasgadas y un par de heridas sanguinolentas en la piernas, escuchaba el cascabel acecharme. Nos veíamos, yo oculto entre las hojas, él cercano al cerezo, y volvía a correr huyendo, siempre huyendo de sus manos como garras.

Aquel baile onírico, inevitable, cruel y doloroso; de pétalos y espinas, de gritos y tintineos, vio su fin en la entrada de la casona, cuando caí rendido de bruces sobre la madera. Sudoroso, jadeante y aún asustado en la seda azul, le sentí alcanzarme y dar un latigazo que impactó directo en mi rostro. La sangre caliente escurrió apenas sobre mis dedos ansiosos. ¿Ves esta marca? Es la cicatriz de aquel golpe, castigo por mi insolencia. Ignorando mis chillidos, Manabu tiró de mi cabello con violencia para que me enderezara y pudiese así atar la cuerda carmín alrededor de mi cuello. Aquello ardía. Lo vi suplicante, entre suspiros; él estaba hincado junto a mí con elegancia, mientras yo solo yacía tembloroso y desparramado sobre la duela, tan avergonzado. Debí parecerle un lirio terroso, triste y deshojado.

—Eres mi víctima ¿lo recuerdas? —dijo con su voz amable, siempre melodiosa. Pensé que bajo la máscara estaría riendo con su boquita de ciruela—. Ahora anda. Vamos. Camina.

Cuando se irguió con sus escamas doradas, comprendí que la soga alrededor de mi cuello era la correa con la que se lleva a los animales domesticados. Intenté levantarme para seguir sus pasos de seda. Sin embargo, insistió en que me arrodillase cogiéndome del cuello, una patada también. Anduvimos así por los corredores, despacio, en un ambular penumbroso, incierto, donde rodillas y palmas me sostenían dolorosamente mientras gateaba siempre mirando hacia la duela, tras Manabu. El rozar de mis huesos contra la madera crujía. Me resultaba complejo andar sin resbalarme con la piel húmeda de sudor.

Aquella peregrinación dificultosa nos dirigió hacia la sala donde yacía el sofá como la sangre. Manabu me dejó tumbado en el suelo, tembloroso y adolorido.  Le vi quitarse la máscara a media luz y asomar su perfil felino de belleza punzocortante, cruel doncella. Los talones sedosos resonaron contra la madera, el cascabel cantaba. Mi amante corrió las dos puertas, encendió una pareja de quinqués también. Era la primera vez que nos encerrábamos. Antes nos habíamos enredado ahí, a la vista de cualquier indiscreto que se asomase; pero solo entonces consideró necesario ocultar nuestro encuentro. Aquello despertó aún más mi desconfianza, el horror en mi piel.

Caminó hacia mí con su traje liviano que ondeaba al espacio y me contempló desde arriba con arrogante ternura. Portaba un listón negro en la diestra. Sus largas uñas rasguñaron mi barbilla cuando me alzó el rostro para admirarme como si fuese su nueva pertenencia; algún zafiro, quizá. Yo yacía azul e indefenso bajo la luz amarilla que tornaba verde la seda. Me sentí despojado tan solo con su mirada, con su sonrisa encantadora. Contemplé la nariz respingada, los característicos ojos orientales delineados con tinta negra, los labios tan rojos que parecían cardenales sanguinolentos, y un par de puntos negros colocados con curiosidad entre el lagrimal y la nariz, de ambos lados. Manabu era sin duda la víbora y la mariposa ponzoñosa al mismo tiempo. A un lado, la cascada negra.

—Hoy en la mañana, cuando saliste de aquí con tanta propiedad, tan bien ataviado... eras portador de una belleza incomparable. Entonces pensé en abusarte de mil maneras sin dejarte marchar —explicó con una sonrisa dulcísima, acariciando mi mejilla que ardía con fiebre ante su roce—. Sin embargo, ahora luces incluso más hermoso. Mira... estás mojado, aterrorizado... —Mientras recitaba, deslizaba su mano hacia la cuerda roja—. Antes te dije que te mostraría el florecer, la compatibilidad entre el dolor y el placer ¿cierto?

Yo asentí aún hincado. Manabu me sostenía obligándome a mantenerme erguido de rodillas ante él, como un mártir sediento que sumiso se ofrece en sacrificio a su perversa deidad.

—Pero también mencioné que anhelaba disfrutar de ti. Así que eso es lo que haré ¿bien?

Incluso si me aterraba, si desconfiaba de las intenciones bajo la seda perfumada, asentí.

Con los labios recién remojados en saliva, bajo las luces que proyectaban nuestras sombras en la pared, Manabu acercó su lengua de serpiente lista y sedienta. Lamió con obscenidad mi boca. Sentí el trozo de carne viscoso irrumpir en mi cavidad con fuerza, con la intención de retorcerse adentro cual gusano hasta provocarme una creciente asfixia. Escuché los sonidos húmedos, mis propios gemidos temblorosos mientras probaba su saliva abundante; él absorbía mi lengua una y otra vez, me tomaba con fuerza mientras acariciaba mi cuerpo sobre la seda.

Cuando me soltó, lancé un suspiro cansado, necesitado. Tenía la boca húmeda y babosa; incluso un hilo unía nuestros labios rojos. Nunca nadie me besó con tanta violencia. Incluso ahora me pregunto... ¿era aquello un beso, o acaso un equivalente a orinarme como lo haría un animal? Como fuese, tras esbozar una risita de doncella, Manabu ató mi cabello con el listón negro y dejó apenas un par de hebras escurrir por mi frente. Se dio vuelta hacia la pequeña mesa junto al sofá, resonó el cascabel, y esta vez trajo consigo un verduguillo. Yo me horroricé cuando del filo salió un destello bajo la luz de la lámpara.  

—Aguarda, Manabu, tú no piensas cortarme... ¿verdad?

—Si lo hiciera... ¿te molestarías? —El segundo latigazo de la noche, al tiempo que su risa filosa centelleaba, cayó sobre mi brazo pálido que pronto se inflamó.

Incapaz de contradecirlo, solo me revolví en mi lugar mientras lo veía acercarse con el verduguillo. Mi corazón ardía, dolía temeroso bajo el pecho. Incluso era posible para él admirar mis piernas lechosas, desparramadas e inquietas sobre la duela.

—¿Tienes miedo? —inquirió besando y ensalivando mi oreja derecha mientras jugaba con mis pezones.

Víctima del escalofrío, observé cómo colocaba el gélido filo en mi pecho. Mentiría si te dijera que no estaba excitado. Por supuesto que una violenta erección se ocultaba bajo mis ropas; sin embargo, creía tanto en la pasión como en la crueldad de aquel hombre. Es por ello que permanecí quieto, expectante y horrorizado mientras sentía descender con presteza la cuchilla entre las costillas y el abdomen, apenas rasguñándome la piel mientras rasgaba en su camino el kimono azul. Con todo, los arañazos superficiales ardieron como el infierno.

—¡Manabu!

—Shhhh...

Él me abrazaba como a un niño, me olía el cuello y lo marcaba dejando un rastro de saliva y tinta roja. Acto seguido, terminó de desnudarme rasgando el reverso del traje con el verduguillo que en aquella ocasión se enterró en mi carne. Yo me retorcí entre gemidos, víctima de dolorosos espasmos.

—¡Ah!

—De pie.

Sintiendo apenas las piernas trémulas, me vi forzado a enderezarme jalado por la cuerda roja, solo para presenciar cómo los jirones de tela caían sobre la madera. En aquel instante, con la carne palpitante, me sentí despojado de todo. No solo era la desnudez de mi cuerpo crudo y exhibido ante sus ojos. Con la mirada desviada, una inusual sensación de pudor tiñó de carmín mis mejillas; era como si exhibiese mis vísceras, mi sexo erecto por vez primera. Él, serpiente, comenzó a rodearme en busca de los aromas en mi piel. Como si fuese un ciego, un perverso escultor acaso, recorrió con sus manos las líneas y curvas de mis huesos sin cesar de adularme. Midió el largo de mis piernas, el ancho de mi cintura, la textura de mis testículos.

Sentía su lengua deslizarse por mi cuello, el hombro y la axila asustadiza. Cuando me estremecía de cosquillas, él preguntaba:

—¿Te gusta que use la lengua?

—Sí —replicaba yo con una sensación muy extraña.

Con la cuerda roja y una paciencia artística magistral, comenzó a enredarme entre amarres y patrones por poco florales, dibujados por la soga. Dejó visibles mis pezones, encerrado en un diamante mi ombligo, el sexo apenas contorneado. Pensé que Manabu en verdad debía sentir fascinación por las cuerdas... o por yacer en la piel de una víbora. Me aprisionó poco a poco, con ternura, con saliva, sin piedad. No le importó colocarme en las posiciones más obscenas, chupar recovecos poco recorridos incluso por ti, Hajime, que prefieres ser tocado sobre tocar al otro. De vez en cuando me mordía, me lastimaba con el látigo hasta hacerme sangrar, solo para que no me acostumbrase al placer amable y pudiese escuchar mis gemidos más fuertes y necesitados.

Una vez atado por completo del tronco y los brazos, abrió su kimono y me colocó de rodillas para que lamiese su sexo hinchado, mientras él apoyaba su pie izquierdo sobre la superficie roja. Sin rastro de ternura, empujó su erección hasta mi garganta. Yo solo salivaba, intentaba absorberlo mientras su carne me invadía una y otra vez provocándome arcadas. Lo miré a los ojos. Parecía satisfecho con el vibrar de mis quejidos sobre su sexo.

Hajime... incluso si procuro recordar su rostro tan bello como el de Amaterasu, su amabilidad sobre las sábanas mientras curaba con besos mis heridas, lo único que consigo es verlo tirando de mi cabello ante el espejo de la sala mientras me penetra con fuerza una y otra vez. Recuerdo sus rasguños, cuando golpeó con su pie desnudo y helado mi espalda baja para hacerme caer. Recuerdo su mano alrededor mi cuello, su sonrisa roja, mis pezones inflamados de dolor, el látigo y la soga que se enterraba en mi piel cada vez que tiraba de ella.

Recuerdo que al final, mientras me retorcía de dolor sobre la duela tras ser bañado con la cera caliente de las lámparas, me miré al espejo. Estaba tirado, lacrimoso, desnudo. Sangraba. Como mi piel es muy sensible, notaba los golpes morados y las huellas de la soga serpenteando en mi cuerpo. Estaba lleno de sudor; tenía su semilla obscena en mi rostro y la mía en los muslos. Él me acariciaba, tampoco parecía del todo contento, tan solo tranquilo o acaso melancólico.

—Yi Feng... ¿qué has sentido en esta ocasión? ¿Regresaste al nirvana y al infierno como la primera vez? —inquirió enredando sus garras en mi cabello.

Mientras me miraba a los ojos en el espejo, reí. Incluso la tinta de mi rostro se hallaba corrida.

—No. Esta vez... creo que solo estuve en el infierno.

—¿Y fue agradable? ¿Disfrutas el dolor tanto como yo lo hago?

Yo permanecí callado por breves instantes ante su expresión de inocente flor. Pensé en el nirvana, en la tinta sobre tu cuerpo, Hajime. Y respondí.

—No lo sé. El infierno es el hogar de la Manjusaka, ella marca su entrada... yo solo soy una flor esqueleto que disfruta de transparentarse con la lluvia... ¿comprendes?

Él suspiró. Y yo reí, protegiendo mi secreto. Por supuesto que Manabu jamás conocerá el significado completo de aquella respuesta. Eso es algo solo entre tú y yo ¿verdad?

A la mañana siguiente, él mismo volvió a bañarme y a vestirme. Revisó mis heridas, preparó el carruaje de regreso a su casona; él a su vida de actor, yo a mi ociosa existencia. Insistió en hacerme varios regalos. Ahora tengo tantas granadas que no sé qué hacer con ellas. Hajime ¿no quieres llevarte un par, para ti, para Yuriko? Traigo dos trajes nuevos, pinceles intactos... y una máscara de cuernos dorados.




~ * ~  


—¿Por qué Manabu habría de regalarte eso? —inquirió la boquita rosa e ingenua de Hajime, quien aún yacía despeinado y recostado junto al extranjero. Cuando preguntaba con verdadera curiosidad los motivos de la víbora, incluso los visos infantiles de su rostro parecían resaltarse—.  ¿Es acaso una amenaza, un recuerdo de tu tormento?

El otro, hundido en el azul, acariciaba apenas las costillas ajenas. 

—No lo sé, Hajime —replicó con su voz delgada, tan juvenil que simulaba acaso el llamado de una pequeña ave—. Tampoco despierta en mí la curiosidad por saberlo.

Desprendiéndose de la tibieza del lecho, Hajime se enderezó y miró sus piernas largas, los muslos suaves. Afuera, las luciérnagas. Adentro, la luz a medias. El ocaso había caído y el muchacho escuchaba el llamado de la higanbana. El hogar, el deseo, el amor.

—¿Planeas volverlo a encontrar?

Yi Feng admiró la espalda pálida y limpia de su amante, sin mancha o herida alguna más que sus suaves lunares; arriba, las facciones finas de un perfil inmaduro que se volvía a mirarlo con curiosidad. Los ojos atentos, amantes, le recordaron a aquellos de su narración durante la tertulia. Ito-sensei había descrito a un gato que observaba a los peces del estanque nadar con sus orbes brillantes, tan salvajes como inocentes. ¿No era la belleza de su acompañante comparable con aquella; la forma más adorable del cazador?

—No deseo pensarlo justo ahora —dijo la flor esqueleto tumbada en cómoda, satisfactoria desnudez—. Por si acaso, evité comentarle sobre el convite en casa de Ito-sensei. Supongo que para mi próxima visita pediré refugio a Matsumoto. Seguramente me acogerá con alegría.

—Entonces es así...

—Sí.

Mientras hablaban, Hajime se había levantado y ataba su cabello ante el espejo de la alcoba. Pronto se dio la vuelta, se inclinó y tiró de su yukata sobre el que yacía reposando su amigo. Como le obligaba a levantarse, jugaron entre risas a arrebatarse la prenda. Yi Feng se dio por vencido ante la necedad del sastre, rodando hacia la ventana. Ahí quedó tumbado, haciendo un puchero con sus labios ensalivados.

—¿Y qué harás con la máscara? —inquirió Hajime ataviándose una vez más ante el espejo.

—Ocultarla en el armario ¿qué más?

—¿Te avergüenza?

—No me agrada.

—¿Y si me la das? —Al tiempo que se volvía, un mechón cayó desmayado sobre su mejilla.

Afuera, la brisa. Adentro, el misterio. Una estela de aroma herbal permanecía.

—¿Qué dices? —Yi Feng se levantó y cruzó la alcoba solo para aproximarse al sastre—. ¿Para qué habrías tú de quererla?

—Nada en específico... —terminando de cerrar su traje de estampado invernal y pasar el mechón suelto tras su oreja, replicó— solo me parece muy curiosa. Es la máscara de un actor, me gusta. —Y volviéndose hacia su acompañante para mirarle a los ojos, complementó—. Por otra parte, si te molesta, te deshaces así de ella.

—¿Deseas protegerme de mis recuerdos? —Yi Feng tomó la mano del otro, quizás en el fondo propiciando una respuesta de almíbar profundamente anhelada.

—Y de tus pesadillas también. —El amable Hajime acarició a su amante negado. Recorrió su mejilla de porcelana, deslizó su pulgar sobre la reciente cicatriz, una línea de oro quebradiza—. Sé lo que es sufrir el tormento de la culpa.

—Es cierto, es cierto... —y con un suspiro, tomó la máscara que colgaba del espejo— llévala entonces. Confío en ti.

Hajime la cogió en sus manos como si se tratase de un objeto sagrado, de oro y diamantes. Los ojos de furia y desesperación resplandecían incluso a media luz. Los cuernos afilados, la risa grotesca, dolorosa. Extrañamente, de alguna forma, el sastre se sintió identificado. Aquella máscara no pertenecía al actor extravagante, quien solo gracias al artificio se atrevía a portarla; tampoco era capaz de encarnaba una torpe flor esqueleto tan débil y asustadiza como Feng. Esa sonrisa deforme, agónica, era suya. Y la abrazó contra su pecho en melancolía.

—¡Gracias, Yi Feng! —Extrañamente, Hajime dio un beso en los labios ajenos con sus ojos cerrados. El otro lo apresó entre sus brazos, dependiente de aquella silueta amarillenta bajo la lámpara—. Debo irme ahora.

—¿Ya? —Feng inquirió asiéndose a aquel cuerpo que adoraba, a los latidos que guardaban el alma de su tesoro.

—Sí. Ha oscurecido. —El bello Hajime desvió la mirada hacia la ventana—. Más vale que retorne a casa... Shun está enfermo.

Y sin más, se soltó apartándose de la calidez ajena con delicadeza. La carpa de sublimes colores que se escurre entre los dedos.

—¿Qué le sucede? —Tras escuchar el nombre causante eterno de su amargura, inquirió.

—¿Te parece si te lo narro durante nuestro próximo encuentro? —Hajime comenzó a andar por el corredor con pasos suaves, deslizando sus dedos sobre la pared llena de pergaminos—. Ahora mismo tengo prisa, he permanecido contigo más tiempo del que planeaba.

Se sentó ante la puerta, se colocó sus zapatos. Al mismo tiempo, Feng, descalzo, lo alcanzó apenas con el kimono colocado encima. Era posible admirar las marcas rojas en su piel con la luz del quinqué que el muchacho tomaba con su diestra.

—Quédate entonces. Duerme conmigo ¿sí? —murmuró apoyándose en la pared, la angustia guardada en su corazón.

—No puedo, en serio.

—Hajime, por favor...

Yi Feng anduvo en penoso andar y se inclinó al lado de Hajime. Lo abrazó con fuerza. El sastre solo lo acariciaba con la frialdad de sus manos, mirando hacia la puerta de entrada.

—Mañana vendré... —dijo en tibio consuelo— o búscame tú, en la tienda. Nos vemos.

Y se levantó.

—¡Te quiero, Hajime, te quiero tanto...!

Antes de salir, el sastre se detuvo cuando sintió al otro jovencito que lo abrazaba con su cuerpo trémulo. Pensó en lo frágiles que eran sus manos, en su espíritu transparente con la lluvia. Y suspiró. De pronto ser tan jóvenes y quebradizos espantaba. Lo comprendía, sí, incluso si lo negaba. Ante sus pies caía el amigo, sangrando. Sí, justo como él lo hacía ante el primo en las noches de fiebre inacabable. Volviéndose, acarició el fino rostro. Y besó los labios de Feng una vez más, como hubiese deseado besar los de Shun. Entre suspiros, necesitado; roces suaves y hondos, saliva dulce. Permanecieron besándose junto a la puerta con fervor. Incluso Jian Lian los miró por breves instantes, cuando anduvo hacia el comedor. Y sonrió. Negó con la cabeza, volvió a su encierro.

Una vez separados, entre suspiros y caricias, Hajime se apartó.

—Tranquilo, descansa. Ya pasó, todo ha terminado ¿sí? —Y ofreció una sonrisa de miel—. Jian Lian está preocupado por ti... habla con él, calma su corazón también. Hasta mañana.

—No te vayas —volvió a suplicar el más joven mientras el sastre abría la puerta hacia la brisa gélida.

—Buenas noches, Yi Feng. Adiós.

Y sin más, vio a la figura andar con parsimonia por la calle húmeda y empedrada. Arriba, el azul, los tejados como sombrillas.

—Adiós.






Encerrado, me dejo caer junto a la puerta en un golpe seco, deshojado. Y solo entonces las lágrimas retenidas resbalan. Duele tanto. Si me lo pidiesen, sería capaz de llenar un estanque, una fuente con esta melancolía tan amarga. En mi boca, el sabor de la bilis negra. ¿No era aquello lo que deseaba cuando emprendí mi viaje? ¿Por qué lo odio entonces? ¿Por qué siento sucio mi cuerpo? ¿Por qué no soy feliz?

Hajime... Hajime... ¡Hajime!

Antes he dicho 'sin memoria'. Miento con tanta facilidad... En su silueta danza la tuya. Con el recuerdo del columpio me doy cuenta de que desde entonces... incluso antes... no, desde siempre...

te he querido.


Artista: Shibata Zeshin

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