秋 (o t o ñ o) --- 酔っぱらい (e b r i o)


(o t o ñ o)

La presencia paterna fungía como la vara que endereza la rama cuando se desvía; un baño de menta, el viento otoñal del nuevo día tras una noche en susurros prohibidos. Todos parecían funcionar con ademanes armónicos alrededor del alma serena. Shun permanecía sospechosamente mayor tiempo en la morada; incluso en algún momento ocupó el puesto de Yuriko y se encargó de la tienda junto con su primo, mientras la dama se dedicaba al arreglo del jardín. Hajime, por su parte, fue tomado en cuenta por primera vez durante la labor del libro de cuentas. Le fue permitido escribir, mientras el amante velado deslizaba los dedos por el ábaco con la misma delicadeza que por el koto. Una puerta se abría. Tres pilares masculinos ante la mesa, con el humo del tabaco flotando hacia el techo.

El tío, a su llegada, había sorprendido al sastre con un arsenal completo de telas de mil colores y estampados, junto con la sonrisa en mímesis de quien alguna vez le hubo felicitado por sus creaciones. Asombrado, experimentando una profunda gratitud en su corazón, pasó la noche entera observando la calidad de los grabados, de los hilos. Imaginaba los hermosos cortes que realizaría en cada superficie floral; incluso el algodón cálido le fascinaba. Sabía que en algún momento sus clientes comenzarían a refugiarse del otoño... tal vez podía rendirle hasta el invierno. Y Shun, fumando en insomnio, con la pierna cruzada y la espalda contra la pared de madera, le dedicaba la fiel sonrisa del amanecer. Entre sombras, fingían no observarse... más que en contadas y efímeras ocasiones.

En solitario, Hajime era presa de una cordura punzante provocada por la rutina. Se percataba en angustia de su situación; de cómo aquellos primeros días no podían regresar. Dolía, sí. Seguía ardiendo. Las heridas de la mano fungían como acusaciones, un recordatorio del sangrado interno. En una danza de abanicos, máscaras y diálogos musicales, los dos actantes jóvenes realizaban sus movimientos en aparente secreto. De alguna forma, el sastre se percataba del cambio rojizo en el aura cuando Shun fungía como el centro de la casa... aquella semana, doblegada la higanbana, fue tan tranquila.

Pero, aún con eso, el primo no dejaba de inclinar su ademán teatral hacia Hajime; y tras puertezuelas de papel, entre un juego de marcos y medios rostros cubiertos por el abanico, ambos obedecían al llamado de la flor. Shun buscaba el roce ajeno, suspiraba ante sus labios. Y el otro, sobrio, reflexionaba: ¿No eran aquellas descaradas técnicas de seducción? ¿Desde cuándo? ¿No contradecían esas caricias la tradición, las mismas acusaciones a la impureza de Yi Feng? ¿Cómo podía siquiera mirarlo al rostro cuando en su mente continuaban aquellas imágenes del pecho con sanguaza?

Aquel séptimo día, el penúltimo del hombre mayor en casa, Hajime hizo entrega del regalo frente a todos. Era el cumpleaños de Shun, y la festividad aconteció. Los hombres bebieron, mientras la fémina recordaba sus habilidades por poco olvidadas en el koto. Cuando el más hermoso ante la mesa se probó el traje oscuro, estampado con lo que parecían los colores de una furiosa primavera, entre todos decidieron que solo debía portarlo en situaciones especiales. Lo usaría durante el próximo festival, y Hajime debía confeccionarse una prenda propia con las nuevas telas recibidas.

Todos reían. ¿Por qué solo el corazón del sastre se estremecía?

De regreso a su alcoba, un Hajime medio ebrio presenciaba tumbado en el tatami cómo su compañera se marchitaba. Poco a poco perdía el color, los pétalos comenzaban a desmayarse. Y aun con todo, era posible observarla refulgir al crepúsculo y luego bajo la luna. Después de todo, la araña roja se las había arreglado para adentrarse a su espacio íntimo. ¿Era acaso esa semilla extraña con sus primeros brotes una higanbana que crecía en sus entrañas?

Guárdala, Hajime. Y si mañana tus vivencias se tiñen de carmín... deberás agradecérmelo.

¿No su vida ya había sido teñida de rojo desde la agonía del padre? ¿Era correcto continuar disimulando todo aquello que le incendiaba? El silencio solo podía colocar sus manos alrededor del cuello frágil y presionarlo. Los días se tornaron lastimosos; la vorágine roja lo tragaría completo si no hablaba, si no expulsaba aquellas pequeñas ramificaciones...

—Yi Feng. —Hajime mencionó el último día, en ausencia de Shun—. Comamos juntos. Yo cocino, yo consigo el sake... solo permite que sea en tu morada. Si no es molestia, si no te resulta una ofensa mi atrevimiento... por supuesto.

El joven sastre hablaba mirando a su compañero con la mayor serenidad que le era permitida. Aprovechaba, desde luego, el libertinaje ajeno. El otro lo estudiaba, ladeaba el rostro en ademán de profunda reflexión.

—En tres días saldré de viaje. Mi hermano partirá mañana al medio día y desconozco su retorno. Que sea entonces, ¿te parece?

—¿Mañana? Por supuesto.

Y, con la suspicacia de quien lee intenciones subyacentes, Yi Feng mencionó aquel medio día antes de partir:

—¡Qué amable se ha vuelto mi amigo Hajime!





酔っぱらい (e b r i o)

Ante la pequeña mesa por poco tendida en el suelo, ambos dieron las gracias y se dedicaron a la labor del almuerzo. Desde un principio, para Hajime toda esa situación le resultaba extraña... tan hilarante como amenazadora. El corazón palpitaba en nerviosismo, afectando a su paso el estómago que de tanto ajetreo se revolvía. Sus grandes ojos danzaban de un lado a otro; desde su acompañante mal sentado cuya vasija quedaba peligrosamente cerca de los pies descalzos, hasta el caos de tinta, pergaminos y demás papeles regados por aquí y por allá. De alguna forma, comenzaba a arrepentirse de la «invitación» realizada. Es decir, si no escupía sus verdades, aquel encuentro resultaría en vano; un torpe desgaste emocional. Pero ¿no era justo la confesión el motivo de su temblor?

Y no es que Yi Feng fuese una mala persona, de hecho, cuando se lo proponía su parloteo podía ser bastante entretenido. Lo que le resultaba difícil de asimilar a Hajime era su personalidad excéntrica. Debido a que había estado realizando un letrero antes de su reunión, yacía vestido con algún traje barato y ligero de manga corta con múltiples manchas producto de los descuidos cotidianos. Los cabellos, que le llegaban al hombro, yacían alborotados tras haberse desamarrado la pañoleta. En el rostro y brazo derecho, dos manchas de tinta negra. Adorable, sí, eso resultaba innegable. Pero si tan solo Yi Feng fuese más ordenado, daría la impresión de ser un profesional consagrado; sin embargo, el caos en su espacio promovía la suciedad y la imagen de aficionado.

Cuando comía, hacía uno que otro ruido para demostrar su deleite. Cuando bebía, profería un extraño sonido gutural y reía en ardor masoquista. ¿Quién diría que la delicada flor esqueleto, de tallo alargado y sumamente delgado, podía devorar como un luchador de sumo? Solo entonces Hajime reflexionaba que el joven con quien había tratado todo el tiempo en la tienda, en efecto, mostraba solo un pequeño pistilo de lo que podía ser en realidad.

Entre bol y bol, trago y trago, se había dedicado a narrar distintos eventos y pensamientos a un inquieto Hajime que aunque en un principio se limitaba a asentir, después no podía parar de reír con las sandeces que el otro expresaba. Comenzaron hablando tranquilamente sobre la libertad de Yi Feng mientras su madre y hermana menor yacían en su ciudad de origen cuidando a la abuela enferma por un tiempo indeterminado, además de que el padre por asuntos laborales había salido durante un mes o más. ¿Cómo podía mantenerse indiferente mientras declaraba que su familia se estaba quebrando? Su hermano mayor y él compartían la casa, que en cuestión de algunos días se había convertido en un remolino de negligencia.

—Jian Lian suele limpiar, porque sabe que yo siempre estoy ocupado y que aporto más a los gastos que él —explicaba con la boca llena de arroz y profunda elocuencia—. El problema es que el muy estúpido está enamorado. El enamoramiento es uno de los mayores estorbos cuando se quiere ser productivo ¿no lo crees?

—No lo sé, Feng. No lo sé. —El otro replicaba desviando la mirada.

—Mira —dijo señalando hacia la esquina de la habitación, atrás de Hajime—. Ahí yacen dos cucarachas muertas desde la semana pasada. Según él limpió bien la última vez, pero pone más atención a narrarme sus proezas amorosas que yo ni siquiera escucho que a esculcar los rincones ¿no te parece deplorable? Cabeza de aire.

A esas alturas, Hajime se preguntaba quién podía estar errado, si él por experimentar un asco agravado tras observar el par de bichos muertos o acaso su compañero por carecer del menor escrúpulo. ¿La masculinidad de Yi Feng era superior a la suya? Como fuera, poco a poco ambos comenzaban a sentir calor. El anfitrión se levantó y fue a abrir la ventana, porque los primeros efectos del alcohol parecían manifestarse.

—Oye. —Feng de pronto mencionó abriendo bien los ojos, como si una revelación se hubiese desplegado ante él—. ¿Escuchaste el rumor de la señora Kawashima?

—No. —Hajime, inocente, negó con la cabeza; pero pronto se vio angustiado debido a la expresión perversa en los ojos de su acompañante.

El otro corrió a sentarse con urgencia, dando pasitos y balanceándose tras el impacto final. La boquita rosa se inclinó ante él y comenzó a murmurar como si se tratase de un secreto confesado en medio de la multitud. De pronto los dos yacían muy cerca. Hajime pensó que aquello era abuso de confianza, pero que debía acostumbrarse si deseaba alcanzar sus objetivos.

—Bueno, al menos ubicas a quién me refiero ¿verdad? La mujer de Kawashima, el artesano de la calle T. ¿Sí? La plebeya...

—Como nosotros. —Hajime intervino con propiedad.

—... sí, ajá, como nosotros, que dice tener revelaciones en sueños sobre los privilegiados y por eso se atreve a cotillear sobre ellos.

—Creo que sí. He escuchado sobre ella en un par de ocasiones.

—Bueno, supuestamente llevaba quince años casada con Hiromasa Kawashima-san en lo que aparentaba ser un matrimonio feliz —explicaba bien concentrado, comiendo las últimas moronas del plato—. Pero... desde hace un mes más o menos escuché rumores sobre un posible adulterio. Verás, para un hombre no pasa desapercibida la felicidad inusual en la cara de su mujer ¿entiendes? Te decía antes que cuando uno se enamora se vuelve imbécil, por lo que la sonrisa idiota debió parecerle extraña al hombre... aunque tampoco me parece tan inusitado viniendo de ella.

—¡Feng!

—Mantén la calma, Hajime —replicó como si se tratase de un tema que demandara la mayor seriedad del mundo—. El asunto es que ayer apenas escuché que, bueno, obviamente Hiromasa quería comprobar sus sospechas. Prometió entre sus amigos dar muerte a quien osara burlarse de él. Una tarde, hace poco, fingió partir con un compañero suyo, pero regresó a la casa antes que de costumbre. —Después de lo mencionado, Yi Feng observó al joven sastre con una sonrisa pícara—. Y... ¿tienes idea de lo que encontró?

—No, Feng. ¿Es algo terrible?

—¡Peor de lo que te imaginas! —exclamó dando palmadas en la mesa—. Mira, la mujer siempre ha demostrado un amor profundo por las carpas. Recientemente había conseguido un pez... de esos que tienen bigotes, no recuerdo cómo se llaman. La cuestión es que el animal había crecido más de lo normal, y terminaron por colocarlo en la tina. —El más joven comenzaba a reír por la cara desconcertada de Hajime, quien incluso había dejado de comer—. Y, bueno, cuando Hiromasa volvió encontró a su mujer desnuda en el baño... retozando con el pez.

Aquello último lo mencionó con una voz aguda producto de la risa que interrumpía su narración. Le fascinaba ver la expresión perturbada de su compañero.

—¿Es eso posible? —El otro, muy serio, no dejaba de asombrarse.

—¡Si! Bueno, comentó que el pez se la chupaba —decía con ademanes obscenos—. Y ella bien lo gozaba, cerraba los ojos, con las piernas....

—Suficiente. —Asqueado, Hajime dejó el plato en la mesa.

—¡¿Te imaginas cómo se sintió el pobre Hiromasa?! ¡Que un pez se la mamara mejor que él a su propia esposa debió ser muy vergonzoso! Dicen que en medio de su furia agarró al pobre animal, lo sacó del agua y lo pisó mientras ella no dejaba de llorar. ¿No te parece una tragedia muy peculiar? Ahora ambos son mal vistos, sobre todo la señora.

—¿Y cómo no? ¡Es horrible!

Después de un prolongado silencio, la conversación continuó entre sake y otras anécdotas sucias de índole sexual. Que si tal señor padece impotencia, que si la mujer del campesino chilla como rata durante el coito... Ambos, bien ebrios, se reían a carcajadas imitando las onomatopeyas. Y es que Hajime nunca se había sentido tan confiado con alguien. De hecho, a propósito había llevado la bebida, porque solo así tendría el valor de conversar sobre los lirios rojos y esos demonios que le aquejaban.

—Oye, Yi Feng —dijo acalorado, con el rostro rojo y sudado—. Me gustaría hablar contigo sobre algo.

—¡Lo sabía! —gritó el otro—. Sabía que tanta amabilidad espontánea no era posible viniendo de un sujeto tan taciturno como tú —hizo una pausa, y luego se mostró interesado—. A ver, te escucho.

—Hace poco hablé con Shun... y me dijo que tú eres... raro. —Las palabras salían con dificultad—. Que una vez le hiciste propuestas indecentes. ¿Sí sabes a qué me refiero?

Y si hasta entonces la sonrisa bobalicona había permanecido en el rostro acalorado del jovenzuelo extranjero, después de aquellas palabras comenzó a ensombrecerse hasta convertirse en el disgusto personificado.

—¿Es eso? ¿Vienes a burlarte de mí? —Y en un impulso iracundo, se puso de pie—. Si lo que deseas es satisfacer conmigo tu morbo asqueroso voy a pedirte que te largues. Vete ahora mismo antes de que me moleste de verdad y lo lamentemos después.

—¿Eh? No, Yi Feng, aguarda —viendo su oportunidad esfumarse, Hajime se apresuró a retenerle arrastrándose hasta tirar de la ropa ajena—. Esas que mencionas no son mis intenciones. Yo solo deseaba refugiarme en ti porque me encuentro en una situación difícil y pensé que el único capaz de comprenderme, de ser cierto lo que menciona mi primo, serías tú.

—¿Qué es? —Paulatinamente, sin bajar la guardia, el semblante del otro muchacho se suavizaba.

Y, en un acto desesperado, Hajime se inclinó en reverencia avergonzada ante los pies blanquecinos de Yi Feng. Bajando el rostro, realizó su petición.

—Para decírtelo necesito primero conocer tus verdaderos sentimientos por Shun y tener la seguridad de que lo que te narre aquí y ahora no se lo dirás a nadie como yo tampoco pregonaré tu secreto, si es que me lo confías; júrame que no divulgarás esto como el incidente del pescado porque entonces estaré en muy serios problemas. ¿Puedo confiar en ti? ¿Soy digno de tu confianza también?

El muchachito como vara de bambú se llevó las manos a la cintura y dio un par de vueltas, sopesando su decisión. Se abanicaba, limpiaba su sudor. En algún momento paró en seco, mientras el aire que se colaba por la ventana columpiaba sus cabellos. Desde aquella perspectiva, ¿no era poseedor de una sublime belleza también? Más frágil, más etérea, en contraposición con su carácter. Hajime creyó haberse vuelto un poco más loco tras aquel pensamiento.

—Realmente eres vil. —Al fin declaró—. Me emborrachaste solo para sacarme la verdad —avanzó despacio y se volvió a sentar—. Pero, ¿sabes? Eso suena a una maniobra que yo mismo hubiera llevado a cabo —volvió a sonreír, apenado—. Disculpa si mis sentimientos se exaltan de un momento a otro, eso que aconteció con Shun fue apenas durante el último año nuevo... todavía duele un poco ¿sí? Nada de lo que mencionemos saldrá de estas cuatro paredes. Te narraré el suceso, pero con la condición de que antes me permitas escuchar lo que tienes que decir tú.

Y así fue como Hajime, al verse libre, comenzó a narrar todo desde el principio; desde su convivencia cuando eran niños hasta los primeros días de su regreso. Todas aquellas palabras fluían en forma de poderosa catarsis. El problema se suscitó cuando llegaron al evento del armario. Entonces el sastre comenzó a balbucir mientras el otro solo lo observaba divertido. Era ridículo presenciar cómo buscaba eufemismos para todo, como un anciano pudoroso... no, ni siquiera los ancianos o mujeres más hipócritas eran capaces de semejantes enredos.

—Entonces vi... su... pepino de mar, ¿entiendes?

El otro negaba entre risas.

—¿De qué te burlas, Yi Feng? —Hajime comenzaba a reír con nerviosismo también—. ¿De mi pepino de mar?

—No, del tuyo no... del de Shun.

Ambos estallaron en risotadas, más ebrios todavía. Después siguieron las explicaciones de cómo el pepino negro y espinoso se refugiaba en la cueva de aquella mujer y cómo eso perturbaba el corazón de Hajime.

—Pero, es que, esa cueva...

—Coño.

—¿Qué?

—Repite conmigo: coño.

—No puedo.

—Vamos, dilo. ¡Coño!

—¡Que no puedo!

—¡Coño! —El vecino pudo haber escuchado semejante grito.

—C-coño...

—¡Coño!

—¡Coño!

—Bieeeeeeeeeen. —Yi Feng sirvió más sake y ambos brindaron con torpeza, uno a la izquierda y el otro a la derecha, asunto terrible.

Lo que restó de la tarde fueron risas provocadas por el sonido de las mismas risotadas; todo parecía graciosísimo para ambos. Nada fue respetado: ni el primo, ni la mujer, ni las supersticiones florales que hasta entonces se habían convertido en el mundo de Hajime. Todo carecía de importancia. ¿No podía acaso permanecer ebrio de por vida al lado de Yi Feng, el único capaz de hacerle olvidar todas esas tonterías? De hecho, con sus visitas del té era igual. Por breves instantes le entretenía, aun cuando parecieran en desacuerdo y fuese difícil admitirlo. Al final, durante el crepúsculo, después de llorar incluso con irreverencia debido al esfuerzo, ambos parecían muy tristes tumbados en el suelo. Veían al techo, luego se buscaban las miradas.

—Entonces dices que Shun tuvo relaciones con Yoko. —Casi en un susurro, Yi Feng reflexionaba.

—Sí, con ella.

—Hace una semana Yoko se cayó de su caballo —explicó con la muñeca derecha recargada sobre su frente húmeda—. Dicen que aquel día había utilizado una fragancia nueva, traída del extranjero por su esposo. El caballo debió enloquecer por ello... aunque no estoy seguro, parece ser la explicación más coherente.

—Espera... ¿Yoko está casada?

—Sí, con un comerciante veinte años mayor que ella —dijo con pesadez, cambiando de postura—. Ahora no puede levantarse la pobre... el caballo le pasó encima, como aquel que te iba a aplastar el día en que nos reencontramos.

—Cierto.

Reencuentro. Ambos se sumieron en un silencio melancólico.

—Entonces, ¿qué opinas sobre mis sentimientos?

—Creo que estás jodido —espetó en un suspiro—, inclusive más que yo. Por donde lo veas, es incorrecto e imposible. Es... terrible.

—Eso ya lo sé. Pero ¿por qué él se comporta así conmigo? ¿Encuentras lógica a eso?

Una risa amarga.

—Debes disculparme por lo que voy a decir, pero creo que tu primo está enfermo —mencionó de forma contundente—. Enfermo de deseo, de sexo. Cuando él y yo nos reuníamos, solía narrarme todas sus proezas sexuales. ¿Te das cuenta de que por algún extraño motivo la gente suele confiarme ese tipo de confesiones? —rio—. Ahora mismo ya no deseo hablar sobre lo que me contaba, porque creo que toda la tarde nuestra conversación ha girado en torno a indecencias ajenas. Tampoco me parece que te haga feliz escucharlo, pero... bueno, su promiscuidad y apetito erótico pueden resultar desconcertantes, considerando que siempre alardea sobre los placeres sublimes cuando él se ha perdido en los carnales.

Aquella última reflexión provocó un pequeño dolor en el corazón de Hajime, incluso en estado de ebriedad. ¿Entonces no existía convicción de por medio cuando leían en las tardes doradas? ¿Por qué a él nunca le había confesado aquellos deleites?

«Él y yo solíamos caminar hasta que nuestros pies ardían. Nos conocimos en la tienda, y desde que discutimos sobre los atributos medicinales de ciertas hierbas, no dejamos de conversar sobre cualquier banalidad. Una vez fuimos al río, pero a mí me dio una piedra y me mostró cómo lanzarla para que rebotase dos o tres veces... no me ofreció ningún lirio ni nada por el estilo. Supongo que a ti te aprecia más porque comparten carne y sangre. De alguna forma, estoy un poco celoso ¿lo sabes? Sin embargo, en algún momento yo me convertí en aquel cofre donde guardaba con deleite sus amadas prendas enlodadas, sucio privilegio que tú no posees. Eventualmente, comprendo que te hayas enamorado de él; quizás la seducción le persiga de forma innata. Yo estaba muy confundido; en algún momento creí que su sonrisa brillaba más cuando yacía a mi lado. Con torpeza, fui capaz de semejante atrevimiento... incluso ahora me avergüenzo. Bebíamos, cantábamos, incluso tallamos nuestras espaldas y... en año nuevo, ebrios, intenté darle un beso. ¡Pfff! Jamás he recibido un puñetazo tan horrendo como el que me lanzó al ojo durante aquella madrugada, bajo los fuegos artificiales. Permanecí con el párpado hinchado por días. También me rompió el pómulo, supongo que habrás notado mi cicatriz. Aquellas manos tan amables pueden llegar a ser muy duras también. Desde entonces se ha dedicado a difamarme y yo a él. Somos un par de inmaduros, supongo.»

Un suspiro prolongado. Ambos se miraron con ternura. De pronto, los dos jóvenes se sentían como una pareja de mujeres usadas y engañadas por el mismo desgraciado. Qué gracioso. Qué triste al mismo tiempo.

—Y... ¿qué sugieres que haga?

—No lo sé, yo solo tengo diecisiete años —dijo agobiado—. Trabaja, lee, consigue una novia, viaja... —pronunciaba como una mariposa que avanza con cautela— aléjate de él. Es lo mejor. A mí me ha funcionado... aunque ahora que me narras esto, no puedo evitar recordarlo y que duela el corazón.

—Entonces es así.

Sin percatarse, entre charlas sobre el descubrir de los sentimientos, la oscuridad descendió y con ella los chirridos de las últimas cigarras. Yi Feng ofreció a Hajime, casi en forma de súplica permanecer a su lado aquella noche. Sin embargo, el sastre, al no creer que su encuentro otoñal se prolongaría hasta la salida de la luna, decidió no avisar en casa que pernoctaría. Yuriko en ocasiones podía ser bastante aprehensiva, por lo que decidió partir incluso en el severo estado alterado en que se hallaba.

Su entonces ya camarada de penas le acompañó a la mitad del camino, andando en eses. Seguían riendo, diciendo tonterías. Bajo un fulgor fantasmal, se despidieron.

—¿Estás seguro de que puedes llegar?

—Sí, ¿y tú?

—También. Oye... no olvides guardar silencio. Nadie puede enterarse de esto, ¿vale?

—¡Es una promesa!

—Nos veremos después, flor esqueleto.

—¿Qué?

—Nada, nada. Ve con bien, ven a verme antes de que partas en tu viaje.

—¡Es cierto! ¡Ni siquiera te conté en qué consiste! —sonrió sinceramente—. Mañana vengo, si no muero por la resaca.

—Trato hecho.

Y continuó su camino con una sonrisa en los labios, incapaz de hilar ideas más allá del pescado y la mujer. Cuando hubo llegado a la morada, un poco más sobrio después de que la brisa nocturna empapara su rostro, halló con un quinqué encendido a cierta silueta que le aguardaba en la mesa de siempre, en silencio. Shun, al verlo entrar, le mostró una sonrisa desconfiada.

—Estoy en casa. —Hajime avisó. Por desgracia, su voz se quebró a media oración.

—Has estado bebiendo, ¿verdad? —inquirió con la curiosidad brillando en sus ojos de felino.

—Sí... tengo mucho sueño —dijo pasando a su lado, sin prestar atención—. Buenas noches.

Y así, sin más, dejó al otro con el aliento en los labios para dirigirse de inmediato a su habitación.

Shun, el de ego magullado cuando se le ignora, permaneció entre sombras de sospechas.


Artista: Kitagawa Utamaro

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