測定 (m e d i d a) --- 川 (r í o)
測定 (m e d i d a)
Incluso si pretendía tragarse el insecto y envenenar los retoños nacidos durante aquel crepúsculo infernal, toparse con Shun cada día conllevaba el descubrimiento de una nueva sensación. En ocasiones era como hallar a un oni entre los árboles a media noche: terrorífico y excitante; en otras, no podía evitar el necio rubor tintando sus mejillas y el encogimiento de su cuerpo magro, pues recordar el sexo del primo despertaba la lengua de una araña intrusa en su entrepierna. Tan solo verle las manos suaves y bien talladas, aquellos dedos largos con los que podría alcanzar el nirvana, era como un soplido veraniego a los placeres sensuales que se ocultaban en la piel recatada de Hajime.
También existían aquellos instantes en los que mirarle fastidiaba a su corazón mancillado; odiaba la sonrisa que le ofrecía antes de partir, o esos aires intelectuales que si antes admiraba con el profundo respeto que se le dedica a un superior, a partir de entonces leía en ellos una vil prepotencia. Abominaba las ganas en su pecho alocado, se condenaba a sí mismo por sus deseos y se flageló durante cuatro noches mordiendo su mano cuando las mariposas llegaban después de una fría convivencia juntos. Y puede denominarse fría porque Hajime así lo propiciaba, manteniendo una mayor distancia y la mirada fija en las flores del jardín.
Sin embargo, al carecer de un motivo directo para su desprecio, no le restaba al joven más que vivir con el apetito censurado. Debía ser agradecido, amable, continuar con la máscara que al parecer todos portaban en silencio. Así, sumido en la resignación, reflexionó sobre el traje que unos días antes planeaba con fervientes intenciones confeccionar para el príncipe. Melancólico, se decidió a realizarlo con encogimiento, por lo que una mañana preguntó a Shun si podía tomarle medidas. El mozo se entusiasmó con la idea, pues era capaz de leer entre líneas los propósitos de Hajime; entonces colocó su silueta tras el biombo, obediente pavorreal.
Entre tímidas sonrisas, el joven sastre apuntaba el ancho de su espalda, los brazos, la cintura reducida de quien brillase con la gracia de un cuerpo naturalmente hermoso y bien proporcionado. Admiraba la tersura de su nuca, los puntitos esparcidos en el cuello, las hebras de cobre como suave plumaje. Cuando reía, sus ojos parecían dos líneas alegres. El aroma, la presencia del fruto cuyo almíbar es el único que puede satisfacer la sed impiadosa. Si tan solo Shun supiera lo sublimes que eran incluso sus cicatrices, si tan solo se enterara de lo dulce que su carne relucía y los placeres a los que invitaba, se hubiese proclamado emperador. Sus plumas de por sí hinchadas habrían de extenderse aún más.
—Hajime. —El ente de aura dorada habló—. ¿Qué harás esta tarde?
—¿Yo? Lo de siempre, trabajar —replicó amable, en el fondo con fingida apatía y una creciente curiosidad—. Quizás salga unos momentos al mediodía.
—¿A dónde vas? —Shun inquirió de golpe, con demandante gentileza. Al percatarse de ello, suavizó la expresión—. Si se puede saber, por supuesto.
—Iré al templo y después a tomar un baño.
—Un baño, ya veo... ¿y no te gustaría acompañarme a realizar una entrega? —inquirió animado, irradiando esa vibra que podía hacerlo confundir con una deidad—. De regreso te mostraré un sitio que puede calmar tus malestares. Sé que aprecias la naturaleza tanto como yo, por eso me haría feliz que vinieras. ¿Sí?
—Por supuesto. —Hajime, no tan entusiasmado ante el ardor de su pecho, asintió—. Espero que Yi Feng no se moleste si es que declino su invitación al té...
De pronto, la expresión animada de Shun se esfumó. Parecía desconcertado, preocupado e incluso molesto. El joven sastre sintió su carne apuñalada por la mirada ajena, por esa expresión hostil que muy de vez en cuando incomodaba a quienes le rodeaban tras un comentario inapropiado. Y estuvo a punto de entrar en pánico, cuando el primo intervino.
—¿Yi Feng? ¿El calígrafo extranjero? —El atisbo sombrío no se apartaba del rostro.
—...Sí.
—Ustedes... ¿son buenos amigos? ¿Dices beber el té en su compañía? —Bajo su voz yacía un evidente recelo, una violencia calmada que punzaba en amable carmesí.
—Sí —avergonzado, sin saber aún por qué, Hajime respondía componiendo el traje del que lo interrogaba—, de vez en cuando viene y conversamos mientras trabajo. ¿Por qué la pregunta?
—... Nada en específico. —Suspiro. Expresión fría—. Solo me gustaría advertirte un asunto delicado respecto a él.
—¿Qué es? —El joven sastre comenzaba a alarmarse.
—No deberías brindarle todas tus confianzas. —Shun decía intrigante mientras se sentaba en un pequeño banco—. Hace un año solía reunirme con él como lo hago contigo ahora; leíamos, realizábamos largas caminatas juntos, incluso llegamos a beber en un par de ocasiones. Al parecer el pobre confundió mi amabilidad con algo más —jugando con sus manos, escupía poco a poco el veneno de su lengua bífida—. Verás, Yi Feng es un desviado y me hizo propuestas indecorosas. No permitas que se confunda contigo. Después de todo, es un ciudadano chino, ¿qué puede esperarse de alguien así?
Hajime, con el corazón todavía más conflictuado, se esforzaba por fingir serenidad. Las palabras del primo, las palabras del compañero. ¿Cuáles debería creer? ¿Ambas? ¿Ninguna? De alguna forma, aquella lanza había penetrado justo entre sus costillas, aún si no había sido dirigida a él. Y comenzaba a sangrar.
¡En qué sitio tan maniático había llegado a vivir!
—Lo tomaré en cuenta. —Se limitó a responder—. Gracias por la advertencia, Shun.
—Sí... no pienses mucho en ello, no creo que sea digno de tu atención —decía levantándose para salir detrás del biombo en pisadas cautelosas—. Yo ya me voy. Nos vemos en la tarde entonces. ¡Trabajemos duro!
Hajime asintió con una sonrisa y acto seguido se sentó a trabajar. Por supuesto, el vértigo rojo susurraba entre costuras la incredulidad ante dichas acusaciones. ¿Cuántas personas podridas le rodeaban? Sin contarse a sí mismo, quien reconocía sus defectos, por supuesto. Y si fuese cierto, Yi Feng se convertiría en otro ente digno de suspicacia. Entonces le ocultaba aquella información... de pronto su amabilidad se volvía sospechosa, ¡y pensar que era tan joven! Aquel muchachito transparente como la flor esqueleto, en apariencia enfermizo ¿en verdad guardaba semejantes colores prohibidos en su interior? De pronto se moría de curiosidad, al tiempo que un celo tranquilo se hilvanaba entre sus dedos.
El dolor tampoco se hizo esperar. De alguna forma, su objeto de profundo deseo le había rechazado indirectamente con la crueldad y el filo de una katana. Su eterna risa amarga se asomaba. Antes ellos dos pasaban tiempo juntos, ¿no? Y el mancebo de cristal había caído irremediablemente ante la belleza de Arimura Shun, justo como él, que mostraba los primeros indicios. ¿Sería que el mismo primo lo propiciaba? No, no, el desvío de Yi Feng seguro se debía a la delicadeza de su fisonomía. ¿Y si su corazón guardaba el alma de una fémina, naturaleza equívoca? No, no, era una aberración compararse... porque él, Hajime, era un hombre orgulloso, y en ningún momento su padecimiento podía deberse al mismo motivo que el otro.
¿Qué habrá ocurrido entre ellos?
¿Yi Feng puede ser aquel en quien busque refugio?
¿Y si me difama?
¿Por qué de pronto estoy tan celoso?
Hajime trepaba, enredado en la telaraña, hasta que a lo largo de la mañana un suave repiqueteo sonó en la puerta del local. Ante él, vestido como la hierba fresca en un día nublado, Yi Feng hizo acto de presencia.
—Hola, Hajime. Llama a Yuriko-san, que hoy traigo té.
Y con su eterna sonrisa pícara se sentó ante el joven cuyos ojos no volverían a juzgarlo de la misma forma.
川 (r í o)
Cuando la luz del sol dejó de ser violenta y los rayos desmayaron en una sanguinolenta siesta vespertina, las dos figuras partieron hacia el norte en busca de un anciano que periódicamente realizaba encargos a la tienda. Entregarían un paquete. En el camino, Shun y Hajime conversaban sobre cualquier tontería; cómo predecir el clima, lo tristes que lucían las mariposas de un ala pisadas en el asfalto, y el extraño estampado que un día el mayor observó en el kimono de una mujer; sobre la nostalgia, sobre los amigos de Hajime en el pueblo del que había retornado, y demás reflexiones dignas de una tarde ociosa. Sí. La sonrisa del primo era digna de caricias. Dolía, dolía. Antes de partir, el jovencito había vendado su mano derecha. Si antes tuvo la fortuna de que nadie descubriera sus heridas cubiertas con la manga, probablemente aquella tarde el pavorreal mantendría su vista en él.
A decir verdad, de alguna forma, el sastre se sentía más cómodo yendo unos pasos atrás del otro. Aquello le permitía no solo estudiar con sigilo aquellas zancadas suaves y volátiles como flores que impulsaban al cuerpo bien torneado en un pequeño brinco casi imperceptible, en ese andar continuo y melodioso; o acaso la manía de pasar cada determinado tiempo los mechones de cabello atrás de la oreja rojiza, sino que también obligaban a Shun a buscar el contacto visual con él mientras pronunciaba con sus labios carnosos mil anécdotas que divertían a ambos. ¿Cómo podía en cuestión de dos ráfagas con aroma otoñal volverse a apropiar de su corazón en llamas? Sufría, no podía negarlo, al recordar su mirada gélida cuando se refería a los supuestos sentimientos de Yi Feng. ¿Cuál sería su rostro si conociera los suyos? Hajime identificaba ya los ademanes, muecas y siluetas de quien lo instruyera en datos geográficos justo antes de llegar a la morada del viejo... y se preguntaba cuál sería el verdadero rostro de Shun para él.
Suspiro. El viento.
La entrega fue un guiño efímero, pero bastante amigable, más de lo que el joven esperaba. Así, en reverencias que ennoblecían los rasgos de Shun, retornaron después a paso lento pero constante hacia el sitio prometido. Hajime, de alguna forma, supuso que se dirigían hacia la orilla del río. ¿A dónde más podía ser? Comenzaba a leer los pensamientos del primo, porque después de todo, tantas horas juntos brindaban lazos inquebrantables en forma de frutillas rojas. En la boca, un sabor agridulce.
Durante el esplendoroso crepúsculo, mientras el viento mecía sus ropas, Hajime observaba ambas sombras. Peces koi. Los cabellos alborotados de los dos y el brillo en los ojos de Shun como la miel. Las ráfagas comenzaban a enfriarse, los tonos se volvían cárdenos. El jovencito era invadido por la melancolía, mientras guardaba una corazonada en su pecho. De pronto recordaba al primo de la infancia, el que aterraba, el que aún a pesar de todo no podía parar de ver; la violencia, las espaldas recargadas una en la otra, dos niños siendo víctimas de la tierna crueldad propia de la edad. El cielo claro del atardecer. Aquellos días se dibujaban como acuarelas, distantes, mejores de lo que fueron en realidad a través de la nostalgia. Y los labios húmedos y tibios iban a pronunciar alguna memoria, cuando ante los orbes se postró una imagen majestuosa.
—Llegamos, Hajime.
Las manos ajenas se apoyaron en sus hombros. En efecto, habían llegado al río.
Con los silbidos del viento reverberando en su dermis, el aroma agridulce del cuerpo y el agua a su alrededor, el joven se detuvo con una expresión quebradiza. Un prado escarlata murmuraba a sus pies; cientos de arañas rojas mascullaban entre sí el idioma de las flores, pequeños fuegos artificiales, llamaradas carmesíes que brotaban de la tierra. Ellas se mecían, se revolvían entre los tenues gruñidos del roce de sus pétalos. Hablaban, si, formaban un mensaje siniestro. Pensó en un canto horrible y sublime de la naturaleza; tan profundo como el de las cigarras. Más lejano, quizás. Y se le ocurrió que probablemente solo él podía escucharlo.
—Higanbana. La flor de los infiernos... una vez más. —Aquello último lo susurró más para sí que para el otro, evocando las terribles imágenes.
El mundo comenzaba a distorsionarse muy hermosamente.
—¿No te encanta? ¡Ven!
La figura juguetona de Shun, balanceándose entre la realidad y el ensueño, se adentraba al prado con velocidad. Giraba, sí, formando una espiral bermellón. Con aquel gesto, ¿no pertenecía ya a aquellas flores? ¿No se fundía la carne con el pétalo? Pronto dejó caer el pequeño bolso que cargaba y se tumbó con los brazos abiertos en el prado. La risa le invitaba a imitarlo, los dedos que le apuntaban también. Hajime, temeroso, anduvo entre aquellos seres murmurantes sosteniendo el ardor de sus entrañas y se sentó al lado de su primo.
—¿Qué sientes? —reposando, Shun inquirió.
—Esta imagen, este prado... me perturban. —El agua rugía, y en el cielo la luna asomaba la mitad de su rostro rosáceo—. Ellos dicen que la entrada al infierno luce así.
—¡Ah! —Con los ojos cerrados, en desinhibido regocijo, el casi hermano se dejaba absorber por la higanbana—. ¡Ellos mienten! ¿Cuándo han ido y regresado? Y si es que poseen la verdad... ¡entonces el infierno debe ser el paraíso!
Hajime guardó silencio. Ciertamente, le fascinaba la forma en que el esqueleto desvergonzado se entregaba a los placeres naturales sin importarle los prejuicios o designios sociales. Le gustaba su forma de pensar... de ahí que le admirara y recientemente repudiara tanto al mismo tiempo. Flor de mal augurio decían y, aún así, él la mantenía en el florero. La paz en su boquita de botón, en las pestañas largas, el viento meciendo sus hebras, las extremidades lánguidas que permitían admirar la piel casta de sus antebrazos poco expuestos al sol. Aquella piel nívea, inmaculada, de terciopelo... bastaba con inclinarse para besarla. Y miraba la venda de su mano, después al río, después a la higanbana.
¿Por qué siempre sigo los designios ajenos?
¿Es que no puedo reflexionar por mí?
Estuvieron allí durante algunos instantes silenciosos. Hajime pensaba en que nunca olvidaría aquel instante, podía sentirlo tatuándose en ese mismo recoveco donde yacía el abrazo que lo inició todo. Sentado, envolvía sus piernas. Se sentía tan extraño, tan anhelante. Si pudiera extender sus dedos y rozar el fruto sonrosado... el torso que subía y bajaba apacible. La imposibilidad del contacto dolía más que cualquier colmillo clavado en la palma. Hajime solo podía sentarse a observar cómo las gotas de profundo granate se derramaban sobre la tierra.
Por su parte, tras un suspiro de alivio, Shun abrió un solo ojo en ademán travieso para espiar al muchachito. Aquel era un hombre en armonía con su cuerpo, alma y espacio.
—Hajime. —Le habló. Una exhalación de canela—. No te habrás olvidado del baño, ¿verdad?
El otro, que yacía bien inmerso en su desgarre vespertino, reaccionó con alarma. Aquella sonrisa maliciosa le heló la sangre. ¿No la había visto antes, oculto entre la seda? ¿Cuáles eran sus intenciones? Como fuese, no podía simplemente yacer desnudo a su lado sin temer al demonio de la seducción.
—¿A qué te refieres? —logró apenas balbucir.
—¡No finjas! Vamos a bañarnos. —Y el primo tomó su brazo con pereza, aún sin levantarse.
Oh, el roce anhelado. ¿Cómo podría rechazar aquella invitación sin dejar alguna pista de sus verdaderos sentimientos? ¿Cómo luchar con el hervor de su corazón?
—Creo que por hoy pasaré —comentó con un gesto que, sin poderlo evitar, brotó en forma de disgusto—. No estoy acostumbrado a hacerlo en el río y podría enfermar.
—¡¿Enfermar?! —Shun se levantó de un brinco—. ¡Enfermarás si no te bañas! El agua de aquí siempre me limpia el alma. Ven, acompáñame. —Y le tendió la mano para que se colocara de pie.
Lo hizo, nervioso.
Con certeza, Hajime había designado el asunto de las discusiones a sus encuentros con el que hubo vendado antes sus piernas heridas. Poco importaba. En cambio, cuando se trataba de su familiar, nunca se resistía a las peticiones y aceptaba al mismo tiempo sus críticas porque seguramente él debía poseer entre sus manos calientes la verdad. No obstante, durante aquel crepúsculo la riña fue contundente. El joven sastre, en cuanto se hubo negado, fue imposible moverlo. El mismo primo se sorprendió y, quizá, vaciló en su omnipotencia.
A final de cuentas, un Shun con fingida molestia y actitud orgullosa se desnudó en el prado, deslizando las suaves telas por los músculos de la espalda, la cintura y los muslos, hasta deshacerse en los pies. Tomó el paño que traía en el bolso y continuó hablando con Hajime sobre los mismos asuntos de antes. El joven sastre, mientras respondía con monosílabos, se esforzaba por mantener la vista en las largas líneas de la flor más cercana... cuando en realidad, de reojo, admiraba los pliegues del cuerpo ajeno. Sano, de espaldas, se estiraba y palpitaba con la piel erecta al contacto del viento. Avanzaba a paso seguro, asunto que le resultaba profundamente erótico al mirón. Las caderas se balanceaban, los dedos hábiles palpaban el espacio. Así, se adentró al agua y comenzó a bañarse.
El otro, también con una máscara de indiferencia, se había limitado a sentarse en la orilla y remojar sus pies. Los observaba nublados a través del agua; las gotas, las rocas, las plantas del fondo. Algunos insectos volaban a su alrededor. El eco de las risas, del río, y un viento que con su beso de muerte por breves instantes pretendía ahogarle.
Y Hajime pensó en una pregunta bastante interesante que plantearle al sabiondo, cuando se percató de su suave ausencia. Después del último comentario parecía haber sido robado por el viento. La sensación de un pez brincando en su corazón sacudió al más ingenuo. Apenas los ojos nerviosos le buscaban a su alrededor, entre las rocas y a sus espaldas, cuando unos dedos atraparon sus pies y de entre sus piernas vio emerger a la ninfa juguetona escurriendo y mojándolo de paso apoyado en sus rodillas. Pronto las carcajadas ajenas volaron por el espacio debido al sobresalto y la expresión de horror de Hajime. El corazón desbocado ante el contacto le obligó a revolverse en su lugar.
—¡Deberías verte! —decía Shun entre risas, mientras el otro joven se quejaba e intentaba zafarse del agarre en que las manos hirvientes le tenían preso.
—¡Casi me matas! —Avergonzado, el otro auxiliaba al primo a salir del agua y sentarse a su lado. En el rostro portaba una risa artificial.
—No es tanto, no es tanto... —Shun se sacudía el agua con las manos. Las gotitas volaban desde los brazos, del torso.
—El agua se siente bien —comentó Hajime, intentando desviar su propia atención—. Está fría, pero es soportable.
—Te lo he dicho antes, pero no me hiciste caso. —Con la boquita de ave que en vez de parecer un puchero denotaba más el deseo de un beso, el mayor miraba a su al rededor—. Aguarda aquí, no te muevas.
El primo se levantó y lo último que el sastre fue capaz de admirar fueron los tobillos despojados en veloz marcha, quienes sostenían con la fuerza de un cerezo el cuerpo entero. Los tonos violetas del cielo se tornaban azules. Estaba anocheciendo. Hajime aguardaba. Las cigarras cantaban. Cuando Shun reapareció, notó que se encontraba semidesnudo; portaba el traje encima negligentemente cerrado, de forma que cuando volvió a sentarse a su lado, toda una pierna larga se asomaba. Los muslos suaves y regordetes le recordaban a los de una mujer. Podía ver las clavículas también, húmedas bajo el rocío del cabello largo y húmedo, y un pezón rosa que se asomaba.
—Desabrocha tu traje. —Shun demandó, portando en la mano otro paño que había cargado para su compañero.
Acto seguido, lo remojó en la corriente con calma y cuidado para, después, pasarlo por el cuello de Hajime. Balanceo, balanceo de las flores con el viento. La tela limpiaba el sudor, él silbaba una tonada tradicional. Sus ojos lo admiraban casi tan intensamente como él siempre lo hacía con el otro. Por algunos instantes, quizá, el jovencito desnudó el alma y consintió que la belleza de Shun se adentrara en forma de caricias. Se dejaba arrullar por la canción de la naturaleza; pronto cerró los ojos y las manos ajenas pasearon los rastros acuosos por el rostro, la nariz, y los labios con gracia.
—Eres un lirio rojo, ¿ya ves?
A final de cuentas, la intimidad del momento despojó el torso de Hajime con un beso. El algodón de tonos cálidos se atoraba en la cadera; las manos se apoyaban en los muslos semidesnudos también. Él se dejaba hacer, permitía a Shun explorarlo, resoplar en su nuca murmullos que evocaban las cuerdas del koto a través de una voz armoniosa. Sentía limpiar con suavidad la delgada espalda, los hombros huesudos. Si ladeaba con suavidad su rostro con los labios entreabiertos, se topaba con los otros remojados. Mejilla con mejilla, tibias, íntimas, cercanas, al borde del roce. Miradas profundas. Bajo la ropa, una erección; las entrañas suplicando el contacto sexual.
Porque la unión erótica ya existía.
Concluida la labor de ensueño, el primo abrazó a Hajime y recargó su barbilla en el hombro izquierdo. Ambos yacían unidos en aquel agarre íntimo que acoplaba los palpitares corporales. Arriba, la media luna resplandeciente, ominosa. Latido. Latido. Y con las miradas intensas entrecruzadas, miel contra marrón, Shun se atrevió a sonreír transformado en el espíritu de la tentación.
—Te tengo —susurró.
Acto seguido, soltó la calidez ajena y se puso de pie para recoger su bolso y colocar adecuadamente su indumentaria. Así, rápido, había roto el encanto para prolongarlo en el alma de quien lo hubo sufrido. Después de aquel murmullo, el mundo del hechizado guardó silencio. Congelado, recordó una vez más aquellos días dorados de infancia; cuando Shun le tenía apresado contra el suelo, cuando demostraba su supremacía en fuerza física e imploraba: ¡Te tengo! De alguna forma, ambos yacían empapados de recuerdos durante aquel crepúsculo. Le alegraba saberlo. No obstante, aquella última expresión se saboreaba distinta; había algo de por medio, una flor con los pistilos lúbricos. Cargado de sensualidad, de viril potencia, se proclamaba como superior una vez más... pero en un terreno distinto.
—Me tienes, Shun, me tienes...
Tras liberar aquellas tenues palabras en el viento, se levantó y acomodó para partir una vez más. Y se deslizaba camino a la realidad, no sin dolores en el sexo insatisfecho, afuera del prado escarlata... cuando la voz del amado lo detuvo.
—¡Hajime!
Y, al volverse, observó la imagen ominosa cargada de mayor belleza durante aquel encuentro.
Shun, con una sonrisa impregnada de dulce crueldad, le ofrecía una higanbana arrancada. En sus ojos lucía el brillo de aquella tarde, cuando aspiraba el aroma de la cabellera femenina. Sí.
Como lanzándose al vacío, Hajime corrió a su encuentro, tomó la flor por el tallo y se la llevó a los labios, ante la expresión complacida del casi fraterno.
—Guárdala, Hajime. Y si mañana tus vivencias se tiñen de carmín... deberás agradecérmelo.
Aquella frase sería digna de posterior reflexión.
Ambas figuras caminaron de regreso a su hogar en la creciente oscuridad. En una mano, la flor; en la otra, la máscara.
Cuando hubieron llegado, hallaron para su sorpresa en la morada una sombra más. Era Yuriko embelesada con el líder de la familia, la sombra más grande ante la mesa. Y solo entonces, los jóvenes agacharon el rostro y corrieron a sus sitios, apartando las impresiones recién compartidas, así como todo sentimiento de preponderancia.
Sin embargo, en las dos habitaciones refulgían bajo la luna los lirios rojos.
La evidencia del deseo.
Artista: Kitagawa Utamaro
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