桜 (c e r e z o) --- お母さん (m a d r e)

(c e r e z o)

Fue una mañana de abril, en el retoñar de la primavera, cuando cedieron la tienda a las manos femeninas para sincronizar por fin sus pasos y encaminarlos hacia el templo. Recibieron la bendición correspondiente, seguida del tintineo de la vieja campanilla en la puerta; el último deseo invernal estaba siendo concedido. La primera silueta, bella y serena como la luna, contempló con fascinación las calles cual si regresase a su hogar después de una década en alta mar. La segunda, como un tímido sol a sus espaldas, brindó su mano al príncipe sangrante, y veló su bienestar cumpliendo sus deberes de fiel sirviente. Cuando una ráfaga de viento les acarició, Shun se volvió a contraluz con una risa cálida; Hajime, sosteniendo sus largos cabellos alborotados, respondió con la inocencia renacida en sus labios.

Anduvieron juntos por las calles, despacio, tomados del brazo con amabilidad. Ambos contemplaron con melancolía los colores de una cometa enredada entre las ramas de un árbol; Hajime, curioso, la rozó en vano con las yemas de sus dedos ante la mirada añorante de su primo. Después, se detuvieron en un puesto callejero y eligieron los dulces más esponjosos para compartirlos en el camino; se pararon ante un gato para jugar con él y admirar su belleza, tal como a los peces de la laguna, tal como los cerezos en flor que dirigían al templo. Aquella mañana, a principios de abril, Arimura Shun y Yamada Hajime vivieron en unión momentos propios de una pareja convencional; jóvenes, genuinos, radiantes. Las siluetas, inmersas en su forma única de pureza, fueron admiradas por el pueblo receloso.

Tras las reverencias en silencio, la súplica por la buena fortuna, y las monedas otorgadas, caminaron a los alrededores entre las flores que teñían el cielo, el asfalto, de un rosa pálido. Hajime contemplaba los pétalos descender por los hombros, y después la cintura delicada del amado. Veía su cuello largo y refinado, los cabellos cobrizos bajo el sol que una noche antes habían cortado juntos. Hajime supo una vez más, en repetitiva epifanía, que le pertenecía. Lo supo en su corazón, en la realidad del ensueño.

Cuando Shun, resfriado y de cuerpo débil, halló difícil respirar, se sentaron a reposar en una banca teñida de rojo bajo la sombra del cerezo. Incluso los rayos del sol resplandecían en los tonos más dulces, a través de los pétalos. Para Hajime también dolía y agotaba, ardía intensamente en el pecho; sin embargo, estaba tan feliz, tan feliz...

—¿Qué sucede? —inquirió Shun con la curiosidad de un felino, colocando las hebras negras tras la delicada oreja.

—Nada —Hajime esbozó una sonrisa débil—, es solo mi eterno resfriado. Es solo...

—Conmigo no tienes por qué mentir. —Aquella voz honda, demandante, parecía el llamado de una quimera.

—¡Shun! —El jovencito, sin poderlo evitar, y siendo incapaz de mirarle a los ojos a causa de un pudor incauto, enterró sus uñas en la tela que cubría sus muslos—. Incluso si soy indigno, incluso si he caído de la gracia de Dios por todos los males cometidos, por los pecados que manchan mis manos... desearía que este trozo de nirvana durase por siempre. ¿Podrás disculpar a este enfermo de melancolía? —Y sonrió apenas, con los ojos empañados de tristeza.

La voz armoniosa replicó sin vacilar, entre el sonido de las cigarras.

—Yo también lo deseo.

Hajime, sorprendido, se volvió hacia Shun. El otro lo contemplaba con fijeza, atesorando en su pecho un sentimiento similar a la pasión; los cabellos mecidos con suavidad en el viento, ambas manos apoyadas en el rojo, tan cercano, tan dispuesto. 

—¿Sabes? —dijo el más joven de los Arimura, apoyando su brazo sobre el respaldo de la banca, y sobre el brazo su mejilla. Con los cabellos en el rostro, y sus labios suaves como la miel, ¿cómo contener el impulso de la veneración?— Cuando salimos pensé que mi ánimo habría de mejorar. De hecho, hacía tiempo que no recorría con mis pies una distancia tan larga y... hacerlo, de alguna forma, me alegra un poco —suspiró, desviando su mirada—. Fui confinado a mi alcoba desde aquel mediodía negro, tan presente incluso si el tiempo ha continuado su curso. Puedo narrarte todo a ti, ¿verdad, Hajime? —Encogiéndose de hombros, inquieto, contuvo la necesidad de tocar las manos ajenas—. Es gracioso, pero a pesar del dolor, incluso si no puedo confesarlo ante mi madre, lo recuerdo como un sueño —guardó silencio, después continuó—. El tacto del viento, la beldad imperante en la naturaleza, todo parece insuficiente cuando procuro llenar este nuevo vacío en mi interior. Ahora mismo me siento triste, Hajime; alienado, solitario, insatisfecho... quizás me encuentro negando algo sin que yo mismo me percate de ello o, peor aún, me atreva a confesarlo. 

—Shun...

—Hajime... —y alzó la voz, ofreció su mano de palma como la plata—. ¡Huye conmigo! ¡Sé mío!

—¿Eh? —El más joven, agobiado, se estremeció. Aquella era la primera vez que escuchaba esas palabras a plena la luz del día, en el mundo terrenal, y no entre las sombras de la íntima noche.

—Permanece así a mi lado por mucho tiempo, por la eternidad de ser necesario. —Y diciendo esto, tomó con delicadeza los dedos del sastre, quien lo contemplaba con la dicha y el horror en sus ojos—. Después de un invierno entero en tus manos, tuve los momentos de soledad perfectos para reflexionar y percatarme de mis errores, del sitio tan importante que ocupas en mi vida. —Y rio, tomando aún con más fuerza al otro—. Antes te has confesado perverso, dices yacer manchado... pero, Hajime, tú no eres un ángel ni un demonio. ¡Eres un joven testarudo de dieciocho años, justo como yo lo fui y lo soy! —diciendo esto, apoyó su mejilla en el hombro ajeno, con una actitud por demás escandalosa yaciendo en público—. Todo este tiempo, mientras procuraba la búsqueda de un imperio transcendente en la futilidad de los sentidos carnales, en jovencitas de pensamientos vanos, tú te ocultabas entre las sombras soportando el dolor de un amor no correspondido, ¿no es así? Tú, siempre oculto, avergonzado por los sentimientos más puros, más relucientes, sufriste mucho a causa de mi impertinencia; ¡preferiste sacrificar tu inocencia, solo para mantener limpio nuestro hogar!

—No, Shun, no... —Ante la voz imperante, Hajime se negó y procuró alejarse, con la vista atenta a un entorno amenazante.

Cuando los ojos impregnados de angustia yacían extraviados entre los árboles en busca de un posible testigo, los labios quebrados, entreabiertos y descuidados; el dueño de atributos tan sublimes fue arrastrado hacia un beso inevitable. Hajime sintió, bajo los rayos solares y la tierna sakura, los labios de su primo sobre los suyos; un par de manos que lo sostenían, las pestañas de unos ojos que se hundían en la brillante oscuridad, y la desesperación latente a cada segundo. Incluso si se resistía, si sangraba ante su contacto, el jovencito cedió por fin a un instante tan añorado. Cerró los ojos, se aferró a Shun, y acarició sus cabellos, su espalda, como si fuesen objetos sagrados. Permanecieron así, eternos, unidos.

Después, cuando Hajime recuperaba el aliento en medio de la agitación de su frágil corazón, y así su mundo entero, el primo continuó hablando:

—Incluso si naciste varón, si perteneces a esta terrible familia de enloquecidos, y la sensibilidad de tu alma te convierte en un ser extraño, esquivo, tan azul... he hallado en ti la calidez, la compañía, la comprensión propia de una esposa. —Y sonrió, murmurando después al delicado oído—. ¿Deberíamos entonces casarnos?

El joven sastre, tras semejante ocurrencia, no pudo evitar reír despacio y después, poco a poco, a borbotones... como hacía tanto tiempo no reía, al borde de las lágrimas. Aquella imagen de un matrimonio feliz, tan cálida, tan amable, llenaba de ilusión incluso a un alma tan sombría como la suya. Sin embargo, ¿por qué se tornaba tan triste, incluso monstruoso? Hajime, envuelto en mil emociones que oscilaban entre la dicha absoluta y una grave herida, había comenzado a llorar con violentos hipidos. Mientras tanto, Shun permanecía expectante, con el corazón sangrante entre sus manos.

—¿Qué sucede, Hajime?

—Disculpa, Shun. A veces dices cosas tan bellas y tan, tan tristes... —dijo secándose las lágrimas con las mangas de su traje— porque a pesar de que simulan un sueño, en realidad son absurdas. Lo nuestro es imposible ¿entiendes? —pronunció con su voz quebradiza, mirando al otro adolorido—. ¿Has pensado en Yuriko? Shun, ambos debemos conseguir auténticas esposas para honrar a nuestra familia, para continuar con un brillante linaje. Yo... solo con saber que me quieres, que todo este sufrimiento ha brindado frutos, soy tan feliz... ¡de verdad! Podré soportar los celos, vivir con mi turbiedad si todo este caos retorna al orden brillante de un principio... cuando yo llegué y éramos felices leyendo, jugando, cuando te ayudaba a portar tu traje con...

Entonces, Shun se colocó de rodillas sobre la tierra y bajó el rostro, en una reverencia de terrible severidad.

—¡Shun! —exclamó el jovencito asustado cuando lo vio—. ¿Qué haces?

—Perdóname, Hajime-kun... pero me niego. ¡Lo niego por completo! —Y en un ademán brusco, se irguió para recostarse sobre las rodillas del sastre, en un agarre tan íntimo que podría pensarse en la carne y la garrapata.

—Shun, por favor...

—Volvámonos locos —susurró mirando a los ojos negros desde abajo, en súplica—. Curemos esta fiebre que cada noche se torna más insoportable... ¿no lo sientes, Hajime? ¿No agonizas cada día a causa de este amor? Aquella vez, frente al río... ¡tomaste la higanbana! ¡Dijiste que me amabas y hoy yo imploro mi inconsolable amor por ti! Incluso en las cartas adivinaste un viaje que determinaría el curso de mi vida. ¿No puedo compartirlo contigo? ¿No puedo?

Hajime acarició los cabellos castaños, con aparente dureza. Contempló los árboles, a un ave revoloteando entre ellos. Pensó, inquirió, suplicó al cielo en silencio. Y, a pesar de todo, consintió.

—Está bien, Arimura Shun —dijo con la vista fija en la luz—. Cederé a tu petición... pero habrá de ser con una condición. —Y solo entonces contempló los ojos desahuciados de Shun.

—¿Cuál es? —tiró de las ropas ajenas.

—Nuestro encuentro será un solo día; un amanecer y un anochecer en los que concederé cada uno de tus deseos. Por el bien de Yuriko, esto debe tener un fin, incluso si duele. —Suavemente, acarició la mejilla de su primo, como lo haría una piadosa madre a su hijo.

—Es así... es entonces por ella, ¿verdad?

—No. —Y negó despacio, sosegado—. Por nuestra familia entera. Por mi padre también.

—Entonces será como tú lo ordenes, Hajime. Será limpio, consentido, bajo la protección de nuestra señora... te lo prometo.

Un pétalo, entre tantos, cayó sobre los amantes.


お母さん (m a d r e)

Aquella misma noche, como si la escena perteneciese a una pieza kabuki de brillantes máscaras, tres muñecas de noble belleza se sentaron ante la mesa. Una exclamación. Un tambor. El teatro cotidiano se llevaba a cabo durante la cena como era ya acostumbrado. Sin embargo, con la irrupción de una mariposa en el comedor de puertas abiertas hacia el jardín, que hasta entonces permanecía silencioso, una de ellas, la más elegante y alargada, comenzó a hablar. Con sus labios azucarados y manos de porcelana profería las confesiones más extrañas, ajenas y amargas para quienes la escuchaban; era como si de pronto hubiese decidido emplear un idioma lejano para bromear sin gracia, para transmitir un mensaje ininteligible. Y ninguna de las otras dos, madre o amante, comprendían lo que acontecía. La más joven insistía horrorizada en la negación; cuando fue imposible regresar, abogó con fervor por la prudencia, por bajar la voz, por que la marioneta enloquecida se disculpase con la frente sobre la madera. Pero ella, que exhibía en el centro su traje de colores tan bellos como la misma primavera, confiaba tanto en sus constantes artilugios sobre la creadora, que consideró insignificante un movimiento más de su siniestro abanico.

Hajime, con la cabeza agachada, se disculpaba vehementemente mientras Shun empeoraba más y más la situación con sus dulces amenazas y amorosa manipulación. Guardaba una actitud de descaro tan terrible que aquello parecía convertirse en una auténtica farsa. Yuriko, quien en un principio negaba con una violenta sonrisa pretendiendo escuchar las necedades de un niño, pronto rozó los límites de la infinita tolerancia que el amor maternal se empeña en prolongar. Cuando lo hizo, su cordura también se tambaleó. Sin aviso, tomó con el pulso tembloroso la tetera aún caliente sobre la mesa, y la estrelló contra la frente de Hajime. El golpe le abrió una herida larga y honda que de inmediato se desparramó en cascada; las gruesas gotas de sangre le tiñeron el rostro entero de un ridículo color rojo.

Mientras él lloraba, los Arimura gritaban con sus garras expuestas.


~ * ~

Durante muy pocas ocasiones, Hajime había tenido el cálido honor de yacer en la alcoba materna, únicamente en compañía de aquella que en la soledad y en el desasosiego había sido su aliada, por poco su amiga. La luz de la lámpara colocada a su derecha se reflejaba en el espejo a la izquierda. Hacía calor. El jovencito contemplaba en silencio las muñecas tradicionales guardadas en sus cajas de cristal; a un lado, el shamisen empolvado, los pergaminos y calendarios. Ella limpiaba la herida, procurando no lastimar por segunda ocasión al pálido muchacho. Observándolo así, tan cerca, pensó que, en efecto, sus facciones se asemejaban más a las de una señorita o un niño que a los de un joven en edad de casarse. Por breves instantes, incluso reflexionó sobre los errores que la naturaleza cometía de vez en cuando en su jardín; ¿no había colocado una vara recientemente al pequeño árbol que se desviaba de su camino? Recordó a su hermana, cruel, enfermiza. Y creyó verla en los labios del sobrino. Suspiró.

Lamento tanto lo ocurrido —a través de un murmurllo que irrumpió en el íntimo silencio, escuchó llover al joven con serenidad. Sus lágrimas caían armoniosas durante aquella noche primaveral—. Prometo solucionarlo pronto. Sé que no soy merecedor de su piedad, pero juro no defraudarla nunca más. 

Y Yuriko, incluso si hubiese deseado arrancarle el corazón, descubrió que era más grande su misericordia.

—No es culpa tuya —respondió—. Después de todo, el único que esta noche insistió en herirme fue mi propio hijo. Yo soy quien debería estar avergonzada; he grabado en tu rostro una cicatriz que te acompañará hasta el último de tus días. Y no sabes cómo me arrepiento, cómo lo lamento, Hajime. 

Ambos volvieron a hundirse en un silencio de tinieblas. Habiendo desinfectado la herida, la mujer procedió a vendarla con minucia. Hajime olía bien; era leche, eran hierbas. Miró el arco suave de su cuello, contempló sus ojos grandes de pestañas espesas, e incluso pretendió asomarse bajo el traje manchado de sangre seca. Los pies blancos, la pose de su frágil cintura. Tentada, se preguntó: «Si mi hermana hubiese concebido una hija bella y dócil como Hajime, ¿le habría permitido desposarse con mi hijo?». Quizás, solo quizás... Por supuesto, aquellos no eran más que fútiles pensamientos. Él, el primero y también el único, era varón y, por lo tanto, ¿cómo habría de engendrar esos retoños sanos, listos, honrados y trabajadores que anhelaba desde el fondo de su corazón? Los nietos perfectos, la descendencia ideal. Lo miró una vez más y descubrió en su reflejo la belleza de su tierno perfil. Era ridículo. Poco importaba aquel rostro bonito si sus entrañas carecían del don de portar vida, de parir. Una vez más, el paisaje de infertilidad se postraba ante sus ojos... y aquello le entristecía.

Si es que como madre había consentido la inestabilidad amatoria de un hijo malcriado, era porque en el fondo, como en un río subterráneo, conservaba la esperanza de resguardar en su morada una preñez que, incluso si se sabía indeseada o producto de frívola lujuria, brindaría la realización absoluta de la familia. No solo era cuestión de estatuto social, convivencia, estabilidad económica; era algo más, algo similar a un insecto incubado entre sus huesos desde que era una niña y su madre le ilustraba la vida entera mientras colocaba una horquilla en su cabello recogido, ante el espejo. ¿Eran aquellas simples quimeras? ¿Era su vida de vacío y soledad el inminente castigo a sus malignas peticiones? Completamente vendado, el joven sudoroso y despeinado hizo una reverencia, dispuesto a retirarse. Sin embargo, ella lo detuvo.

—Hajime... —vaciló, sintiéndose ridícula— ¿puedo peinarte? ¿Me permetirías cepillar tu cabello?

El muchacho, aunque desconcertado, asintió.

Así, mientras recorría sus hebras con estricto cuidado y dulzura, en memoria de su madre, continuaba preguntándose: ¿Cómo lo ha conseguido? ¿De qué forma este muchacho enfermizo, lúgubre, en apariencia tan inocente, ha sido capaz de seducir a mi hijo siendo él tan afecto a las mujeres? ¿Qué secretos oculta bajo la seda, bajo este temple tan taciturno? Después de todo, ha sido capaz de envenenar a una muchacha a petición mía... ¿no debería haberlo presentido? La intoxicación es, por excelencia, la forma de asesinato femenina. Como sea, no puedo permitir estas perversiones, estas desviaciones tan dañinas en mi hogar. No puedo... incluso si ellos sufren... no puedo

—Hace tiempo, cuando tenía más o menos la edad de Shun, aconteció el invierno más helado de mi vida —narró la madre, con su voz de seda—. Como habrás de imaginar, la pobre Nanako cogió un resfriado. Ella siempre fue una niña mimada, a diferencia de mí, que era la mayor. Por lo tanto, tendía a enfermarse con facilidad. Lo sabes ¿no es así?

Hajime asintió en silencio, procurando leer entre líneas las intenciones ajenas.

—En ese entonces yo me acababa de casar con el señor Arimura. Me resulta vergonzoso confesarlo, pero su ausencia en la casa siempre fue notoria. Como es un hombre ocupado, incluso en el más crudo invierno suele partir para sostener esta casa, como todo buen padre de familia lo hace.

—Ya veo. —Ante el silencio de la tía, Hajime replicó. Juzgaba sus aseveraciones tan, tan frívolas y faltas de humildad. Comenzaba a molestarle.

—Entonces mi hermana y su marido vinieron a hacerme compañía, y aquí fue donde Nanako contrajo el resfriado. La pobrecita tuvo que permanecer en reposo; dormía día y noche, a causa de la fiebre. Nosotros cuidábamos de ella juntos, o a veces por turnos. Se veía muy pálida y delgada, más de lo que en realidad era —hizo una pausa, desvió la mirada y en sus labios asomó una sonrisa insensata—. Por supuesto, el difunto Yamada-san y yo nos vimos en una situación difícil, en la que tuvimos que convivir sin mi hermana por prolongados días, incluso si no nos conocíamos del todo.

Para ese momento, Hajime comenzó a repudiar las manos que acariciaban su cabello con amabilidad. El tono de su voz, más allá de lo que decía, develaba una voluntad dañina en su contra. El cuello se tensó, las palpitaciones se agravaron.

Sé que lo que voy a decir puede resultar impactante para ti, Hajime, pero deseo que comprendas mis motivos. —Y cesó de peinarlo. Ambos se miraron a través de sus reflejos—. Durante aquel invierno, tuve un amorío con tu padre. Tú y yo podemos compartir este tipo de secretos ¿verdad? Después de todo, sabes lo que es estar en mi posición.

—Y este acontecimiento... —respondió Hajime, con la mirada ensombrecida— ¿por qué motivo podría interesarme? ¿Por qué lo narra justo ahora?

—Porque, Hajime, incluso si no es así... —Y apoyó su barbilla sobre el hombro del muchacho—. Shun y tú podrían ser hermanos, ¿no lo entiendes?

—Entiendo que la realidad es distinta, y que su depravación es comparable a la nuestra. Usted ha decidido herirme deliberadamente por segunda ocasión con una crueldad superior a la primera, puesto que sus acciones, sus palabras fueron premeditadas. —Sereno a pesar de su enojo, Hajime se levantó—. Si es esta la forma en que planea comportarse mi honorable tía, más vale que me retire por hoy. Buenas noches.

—Piénsalo a fondo, Hajime —replicó con su voz de terciopelo—. Cuando uno llega a este mundo, muchas cosas han acontecido previamente sin que podamos hacer nada al respecto. ¿Vamos a ignorar toda la historia que nos precede al momento de tomar decisiones? Antes de cometer una aberración, dulce niño, reflexiona. Es esto lo que, como madre, pretendo mostrarte a través de mis debilidades. Que descanses.

Como un muerto viviente, Hajime recorrió el pasillo a media luz. Las lámparas de las dos alcobas encendidas iluminaban la madera bajo sus pies descalzos. ¿De qué forma interpretar las recientes palabras? ¿Cómo contemplarlas si no como dagas? Pensó en su veneno, en las flores malditas que, después de todo, parecían haberse marchitado en vano. Retoño de invierno, nuez vómica, ¿por qué aliarse a frutos tan extraños, tan lejanos, si bajo la seda, en su pecho, cargaba una leal flor de los infiernos?

«Sobreviviré como el parásito que eres tú, con la misma sangrienta necedad», creyó escuchar sus promesas invernales en una voz femenina, al oído. Ella bailaba a su alrededor, con su seda, sus labios, su mirada y sangre escarlatas. Hajime la rozó con las yemas de sus dedos. La diosa, en su misterio, profería galimatías en el idioma de las flores que solo el muchacho podía entender. En busca de los pétalos esparcidos, en un tembalear elegante y femenino como el del cerezo yoshino, se acercó a la puerta del primo. Procurando hacerlo con la mayor discreción, se adentró a la alcoba, hombros desnudos.

—Shun —susurró con una risa dulce y desvergonzada que permitía ver los colmillos mal colocados.

—¡Hajime! —De inmediato, el otro se levantó en su búsqueda—. ¿Cómo est...? —El jovencito colocó un dedo índice en sus labios.

—Eres un imbécil —espetó con el rostro pueril en contraste con su voz madura—. De todos los hombres en Japón debes ser el más imbécil, el más imprudente... después de mí —y rio, ante la sorpresa de Shun, quien lo escuchaba con desconfianza— pero, de alguna forma, siempre consigues lo que deseas, ¿no es así?

—¿Qué...? —volvió a silenciarlo, esta vez la mano entera sobre su boca.

—Escucha —en un ademán brusco, lo abrazó. Y dijo a su oído—. Acepto. —Un tintineo; el traje descendiendo hasta los codos—. Saldré de luna de miel contigo, y juntos cometeremos los actos más depravados que tanto has anhelado perpetuar en nombre de esta fiebre que llamamos amor —asió su cuerpo al otro, cadera con cadera. Shun lo tomó de la cintura, aspiró en su cuello—. Deberá ser en la siguiente alba, mientras el pueblo duerme. Ni antes ni después; no quiero que las imprudencias de esta noche se repitan. 

Pero si todo lo he hecho por ti, Hajime, por tu tranquilidad.

—Sí, lo sé, lo entiendo... —decía acariciando los cabellos castaños, con la pasión en su mirada— pero los hemos subestimado. No es la forma correcta.

Y le soltó, adentrándose a la alcoba. Compuso sus ropas en ademán recatado, tomó sus hebras y las colocó sobre el hombro derecho. Se detuvo en la puerta hacia el jardín, creyendo ver la luz de la luna a través del papel. Suavemente, corrió la madera en busca de la brisa primaveral.

—¿A qué se debe este cambio de pensamiento? —Shun cerró la puerta de la alcoba—. ¿El golpe en la cabeza te ha abierto los ojos?

Hajime asintió despacio, absorto en la oscuridad de la noche.

—Pareciera absurdo, pero... lo he comprendido al fin. He visto con mis ojos la red, sus patas, su baba; los he visto tejiendo nuestros hilos rojos desde sus entrañas, y formar una red tan grande que se torna por poco invisible. —Se dio la vuelta. Shun contempló su figura como una grulla, los ojos brillantes—. Y solo por eso, como soy un tejedor innato, he decidido bordar con mis manos el más dulce infierno —caminó en la alcoba; seduciendo, meditando—. Te elijo, te sigo, Shun, porque fuiste el primero en mostrármelo. No temo más a la higanbana. De ahora en adelante, ella es nuestra aliada, nuestra amiga y protectora... nuestra madre.

—Pienso en los creadores, en los poetas. —Shun, por su parte, se tiró sobre el tatami cual flor abierta—. ¿Algún día seremos recordados como «los amantes del lirio araña»?

Ambos rieron con delicia y la lámpara fue apagada; las dos siluetas procuraron convertirse en sombras. Dibujaron con sus dedos puntiagudos un mapa en las estrellas; contaron el tiempo, los cabos sueltos y pactaron sellarlos con un beso de cera antes de partir al misterio de los cuerpos.

—Ella hablará en cualquier momento —dijo el menor—. Tengo que tranquilizarla para que no enloquezca cuando me vea ausente.

—Papá posee más de una casa, más de una familia; lo sé desde que tenía quince años y jamás me ha perturbado ser consciente de ello. Sé que ahora mismo hay una pequeña morada deshabitada junto al mar en el pueblo de S. Nos encaminaremos hacia el sur, entonces. 

—¿Te encargarás tú del equipaje?

—Si es lo que deseas, lo haré.

A la mañana siguiente, desde que el cielo se tiñó de rosa, Hajime se encaminó hacia la mesa y mantuvo su vista oscilante entre un traje de tonos azulados y un folletín de moda china traído desde el extranjero. Procuró remendar los últimos detalles sobre la tela, en busca de la perfección, y pensó en colocar en el cuello el botón de oro que guardaba en su pañuelo. Recordó el aroma del té, el tacto de la tinta, y por algún extraño motivo se vio al borde del llanto. Al final, arrepentido, decidió guardar la pieza dorada como preciado amuleto; apasionado, receloso. Aquel guiño fetichista habría de recordarle al primer hombre que le amó y le poseyó, incluso si partía hacia el santurario de la luna.

En un arranque de fervor, se sentó a redactar la carta final, donde agradecía mil veces las atenciones, el arte, el sacrificio... el corazón entero. La firmó con formalidad y delicadeza, como a un objeto sagrado dirigido al emperador, y tomó de su costurero una flor esqueleto que guardaba de sus ponzoñosas noches con la oruga. Dobló el traje, lo acomodó con cuidado en una amplia caja; encima, la carta y el retoño. Caída la noche, el paquete fue colocado en el cesto de la correspondencia. El único rastro fue la venda ensangrentada caída sobre el asfalto.

Hajime, como las flores en invierno, se desvaneció.


~ * ~

En la alcoba, con la diosa de pétalos carmesíes como única invitada, los amantes se colocaron frente a frente. Entre ellos yacía una jarra de sake y una sola taza de la más fina porcelana. En tres sorbos, bebieron tres veces la bebida servida en tres porciones, nueve tragos cada uno. San-san-kudo*. Los labios rosas, las manos huesudas. Ambos rieron en medio de la ceremonia, mientras jugaban al amor con una formalidad superior a la de los jóvenes matrimonios.

Los últimos objetos que Hajime insistió en llevar fueron un pequeño costurero, las leales tijeras, el mazo y el libro de tarot.

En el alba, Arimura Shun portaba con orgullo el traje regalado en su cumpleaños; cargaba las dos maletas, procuraba los pasos de su acompañante. A su lado, un jovencito a medio madurar, caminaba con un prado de flores infernales en su kimono; el cabello recogido con una horquilla, símbolo de su entrega y rebeldía. Se miraron por última vez en el porche de la vieja tienda, y tras el tintineo de la puerta, iniciaron una veloz peregrinación en el aullar del viento.

Por algún extraño motivo, recordaron su infancia. ¿Habría sido a causa de sus risas traviesas?

*Fragmento de la ceremonia nupcial japonesa. Simboliza la unión de cuerpo, mente y espíritu, que son los tres aspectos de la vida.


Artista: Takato Yamamoto

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