墨 (t i n t a)
墨 (t i n t a)
Aquella noche tornó a la morada con un secreto tan ominoso como radiante en sus costillas, tan intenso que pululaba sobre la piel. Era delatado por aquel aroma salino que se había negado a desarraigar incluso presentándose la oportunidad de lavarse. La mirada extraviada con visos rojizos, como de luna, asistía también. Pero, a pesar de esta elevación propia de los varones que recién experimentan el primer pinchazo en una flor, en Hajime la sensación se vio desplazada prontamente por una angustia compartida con Yuriko. Su ilusión, ese placer morboso —que por ser inconsciente devenía en inocencia mutilada— a partir de las vivencias, suplicaba a gritos ser repetido en ilusiones oníricas; mas, para su desgracia, fue desmembrado en cuanto pisó la duela de su hogar. Ambos, varón y fémina, dibujaban trayectos erráticos por la tienda cerrada cual aves enjauladas. Después se veían en silencio, no completamente de frente, gracias al fulgor de aquella lámpara que proyectaba sus sombras de negrura descomunal. Era como si la complicidad en sus miradas murmurase: «está bien, está bien, él es así».
Antes, el jovencito salió en busca de su primo ausente con las suelas resbalando sobre las piedras de calles aledañas. Inquiría a los vecinos si hubieron visto su reciente silueta. Ellas, de corazón en angustiosa primavera, cubrían con la manga del kimono el rubor de sus mejillas ante el nombre y lo negaban; ellos incluso parecían molestarse ante semejante inquisición. Al final, el muchacho aún con la reciente febrícula volvió y presentó una acongojada negativa. Habiendo caído la oscuridad, sin poder intervenir más, ambos permanecieron entre las sombras aguardando su llegada.
Solo entonces y por vez primera, Hajime fue víctima de una melancolía extraña, mientras caía la media noche. La sintió acercándose, dar suaves pisadas y colocarle sus manos tibias sobre los hombros. Sin poderlo evitar, evocó la imagen de todos los crepúsculos en que el otro, sentado a la mesa en su lugar, le esperaba con paciencia e incluso con presumible ilusión en sus ojos de picardía, que solo para él brillaban nobles. Oh, dolía.
Pensó en todas aquellas ocasiones en que rechazó la caricia, la palabra ajena, cegado por el horror que ocasionaba su deseo... y le añoró. Imaginó los peores escenarios por los que se ocasionara su ausencia. Le extrañó con una fuerza desconocida; necesitaba palparlo, sentir su tierno calor cerca solo para cerciorarse de su bienestar y rendirse ante él en silencio. Por poco se arrepentía de sus recientes actos, de su obscenidad ante la madre que le hubo amamantado. Aunque, ¿en realidad importaba si nadie conocía sus intenciones, si la máscara se confundía con el rostro?
Gran fortuna era que nadie pudiese admirar las estelas brillantes en su mente, aquellas imágenes de divina dicha, suspiro de intimidad. Le abrazaría de la cintura, exhalando un suspiro apasionado con el rostro bañado en lágrimas, recargando sobre el vientre ajeno, y descendería besando cada porción de seda y piel confundidas hasta los pies. Ante las telas brillantes cuyos estampados se distorsionaban entre las sombras, imaginó la tan patética escena no sin ser interferida por las recientes imágenes de la mujer desnuda en una habitación roja.
Hajime yacía hundido en sus divagues cual espirales de avispas zumbadoras, cuando el tan anhelado mancebo hizo aparición a través de la puerta con la mirada amable, los hombros relajados e incluso una sonrisa conmovida. Así asesinó las fantasías carmín y dio paso a un encuentro de emociones. Él pretendía adentrarse con los pies deslizándose cuidadosos sobre la duela, serpiente hábil, pero la mujer que tanto le adoraba corrió a su encuentro e inevitablemente le riñó. Las miradas desconcertadas ante la bulla se encontraron; Shun sonrió cómplice, buscando a su primo, quien le devolvió una risa tímida. De pronto, sin podérselo explicar, a Hajime se le nublaron los ojos con lágrimas ante un sentimiento desbordado.
Habiéndole visto sin un solo rasguño en la superficie lunar, el sastre pensó en tirarse allí mismo vencido por el sueño; el baño en la ponzoña del rencor bien podría llevarse a cabo salido el sol. Dolía, sí, pero en aquel instante solo deseaba hundirse en el pecho ajeno y descansar; suplicarle piedad, el que nunca más se esfumase. Sin embargo, aguardó como muñequita japonesa, en la esquina, a que los reproches de Yuriko cesaran. Y así fue. Shun transitó a su lado, le dirigió una expresión de ojos cansados y colocó su siniestra sobre el hombro caído del muchacho. Solo entonces, tan cercano, reconoció la verdad oculta tras las excusas; no solo durante velada afligida, sino bien arraigada antes. Ese aroma, sí, ese olor profundo en las manos era esencia de mujer. Lo sabía porque las propias apestaban de aquella forma, hilillo penetrante.
Y por primera vez Hajime se descubrió más despierto que el otro. Debido al roce sus aromas se mezclaron enroscados, y el sastre fue consciente del reciente encuentro erótico; mientras que Shun permaneció ignorante en su distracción, creyendo todos los vórtices suyos. Seguramente es artesano insensible, pensó con ironía el sastre, ahogando una risa punzante. Estaba tan cansado, tan cercano a la ebriedad, que inmediatamente después de notar evidente su incapacidad de relacionarse con el otro, se entregó a los sueños con mil grullas de papel chocando y rasgándose en su interior.
A partir de los eventos en carmín, fue tanta la miel escurrida desde las palmas, las comisuras de los labios y el sexo punzante, que resultó menester verterla en la boca de un sediento... o un glotón, cuando menos. Víctima de mayores fiebres, de sueños entre suspiros y sudores nocturnos en los que solo era capaz de danzar sobre cristales con el príncipe promiscuo; tras sobrevivir cuatro días en una existencia sedentaria y asfixiante, con un carnero que roía sus entrañas encerrado tras el vientre, escapó durante un medio día ambarino en busca del único en quien confiaba: Yi Feng. Contra sus deseos, el de pétalos transparentes nunca se apareció ante la mesa con el perfume de su té y manos tibias cuando más anhelaba rozar, por accidente, sus nudillos de terciopelo. Entonces, sin necesidad de licor en la cabeza porque parecía haber enloquecido ya, hizo aparición en la morada ajena.
Como fuese su visita improvisada, le recibió un mancebo de sonrisa franca no visto antes; una réplica de Yi Feng pálida y de cabellos oscurísimos característicos de la familia, dueño de un porte desgarbado y no vivaz como el del amigo. Usaba barba y un mar de calma vivía en su mirada. Jian Lian era su nombre, si no mal recordaba Hajime. El hermano mayor, el torpe en amores. Con gran paciencia y amabilidad le hizo pasar, disculpándose por el desastre de pergaminos y tinta en que la residencia yacía por poco construida ya. El sastre imaginó que se hallaba en una casa de papel que pronto volaría con el viento, muy propia de una flor esqueleto.
Rodeándola por breves instantes, Hajime fue capaz de admirarle. Portaba un traje cuyas manchas de tinta murmuraban palabras monocromas del recuerdo; sostenía su delgada cabellera con una cinta amarrada a la frente mientras clavaba un colmillo en el labio inferior cual melocotón de tiernas magulladuras. La criatura parecía tan concentrada en su labor que ni siquiera notó al mirón que acechaba. Aquel cuadro, pensó Hajime, era digno de enmarcar. Con la luz amarillenta que precede al granizo colándose por la ventana, simulaba a la efigie retratada en un pergamino antiguo. El perfil sonrosado por el desfuerzo, las clavículas asomándose bajo el algodón, recovecos dignos de invadir. Mas cuando el muchacho alzó la vista y ambos brotes se toparon de frente, la euforia del encuentro fue ineludible.
Yi Feng se irguió en un ademán de seda y corrió a los brazos de Hajime. El otro sostuvo la cintura pequeña, el cuerpo huesudo, tibio e invasivo que se frotaba contra él, por lo que no pudo evitar sonreír también en excitado nerviosismo. Algunos días sin verse y semejaba diez inviernos gélidos. Feng, tras acariciar el rostro de su amigo, desterró al pincel, a la tinta e incluso, negligentemente, apartó aquel libro por poco sagrado que transcribía. En realidad lo falsificaba, pero no iba a detenerse a confesar sus delitos una vez más. En cambio, mencionó lo feliz que estaba de recibirle, de descubrir el retorno a casa.
—Me has extrañado, ¿no es así?
—Incluso si soy un ermitaño, debo admitir que así fue.
Bebieron como de costumbre; jugaron sobre el tatami, bromearon, y a la fiebre del claustro, Hajime confesó sus recientes sombras y fragancias al calígrafo. La pérdida de sangre tras aquel encuentro filoso también. El otro se mostró curioso, quizás fascinado ante las gotas carmín que aún escurrían en las costillas; los ojos de picardía juvenil se regocijaban como diablos entre flores ante las imágenes que imaginaba poseedoras de gran sublimidad. Tendido el felino de belfos rubicundos sobre el tatami, le dijo:
—Entonces el dulce Hajime por fin se ha rendido... —una sonrisa ambigua revelada en su boca, tal como la pierna lechosa que asomaba bajo su traje— el solo acto de que me lo narres me llena de júbilo, ¿sabes?
Tendido, totalmente a la merced de unas manos que desearan explorarle, Feng jugaba con sus propios cabellos sin apartar la vista del sastre. Afuera las primeras gotas escurrían desde el cielo, los perfumes que exhalaba la tierra irrumpían en forma de ráfaga en la alcoba; lamían las narices de los muchachos que se embriagaban de un amor confundido con petricor.
—Y si no es a ti, ¿a quién he de contar mis peripecias? —Se quejó el descalzo Hajime, quien descansaba contra la pared, bajo la ventana—. De no hacerlo, corría el riesgo de reventar.
—¿Como carne que azota?
—... Sí, como carne que azota contra la mesa del carnicero —repitió él, sintiendo cada palabra reptar por su lengua. Aquella figura, aunque extraña, le parecía poseedora de gran belleza y elocuencia—. Y es ¡ah, Feng! que fui víctima de un extrañamiento vertiginoso. Incluso si no consigo explicarlo con precisión, lo intentaré para que puedas comprender mis inquietudes.
Y se acomodó, inerme, como rendido su cuerpo ante la naturaleza. Suelto, verdadero. La tarde había caído. Afuera, el mecer herbal. La línea bien trazada de su mandíbula y los ojos errantes en la creciente penumbra. Luz marchita.
—Dilo, trata, ya juntos hallaremos las palabras.
—Bien —exhaló—. Aquella mujer de nombre Akina, me pareció descomunal cuando la vi tendida sobre el tatami, como una sombra expansiva, grande, muy grande... —decía recreando la silueta con sus dedos en el aire, cual si llevase un pincel rebosante de tinta sobre un lienzo inmaculado—. Recordé el pecho de mi madre —detenido en seco el ademán, palpó su corazón—, pensé en la primera mocita que se me acercó, y también en la casta Runa. En Yuriko, en sus arrugas, quizá. Y de pronto todas me parecieron lejanas, ajenas, inmersas juntas en el cuerpo de Akina. —Y tras haber elevado sus manos hacia la lluvia distante, las retornó a su posición inicial.
—Pensaste en tu madre yaciendo en un prostíbulo... —El otro, víscera maliciosa, acusó en un susurro intrigante. Sonrisa malvada. Mas en el momento en que vio a Hajime desesperarse tomando una gran bocanada de aire, se retractó con resignación—. Lo siento, he hablado sin pensar. —Y se levantó, en contra de la pereza, hasta sentarse con las piernas extendidas—. Extrañamiento, dices, como un descubrimiento.
Incluso si su moral continuaba retorciéndose, Hajime se vio obligado a replicar. La habitación comenzaba a tomar un tono sepia, de tarde fresca y oscura.
—Sí... como modificar de forma violenta la visión de un ser que ya me parecía conocido, y por ende, dominado —ceño fruncido, honda reflexión plumífera—. Solo entonces la mujer se me fue entre los dedos. Al mismo tiempo, sacié un fragmento de mi curiosidad. Tienes razón, puedo hablar de un extraño reconocimiento... sí, como un reencuentro.
Ambos, de pronto, parecían muy pequeños y solitarios.
—Hajime, incluso si lo haces sin querer, tus palabras me recuerdan al motivo del arte —sonrió Feng, sin mirarle de frente.
—¿Cómo dices?
Y volvió a tirarse el más joven, desinhibido, acostumbrado a la soltura corporal. Desde el ángulo trambucado en que observaba, veía la silueta del sastre hundido en confusión. Los grandes ojos melancólicos le miraban con timidez, la mandíbula marcada había dejado de apretar. Nunca pensó en lo bien que le sentaba a una flor su traje marchito.
—Recientemente recibí una carta de mi amante. —Feng narró recorriendo la figura del otro con deleite, sin colocarle un solo dedo encima—. En ella explicaba algunas reflexiones sobre los procedimientos poéticos... y pensé ¡ah! es tan sabio, tan amable. ¡Agonizo por volverle a ver! —estremeciéndose con el recuerdo, apartó la vista codiciosa de su amigo—. Manabu dice que el arte no es más que el reencuentro con una realidad que día a día hemos dejado de mirar. La tinta, el pensamiento, la retoman y exaltan. * ¿Qué sería de la pugna entre una mariposa y una araña si ningún sensible ocioso se detuviese a admirarla y luego, aún más despreocupado, la ilustrase? Hajime, siendo un evento tan diminuto... se extraviaría en el tiempo.
—Es así, entonces... —víctima de epifanía vespertina, asintió— nunca lo hube reflexionado.
—Yo tampoco; solo Manabu es capaz de semejante osadía —declaró con orgullo de amante, estirándose—. Claro, resulta aún más complejo considerando las técnicas del artista, pero no hemos de detenernos en ello. Solo deseaba comentar de forma ociosa, quizá, que admiraste al sexo femenino como una obra de arte.
De pronto, Hajime percibió los detalles del otro, comenzando a experimentar a menor escala lo que con la mujer. No solo Feng era poseedor de una belleza extraña, alegre y necrófila, sino que su pensamiento mostraba indicios de hermosura también. Lirios y telarañas.
—Ya que lo mencionas, lo creo probable, Feng —respondió jugando con un hilo desprendido de su traje—. Admiro la beldad de tus aseveraciones. Sin embargo, no puedo tomarlas como mi verdad... pues pasados los días, vi a mi curiosidad tornarse en un rumbo distinto, inevitablemente. Y es esto lo que más me inquieta.
Poco a poco, Hajime comenzaba a sufrir la emoción exacerbada.
—¿Qué?
—Que desearía explorar de la misma forma a mi amado, el que más odio. —En sus ojos había una desolación apasionada, una lujuria triste que Yi Feng reconoció en nadie hasta aquel instante. Y era un fenómeno tan fascinante, que incluso enfocó la vista para admirarle mejor—. No, no ¿qué banalidades digo? Anhelo explorar recovecos más lejanos; descubrir cada pliegue, cada hendidura y rugosidad en su cuerpo. Pensé que tal vez solo así podría reencontrarme, siendo ambos varones que comparten carne y sangre —explicaba visceral, natural, con pavor velado—. ¡Ah! Pero es que continúo en mi necedad, porque no solo me genera codicia en un nivel corpóreo; ansío conocer su alma, sus motivos. Si es que él ha enloquecido en una avaricia insaciable por el sexo opuesto, quisiera adentrarme a lo más profundo de sus misterios, comprenderle... porque Shun es sencillamente el ser más hermoso y diabólico que yo haya conocido jamás. Y mi progresiva semejanza con su persona me mutila tanto como me complace. Con horror, lo descubro.
Y tras el último suspiro exacerbado, permaneció el silencio. Un aroma frutal. Las cigarras. Las miradas de quienes han de desbordarse en cualquier instante con un grito o un beso caníbal.
La sospecha.
—Hajime... ¿te has enamorado?
Y el desmayo, la sangre a borbotones.
Ante la mirada sorprendida del amigo, Hajime comenzó a deslizarse despacio hacia la duela con un sutil temblor en sus piernas. Se colocó en cuclillas, sin haber apartado la pupila del acompañante y la mano izquierda de la pared. En aquella posición, con los cabellos negros cayendo por su rostro pueril y las rodillas desnudas exhibidas con todo el filo de sus huesos, Yi Feng fue testigo de una nueva sensualidad; un erotismo indómito, que apenas lanzaba sus primeros suspiros. Así, cercano a la tierra, en posición escatológica, Hajime despertaba los instintos naturales del inferior corpóreo.
Poco a poco, las manos libres que buscaban el equilibrio se vieron apoyadas sobre el tatami; y con una expresión de sediento que aceleró el ritmo cardiaco de Feng, gateó hacia él y se tumbó a su lado, desparramando sus pétalos en el desmayo. Ah, el perfume. Ah, la carne. Cara a cara, dialogó.
—¿Qué significa amar, Yi Feng? —La voz meliflua. Silencio—. Incluso si realizo este cuestionamiento, lo temo. El que lo menciones solo puede acrecentar mis sospechas. —Su mirada perdida, impregnada de un erotismo desbordado, auténtico, se columpiaba de forma casi imperceptible entre la boca, las manos y la manzana de Adán de Feng; entre sus piernas anidaba un secreto—. Cuando se extravió fui víctima de un pavor inconmensurable, mas de vuelta lucía fresco y satisfecho... a lo que pregunto ¿algo ignoro? ¿Soy acaso insensible?
—Has evadido el coito, si es a lo que te refieres... —nervioso, conteniendo su lengua, murmuró el calígrafo para recibir respuesta inmediata.
—¡Calla, Feng, que eso lo tengo bien sabido! —Hajime se revolvía colocándose bocarriba con las extremidades sueltas, caóticas, y las costillas palpitantes; el amigo era capaz de admirar la piel virginal de sus antebrazos, las pantorrillas desnudas, más expuestas a la luna que al sol—. Soy tan patético, tan torpe, tan errático... —acariciando sus párpados cerrados con sus largos dedos, no cesaba de suspirar—. Podrá ser horrenda mi confesión, deshonrosa, quizá; pero en el fondo, es por eso... es justo por ello... que he venido a verte, Feng.
Y el rubor le incendiaba; los ojos lacrimosos de ganas. El más joven, intrigado, reflexionó durante breves instantes las confesiones del sastre y pronto se vio violentado por la sorpresa.
—¿Es acaso lo que sospecho? —Yi Feng, con un valor ansioso e irresponsable, se acercó a Hajime y osó montar la calidez de su cuerpo sobre el ajeno, muslos con muslos. Apartó las manos del rostro del muchacho en un breve forcejeo de gemidos y ecos de risas nerviosas—. ¡Cosa me has dicho!
—¡Lo que oyes! —Hirviente, con el miedo en la piel cual brotes sangrientos, le dijo. Sentía apresadas sus muñecas con amabilidad—. No deseo tu lástima ni tu desprecio, mas escucha lo que debo decirte: es tanto el fervor que oculto aquí, en mis vísceras, que no puedo contenerlo más. Creo agonizar si no lo expulso. Lo he reflexionado, y en este mundo no existe ente más oportuno para la labor de desflorarme que tú, Feng, porque a pesar de tu juventud eres bien conocedor de las artes amatorias entre hombres. Sé que te hallas dispuesto, y que el secreto nos une. ¿No es así?
En aquel instante, la lluvia arreció. Y un trueno rugió sobre la tierra, encrespando las columnas de los dos jóvenes de por sí nerviosos. El que montaba, sentado en el regazo del otro, dejó todo su peso caer mientras sopesaba las palabras ajenas. Vio las ramas meciéndose a través de la ventana, una vez más, augurando el goce.
—Por supuesto que es así, Hajime. —Y diciendo esto, entrelazó los dedos con él, en un instinto protector—. Considera mi turbación natural, pues tu petición, si bien no deja de ser grata, resulta también sorpresiva. —Suavemente, se inclinó y recorrió con sus dedos ansiosos la piel dorada, los montículos de los pómulos resaltados; los labios temblorosos—. Eres apuesto, y nunca me he negado el placer de admirarte a distancia; mas si me invitas al roce y disfrute de tu cuerpo, no puedo más que considerarme afortunado.
—¡Feng...!
Aquel nombre detonó en el espacio como el lamento de un agonizante excitado ante la muerte. Desde aquella perspectiva, alzada sobre la víctima suplicante, la flor esqueleto era capaz de distinguir los hipidos que brotaban desde el pecho hacia la garganta en un cuerpo que luchaba contra la convulsión. Había en sus ojos un sufrimiento distinto al de un enlutado, un hambriento o el sin hogar bajo la tormenta. En cambio, divisaba tortura más honda; la pérdida total de la voluntad... incluso le angustió pensar en los esfínteres ajenos. Hajime yacía reducido a una masa de carne y hueso que, con la mirada horrorizada ante un ente incorpóreo que le asechaba, se rendía. Sí. Era ello. La sumisión, como si se hubiese desnudado aun yaciendo vestido.
—Hajime... —el amigo llamó, angustiado ante la visión enfermiza del otro— pero, ¿qué te ha acontecido para recurrir a tan desesperado artificio? —Y palpó la frente caliente, apartando los cabellos necios que se adherían a causa del sudor; el rostro ajeno, con los labios entreabiertos, se inquietaba rehuyendo al roce que ardía—. Sé que me lo has narrado ya, pero... tan solo hace días no dudabas en censurarme, injuriarme por una existencia sucia, amoral y desviada, y hoy vienes inclinado a suplicarme que te tome. —Le soltó y, por momentos apoyando sus manos sobre el tatami, cada una a un lado de su cabeza, se volvió a tender a un lado—. ¿Fuiste acaso hechizado? Esto es ridículo. Aquella flor de los infiernos... ¿es esto obra de ella? ¿Lo sientes en tu corazón?
—¡Lo ignoro! —volvió a soltar en un hilo lejano, revolviéndose—. Discúlpame, Yi Feng. Creo enloquecer. Mírame, estoy muerto de miedo y aún así me arrastro hacia él, hacia ti, por este camino...
Y mostrando su faceta más frágil, por vez primera, Hajime buscó el pecho ajeno y refugió allí su rostro, apenas capaz de asirse al brazo izquierdo de Feng. El otro, conmovido por el gesto inusual, lo acogió con cautela. Suavemente, como no deseando aceptarlo, distinguió en su corazón de hedonista un pequeño brillo, uno agridulce que le tomó por sorpresa en estado vulnerable. Acarició las hebras del niño extraviado y aún consternado ante el propio sentimiento, inquirió:
—¿A qué temes?
—A mi cuerpo —dijo apartándose despacio, enjugando una lágrima prófuga—, que entero desconozco en esta fiebre invasiva y ante el espejo durante las noches; a extraviar sin retorno mi virtud, a las sensaciones infernales, al misterio sensual. —Y le miró a los ojos, tomando con fuerza del cuello del traje—. Feng... eres un varón, tal como Shun, tal como yo. ¿Saberlo no te dice nada? ¿No te escandaliza?
—No. —La respuesta, aunque en murmullo, no mostró duda alguna.
—Es así entonces...
Y le soltó. Ante la turbación ajena, el jovencito se decidió a procurar el remedio a aquel mal aunque fuese de forma pasajera.
—Hajime —tomó ambas mejillas y las acarició con sus pulgares—, cierra los ojos y piensa: ¿no es mejor compartir órganos y silueta, pues si me encomiendas semejante labor, así habré de conocer los puntos sensibles a tocar? —inquirió retornando a aquella actitud pícara acostumbrada, adoraba la expresión del sastre apretujado—. ¿No la misma fisonomía nos hace más armoniosos y compatibles, más íntimos?
—No lo sé... —replicó con dificultad.
—Escucha —y murmuró a su oído—, nuestro encuentro solo puede suscitarse otro día. Hoy Jian Lian está aquí y no querrás que nos escuche, que nos vea... ¿verdad?
—No... —sin auténtica convicción, quizás decepcionado una vez más, Hajime se alejó del otro rodando por el tatami con la flor suplicando ocultarse, avergonzada. Suspiró—. Además, Yi Feng, bien sabido debes tener que mis fines no van más allá de la exploración.
Ambos dudaron respecto a la veracidad de aquellas palabras. Incluso el menor se descubrió un leve rasguño, como aquel brindado por el pergamino; invisible, tan molesto como doloroso.
—¿Eso es que si caigo en el amor por ti evadirás responsabilidades? —Y así su boquita mencionó jugando, mientras los ojos permanecían serios.
—¡Ah, Feng! Eso no habrá de suceder —la araña observó con melancolía la delgadez de su red—, porque tienes ya como amante a alguien superior a mí en cualquier sentido.
—Mentiroso...
Pronto el sonido de la lluvia reemplazó sus voces y dio paso a un diálogo de truenos y suspiros. Yi Feng se levantó, cerró la ventana, y en cuanto notó las intenciones del otro mancebo que procuraba salir en plena tormenta, le detuvo tomándole de la seda. Le hizo sentarse, fue en busca de una lámpara y la colocó en un sitio conveniente para admirarse mutuamente. Se miraron, sonrisas nerviosas. Sin más remedio, como arrastrado por una circunstancia inevitable, le invitó a un cruce más discreto, silencioso.
Por supuesto que Feng le deseaba, quizá incluso con mayor anhelo que el apremiado. Cuando admiraba su silueta así, a una media luz cálida y a incertidumbre embarazosa, admiraba recovecos de Hajime que no había advertido antes. Notaba, por ejemplo, un par de pecas cercanas a la yugular, la curva elegante y bien definida de sus hombros, la tonalidad amarillenta de su piel y los cabellos crecidos que, tras haberse revuelto, veía sus puntas tomar distintas direcciones.
Con el deseo paulatinamente deslizándose por su columna cual suave babosa, se inclinó ante él y murmuró con sus pequeños labios rosas:
—Escucha, Hajime, quiero que cierres los ojos.
El otro, con los párpados dubitativos y un espasmo de nerviosismo en su mano derecha, le obedeció.
—Ahora mismo puedo ayudarte con mis manos y mi boca. Confía en mí, escucha mi voz. Voy a tararear una canción y si temes a mi cercanía, si lo prefieres... vas a imaginar el encuentro amoroso con él, ¿sí? Oculta mi imagen, evoca la suya. Así, así...
Yi Feng, incluso si mutilaba su joven corazón, no dudó en llegar a Hajime por medio de aquel juego tan triste, en busca del placer ajeno. Como imitando a un ave, tarareaba una melodía tradicional que invitaba al despliegue de la primavera. Abrazó despacio el cuerpo de Hajime entrelazando sus piernas con las otras, era muy cálido, palpaba los huesos bajo la superficie sedosa. El sastre correspondió, recostando la mejilla sobre su hombro; nostálgico, seguía el consejo de pensar en Shun, incluso si en un principio resultaba siniestro... quizás, incluso, injusto desde su perspectiva. Ambos, ciegos, se acariciaron. Los dedos se deslizaban vértebra por vértebra sobre sus columnas, los brazos, costillas y un abdomen sensible que se estremecía al toque, previendo con dulzura el roce inferior. El enamorado pensó aún temeroso en las melodías del koto que evocaba Feng, en la silueta ante el espejo que en una noche de añoranza descubrió; y se asió al otro con mayor arrebato, serpenteando sus caderas de un lado a otro en busca de mayor contacto.
En aquel instante, con el muchacho ansioso e inocente a su merced, Feng podía hacer lo que desease; imaginó escenas de raptos, desgarramientos, un par de piernas níveas apuntando hacia la luna... mas descartó ideas tan viles cuando sus ojos volvieron con nerviosismo a los labios rosas, húmedos, que buscaban un beso al tiempo que el cuerpo se montaba en su regazo. Para el más joven aquel era un evento inaudito, un milagro otorgado por los dioses del deseo que recientemente habían sido tan pródigos con él. Rozó con las yemas de sus dedos aquella boca de pliegues quebradizos, admiró los dientes delanteros prominentes y una encía rosa, más tierna y lúbrica que la de su otro amante. Acercó su propia boca con auténtico anhelo y se dieron un beso lejano, de no tocarse, apenas reconociendo el aliento febril. Entonces Feng guardó silencio, con la excitación creciente, tan expectante en su sexo. Ambos jugaron a provocarse distantes y cercanos, hasta que el propio Hajime se atrevió a besar el labio inferior que en su mente se convencía era el del primo... incluso si no se saboreaba tan carnoso. Dio un beso, dos, tres. Lamía y chupaba con suavidad la lengua tan experimentada que dominaba en la suya, mientras el otro colaba ya sus manos bajo el traje palpando los muslos tersos.
Y al tiempo que el beso se tornaba más profundo; al tiempo que Hajime sin poderlo evitar montaba a horcajadas parsimoniosas al amigo, éste tomaba la erección ajena y la frotaba procurando un desliz continuo y placentero. Hajime se estremecía. Solo entreabriendo sus ojos por breves instantes, mareado, aflojó su traje dejando al descubierto los hombros, gesto que Feng aprovechó para lamer la lengua ajena por última vez y tirar más abajo con el fin de chupar los pezones erguidos, vírgenes, que constituían una imagen tan preciosa. En medio del vaivén, el más astuto colocó la mano del otro en su propia erección, para que le ayudase también. Y así lo hizo, sin recordar siquiera que aquello no era parte del trato.
Errático, con los ojos cerrados, Hajime soltó un suspiro sonoro cuando, abriéndose de piernas para encajar mejor, vio su pene lúbrico rozarse con la carne erecta del otro. Feng, víctima de sus propios espasmos, disfrutaba también con plenitud dolorosa. Observaba los dos glandes frotarse juntos, húmedos, pistilos rubicundos, hinchados y tan sensibles, tal como la expresión afligida y sonriente de placer que su ahora amante exhibía. Entre besos obscenos, el vaivén de caderas de Hajime, las lenguas que salivaban sobre el cuello, el pecho, los pezones duros, llegaron a un orgasmo en el que a Hajime le fue imposible acallar más sus chillidos. Un gemido quebrantó el espacio con su carmín.
—Ah, Shun...
Afuera, aún llovía. Las dos sombras, fundidas en una sola, se proyectaban sobre la pared. Feng observó la negrura de éstas, mientras recibía un abrazo íntimo de su amigo semidesnudo, a quien hubiese deseado volcar y poseer con deseo renovado; continuar besando, tocando en aquel acto que se desmoronaba en cuanto la respiración de Hajime se volvía más pausada. Sin decir palabra, yacía ahí el agradecimiento... la agonía también. Él consoló, como le correspondía, palpando la espalda curva.
Después, tras enjugar los sudores y asear aquellas manchas sobre la carne, sobre la tela; Hajime desconocía el consiguiente actuar. Tras el rito ¿qué ángulo de la máscara se suponía debía mostrar? Hubo visto una porción de nirvana montado sobre el regazo ajeno, mas cuando abrió los ojos se topó con una mirada de felino que le escrutaba con un placer intenso, similar al morbo. Era su amigo, Yi Feng. Y solo entonces, viendo semi satisfecho su capricho, descubrió el acto cometido. En su relación no había vuelta atrás... entonces era su deber disimular lo contrario. Así, desconcertado, se asomaba una vez más por la ventana solo para descubrir las gotas como pequeños centelleos estrellándose contra el asfalto.
Suspiró. Y Feng, como hablando consigo mismo en el espejo, ofreció:
—Quédate. La lluvia no cesa. Incluso si sueles rechazar mi invitación, hoy lo más correcto parece ser que duermas aquí conmigo.
Y el muchachito, jugando con sus cabellos, aceptó tras cerrar la ventana.
—Conocía mis intenciones. Era probable que esto sucediera... así que avisé a Yuriko-san que, en el peor de los casos, pernoctaría.
El peor. Feng, con los nervios reflejados en las manos, se puso de pie y cubrió el segundo rasguño del ocaso yendo por té y una cena improvisada. Mientras Hajime aguardaba, el otro preparaba la comida con erráticos y equívocos movimientos. Jian Lian lo notó, mas guardó silencio y se limitó a ayudar a su hermano. Era como si hubiese acontecido algo grande, pero le estuviese prohibido celebrarlo, tan siquiera mencionarlo. Por supuesto, él no se lo permitiría... si tras el encuentro maravilloso con Manabu no lo hizo, ¿por qué lo llevaría a cabo tras cometer un acto de caridad con su mejor amigo? Salpicó el té, se quemó también. Y aun con todo, con el sentimiento febril sobre la piel, llevó a la alcoba la cena.
Apenas cruzaron palabras. Hajime se encontraba observando los libros, el trabajo de Feng. La lluvia, un recuerdo. A pesar de todo, fueron capaces de reír ante las ocurrencias del más joven. Aquella noche, un aura de extraña calidez envolvía el espacio. En medio del ocio, viéndose el sastre tirado sobre el tatami con los cabellos apartados de forma que lucía su nuca bonita, a Feng se le ocurrió una idea. Fue por tinta y pincel, pidió a Hajime se recostara bocabajo con el torso desnudo. Y así, con un lienzo que suspiraba y le miraba con curiosidad, escribió pacientemente de arriba hacia abajo, de derecha a izquierda, un poema chino que decía:
Las flores esperan la próxima primavera;
confiando que las mismas manos las acariciarán.
Pero los corazones de los hombres ya no serán los mismos,
y sólo vosotros sabréis que todo cambia,
oh, pobres amantes. **
Hajime, de piel sensible, reía ante la sensación de las cerdas húmedas que grababan palabras de distintos grosores. Las cosquillas lo inquietaban, sus omóplatos se extendían y contraían en reacción al roce, mas en algún momento se dejó hacer con tranquilidad. Se sentía mejor, por poco reconfortado. Sus vértebras trazaban una línea perfecta que servía como guía para el calígrafo, quien se esforzaba por plasmar los más bellos caracteres y resaltar aquellos que consideraba esenciales. Jugaban a que el sastre adivinara lo que el otro escribía; mientras Feng narraba también la historia tras aquel poema. Tres amantes samuráis se suicidaban a causa del amor trágico entre ellos; y el último, antes de enterrar la espada en su abdomen, declamó aquel pensamiento.
Al terminar, un beso fugaz, inesperado en los labios. La admiración del cuerpo. La espalda entera culminó tapizada de ideas en tinta, digno aquello de belleza clásica.
—Fírmalo, Feng —invitó Hajime, tras admirar a medias el trabajo ante el espejo.
—Lo haré. Eres mi obra de arte.
Y sí lo era; después de tal evento, parecía florecer. Las ataduras iniciaban a romperse. Entre juegos a media luz, los recientes amantes pasaron una noche de colores cálidos.
No así la higanbana en su morada, cuyas sospechas incrementaron ante la ausencia de su compañera en velada tan tormentosa. Sin poderlo evitar, el sentimiento de traición.
Artista: Masami Teraoka
*Dicho pensamiento en realidad pertenece a Viktor Shklovski, quien lo postula en su texto El arte como artificio, en 1917. Sin embargo, ¿no es muy elocuente y anacrónico? De ahí que lo citara de forma indirecta.
*El relato que incluye el poema pertenece a Historias de amor entre samuráis de Ihara Saikaku (1642 - 1693).Traducido por Armand de Fluvià. Laertes. 1985.
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