呪い (m a l d i c i ó n)


呪い (m a l d i c i ó n)

Hajime, con una sonrisa de tonos tanatológicos apenas esbozada, oculta bajo la tela que le cubría medio rostro, apresuró su paso por los callejones mojados y solitarios. En el camino apenas se cruzaba con algunas lámparas que, sin embargo, le perseguían con su luz como ojos que inculpan en la oscuridad. Él bajaba la vista, minucioso, admirando el juego del algodón sobre sus piernas; aquel danzaba al ritmo de su caminar tan efímero como mecánico. Incluso le era posible desconectar la consciencia de sus piernas con la orden de los pasos; así, ¿no eran aquellos pies extraños? Le parecían tan desconocidos como su sexo rabioso, como la sed carmín oculta bajo su lengua. En el pecho, bajo el traje, se escondía también una segunda sonrisa apenas adquirida. Aquella era diabólica y murmuraba a su portador con la insistencia de un cerezo en primavera: «pórtame». El sastre, con su mirada de infante que sospecha escondido tras una puerta, se adentró a la morada e inhaló el aroma a incienso mientras se descubría el rostro.

—Estoy en casa —avisó con la debilidad de sus pulmones.

—Bienvenido —Yuriko le respondió de la misma forma, marchita.

El muchacho se descalzó y anduvo cauteloso, los pies impregnados de lluvia sobre la duela. En el comedor, donde alguna vez halló a su tía en penumbrosa soledad, vio entonces una escena triste a media luz. El ojo curioso llevó consigo en su desfilar por el corredor a una pareja envejecida sentada ante la mesa. Ella, con los párpados hinchados y los labios inyectados en sangre, la vista extraviada; él, en cambio, se mantenía sereno con su atención inmersa en el libro de cuentas. Hajime pensó con rectitud que a pesar de todo la primavera es finita, y que en un mes el invierno azotaría al pueblo con sus nevadas. Las flores, los insectos morirían. Yuriko debería saberlo como todos los habitantes de Japón; que aquellos días no coincidían con el florecer del cerezo, y aceptarlo con madurez.

Sin embargo, el duro pensamiento que acompañaba el crujir de la duela se vio interrumpido por un estornudo masculino que brotó desde la alcoba ajena; mariposa roja revoloteando a su alrededor. Una invitación. El muchacho se detuvo ante la puerta bien cerrada con amable recelo. Después, imitando los pasos serpenteantes de aquel amante descrito por el amigo, se deslizó con suavidad hacia su habitación, ocultó la risa diabólica bajo el tatami, se despojó de las escamas, y caminó de nueva cuenta hacia el corredor en busca de la mariposa.

Con prudencia, con amabilidad, se adentró a la alcoba de su tentación y se sentó en el lecho tibio apenas haciendo notoria su presencia. Vio la lámpara agonizante, el librero, el florero; todos solitarios en compañía. Después observó a Shun estremecerse de fiebre, con los pies desnudos apenas salidos del futón. La nariz irritada e inútil, la boca abierta suspirando por la vida, los ojos lacrimosos y asustados, los cabellos y la piel húmedos de sudor.

—Estás muy enfermo —dijo Hajime acariciándole la frente que hervía. El otro se estremeció con un gemido ante su contacto—. Y no has sido atendido ¿es verdad?

—Mamá llora porque papá se va mañana. No quiero ser otra carga para ellos en un momento tan amargo. —Shun sonrió con tristeza y capturó la mano del sastre entre las suyas. Ante una imagen tan aguda, tan frágil, Hajime fue víctima de una flecha incendiada que atravesaba su corazón—. Además, es solo un resfriado, pronto me re...

E incapaz de terminar la frase, Shun se volvió contra la almohada solo para estornudar con fuerza y suspirar después en un quejido trémulo, carmesí. Adolorido de las costillas, permaneció tumbado con las uñas enterradas en el futón. El sastre miró su nuca, los músculos de su espalda mojada que se transparentaban en la tela, y sonrió cuando escuchó la voz ahogada y avergonzada, que imploraba.

—¡Ah vete y no me mires, Hajime! ¡Es tan bochornoso!

—No deberías avergonzarte, tu malestar es común. —Y el sastre se atrevió a acariciar las hebras ajenas con el corazón desbocado—. Iré por algo para sanarte. Espera, ahora vuelvo.

Hajime simulaba el caminar de un errante enamorado en la casa de sombras... ¿o acaso en verdad lo era? Con la higanbana meciéndose en su prado infernal, recogió agua del pozo y remojó un paño helado que hizo reposar con cuidado en la frente del enfermo. El otro permanecía quieto, conmovido bajo la caricia que ardía como dulces alfileres sobre la piel. Hajime se volvió a la cocina para prender fuego, calentar el líquido restante en una bandeja, e hincarse finalmente ante los pies de Shun con un quinqué a su lado. Más allá del papel y la madera, los mayores discutían en murmullos sin importarles si la casa ardía o acaso se ahogaba con la lluvia. Afuera, una sola cigarra cantaba con la misma indiferencia.

Rendido, el sirviente bañó con agua cálida los pies de su amor. Los anidaba, los admiraba blancos y livianos, bellos y delgados, de hueso arqueado. Hubiese deseado rozarlos con sus labios, dibujar despacio el contorno de los dedos con su lengua y subir por las piernas hasta los muslos carnosos; sí, angustiado, ansioso y entre suspiros, como si descubriese el panal más dulce del mundo, como si yaciera en su luna de miel. En cambio, silencioso y agachado, los lavó con las hebras sueltas cayendo en cascada por su frente, y las manos torpes y amables del recuerdo en el río. En verdad lo extrañaba, en verdad añoraba volver a conversar con él y ajustarle su traje en el cuerpo de príncipe mientras lo escuchaba tararear una canción con su voz de loto.

Por otra parte, el que compartía su sangre lo miraba recargado contra la pared, conteniendo los malestares que se anidaban en la nariz y los pulmones. Respiraba por la boca reseca, prestando atención a la espalda reflejada en el espejo. Pensó con melancolía que aquella era sin duda la pieza desnuda, tan hermosa, que admiró con un prado negro de higanbana dibujado en ella durante la primera noche en que ambos se cruzaron entre sueños.

Si le contemplaba desde arriba, como su amo, los hombros raquíticos y la pequeña cintura le hacían propicio a ser confundido con una doncella de naturaleza desbocada. ¿Una campesina con aroma a primavera, quizá? A decir verdad, su rostro era muy bonito también, como una nana, como un pajarillo de esos que ya no se veían bajo la lluvia otoñal. La boquita remojada, los ojos grandes y asustadizos, el tiempo detenido cuando se sentaban juntos en la alcoba o bajo el árbol. Suspiró con dificultad, soportando el dolor. Pensó que quizás por ello, por su enfermedad de insaciabilidad con las mujeres y la belleza de su primo, veía su silueta así en sueños... desnuda, desprotegida, anhelante. «Hajime, ¿qué te he hecho? ¿En qué estoy pensando, inocente cigarra?» Shun reflexionó con una sonrisa opaca en lo mucho que la criatura a sus pies se asustaría si conociera los hilos que les unían durante el delirio de la fiebre. Si lo había tomado entonces ¿se atrevería a tomarlo allí mismo?

El sentimiento negado por días era dulce, abominable. Con el alma desnuda en enfermedad, Shun volvió a mirarse horrorizado en el espejo. Quiso irse, quiso tomar a Hajime de los cabellos, arrastrarlo y echarlo de la alcoba; anheló, sobre todo, estirar la mano cansada, acariciar los cabellos ajenos y secar las lágrimas de luto que sabía derramaba sobre su mesa de trabajo; pero al tiempo que miraba su reflejo, las uñas rosas le parecieron insensatas. Sí. Y se detuvo.

—Ya está —avisó el jovencito con su sonrisa de niño con dientes disparejos—. ¿Deseas mudar de ropa? Ahora mismo estás mojado.

—Hubiéramos comenzado por ello —Shun replicó adolorido, riendo también.

—Es verdad, lo siento. —El temeroso Hajime se disculpó con una reverencia, sin dejar de reír con discreción—. Cámbiate y deja las prendas sucias afuera cuando termines ¿sí? Descansa, recupérate, para que podamos resistir juntos el invierno.

Shun le miró con desconfianza. ¿Cuándo le había crecido tanto el cabello? ¿Cuándo sus manos habían aprendido a acariciar de aquella forma?

—¿Estás sugiriendo una tregua?

Sin poderlo evitar, el muchacho que erraba tan confundido como el otro, inquirió. El sastre supo a lo que se refería. Una caricia en la oscuridad. Una risa burlona, un gemido de mujer.

—Según mis conocimientos, nunca hemos declarado la guerra... ¿o me equivoco?

Los ojos grandes y heridos le miraban. Imaginó que en cualquier momento su dueño se lanzaría a sus brazos... y que él no habría de rechazarlo.

—Es verdad. Tienes razón.

—Ya está. —Y asintió con esa sonrisa de huérfano—. Te dejo. Hasta mañana.

Shun quiso estirar la mano, detenerlo del traje mientras corría la puerta. Pero permaneció.

Hajime... quédate. Ayúdame como lo hacías al principio ¿lo recuerdas? Durmamos juntos y olvidémoslo mañana, como antes, como siempre... vigila la ligereza de mi sueño mientras yo perturbo tu frágil, amable corazón. El de labios voluptuosos hubiese deseado gritar desde el fondo de sus entrañas todo eso. Sin embargo, solo asintió en doloroso silencio y miró cómo el primo se retiraba con la bandeja y los paños. La nuca desnuda apenas visible, el perfil distraído. A solas, Shun se despojó ante el espejo. Aquel cuerpo magro, de recovecos rojizos, guardaba en toda la longitud de su piel los besos de cien mujeres. ¿Por qué solo entonces comenzaba a retorcerse por un deseo impuro, antinatural?

Sin remedio, ataviándose de nueva cuenta perturbado ante su propia mirada, pensó que debía ser culpa de aquella fiebre que lo hacía tiritar. Se tumbó despacio, flor desmayada. El amado Shun también era víctima del anhelo ahogado por reposar desnudo al lado del otro, solo en silencio, intercambiando ardientes, castas caricias que los purificarían. 

—Cierra los ojos, cierra los ojos...

E inmerso en la oscuridad, se dedicó a evocar sus encuentros con cuatro o seis mujeres de nombres distintos, con sus risas y aromas, encima de aquel tatami en que yacía tendido. Así, enfermo, sus memorias le parecían grullas de papel que se esforzaba por capturar en el viento. Afuera, la lluvia.

Por su parte, Hajime aguardó sentado en el corredor de los lamentos a que la mano huesuda depositara la ropa sucia sobre la duela. Cuando lo hizo, tomó las telas húmedas que rozaron su nariz solo por breves, rojizos instantes. Soportando la herida sangrante, bañó manos y rostro en el pozo, siempre rodeado por su característica aura lunar. Los ojos tristes pestañearon y se dispusieron a huir. El sastre revoloteó hacia su alcoba, papilio que emigra del amado sol, y se encerró con el fantasma del deseo. Allí, en la cueva fresca de sus desfogues, sintió en un paso ligero bajo su pie descalzo una punta filosa que, de haber terminado de asentar su planta, le hubiese lastimado. Antes de hincarse, escuchó la lluvia y evocó el petricor. Al tiempo que liberaba su cabello, tomó aquel objeto que incluso había olvidado ante la presencia de Shun.

No le interesó vestirse ni comer, solo se tiró con el tesoro entre sus manos y observó su fulgor dorado contra la luz del quinqué. Si acariciaba la frente dura y redonda, las cejas sinuosas que anunciaban profunda ira, a través de sus yemas era capaz de dibujar con íntima belleza las imágenes que Yi Feng describió en su narración. Pensó en la hermosa silueta vestida de otoño que se columpiaba con la seda fungiendo como alas. Creyó verla bajo el sol, en primavera; oír las risas bajo el cerezo, mientras empujaba la espalda de cristal con sus hilos largos y negros que, sin embargo, a su retorno se tornaban castaños y apenas acariciaban los hombros del amo. Si admiraba el perfil, ahí yacían aquellos labios gruesos que parecían invitar a un beso.

Los colmillos lo transportaban a la mansión de las granadas. Imaginó los corredores en una noche fantasmagórica, su asechanza a un cuerpo liviano que invitaba siempre a seguirle, como el sol llama a la polilla. Si acaso atrapaba la mano de largos dedos, veía los ojos del amado huidizo y complacido. Pensaba en su rapto, en la telaraña de hilos rojos que él mismo habría tejido con su baba sanguinolenta, idéntica a la del padre en agonía. Dibujaba con sus dedos en el aire la forma en que se enredarían, cortándose con el filo de las hebras, los dos envueltos en el sublime placer del dolor. Por supuesto, su unión sería más pura que la corrupción y la enfermedad. Sin querer, Hajime comenzó a llorar. Incluso si se disculpaba con el padre, era innegable que se moría de envidia. Yi Feng debía ser un muchacho verdaderamente imbécil. Él, que se enredaba con sus dos adorados amantes, araña y serpiente, parecía infeliz cuando lo poseía todo. ¿Qué quería? ¿Qué esperaba de él? Era incapaz de comprenderlo, porque creía darle ya todo aquello que podía ofrecerle.

Y suspiró, ocultando su llanto bajo la máscara recién colocada. Era perfecta, embonaba en cada ángulo de su rostro, como si hubiese sido esculpida solo para él. Pronto los muslos blanquecinos se asomaron bajo la tela, abiertos y ansiosos, mientras su dueño se amaba en solitario. Las manos anhelantes, aquellas que recién habían lavado los pies del primo, se tocaban entonces como la dulce Ume lo hizo al contemplar el sexo de su hermana. Si se tumbaba y estimulaba desde atrás, incluso si dolía, estaba bien. Él lo comprendía. La necesidad del sacrificio, el castigo, en busca del amor. Pero Yi Feng estaba demasiado centrado en los placeres inmediatos que los sentidos, sanos y salvos, podían ofrecer para comprenderlo.

Hajime se masturbó aquella noche, como todas, pensando en Shun; en cómo habría de herirlo y la manera en que el otro lo mutilaría a su vez. Si deseaba azotarlo, bien. Si quería cortarlo, apuñalarlo, patearlo y orinarlo, también. Soportaría todas y cada una de sus torturas si al final le ofrecía el sagrado beso emponzoñado. Lo tomaría sonriente, escupiendo sangre de ser necesario. De esta forma, recién despierto a una imagen distinta de la devoción, se quedó dormido con la semilla regada entre sus muslos.

Y solo con la claridad del alba azulada, Hajime fue consciente de la humedad en sus ropas, en los genitales sucios. Se enderezó aún semidesnudo, y lo primero que observó fue la máscara tirada a un lado, que esbozaba su sonrisa eternamente dolorosa. Evocó con pesadez las imágenes de sublime sadismo, y negó con la cabeza. Inmerso en un ensueño de obscenidad vulnerable, tomó al demonio dorado y dando pasos furibundos, lo ocultó en la oscuridad del único baúl que poseía en la alcoba. Lo cerró con la llave temblorosa, se dio la vuelta y barrió la puerta para asomarse a la brisa helada del jardín. Sin dudarlo, arrojó la llave hacia un sitio desconocido sobre el pasto, con todas las fuerzas que le permitía su brazo huesudo. Seguramente habría de extraviarse; ya fuera que la hallara Yuriko, el jardinero, o se perdiera con el correr del agua, con el paso de los días. 

Apoyado en la puerta, volvió a experimentar aquel asco inextinguible por sus manos, por su rostro de crío a pesar de la perversión latente en sus labios. Limpio y siniestro, desayunó hipócritamente con los dos adultos marchitos. Abrió la tienda, atendió a los clientes con amabilidad, como se suponía debía funcionar. ¿En qué momento del día era que su juicio comenzaba a nublarse? ¿Era cuando Yi Feng, el paria que le ofrecía su amor lascivo, se cruzaba en su camino? ¿O cuando el bello Shun le sonreía con agradecimiento por sus atenciones? Debía haber estado loco, afectado por la fiebre cuando solicitó resguardar aquella máscara. ¿Qué esperaba? ¿Qué deseaba obtener con ella? ¿Apropiarse de un relato, de una vivencia ajena? ¿Cuál era el verdadero objeto de su codicia? ¿Manabu? ¿Shun? ¿La experiencia?

Molesto, en la noche roja, no solo escuchaba las voces de las flores deshojadas. A partir de entonces el demonio también hablaba, y ambos conversaban sobre el odio y la frustración. Primero venía a su memoria Yi Feng, el marica extranjero, la grulla de papel que de pronto había comenzado a revolotear de manera increíblemente molesta a su alrededor. Sentado en su mesa de trabajo, suplicaba a Hajime marcharse juntos en primavera.

—Ven conmigo, olvídalo todo, olvídalo —decía mirándolo con aquella insistencia de cachorro que hubiese deseado golpear con la punta de su pie.

—No puedo, te lo he dicho antes. —Le respondía con fingida indiferencia, una sonrisa condescendiente—. Aquí está mi familia, debo cuidar de ella.

—Para eso está Shun. Él es el hombre joven de los Arimura.

—¿Y quién cuidará de él, si no sabe ni siquiera lidiar con la fiebre?

—Sus mil mujeres. Para eso las consigue ¿no?

Hajime veía el reflejo de su sonrisa fingida en las tijeras. Solo por eso, por el dolor que le producía recordarlo mediante las palabras ponzoñosas del otro, se enredaba con él sabiendo lo mucho que adoraba los latidos acelerados de su corazón cabalgante. Después, lo dejaba tibio y solitario. Contemplar el sangrado ajeno sobre el tatami le resultaba satisfactorio, como el cazador que admira la agonía de su presa mientras ésta lo ve desde el suelo rogando por misericordia con su mirada. El sabor de la sangre era dulcísimo, aún si el herido era el único a quien había considerado su amigo en la vida. Le gustaban sus lágrimas de plata, su transparencia bajo la lluvia. Ambos yacían atrapados en los hilos rojos; la diferencia radicaba en que Hajime disfrutaba del dolor que las cortadas producían, contrario a Feng, que buscaba la manera de zafarse y volar. Y el sastre se burlaba. ¿Con qué derecho sufría Yi Feng? Conservaba a su familia intacta a pesar de la distancia, compartía el lecho con un artista de honda belleza, seguramente se convertiría en un hombre de letras, una persona instruida a pesar de su calidad de extranjero... ¿cuál era su angustia entonces? ¿No era de pésimo gusto quejarse ante un verdadero mártir?

Shun, por su parte, ya sin la vigilancia del padre embarcado en un viaje de meses, ni siquiera enfermo era capaz de permanecer en casa o dejar de fumar con arrogancia. Permanecía estancado, con su actitud ambigua e indescifrable, de eterno errante entre las flores del pueblo. ¿Era aliado o enemigo? Para Hajime resultaba inescrutable, y quizás debido a aquel mismo misterio, era cada día más doloroso contener su deseo, su molestia errante, sin dirección alguna. La imagen de la serpiente alrededor de la niña aterrorizada, las cuerdas, tomaban la forma de un sueño brillante. Ser la presa, ser la víbora, ¿a qué estaba dispuesto su cuerpo aquella noche? Se revolcaba, incapaz de satisfacer el deseo cada vez más rojo, tan intenso que se teñía de negro.

Sucedía entonces que, furioso con su propia carne sedienta, caminaba hacia el pozo a media noche y se bañaba con agua helada sin siquiera desnudarse, en busca de erradicar el ardor en su piel caliente. Temblaba, se encogía, sobre todo cuando era visitado por el viento. En medio de los espasmos, consideraba escapar con Yi Feng. Quizás fuese el acto descabellado de mayor prudencia que pudiese cometer. Sin embargo, cuando recordaba a la triste Yuriko sola con el mujeriego de su hijo, volvía a mojarse mordiéndose los labios para silenciar bajo el golpe helado.

El sonido húmedo despertaba a Shun, quien temía conocer la identidad de quien se martirizaba en la noche de honda negrura. Incluso durante las primeras horas del día, si abría los ojos, era capaz de mirar una silueta furibunda surcando el pasillo. Hajime, con las gotas escurriendo en brillos de luna, andaba por el corredor de vuelta a su alcoba, dejando un rastro acuoso por cada paso. A veces replicaba el rito en dos o tres sacudidas, a veces corría de un extremo a otro como quien desea apagar un incendio. Solo restaba el golpeteo delirante sobre la duela. Los otros dos miembros de la familia solo contemplaban el lodo a la mañana siguiente, y al muchacho de piel siempre erizada con las ojeras marcadas de nueva cuenta, sospechando entre sí. ¿Ella o él?

Yuriko, sin atreverse a enfrentar a la araña cada día más negra, creía comprender sus motivos. Después de todo, ambos sufrían por una mano paternal... ¿verdad?

~ * ~  

El último día del mes, las dos flores reposaban durante el ocaso en la posada del gato en la ventana; aquella del amor entre hombres. Ambos portaban en sus manos el lirio y la máscara, como en un intento por conservar su amistad fracturada. ¿Eran sus apacibles sonrisas una forma de kintsugi*? Probablemente, los suspiros desvergonzados del sastre se convertían en polvo de oro cuando descendían desde el techo. Feng, con sus pinceles y saliva negra, escribía en la espalda del que yacía sobre el tatami solo con el torso desnudo. De no ser por la luz cercana a la piel, Hajime se estremecería de frío. En cambio, el muchacho se aburría contemplando la llama bailarina ante el estímulo de los suspiros. Además, sentía los labios del amigo posados en su cintura.

—Le pareces apuesto a mi hermana ¿lo sabías? —murmuró Feng con el sabor del té negro en la sonrisa, y una mano traviesa bajando el traje a Hajime.

—Ella también es muy hermosa —replicó el mayor de los dos, taciturno. Los cabellos del otro reposaban sobre su cadera. Una lengua caliente en la baja espalda—. De alguna forma, se parece a ti.

—¡Ah, me vas a hacer sonrojar! —Entre risas, Feng subió y cubrió de besos el hombro desnudo de su amante.

Ciertamente, la pequeña hermana de Li Yi Feng había crecido con la elegancia y soltura de una mariposa. Hajime lo comprobó cuando un par de ojos tímidos, grandes y oscuros lo recibieron en el marco de la puerta donde alguna vez se topó con Jian Lian. El rostro pálido y pequeño, como de porcelana, se tiñó de un amable rosa justo al momento en que el muchacho le dirigió apenas un breve saludo. Con el nervioso titubeo de una quinceañera, y la presencia de un hombre cuarentón que intervino por ella, el sastre supo que sus encuentros eróticos en la morada de pergaminos habían terminado. 

—Hajime ¿te enteraste de lo acontecido a Tanaka Sada?

—¿Quién?

—La niña que insultaste incluso en mi presencia, aquella mañana... —La expresión punzocortante de su amante le hizo callar con una sonrisa nerviosa, y seguir con los últimos detalles de su trabajo—. Creo que ya sabes a quién me refiero.

Tras un suspiro, Hajime contempló cuatro patas azabache asomarse. El gato de la casa se deslizó dentro de la alcoba tras cruzar la cortina de cuentas rojas que frágilmente protegía su intimidad. Visualizó los movimientos gráciles, el ondear agraciado de su cola. Y habló mientras estiraba su mano con suavidad, aguardando la atención del gato.

—Una noche, cuando saliste de viaje, la vi rondar por la casa de los Arimura.

El felino le respondió con un maullido. El sastre recordó las manos de Shun. Y el extranjero contuvo las ganas de inquirir los motivos del otro para salir de noche durante su ausencia.

—¿En verdad? —Feng, al ver que el animal se acercaba en busca de las caricias ajenas, pensó que debía ser irresistible su llamado por naturaleza—. La pobre se encuentra en el prostíbulo de K.

—Ah, ese lugar... —la melancolía habló por Hajime— ahora la tonta debe ser amiga o rival de la bella Akina. ¿Cómo estará?

—¿De quién hablas?

Feng terminó de esbozar sobre la piel-pergamino la palabra espada con pinceladas negligentes, incluso bruscas. De pronto era víctima de los celos en su corazón.

—De la joven que lloraba. La de sabor penetrante.

La mano del sastre, en cambio, corría libre por el lomo suave y oscuro, como cubierto de seda. Bajo su palma palpaba el cuerpo flexible que giraba y caminaba de un lado a otro. Los ojos de ámbar acusaban en silencio cada vez que acariciaba la cola cual ola de mar. Feng yacía en silencio, recordando las imágenes carmín con envidia templada. 

—¿Por qué se encuentra ahora ahí, si estaba por convertirse en geisha? —Hajime inquirió con el ceño fruncido. De pronto, el gato que acababa de reconocer como hembra mordía sus dedos con sus pequeños colmillos. Sentía la lengua rasposa también.

—Solo sé que lentamente ha perdido la cordura. —Feng murmuró mientras cerraba el frasco de pintura, terminada su obra incapaz de mantenerse quieta. La gata que antes ronroneaba comenzaba a erizarse—. Supongo que se relaciona con los abusos de Shun; no sólo a su cuerpo, sino al corazón.

Y dicho lo anterior, el felino escandaloso rasguñó la mano derecha del sastre, solo para salir corriendo del cuarto. Él permaneció tumbado, adolorido, contemplando las delicadas líneas de sangre en su piel. Y sonrió.

—Mentiroso.

Aquella misma tarde, después del vacío y el amor, tomaron un baño. Ambos cuerpos yacían manchados de tinta. Cada quién apoyado en un extremo opuesto de la bañera construida con madera, se contemplaban en silencio. Hajime pensó en lo irresponsables que se habían tornado sus manos desde que visitaba a Feng. Si la clientela disminuía, si su nombre como sastre se opacaba, seguramente se debería a que en anocheceres como aquel, prefería hundirse en agua tibia y entrelazar sus piernas con las de un extranjero sobre permanecer trabajando en la morada.

—Hajime —llamó el amigo de labios rosas. El otro parpadeó, ladeando su rostro—. Quizás aquí, ahora, no sea el día ni la hora correcta —guardó silencio, sonrió con tristeza—. Pero si no es ahora ¿cuándo?

En la habitación contigua, dos muchachos se amaban también. Ambos podían escucharlos.

—Incluso antes de partir en mi viaje, buscaba el momento para narrarte una historia que escuché cuando me pediste ir a buscarla. —Breve pausa. El agua tibia—. No. Mejor dicho, son solo ideas... murmullos que me pareció oír respecto a aquella verdad que tanto buscas.

El sastre, que para entonces había persistido con la flor del ocio marcada en el rostro, de pronto mostró una mirada vivaz. Se interesaba por las palabras ajenas por vez primera en la velada.

—¿Qué es? —Sus hebras se columpiaron con el mecer de su cuello—. ¿Tu relato se relaciona con... aquello que mi padre nunca me contó?

Yi Feng asintió con la cabeza y se enderezó lentamente. La ninfa de belleza clásica removió el agua con su cuerpo solo para recostarse al lado de Hajime. Antes, la alcahueta que cuidaba a los amantes de aquella posada, cuando los vio andar juntos por el pasillo, les dijo: «¡Ah! A veces creo velar la unión de dos señoritas». Y así era. Los dos rostros, sin decidirse a ser adultos, varoniles o femeninos por completo, permanecían en la línea ambigua de la androginia. Yi Feng, cerrando los ojos, murmuró.

—Incluso si te lo digo, debes prometerme que esto no te martirizará. No olvides que se trata de habladurías, y que como tal, no son necesariamente verdaderas —abrió los ojos, la mirada ennoblecida se asomó—. ¿Juras no molestarte? ¿Prometes no permitir que esto perturbe tu alma? Yo no quiero ser el causante de tu zozobra, con los placeres que intercambiamos... —Y la mano descendió sobre la piel, provocativa.

—Si esto resulta causante de desdicha para mí, será por las circunstancias y no por el mensajero. —Hajime, imperturbable, contemplaba el mundo a través de una cuenta roja arrancada de la cortina—. Además, es triste confesarlo, pero en algún momento impreciso... evanescente... dejé de ser un hombre de palabra. 

—Pero si eres solo un muchacho, justo como yo. —Yi Feng, con su diestra de pétalos transparentes, acarició la mejilla del sastre. El rocío cubrió sus labios—. No necesitas ser un hombre de palabra... solo una persona prudente. ¿Puedes serlo solo por esta ocasión? ¿O es que intento razonar con el tallo de una flor?

Después de breves instantes en silencio, el sastre respondió resignado.

—Está bien, lo intentaré.

—Genial. —Feng mostró su sonrisa color nenúfar—. Entonces... escucha con atención, Hajime. Quiero que sepas que en todo momento escuché hablar sobre el Señor Yamada, pero desconozco si era...

—Mi padre o mi abuelo. —La voz viril complementó. Como tragó saliva de angustia, la nuez de su garganta rebotó bajo la piel.

—Sí, así es. —Feng depositó un beso en su quijada, adorando al muchacho triste y duro que no correspondía a sus caricias. Después continuó hablando con suavidad—. En mis memorias guardo la imagen de un hombre fuerte y virtuoso, alegre, bondadoso, que sostiene con sus anchas manos a una familia radiante como el sol. Atrás de él, sin embargo, yace la silueta de una mujer ajena, hermosa pero sucia, que comparte un lazo carmín con él. —La boquita de fresa se frunció—. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?

—Una amante.

—Sí. —Y recorrió el perfil ajeno con sus dedos, fascinado—. Creo que... podría ser... una mujer de campo, una sirvienta, incluso bruja o vendedora de amores. —Y lamió la bonita boca ajena, que culminó en un beso instintivo, correspondido—. Las voces murmurantes disputan entre sí el origen de la mujer, por lo que soy incapaz de mirarla con claridad. ¿Yacerá la mancha en su pecho, en las manos... o debería colocarla en los labios? —Por cada fragmento corporal que mencionaba, el extranjero lo buscaba y acariciaba en la silueta de su compañero. Al final, después de un beso hondo en el que se embebió con el sabor y textura de su lengua, apoyó la mejilla en el hombro de Hajime. Lo abrazó.

—Feng... —replicó el otro quizás, después de todo, no tan indiferente ante los roces— es como si jugaras a leer la fortuna. Incluso si es angustiante, me gusta escucharte.

—¿En verdad? Me alegra entonces, porque la siguiente carta anunciaría una desgracia. —Las piernas bajo el agua se movieron. El más joven rodeaba al otro con sus muslos blancos—. Es bueno que lo pienses así, como si fuese una ilustración. De esa forma, siempre existirá una brecha entre la tinta y tu corazón. Imagina un evento azul, un adiós. Es la despedida de los amantes ocultos. Él es un hombre responsable, y si es que en algún momento cayó en la tentación, sabe que debe remendar sus errores.

—¿Él abandonó a la mujer? —Hajime se volvió. Contempló los mechones en la frente del amigo.

—Así es. Aquel amor solo podía tener un final triste. La diferencia de castas, los deberes familiares que ambos cargaban en sus espaldas. Compartir besos más dulces que la miel fue siempre una decisión demasiado arriesgada. Ambos debieron saberlo desde el principio... que la belleza de la pasión radica en su efimeridad, en saber admirar una flor de fuego que en algún momento habrá de reducirse a cenizas. ¿No lo crees, Hajime?

La flor esqueleto, despeinada como nunca, buscó la mirada del otro con curiosidad. Sin embargo, el sastre, que contemplaba las heridas evanescentes en la desnudez ajena, decidió no responder a la pregunta.

—¿Qué ilustración debería leer en la siguiente carta?

—Hmmmm... —resignado, Feng volvió a apoyarse en el hombro huesudo— una espada, tal vez. Ira, llanto, violencia. La mujer es incapaz de aceptar la longitud de los hilos rojos, y pretende remendarlos o alargarlos sin percatarse de que todo ha sido escrito ya por la tinta del destino.  

—Narra de una vez la desgracia, anda, y cesa de torturarme. —El sastre pronunció en tono demandante, sin conseguir dejar de percibirse nervioso o adolorido. A pesar de sus ansias, era incapaz de ver a su compañero a los ojos.

—Ah, Hajime, siempre de corazón tan impaciente —dijo Feng y depositó un beso en el hombro— . Debes saber que aquí los murmullos discuten entre sí por segunda ocasión. ¿Fue algo relacionado con el honor, como un rechazo humillante? ¿O tiene que ver con el cuerpo, con la pasión? —Como si fuese una bruja, Feng miraba a su alrededor mientras palabras intrigantes brotaban de sus labios.

—¿Qué habría de ser entonces?

—Traición, violación... la pérdida de un vástago en las entrañas. —Finalmente suspiró, muerta la intriga. Sentía la tristeza del niño entre sus piernas—. Nadie lo sabe con seguridad, pues todos sus encuentros, amores y rasguños acontecieron de noche, entre las sombras y bajo la luna.

Ambos permanecieron en silencio. Las dos cabelleras negras caían esparcidas sobre la madera. Hajime deseó con todas sus fuerzas tener una pipa con la cual fumar. Si los labios de Shun se habían posado ahí antes, mejor. 

—¿Qué pasó al final? —inquirió el sastre, tranquilo, solo anhelando cesar su martirio.

—Ella acabó con su propia vida.

Y la cuenta roja rodó hacia la tina. Se hundió para hallar reposo entre los muslos blanquecinos. Hajime miró por fin los ojos ajenos con los suyos vacíos.

—Ya veo.

—Dicen que se ahogó en el río, que murió envenenada, que se arrojó desde un precipicio pretendiendo ser un ave durante el último de sus días... e incluso, el rumor más trágico asegura que se clavó un puñal en las entrañas. ¿Sabes dónde corrió su sangre? —Silencio. Como no recibió respuesta, Feng continuó murmurando; bajo, muy bajo—. En un prado de manjusaka.

Sin previo aviso, Hajime, el que hinchó de aire sus pulmones con una mueca que acaso anunciaba un deseo mortal, se hundió por completo en el agua. Feng contempló las burbujas emerger, impotente.

Aquella misma noche, a pesar de los violentos desfogues con Feng, Hajime ardió hasta la rabia ante la higanbana. Incrédulo, lacrimoso y tan lleno de deseo, se levantó con los murmullos que le rodeaban en espiral. Las palabras de Feng, todas amontonadas entre voces femeninas, amenazaban con enloquecerlo. Una niña amarrada. La sonrisa de la víbora. Luna que sangra. Prado carmín. El cadáver de una mujer enamorada. El padre en su lecho de muerte. Shun, el que violó a la maiko enloquecida. Luciérnagas, prostitutas, carne, sombras, pozo, ojo, lengua, carne, oruga, manjusaka, amante, castidad, tinta, cuchillo, entrañas, seda, armario, amor, carne, amor... máscara de demonio.

Lo asumo.

Con valor.

Siempre me has hablado.

Y te he escuchado.

Sin embargo, solo hoy...

Te en-tien-do.

Te com-pren-do.

Esa noche, velada en la que Yamada Hajime vio por primera vez, acaso de manera efímera e intensa, un destello de lo que sería el paraíso de su demencia, salió en medio de la oscuridad al jardín. Se hincó en posición deshonrosa, cual perro, y rebuscó con desesperación entre el pasto y la hojarasca aquella llave de plata que antes había extraviado. La necesitaba, la requería con violencia para silenciar los murmullos que lo aquejaban. Solos su tacto, su falsa clarividencia y él, buscaron revolcándose en la tierra hasta hallarla en medio de un par de lombrices que arrojó con euforia.

Terroso, sudado y tembloroso, Hajime pudo abrir el baúl y volvió a encontrarse con los ojos del demonio enloquecido por amor. Sonrió. Con los pies descalzos y silenciosos, arácnido triste, anduvo hacia la mesa de trabajo con un aura peligrosa y delirante montada en su espalda. Tomó dos cordones, una navaja para no ensuciar sus tijeras, y anduvo por el corredor con la máscara cubriéndole el rostro irreconocible, trastornado.

Aquella noche los cuernos refulgieron más hermosa, macabramente que nunca, de una manera que su dueño original nunca hubiese podido conseguir. Sin necesidad de luz, solo con la oscuridad envolviéndole, aquellas largas y filosas protuberancias trazaban su camino iluminadas por las intenciones del muchacho que, semidesnudo, arrastraba la seda sobre la duela.

Y mientras el crimen era consumado, un extranjero en su lecho divagaba insomne bajo las palabras silenciadas.

Hajime... ¿podrás perdonarme incluso si he mentido?

¿incluso si no fui capaz de leerte la última carta?

En ella se dibujaba el ahogamiento de una mujer que tú amaste.

La agonía de un hombre a quien adoraste.

Y la imagen de un hijo solitario, extraviado en la hojarasca.

Niño de mi vida, yo me pregunto...

¿seguirás el camino de la primavera

que yo me esfuerzo por tender a tus pies?


En otra morada,

un grito de placer.





Artista: Hiroshi Hirakawa



* Kintsugi es una técnica de origen japonés para arreglar fracturas de la cerámica con barniz de resina espolvoreado o mezclado con polvo de oro, plata o platino. Fuente: Wikipedia.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top