口づけ (b e s o)
口づけ (be s o)
Entonces el invierno, animal escamoso, lanzó su primer suspiro al despertar. Ninguno de los dos, víctima o victimario, pensaba en la finitud de sus penumbras. La espera se convirtió en su todo; en el dolor, en el placer. Incluso si lo anhelaban, en el fondo se habían resignado a entender la luz, el reconocimiento crudo, como un ente lejano e inaccesible. Habiéndose cegado con el filo de sus uñas largas, el resplandor de aquella noche fungió como un augurio secreto; el murmullo de un prado escarlata que habría de florecer en su majestuosidad más severa. Aquella noche sería recordada por el sastre enamorado con la misma calidez que una novia guarda en el pecho la noche anterior a su boda. Oscura, íntima, propia de un anhelo similar a la perversión; un deseo que se incrusta en la inocencia para transformarla irremediablemente en una mariposa de alas negras. Entonces existió en su recuerdo el mismo aire mítico... maléfico, sublime.
En medio de las sombras, a media noche, Arimura Shun sintió las manos sagradas que tanto anhelaba deslizar la tela por su hombro. El tercer asalto, cálido e inevitable, se posó en su boca después de lo que reconocía como una eternidad. Sin embargo, el constante martirio sobre su piel, la nariz y los pulmones, acostumbraron al cuerpo juvenil a yacer en un estado de ardor permanente tan propio, que no impedía ya sus arranques vigorosos. Fue así como la curiosidad que desde el principio se sabía amputada, sin esperanzas, lo despertó en cuanto sintió la lengua caliente recorrer su cuello. Abrió sus ojos ciegos, calculó los movimientos del depredador que, incluso si portaba enredada la piel lánguida de una serpiente, parecía desconocer la naturaleza bífida de su presa.
Tras un arranque de vitalidad animal, Shun se enderezó y tomó desprevenido al que pretendía atarle las manos. Lo asió con violencia de las muñecas. «Te tengo», masculló, y enterró sus uñas con intenciones de herir la piel de quien forcejeaba horrorizado. Escuchó la respiración agitada, palpó la delicadeza de un cuerpo que pretendía huir con desesperación mientras retrocedía y pataleaba sobre el tatami. Aquello le producía un regodeo maravilloso, cruel. Invertidos los papeles, hincada la falsa víctima sobre el otro, buscó sus labios penumbrosos hasta hallarlos con los suyos. Creyó oír el quejido ahogado de una boca reticente, sentir una nuez que subía y bajaba en el cuello ajeno. Sí. Obligó al ave negra a devolverle el beso que se tornaba abusivo, baboso. Shun pensó en medio de la agitación que si al final la criatura escurridiza conseguía escapar gracias a la agilidad de su silueta larga y delgada, al menos debía marcarlo.
Aquella mordida en el labio inferior, suave y dulce como ninguno, pudo proceder de un impulso caníbal o acaso vampírico. Enterró sus colmillos en la piel del otro como si desease arrancarla y engullirla. Un quejido masculino, involuntario, quebró con su carmín el silencio jadeante. En cuestión de segundos, el falso demonio logró soltarse del agarre gracias a los movimientos convulsos de los que era víctima su esqueleto exasperado; golpeó y arañó a su agresor con toda la violencia que le permitían sus dedos agarrotados de terror. Consiguió liberarse incluso si sentía su carne crujir en el desgarramiento. Shun cayó de bruces sobre él, y tiró de su traje pretendiendo desnudarlo mientras la sombra se arrastraba dejando un camino de sangre sobre la madera.
—¿Quién eres? —murmuró el de fiereza imperante, procurando sostener la cintura escurridiza—. Si lo confiesas, te dejaré ir ¡lo juro!
Mas las patadas insistentes del jovencito lastimaron lo suficiente al otro como para hacerlo flaquear y dejarlo tendido en el suelo despeinado, semidesnudo, adolorido del vientre, con el sabor del hierro persistente en la boca. Abyecto, al fin. Antes de que lograse recuperarse, escuchó golpes de manos, rodillas y talones veloces sobre la duela. La brisa helada besó su pecho agitado, inevitablemente. La puerta al jardín yacía abierta, y los pies de la criatura desfilaban descalzos, erráticos, en la lejanía. Shun se enderezó, víctima de una frustración dolorosa. Inhaló. Exhaló. Se ayudó con los dedos a lamer la sangre restante en su barbilla y anduvo afuera, en busca del rastro ajeno por medio del tacto. Sin embargo, aquella noche era la más negra, la más nebulosa que había contemplado a lo largo del turbulento año. El vacío parecía absoluto, como si todos los muertos hubiesen decidido suspirar.
Maldijo. Se adentró a la alcoba, se hincó en un impulso tan negligente que las rodillas golpearon la piel contra el hueso. Encendió la lámpara con enojo, como le fue permitido, y lo primero que observó en cuanto la llama ardió fue una cara horrible mirándolo desde el suelo. Gritó. Retrocedió vertiginoso sobre el tatami, solo para sentir una vergüenza extraña, que le resultó natural cuando se percató de que aquel rostro era una máscara. Se acercó despacio sobre la duela, como inspeccionando la vitalidad del objeto, y terminó tomándola con coraje. Se levantó. Miró los ojos afligidos, los cuernos brillantes y la sonrisa que parecía burlarse de él.
Incapaz de concebir semejante ultraje, tomó la lámpara y recorrió el jardín en busca de alguna sombra, de los pies descalzos cuyo dueño había abandonado su mueca de oro en el suelo. Sin hallar nada más que el despertar de su malestar nasal ante el frío, se adentró a la casa y buscó cuarto por cuarto. Incluso se asomó a la alcoba de la madre, y escrutó también tras la puerta donde yacía tendido Hajime. Lo contempló con las uñas filosas posadas con delicadeza sobre el papel traslúcido, y descubrió la imagen apacible del muchachito recostado de espaldas. Respiraba con tan hondo sosiego, con una calidez amable tan profunda, que Shun suspiró con resignación. Perturbar el sueño dulce de Hajime habría de ser, para él, como desmembrar una higanbana.
La verdadera serpiente se volvió y reptó por el pasillo, llevando la luz del cascabel consigo. En la intimidad sombría de sus sábanas, el de pies descalzos agradeció profundamente el no quebrarse aquella noche; bendijo a la ceguera o acaso a la piedad ajena. La almohada yacía bañada de sangre en el extremo izquierdo, lo sentía en las yemas de sus dedos, mientras fingía dormir sobre el punto ciego de Shun. La manga derecha también se había manchado, y lo agradecía, porque debido a ella sus pasos pudieron evanescerse sin huella alguna en un camino limpio. El labio ardía tanto. Y lloró desesperado acallando sus gemidos, más por el temor a ser descubierto que por el daño en su piel, por la cicatriz ineludible y perdurable.
Shun, por su parte, comenzó a dudar respecto a su cordura. La duela de su alcoba, en efecto, había sido profanada con un rastro de sangre. ¿Aquello no simbolizaba un mal augurio? Guardaba también en su poder una máscara grotesca vinculada con la desesperación, la malignidad y el amor. Pensó en que los dos últimos debían ser perversos reflejos, y se presintió víctima de ellos. Miró la máscara. Era tan real como la sangre en su boca. Apagó la luz. Permaneció despierto, arrepentido, horrorizado ante sus propias acciones que se esforzaba por justificar ante sí mismo.
Solo en la madrugada, cuando la oscuridad fue más tenue, logró conciliar un sueño atormentado. Se vio en un vasto jardín de suelo diluido, con árboles de tronco negro y aves siniestras en sus ramas. Lo observaban. Murmuraban. El cielo era monstruoso en su grandeza, con sus nubes que se estiraban en forma de espiral. Existía un olor persistente, similar al del verano. La putrefacción. Pensó en rapiña, en el cadáver de un animal. Cogió un fruto, le enterró los dedos, lo notó agusanado. Y pronto, sin vestigio, se supo castrado. El horror ante sus genitales amputados le obligó a despertar.
Incluso si en el alba corrió en busca del muchachito, no lo halló. Solo estaba la madre marchita, ante la mesa, con las palabras que precisamente hubiese deseado no escuchar: «Yo tampoco sé».
~ * ~
En el agua, el reflejo deformado. Una vergüenza que obliga a bajar el rostro, a cubrirlo con el frío como disimulo. En la oscuridad del templo, una súplica muda. Los ojos elevados, inyectados en lluvia carmín.
~ * ~
En aquel momento, mientras sangraba y las lágrimas se deslizaban sobre sus labios resecos, también recordó la imagen nunca vista pero presentida de su pene y testículos cercenados sobre la tierra. Evocó las gotas rojas en el suelo de su alcoba, ajenas y sagradas una noche antes, y le pareció hilarante cómo la sangre derramada en las calles del pueblo durante aquel medio día negro, le pertenecía a él. La sentía surgir de sus entrañas, de su cuerpo, de su existencia manufacturada con carne, cartílagos y mucosa. Bajar la mirada era vertiginoso, por lo que prefería ver al cielo nuboso que continuaba lejano e indiferente ante su horror. Si lo llevaba a cabo, si acaso desviaba el enfoque de sus ojos hacia el vientre sostenido con sus manos temblorosas, notaba los dedos empapados de un rojo crudo, vital. Y solo entonces creyó descubrir a la Muerte contemplándole enamorada de su carmín, su animalidad.
Con las lágrimas imposibles de retener, se identificó con una presa atravesada por la lanza de un cazador. Hubiese deseado bramar, salivar y arrastrarse de dolor sobre aquel camino que recorría todos los días con canasto en mano, pero el orgullo siempre en alto lo mantenía en un silencio siniestro, por poco antinatural.
Le parecía espantoso. Le aberraba de manera aplastante el ver a todos aquellos rostros conocidos observarle con un distanciamiento, un desprendimiento angustioso, impiadoso e idiota que lograba animalizarlo incluso cuando experimentaba un temor netamente humano. ¿Veré el cielo o la higanbana? Se preguntaba mientras era rebajado a los pasos de un ente más insignificante que el perro callejero, más repulsivo que los gusanos. Y solo entonces, cuando más reía de desesperación, una mujer corrió en su ayuda. Vio sus pies apresurados, creyó sentir la calidez femenina como bendición primaveral atenderle, curar las dos puñaladas que goteaban en su abdomen; sin embargo, el marido la retuvo de la manga, sin apartar de él una mirada severa de regocijo. Ella berreaba, procurando apartarse de aquel hombre que la detenía, pero un violento murmullo posado en su oído derecho le hizo desistir de inmediato. Tan solo se sentó a llorar desconsolada. El sangrante sonrió con amabilidad, procurando tranquilizarla, y la dejó pasar.
A su alrededor, a una segunda cuadra desde que hubo salido de aquella posada que de vez en cuando se tornaba en lupanar, ni un transeúnte se había acomedido a auxiliarle. Y se reía por ello, sobre su miseria e incredulidad, mientras procuraba avanzar lo más rápido que le permitían sus piernas errantes hacia la morada del médico que de niño atendía las magulladuras en sus rodillas. Y lloró. Lloró recordando la expresión de Sada mientras le clavaba dos veces aquel cuchillo con todas las fuerzas restantes en sus brazos quebradizos. Pensó en el golpe brutal que dio en su cráneo cubierto de largos cabellos como la noche cuando descubrió en sus ojos la intención de apuñalarlo una y otra vez.
De alguna forma, los perdonaba a todos. A la horrorizada Yuri que lo miraba con tanto temor que solo atinaba a inflar y desinflar con furia sus pulmones, al muchacho que por evitar problemas bajó la mirada fingiendo no observarlo, a la anciana que lo despreciaba por sus amoríos con la nieta... a la misma Sada, víctima en medio del bullicio que contemplaba avecinarse. Los redimía del pecado que cometían ante sus ojos porque, incluso si lo odiaba, se sabía merecedor de la sangre derramada. Porque incluso la cita con su fatídica enamorada había sido orquestada con las intenciones más abyectas y egoístas; porque había deseado utilizar aquel trozo de carne siempre obediente y lubricado solo con fines de satisfacer sus necesidades, y quizá una fantasía inconclusa al lado de la criatura nocturna; su bella y amada obsesión. Hajime... ¡Hajime!
Por supuesto, en su ceguera fue incapaz de reconocer las espinas sobre el trozo de carne que devoraba. Y se detuvo, sosteniendo el dolor, mientras reflexionaba. Pensó con un ardor monstruoso, peor que el de su herida, que si era incapaz de cultivar una vida, al menos había logrado sembrar en el pueblo un odio velado y sigiloso, serpiente al fin. Su semilla había conseguido un fuerte sentimiento colectivo. Sinceramente, aquello lo entristecía.
Durante el medio día negro, mientras Arimura Shun erraba herido por las calles desoladas y ermitañas, un par de pies livianos se dirigían con la velocidad de un ave hacia su morada. El muchacho de cabellos en el rostro y boca oculta tras la bufanda caminaba rápido, por poco volaba, con la reacia decisión de partir en ese mismo instante, a principios del invierno, junto a su amante de pétalos transparentes. Era la única respuesta que hallaba al callejón sin salida. Pensó en que lo haría antes de que la auténtica silueta añorada comenzase a buscarle. Pensó lacrimoso y acelerado en hablar con Yuriko, ofrecer un engaño bien meditado, o tal vez evitarla y desaparecer sin explicaciones, solo con una maleta y sus fieles tijeras hacia aquel sitio donde el viento arrastrase sus pétalos revueltos con los de la flor esqueleto. Decidió renunciar, acabar de manera cobarde y deshonrosa los hermosos horrores cometidos entre sombras porque resultaban inconcebibles a la luz del día. La herida en su labio era el vestigio de una atrocidad velada, imposible de tolerar. Las consecuencias... no deseaba ni imaginarlas, era horrible.
Anduvo sin pensarlo, solo abandonado a la locura de una corazonada que fue incapaz de leer entre galimatías, lirios rojos y tinta china. Cercano al hogar de resplandores y oscuridades, percibió una mirada extraña en la gente del pueblo. Reconoció a una ambulante Señora Shiroyama, y fue ella quien con horror se atrevió a señalar las gotas rojas en el suelo. Hajime, la araña, sintió a los lirios de sus entrañas revolverse y clavar en él sus colmillos. El presentimiento. Víctima de un temor intravenoso, siguió los rastros sanguinolentos en un camino que lo dirigiría, de nueva cuenta, a la persecución de unos pies familiares. Incluso en un día tan oscuro, fue capaz de reconocer la belleza de aquellos talones pálidos que andaban con un caminar orgulloso, de ave que amenaza con extender sus alas, aún cuando la sangre escurría entre su plumaje.
En cuanto se percató del dueño tan venerado, de la tela rasgada y a cada instante más empapada de un carmín abominable, fue presa de una revelación similar a aquella experimentada en el calor asfixiante del armario. Durante aquella tarde de estío, cercana al florecimiento absoluto de la higanbana, había aceptado su adoración insana hacia la figura de lengua bífida. Dos estaciones después, en un invierno triste, reconocía el reflejo innegable que lo confundía con su primo; aquel que tanto se había resistido a aceptar. Incluso si el mismo Arimura alguna vez lo sugirió con una sonrisa hiriente, solo en aquel instante Hajime consiguió comprender las palabras ajenas. ¿Cómo había sido incapaz de rendirse antes, si era tan natural, tan profundo e íntimo? Si bien sostenían similitudes en el porte, en la silueta larga y elegante, era el alma quebrantada y de tendencia innata a la abyección lo que les unía. Ambos eran un par de alimañas envilecidas, y lo supo en cuanto se vio a sí mismo en el otro, eternamente sangrando. Sí. Ambos poseían la herida, y abandonaban un rastro de pétalos tras sus pasos.
Como inmerso en un arrebato de pasión que se perdía en el horror, la desesperación, la traición propia, la euforia, el coraje, la empatía, e incluso un dejo de sensualidad perversa, Hajime corrió hacia la silueta amada. Cortó con sus telas que volaban en el aire aquel ensueño vil en el que nadie se atrevía a romper un tabú silencioso. Incluso si temblaba, si las lágrimas volaban en el viento bajo el huracán de emociones que lo envolvían, decidió guardar silencio y no reprochar a las deidades mayores su destino. Supo que sería descubierto, supo que cada paso en su dirección era como una carrera enloquecida hacia el precipicio de la vergüenza y su consumación como escoria. Sin embargo, fue incapaz de abandonarlo a él, su sol estival en invierno. Y es que la coincidencia era tan honda, que Hajime interpretó la desgracia como una señal divina.
—¡Shun! —exclamó con la red viscosa de su voz.
Y la otra silueta se detuvo en seco sobre la telaraña, el corazón palpitando intensamente. Con dolorosa suavidad, se volvió. Hajime lo observó. Ahí estaba, sangrando, extraviado, hundido en un erotismo decadente que radicaba en su mirada negra y aquellos fragmentos de piel sucia que exhibía; de alguna forma, aquello provocaba la pasión del sastre incluso con mayor fiereza que cuando le ofreció el pecado en un lirio araña. La flor era hermosa, pero la sangre incluso despertaba su sed. Llegó con una mueca de dolor y la desesperación a punto de arrastrarle por segunda ocasión a una locura entonces irremediable; la caída a un pozo donde habría de desnucarse.
—¡Shun, aguarda! —Y se detuvo con la respiración agitada ante el primo, cuyo rostro lívido, ojeroso y sudado se asemejaba al de un cadáver fresco—. ¡¿Qué ha sucedido?! ¡¿Por qué sangras?!
Shun sonrió. Miró su mano ensangrentada, y respondió con una sonrisa de amargura.
—He sido apuñalado dos veces ¿puedes creerlo, Hajime? Yo... ¡apuñalado!
—¿Qué? —El jovencito lo tomó de los hombros, lo miró a los ojos incrédulo, molesto—. ¿Y por qué demonios no has pedido ayuda? —Y buscó con desesperación rabiosa a su alrededor—. ¿Por qué nadie se detiene? Todos, grupo de inútiles, imbéciles...
Shun pensaba mentir, decirle al hermoso Hajime que estaba bien, que sus heridas no eran hondas, que solo necesitaba ver a un médico y permenecer en su dulce compañía con aroma a lavanda; pero la violencia del sastre lo dejó atónito. El muchacho se arrancó la bufanda, y la amarró cual torniquete mientras llamaba a su alrededor.
—¡Tú! —Se dirigió a una muchachita que los contemplaba angustiada, cruzándose en su camino—. ¿Qué haces mirando? ¡Llama a un médico, anda! ¡Dile que acuda a la tienda de los Arimura!
La jovencita se estremeció nerviosa e incluso palideció ante el mandato desesperado; miró en todas direcciones, y solo atinó a replicar antes de salir corriendo:
—¡S-sí, en seguida!
Hajime, la araña enamorada que se apresuraba a tejer una gran red con sus dedos, halló con la mirada a otro joven que ambulaba con un rickshaw en medio de la calle. Como lo vio fuerte e ingenuo, decidió confiar en él sus intenciones.
—¡Oye! —llamó con un ímpetu punzocortante—. ¡Ayúdame a llevarlo! Con urgencia, te pagaré el doble...
El muchacho volvió su vista confundido tras escuchar la voz quebradiza, mas en cuanto se percató del mancebo herido, dejó botado su cargamento y se unió a Hajime para sostener al sangrante Shun que permanecía estupefacto ante su visión. Ambos lo ayudaron a sentarse en el transporte, como si de un cuerpo inerte se tratase. Y es que Shun no podía parar de mirar a su semejante, presa de un delirio dulcísimo. Aquello que lo impresionaba y conmovía no era la agilidad con que el tímido y silencioso Hajime se había hecho obedecer, o la belleza azulada de su porte, sino aquella herida honda y renegrida que llevaba en su boquita roja. Su boquita de miel que gritaba una pasión correspondida.
—Eres tú... —murmuró cuando las ruedas giraron sobre el asfalto, asiéndose a la tela que cubría unos muslos suaves, asustadizos, que se moría por probar—. Eres tú, Hajime, siempre has sido tú... —Y se recostó sobre el hombro del muchacho con rostro de surcos infantiles. Miró la barbilla, los labios rosas, las mejillas de niño. Tomó la mano blanca y tímida que se estremecía ante su contracto sanguinolento, y entrelazó sus dedos con fuerza. Hizo escurrir sus lágrimas sobre la seda, cerró los ojos con una gran sonrisa en los labios—. Estoy tan feliz de saberlo, Hajime. Perdóname, perdóname por dañarte tanto anoche... mi dulce amor...
—Estás delirando, Shun —murmuró el sastre turbado, incapaz de sostener el sonrojo de su rostro mientras el otro lo llenaba de débiles caricias que lo manchaban de escarlata—. Solo resiste y dime quién fue.
—No tiene importancia... si este es el precio que debo pagar por tenerte, entonces lo acepto con valentía, Hajime, no tienes idea de cuánto... de cuánto...
Aquellos instantes lastimosos fueron para ambos el ensueño. Una pesadilla benevolente, el rostro abominable del nirvana... o quizás solo la entrada a tan amable y espinoso vergel. Hajime, enfundado en un añil que tendía a negro, veía la ciudad avanzar ante sus ojos con una euforia que oscilaba entre el horror y una felicidad distorsionada. Temía tanto por la salud de Shun, escuchaba tantos murmullos en su cabeza, que creía enloquecer. Era incapaz de mirar la herida ajena, víctima de un temor que se agudizaba cuando pensaba en las palabras que Shun había pronunciado. Por su parte, el mujeriego solo podía sentir un agradecimiento melancólico ante la benevolencia de los dioses, que habían escuchado sus plegarias. De alguna forma, se rendía a la castración y la observaba con valiente anhelo.
Cuando llegaron, las dos figuras cadavéricas se bajaron ensangrentadas. La tienda se hallaba cerrada. Yuriko no estaba, como maldición. Hajime pidió al muchacho del rickshaw que esperara en el mostrador, mientras llevaba consigo al príncipe derrocado. Ambas siluetas anduvieron por el corredor como un par de ebrios. A Hajime le horrorizaba ver cómo el sangrado continuaba con persistencia. En la alcoba, habiendo dejado una huella carmín en el marco de la puerta, el jovencito hizo descansar el cuerpo que protegía en sus brazos sobre el futón.
—¿Cómo te sientes? —inquirió Hajime arrodillándose a su lado. Las manos tibias se deslizaron por la frente y las mejillas del amado—. Todo estará bien, el médico debe venir en camino, solo resiste, Shun, por favor. —El jovencito, agitado, hizo derramar lágrimas espesas que cayeron en los labios del otro. Y el herido las lamió.
Solo entonces, Shun, inundado por la belleza de aquellos sentimientos puros, cálidos y voraces que el niño de falsa inocencia le profesaba, fue incapaz de resistirlo más. Se irguió, incluso si dolía como el infierno. Miró con una vitalidad atroz a los ojos que reaccionaron asustados ante sus movimientos, con la dulce puerilidad de un cervatillo. Y sin embargo, supo que persistía en ellos un íntimo deseo. Lo sabía porque era su reflejo. Lo tomó de los hombros, ignoró los titubeos melifluos, se aproximó, cerró los ojos, y sin más... lo besó. Sí. Hajime distinguió la imagen, las sensaciones tan anheladas durante las eternas noches de fiebre; sintió las manos delgadas y fuertes asirlo con calidez de la cintura, los labios de terciopelo que se posaban en su boca con la insistencia de una avispa en la miel. Pensó también en el sol al amanecer, en la vela en torno a la que vuelan las polillas. Cálido, destructivo, preciado.
Las dos siluetas hechas una en el abrazo eran iluminadas por la luz moribunda que se colaba a través de la ventana. Y los suspiros se derramaron imitando a la lejana lluvia del verano. No podía creerlo; una dicha tan inmensa en medio de la desgracia tornaba más lastimoso, más agudo y espinoso el momento. Si en sus sueños de amor había visto un rojo iracundo, ominoso, ¿por qué cuando eran concedidas sus plegarias todo parecía cubrirse de un carmesí tan triste y solitario? No, solitario no... tan solo era doloroso, tan amargo y dulce ceder al pecado completo, sagrado, en un suspiro.
Ambos compartían la sangre derramada, el eterno hilo del parentesco. Manos tomadas, piernas que buscan entrelazarse. Hajime rodeó con sus brazos al otro desesperadamente, con imprudencia, y se asió al trozo de nirvana que le era otorgado. Aquel primer beso correspondido, inmaculado, de saliva suave y tronidos constantes, fungió como una mutua confesión vehemente. E incluso si la unión duró breves instantes, lo que un ave demora al volar de una rama a otra, ambos experimentaron una dichosa eternidad. Separados jadearon, se miraron a los ojos que aullaban aquello que sus voluntades eran incapaces acaso de pronunciar. Hajime desvió la vista avergonzado. Pensó en arrodillarse y disculparse con la frente sobre la duela, para inmediatamente huir en busca del médico; Shun pretendió volver a besarlo, tocarlo, más cálida y profundamente, hacerle confesar palabras más dulces que la miel sin importar las circunstancias. Mas en aquel instante, al tiempo que Hajime retrocedía limpiando la sangre que manchaba su boca y sus mejillas, los veloces pasos de la madre y el doctor resonaron en el pasillo.
Ambos se miraron. Shun pronunció en una súplica temerosa:
—No te vayas. Permanece. Te lo ruego.
Sin embargo, el sastre solo negaba con la cabeza, profundamente asustado del viento y la sangre. Entonces Yuriko irrumpió en la habitación con un escándalo que era vergonzoso de presenciar. Hajime desvió la mirada. El médico lo saludó con una reverencia seca; él respondió con medio rostro cubierto por su pelo negro, la boca roja. Cuando el herido fue despojado, Hajime contempló con repulsión las dos heridas en el abdomen ajeno. Desvió la mirada por segunda ocasión. Y descubrió a la eterna mirona, el lirio de los infiernos que con marchita inocencia reposaba en el florero. De alguna forma, su dulce presencia se tornó macabra ante los ojos del joven, quien incluso ladeó el rostro en busca de un nuevo reconocimiento entre los pétalos. Era espantoso, era terrorífico el aroma a muerte que desprendía la flor de carne y sangre. Cuando creyó ver una araña, acaso una mueca deforme en medio de los pétalos, tragó saliva en nerviosismo, y solo entonces notó el gusto del hierro persistente en su lengua. Una ira inexplicable, mezclada con aquel horror brioso cual caballo, se apoderó del muchacho que era destazado entre los colmillos de sus emociones.
El prado en sus entrañas se cimbró.
Entre quejidos y dedos ensangrentados, supo que intervendrían con urgencia la carne ajena. Hajime, la araña fantasma, se deslizó por el umbral sin que lo notasen, justo cuando el muchacho de aspecto vampírico era anestesiado en contra de su voluntad. Hajime evocó las manos amarradas, el llanto de una doncella. Vislumbró el hondo dolor que ambos infligían y que a cambio recibían. Todo cobraba, por segunda ocasión, una claridad engañosa. En aquel instante creyó como se cree en el universo que debía enfrentar a la diosa causante de su desgracia toda. El de pies veloces tan solo se detuvo para entregar las monedas que había prometido, y emprendió su peregrinación con auténtica ira.
Incluso si pudo haberse apoyado en las ruedas humildes que antes le ayudaron, Hajime decidió magullar una vez más sus pies como sacrificio necesario e ineludible. Creía en la exigencia del dolor, en la autenticidad del sufrimiento para hacer efectivo su afán. Anduvo entonces por las calles rememorando el beso; la calidez de aquellos labios gruesos y siempre deseados, el tacto de la lengua que saboreaba la suya con deleite. Recordó la silueta que reía al anochecer con un poemario en su regazo; creyó ver la cinta y las telas sobre la cintura estrecha, después el bello perfil y una mirada de complicidad. Incluso aquel atardecer carmín compartido en su infancia, extraviado en el caudal de memorias. La nostalgia lo tornaba etéreo, puro como la luz entre las hojas. Y su rabia se acrecentaba mientras la sangre se secaba sobre su piel.
El martirio se prolongó hasta el templo. Las manos rojas, de enloquecido, hicieron redoblar la campana cual anuncio sagrado de su voluntad. El silencio helado fue trasgredido. El cielo sombrío, recubierto de nubes, comenzó a rugir. Con el coraje inquebrantable, Yamada Hajime se dirigió al prado de higanbana que lo recibió descomunal, húmedo y agonizante bajo las primeras gotas de lluvia en la neblina. Tan frío y cercano, el río asustaba. Sin embargo, cual si se adentrase al santuario de una diosa, Hajime pisó con irreverencia sus suelos y exclamó iracundo por si acaso escuchaba sus reclamos:
—¡¿Qué es lo que quieres?! —imploró mirando cómo las flores se estremecían con el viento, murmurando entre sí—. ¿Qué anhelas de nosotros que tanto nos persigues? —Girando en el prado, rodeado de arañas marchitas que a sus ojos se tornaban del color de la sangre, daba su discurso de loco—. ¡He procurado complacerte! ¡He rendido tributo a tu maldito nombre ensuciando mis manos con este castigo que es la depravación! —gritó. Y las flores rieron, murmuraron entre sí, más rojas y brillantes que nunca—. ¡¿Qué más quieres?! ¡Escuché tus señales a través de labios lascivos! ¡Escuché el relato de una serpiente que me iluminó en la ceremonia de tus sacrificios! ¡Busqué con ellos un perdón que le correspondía implorar a un predecesor mío, mas no a mí! ¡¿Por qué nos lastimas entonces?!
Cuando guardó silencio, en un parpadear se vio en el mismo infierno. Un cielo oscuro, descomunal, fantasmagórico; las flores eternas, un sentimiento ominoso. Como obligado por espejos y susurros, miró el cadáver de su padre. Un rastro de sangre en la comisura de sus labios. Y ante la visión gritó desesperado, furibundo, como su garganta dócil nunca había aullado. Con la misma belleza de una violenta danza teatral, y la autenticidad grotesca del delirio, Hajime comenzó a arrancar las flores que se alzaban a sus pies. Dos, tres arañas de filosos dientes cercenaba con la fuerza de sus manos. Pétalo a pétalo, tallo a tallo, la higanbana fue mutilada entre quimeras incomprensibles. El llanto de un niño, diez pistilos; una criatura, un amable monstruo en el vientre, cinco flores rotas bajo los pies; hondo desamor femenino, el crujido de las flores al caer; sonrisas de amantes, las uñas clavadas en la tierra, las rodillas hundidas en el lodo.
Fue tarde cuando el jovencito sufrió verdaderamente los embates de yacer empapado bajo la lluvia. La tormenta desplegaba sus alas sobre su cabeza, mientras él parecía ser perforado de la misma manera en que Shun, una y otra vez. Miró a su alrededor. Parte del prado había sido masacrado. Y sin embargo, el daño continuaba allí. Hincado cual animal, mojado, terroso, ensangrentado, Hajime se desplomó. Su respiración era inconstante, dolorosa. Sentía ahogarse con su llanto, con sus hipidos desconsolados que eran silenciados por el agua. El traje pesado de invierno se pegaba a su cuerpo débil. Desvió la mirada. Creyó ver un par de pies pálidos, sentir un beso en su frente, y oír una risa. Él la devolvió.
—Al fin vienes a verme. Eres una puta —murmuró—. No eres más que una puta. —Y se rio—. Pero ya verás, no me rendiré. Haré incendiar tu santuario en primavera. Sobreviviré como el parásito que eres tú, con la misma sangrienta necedad.
Durante aquel crepúsculo, Yamada Hajime enfrentó el infierno en retoño por vez primera, sin retorno. Y lloró hundido entre las alimañas.
Artista: Kawarazaki Shodo
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