涼しい (f r í o) --- 木 (á r b o l)
涼しい (f r í o)
Durante aquel anochecer azulado, cuando el andar a contraviento hacía estremecer la fragilidad de su dermis, Hajime luchaba por tranquilizar a la higanbana encarnada en su víscera distrayéndola con la vista de los techos como grandes sombrillas de tejas. Observaba las ventanas, los balcones y letreros del pueblo, cuidando de no tropezar en la calle inclinada. Se concentraba en las piedras bajo sus pies, en cómo dolían. Sí, molestaban hasta herir sus huesos... lastimaban tanto como aquel sentimiento al que no deseaba designar un nombre.
De pronto aborrecía a Yi Feng, y se negaba a reflexionar sobre todo aquello que le había narrado en soledad. Sin embargo ¿no había pensado mientras relataba su encuentro con aquel hombre-viuda-negra, el cómo sería experimentarlo en carne propia al lado de Shun? ¿No embarazosas imágenes transitaron en un suspiro por su mente, por el espinazo? Piernas entrelazadas, un abrazo a flor de piel; la vulnerabilidad de un cuerpo desnudo sobre el tatami, moribundo de placer, con la luz del medio día bañándolo en su carmín.
No.
Olvídalo.
Le preocupaba la salud de su amigo, aunque en ese instante se hallara molesto con él. También le angustiaban los negocios turbios en los que fuese envuelto debido a la torpeza de sus ansias. De no ser porque se suscitó el evento con Manabu ¿el tal Matsumoto hubiese sido capaz de prostituirlo? ¿Y si de pronto se encontraba encerrado con el viejo Yamamoto sin remedio alguno? Aquellas suposiciones eran demasiado crueles para la tolerancia inocente de Hajime... pero no dejaban de ser probables. ¡Oh, su dulce flor esqueleto!
Antes de partir, le había observado el cuello. Allí florecía una marca roja.
No olvides el beso.
La imagen de sus ojos brillantes, llenos de una compasión por poco lastimosa le estremecían. Los labios rosas recién remojados y aquel amable deseo con que le había tomado sin previo indicio de sus intenciones, en verdad lo conmovían incluso si luchaba contra ello. Oh, portaba aun el venenoso almíbar en su boca; muy dulce, sucio de otros labios teñidos con carmín artificial. Le perturbaba haber incluso correspondido el acto vergonzoso, incapaz de rechazarlo inmediatamente, aun conociendo los recovecos donde hubo yacido antes. Se sentía débil, molesto consigo mismo y con el otro. Jamás olvidaría aquel cielo morado, el par de luciérnagas que observó volar a través de la ventana al lado de Feng.
Debido a ello, al remolino en su ánimo, buscaba una distracción inmediata que le reconfortara. Cuando llegó a la casa y descubrió la silueta masculina contando las ganancias del día, se acercó y se sentó justo frente a ella.
—Has vuelto, Hajime —dijo sin mirarlo su primo, concentrado en su labor metálica.
Apoyado sobre la madera del mostrador, el joven de bonito rostro y labios muy carnosos parecía infinitamente virtuoso. Pestañas largas, cabellera castaña abundante como la seda. Aquella imagen era la que le seducía día a día, sin remedio; esa a la que muy en el fondo deseaba permanecer fiel debido a la barrera de su sangre compartida. Además, los sentimientos en su corazón eran sinceros, inquebrantables. Víctima de una adoración que fungía como escudo, se rindió ante él después de resistirse por largos días.
—Sí. Estoy destinado a volver siempre a tu lado, ya lo sabes.
—¿En verdad? —Shun le echó un vistazo furtivo. La sonrisa enigmática de zorro se asomó en su boca una vez más. Máscara de kitsune—. A veces creo que tras uno de tus largos paseos no volveré a verte jamás.
Hajime observaba al ábaco moverse con agilidad. La caligrafía del otro joven era hermosa; le gustaba más que la de Feng, incluso si era modesta, pequeña y delgada. Quizás esa sensación de calidez al observar los números sobre el papel se debía a la luz reducida, la única llama que les iluminaba entre sombras... el recuerdo de los momentos compartidos.
—¿Por qué piensas eso? —inquirió el sastre observando el refulgir las monedas apiladas.
—Porque a veces pareces odiarme —confesó el otro sin reproche aparente—. Desde que éramos pequeños ha sido así; yo cargo con la culpa. Y si es que estas intuiciones se prestan a un malentendido, entonces es la gravedad de tu desapego. Siempre luces tan distante, inaccesible, enigmático... sin importar que te encuentres a mi lado. Por ello, creo que un día podrías volar y no sentir remordimiento al abandonarme.
Se hizo silencio en la habitación. ¿Por qué aquellas expresiones eran tan egoístas, tan personales? La honestidad ajena a veces lo amedrentaba, era como si leyese sus pensamientos. Pero, como a pesar de todo Hajime portaba en su sangre un hilo de ebriedad, se atrevió a inquirir desde su víscera:
—Y tú... ¿lo lamentarías? ¿Me extrañarías?
—Por supuesto, Hajime. —La respuesta llegó con mayor facilidad y frialdad de lo que pensaba—. Me gusta verte trabajando, saber que me escuchas. Disfruto que vengas a mí. Si un día consigo convertirme en tus raíces, me sentiré muy honrado.
El sastre volvió a sumirse en el mutismo, solo con una idea en mente.
Tú ya lo eres todo para mí, Shun.
—Ya veo. —Después de un rato, respondió. Cuando notaba el tinte rojizo de los nudillos ajenos, realmente sentía melancolía. Necesitaba su cercanía—. Shun, continuemos la lectura ¿está bien?
—Sí, por supuesto. —El otro asintió con una gran sonrisa—. Honestamente, creí que habías perdido el interés. Estoy por terminar. Aguarda a que lo haga y vamos a tu habitación.
—Sí. —Hajime recostó su cabeza sobre la madera, con los brazos cruzados. Suspiró—. Y no vuelvas a pronunciar esas palabras tan resentidas. Mis días han sido duros, pero no por ello abandono mi devoción por ti. Ya no somos niños. Aquí estoy. Aquí estaré. ¿Sí?
—... Está bien.
~ * ~
Invadido por el reciente frío en sus pies descalzos, el muchacho de la mano vendada yacía dentro del futón. Así, arropado bajo un techo cálido, los aullidos del viento parecían más lejanos. En cambio, escuchaba con los ojos cerrados una lectura meliflua, poniendo principal atención al resonar de la voz gruesa, ligeramente opaca; como no cansado ya de atender las penas de otros. En un principio Shun se expresaba con gran agilidad, sentado a un lado del tatami contra la pared. Si abría los ojos, Hajime era capaz de ver las piernas con las rodillas dobladas y los pies apoyados en la duela. Desde aquel ángulo, esforzándose, percibía los labios rosas y sus benignos movimientos bajo los cabellos crecidos.
Una lámpara alumbraba las páginas del libro. Sin embargo, en algún punto, el amado primo comenzó a pronunciar disparates debido a su vista cansada. Ambos rieron irremediablemente ante la expresión somnolienta del mayor; el párpado derecho incluso parecía pegarse. Pesaba para separarlo. ¡Ah! Viéndose ambos con una sonrisa, Hajime agradecía la belleza de los momentos alegres y efímeros que vivía a su lado. Así, como el último latido de una noche feliz.
—Más vale que duermas, Shun, estás agotado. Yo lo comprendo —comentó al final, mientras el otro cerraba el libro dejando un listón como marca.
—Sí, creo que eso haré. Mañana podemos continuar, si gustas.
—Así será.
El primo se levantó, buscando un sitio ideal dónde colocar el libro en la alcoba ajena. La silueta vestida de azul dio una vuelta, quizás dos. Cuando se percató del florero con la higanbana marchita, se acercó con cuidado y se colocó en cuclillas frente a ella. Acomodó el poemario debajo. Allí permaneció unos misteriosos instantes admirando la flor; acarició sus frágiles pétalos ya amarillentos, jugó con su tallo y volvió a depositarla en su lugar. Acto seguido se levantó, tomó la lámpara, mirando al mesmerizado Hajime que observaba cada uno de sus ademanes.
En el rostro de Shun se dibujó una sonrisa amable, ominosa. Con un suave ademán de la mano derecha, le dijo:
—Buenas noches.
Y sopló sobre la llama su aliento de luna, sumiéndolos a ambos en las penumbras más negras.
El sastre atribuyó aquel acto al despiste en las acciones de un joven por poco sonámbulo, pues ¿cómo habría de caminar por el corredor hasta su habitación sin luz? Aguardaba alguna risa, el correr de la puerta, un par de tropiezos. No obstante, solo obtuvo un silencio muerto que asustaba. Las pisadas descalzas anduvieron deslizándose sobre la duela; Hajime podía escuchar los talones golpeando despacio, pausado. Los ojos ciegos se guiaban por el tacto.
De pronto, ni un sonido. ¿Dónde estaba Shun? ¿Qué hacía?
Hajime inhalaba el aliento para inquirir, cuando sintió el calor cercano. El cuerpo del primo se adentraba al futón, a su lado. Escuchó sus suspiros, percibió la presencia que se acomodaba a su lado.
—Shun... ¿qué haces? —El sastre llamó—. ¿Permanecerás conmigo esta noche?
—Así es. Hoy dormiré contigo... como las noches pasadas.
Silencio. Lo sabía, sí, lo sabía.
Hajime le enfrentaba. Cara a cara, los dos consanguíneos sabían que se buscaban en penumbras. El de amores insensatos, al fin y al cabo acostumbrado al roce, deslizó su mano sobre las sábanas. Su enamorado, con el corazón hirviente, aguardaba aterrorizado el desplegar de las intenciones ajenas. Fue así como de pronto su piel se erizó ante el tacto de una palma helada, seguida por los dedos, a lo largo de su mejilla. La mano fantasmagórica le acarició la boca, adhiriéndose el pulgar al labio inferior. Recorrió su cuello; Hajime soltó un gemido sin poderlo evitar, al sentirse tocado por un cadáver.
Así la diestra espectral cobró valor y se deslizó por el brazo entero; luego subió al pecho y se introdujo en su traje, entre las costillas. El joven yacía paralizado. Shun suavemente le soltó, y sobre el algodón palpó despacio la espalda, la cintura que comenzaba a inquietarse... se detuvo allí, incapaz de bajar. Pronto le soltó. El cuerpo extraño se giró para darle la espalda, lo percibió por el revolver de las sábanas. Así se mantuvo por largos instantes en los que Hajime luchaba por controlar el agitar de su alma.
Ambos, eventualmente, durmieron juntos en una tibieza dolorosa. Oh, el calor de la cercanía entre las sábanas; oh, la frialdad del que se muere por tocar y ser tocado, pero se ve imposibilitado por una barrera de moralidad.
Aquella noche, el más joven soñó con su padre. Le vio en el templo, junto a las flores, bajo la campana. Luego le vio muerto, observó las sábanas impregnadas de sangre, sus propias manos teñidas.
Cuando despertó, solitario y lacrimoso en una madrugada profundamente azul, percibió un aroma extraño entre sus sábanas. Una ausencia. Un cabello largo reposando sobre la almohada.
Y en la luz azulina solo fue capaz de pronunciar una palabra entre sollozos:
Papá.
木 (á r b o l)
Aquel día el cielo del alba lucía despejado; incluso si parecía más oscuro que de costumbre, daba paso al refulgir de las estrellas. Desde temprano, unos pasos livianos se escucharon andar por el corredor. Yuriko apenas anidaba en cada vuelta la furtiva intención de levantarse, pero después de unos instantes el ignorar la sombra madrugadora le resultó imposible. Con los ojos opacos de un reciente sueño, se levantó desenredando entre sus dedos los cabellos negros. Así anduvo en busca del habitante ruidoso; si es que puede considerarse un escándalo el caminar apresurado en pasos cortos sobre la madera. Para personas como Yuriko, poseedoras de una sensibilidad febril, el roce de un pétalo caído contra la ventana no pasaba desapercibido.
De esta forma se enfrentó a un muchacho de cuerpo cada día más delgado, como evanescente, que lavaba su rostro en el pequeño baño. Usaba agua recién extraída del pozo ubicado al fondo. Claro, los sonidos húmedos del cubo desbordante llegaron a ella en forma de alucinación somnolienta.
—Hajime. —Le llamó en un susurro, como si hablando con menor discreción fuese capaz de despertar a los muertos—. ¿Qué haces? Las aves aún no trinan, Shun yace profundamente dormido. ¿Has perdido la noción del tiempo? —Aquella pregunta parecía más angustiada y de tiernas intenciones que alguna especie de reprimenda. La voz amable la delataba.
—No, tía, perdona si te he despertado. No era mi intención. —El jovencito de pálido, fino rostro, era víctima de una dulce tranquilidad. Hizo una reverencia en forma de disculpa. Aquel evento resultaba sospechoso; incluso la leve sonrisa en sus labios pálidos como el papel era extraña viniendo de él—. Hoy saldré hacia el templo y permaneceré todo el día fuera. Creo que necesito meditar. Prometo volver a la puesta del sol; espero no repetir esta rutina con frecuencia. ¿Está bien?
Ante tan amable trato, para la mujer envuelta en rosa fue imposible no dispensarlo. A veces la mirada de ese muchachito parecía tan lejana, tan ida entre las nubes que temía fuese a extraviarse, por ello necesitaba al menos conocer sus intenciones. Asintió satisfecha con la información y retornó a su sitio con la imagen azulada de su cuerpo fino en mente; la gracia de su hincado marcaba la longitud de sus piernas cual armiño. Había algo fantasmal en ella, en la figura húmeda; desde la blancura de la piel hasta las ojeras manifiestas.
Los hilos negros que escurrían por su rostro eran tan brillantes, tan sedosos como los de su hermana, de un lacio fino y envidiable; ella siempre añoró dicha cabellera. Aquella última mirada mansa le había recordado a la mujer virtuosa que culminó con los labios morados, semidesnuda y moreteada en el río. ¡Ah, pobre Nanako! Aquel frágil hijo suyo comenzaba a convertirse en un viento tranquilizador para todos los habitantes del hogar. Sin percatarse, ella le había tomado ya un profundo cariño. Era como si su hermana débil e ingenua viviese todavía con ella... pero con un halo de misterio inquebrantable, tejido por el carácter del padre también fallecido.
De pronto, Yuriko experimentó una profunda lástima por el niño solitario. Comprendía su melancolía, las pocas palabras en sus labios cual gotitas de rocío. De alguna forma, una sospecha en forma de sueño lejano permanecía en su corazón inquieto, incapaz de pronunciarlo; así, con el tenue quebranto, pensó que acogerlo como un hijo había sido la mejor opción. Volvió a recostarse, presa de los recuerdos.
Hajime, por su parte, bañado en repentina inocencia, culminó de asearse y se colocó un traje gris que recordaba a las olas del mar en un día triste. Tomó su pequeño bolso y lo cruzó en su cuerpo. Salió así inhalando los primeros soplos matutinos, encaminado hacia el templo. Calles solitarias. La mirada severa de un gato en el tejado. Una vez en la estructura roja, llevó a cabo las acciones que parecían más correctas. Mientras nadie le escuchaba, murmuró mil palabras ininteligibles, se inclinó hasta que su columna vertebral ardió.
—Lo asumo —dijo—. Lo asumiré con valor.
Cuando salió, escuchando el eco de sus movimientos, se enfrentó a un mundo de sublime belleza.
¡Ah, estoy vivo!
Anduvo paseando por los jardines que rodeaban el templo. Se detuvo a contemplar los peces del estanque, estelas de múltiples colores mezclándose en el agua helada. Una de ellas, pequeña sirena, parecía gravemente enferma. Aletear le resultaba difícil, sus escamas habían sido cundidas de un mal carmesí. Hajime observó la indiferencia de los demás peces agraciados, quienes danzaban con sus largas colas mientras a un lado suyo, un compañero poco a poco flotaba hacia la superficie, como desmayado. El joven supo que el pobre moriría en cualquier momento. Si le lanzaba una piedra ¿terminaría con su dolor o lo agravaría? Al final decidió dejarlo agonizar. En la naturaleza no existen la piedad ni la crueldad.
Pensó en la mujer del amante pescado. Se le escapó una risa nerviosa entre los labios.
¿Qué debería hacer?
¿Qué debería pensar?
Sobre el puente rojo había hojas secas desperdigadas. Los árboles se habían teñido de naranja, del dorado mortecino que resplandece en el limbo entre el estío y el invierno. El viento arrastraba los rastros marchitos que Hajime sentía crujir bajo sus zapatos desgastados. En algún momento se sentó a la sombra de un pino a escuchar el rumor de la naturaleza. Un sol débil brillaba a través de las ramas. Una anciana se acercó a él y ambos conversaron sobre los recientes vientos, sobre la nieta indecisa de la mujer. Aquello poco le importaba al muchacho; él solo asentía.
Cuando se fue, el joven sastre vio con ociosidad las heridas de su mano desvendada. Pensó en abrirlas, en hacerlas sangrar de nueva cuenta para crear un paisaje aún más hermoso. Y así lo hizo, con la navaja extraída del bolso y gran curiosidad, como todo un artesano (¿no le había llamado así, despectivamente, aquel que exacerbaba sus nervios?), enterraba el filo sobre las líneas de los dientes dibujadas en la superficie blanquecina que pretendían sanar en bermellón. Por cada punto enrojecido sentía expiar una culpa, sentía fascinación en su dolor. Víctima de un letargo malsano, culminó con la mano llena de hilillos sanguinolentos.
Estoy enfermo.
¿Qué estoy haciendo?
¡La higanbana!
Tras notar su impulso autodestructivo que segundos antes parecía tan natural, volvió a vendar la mano y salió en marcha hacia los baños públicos. Allí, echando un vistazo veloz a su reflejo desnudo de vez en cuando durante la primera enjuagada, refrescó los pensamientos. Incluso si el clima comenzaba a enfriar, había un calor interior imposible de reprimir.
Viéndose una vez más en la calle con el pelo húmedo, acudió a un puesto de comida y engulló dos porciones de carne, sin quitar la vista de una mosca que merodeaba el local. Pronto se enfrentó al atardecer de tonos lilas. Anduvo visualizando sastrerías ajenas, se adentró a una mercería y compró algunos hilos que necesitaba.
Como no deseando llegar a la morada una vez más, vagó por los caminos más largos y complejos, a paso lento. Así halló sentada en el porche de una casona a Runa, recargada contra la fachada, con las piernas extendidas y su vista extraviada. Hajime la conocía como «la muchacha de los kimonos rasgados», pues siempre que le visitaba llevaba a reparar algún traje roto de su patrona, quien por algún extraño motivo parecía terminar siempre con las faldas arañadas.
Ella, la linda sirvienta de piel dorada y una larga trenza despeinada, vestía casi como un varón. Desaliñada, sin gramo alguno de suspicacia, era el aroma de su sudor fresco y el cuerpo desinhibido los que la volvían profundamente atractiva.
—Runa. —Hajime saludó a la jovencita con una sonrisa enigmática, a paso lento—. ¿Hacia dónde se extravían tus ojos ahora mismo?
—Ah... ¡Hajime! Linda tarde. —Ella, despertando de su ensueño, se apresuró a saludarlo y disculparse con un creciente rubor en su rostro—. No veía hacia ningún punto en específico. Solo descansaba, disfrutaba del viento; la familia toma la siesta y no me requiere más por el momento.
—Ya veo. —Él asintió con una sonrisa—. Entonces no te interrumpo. Un gusto saludarte, ahora conozco dónde trabajas.
Y Hajime pretendía esfumarse una vez más, cuando la jovencita lo detuvo. De alguna forma, aquello era lo que su ego masculino aguardaba. Quizá le era necesario defender su virilidad ¿y qué mejor manera de hacerlo que cortejando con una fémina? Ella le invitó a yacer a su lado; él accedió. Ambos conversaron sobre el otoño, sobre los rehiletes de brillantes colores que relucían en algunas moradas.
—Me gustaría tener uno pequeño, para mí sola —comentó ella—. De flores y mariposas, si es posible. Así podré soplarlo a contraluz y admirar su silueta ¿no te parece hermoso, muy delicado?
—Ciertamente. —Hajime asintió—. Pareces ser bastante sensible. Veré si puedo fabricarlo para ti. Hace tiempo, mi padre me mostró cómo hacerlos.
—¿En verdad? —Runa le miró con ilusión—. Aquello me haría muy feliz.
—Cuenta entonces con ello.
En sus manos regordetas, todavía de niña, veía las ansias de su encuentro. Ella era incapaz de contener el bochorno, incluso intentaba peinar los cabellos desaliñados de sus patillas. Prometieron, sin fecha fija, salir en alguna ocasión. Hajime se despidió satisfecho y anduvo con media convicción hacia la morada. Existía un vacío, una calma sospechosa.
Pronto vislumbró el mismo barrio impiadoso de siempre, bajo la creciente luna de ominosa belleza grabada en un cielo de tonos fríos. Le observó con recelo, como de costumbre en rebeldía, y cruzó el umbral del seno familiar. La campana repiqueteó. Halló la tienda cerrada, el espacio en penumbras, un silencio ensordecedor como de tumba que despertó una mala corazonada en el pecho de Hajime. Buscó a Yuriko, le llamó. No hubo respuesta.
Cuando anduvo por el corredor, su corazón ardió como atravesado por una flecha emponzoñada. Un cruel escalofrío le confirmaba sus sospechas; ese ardor que recorre los músculos, la espina, las vísceras en el momento en que un hombre ve realizados sus temores. Suspiros femeninos flotaban por la estancia, como los de aquella tarde de revelación. Vio la silueta del primo oculto tras la puerta que transparenta el vaivén de las flores.
Como inmerso en una quimera evanescente, Hajime dio la vuelta y anduvo dando fuertes pisadas hacia el jardín, en busca de la brisa crepuscular. Salió por la puerta del comedor y volvió a divisar con rencor a la luna que se burlaba de él. Se llevó las manos a la cabeza, suspiró, dio un par de vueltas tirando de los hilos brunos que ardían en el cuero cabelludo. Sí, no podía dejar de escuchar aquellos suspiros, los rumores fértiles de la alcoba que una vez hubo violado con su indiscreción.
Las cuentas que rendía eran dolorosas. Sin embargo, en el templo lo había pronunciado sin vacilación: «Lo asumo. Lo asumiré con valor». E impulsado por esa fuerza filosa de arrancar la venda de los ojos, caminó por el corredor exterior anunciando su andar y se detuvo ante aquel espacio en oculta exhibición. Las pequeñas flores azules del grabado más grueso que en el interior impedían la transparencia. Y como firme signo de protesta, abrió una rendija en la alcoba. El vuelo de un ave que huye desde su árbol hacia uno ajeno pudo haber marcado el tiempo que Hajime requirió para imprimir aquella imagen en su mente.
Cerró. Un par de plumas se desprendieron.
Con las alas desplegadas, anduvo sobre el pasto hasta llegar al cerezo yoshino. ¡Ah! La visión. El primo semidesnudo sobre una muchachita de tiernos labios, le poseía con una brusquedad dolorosa reflejada en aquellos ojos que buscaron piedad en los del mirón al momento en que se asomó. Sin embargo, lo único que fue capaz de otorgarle era un helado ademán despectivo. Su expresión de asco dirigida hacia los dos animales enredados debió amedrentar aún más a la joven que era desflorada sin benevolencia. El otro tiraba de sus cabellos, incluso colocaba su mano en el cuello. Tal imagen horrenda fue imposible de soportar, sobre todo debido a la belleza del primo envuelto en placer. Incluso si revolvía su estómago, no vivía ya con el engaño o la censura.
Hajime, asiéndose a la sanidad de su mente, trepó por las ramas del árbol con las hojas secas hasta hallar un brazo fuerte que le sostuviera. La aspereza del tronco ardía al rozar con sus piernas; aun así, halló un ángulo perfecto donde se sentó a conversar con la luna. Él la veía, refulgente con su aureola brillante, enfermiza, como un cruel fantasma. Siempre ahí, impiadosa, se encargaba de recordarle su miseria. Sin embargo ¿por qué aquella noche parecía poseedora de una belleza más infame? El muchacho admiraba su redondez, lo enorme que lucía en ocasiones. Poco a poco comenzó a serenarse, a no pensar en nada más que en el viento y las estrellas; en su conversación con ella, la diosa.
Si cerraba los ojos, experimentaba bajo sus manos la comezón. Ese calor interno, ese nudo del altercado entre los deseos, las pasiones y las obligaciones. Estuvo allí, columpiándose, como deseando descender en cualquier momento con sus grandes ojos extraviados. Si caía, podía lastimarse, pero no morir; ni siquiera sangrar con gravedad. Volver a la morada resultaba absurdo, siendo que no podría lidiar con los asquerosos rumores musitando por aquí y por allá. Entonces solo permaneció.
Ah, la vitalidad en el cuerpo.
Ah, el llamado.
Ah, el sexo.
Después de largos instantes mortecinos en los que sus mejillas se enfriaron y la voluntad se precipitaba, vio a las dos sombras huir por el jardín. Reía. Hajime era una segunda luna creciente al acecho. Ella apenas podía caminar, adolorida, sin apartar su vista del cruel seductor que la acompañaba. La silueta de una serpiente. Cuando vio el cuello rojo de su traje floreciente, supo que se trataba de una maiko, joven aprendiz de geisha. Y pensó ¿cómo él lo conseguía? ¿Cómo podía ser tan afortunado, ágil e irresponsable?
El sastre permaneció allí, con su mente girando en espiral, hasta que las primeras luciérnagas comenzaron a brillar. Les veía surcando el espacio con suavidad. Formaban figuras erráticas, dibujos fugaces que Hajime intentaba descifrar. Un suspiro. Extendía su brazo, rozaba una de esas pequeñas hadas por breves y sublimes instantes, y le veía alejarse con el viento.
—Si continúas haciendo eso, caerás. —Como surgida de ultratumba, escuchó la voz de su primo que retornaba y le observaba desde abajo, cual apacible mortal.
—Sé mantener el equilibrio —replicó Hajime, buscando con su siniestra vendada la caricia del insecto estelar—. No debes preocuparte por ello.
Despacio, los pasos en el pasto se acercaron. El depredador sumiso.
—La luz de la luna es preciosa, puedo verte con suma claridad —aseguró Shun, mostrando una tímida sonrisa en sus labios de carne sedosa—. Eres fascinante.
El sastre se mantuvo imperturbable, inaccesible mientras ni siquiera se dignaba a juzgarlo con la mirada, demasiado atento a las diminutas estrellas fugaces entre el azul. De esa forma abría sus plumas, creía devolver leves visos de la ansiedad que el primo provocaba en él. Debido al silencio, Shun se atrevió a encarar el malhumor del otro muchacho.
—¿Nos viste? —inquirió con un brillo descarado en sus ojos orientales.
Incluso si no lo deseaba, Hajime se vio orillado a replicar.
—Desde acá solo veo algunos pliegues sublimes de la naturaleza. Solo soy capaz de percibir la virtud —explicó con gran elocuencia, con la vista hacia el cielo, como si lo que dijese fuera cierto. Shun observaba su cuello blanco, muy blanco, iluminado por la luna. Y, de pronto, una mirada traviesa—. Es decir, no comprendo a qué te refieres.
Shun percibió el sarcasmo en las palabras ajenas y rio con las manos huesudas en su cintura, negando con la cabeza. Aquellos reproches velados, astutos, le resultaban de un filo sofisticado. Adoraba escucharlos solo por venir de esos labios familiares. Hajime, aún con algunas facciones infantiles en el rostro, le resultaba sublime; un exquisito fruto que escurría en almíbar. Inevitablemente, el mayor extendió su mano derecha hacia él.
—¿Qué haces? —inquirió el sastre, notando las intenciones ajenas con cierto temor.
Él había construido una barrera... y Shun deseaba quebrarla.
—Decídelo tú —pronunció el otro viéndole con fijeza a los ojos—. ¿Me brindas ayuda para subir o yo te auxilio a bajar? Lo que deseo es permanecer a tu lado.
Hajime suspiró. En verdad deseaba difuminarse con la luna, exhalar y hacerse uno con el viento.
—Si me dejo caer ¿me sostendrás? —Inquirió cual niño indefenso.
Shun era capaz de admirar sus tobillos, los pies descalzos en temblorosa tibieza; ver una porción de piel en el cuerpo de Hajime era extraño. Disfrutaba contemplar las muñecas estrechas que por accidente se exhibían bajo las mangas largas. El cabello se columpiaba, se atoraba en los labios entreabiertos. Y el par de dientes prominentes que brillaban en aquellos raros días cuando el muchachito reía. La crisálida que deseaba convertirse en mariposa parecía difícil de atrapar, por ello las alas entre los colmillos habrían de ser deliciosas. La serpiente le observaba con avaricia.
—Por supuesto. Confía en mí.
Y como en un acto de resignación, cual si llevara una soga al cuello, el joven sastre se dejó caer del árbol. Sintió fundirse con el viento, un horror melancólico. Lo último que la luna presenció fue la tela vaporosa desvaneciéndose. Y un par de risas joviales que se entrelazaban.
Artista: Ohara Koson
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