友だち (a m i g o) pt. 2
友だち (a m i g o) pt.2
Cuando mencionas que hube salido en busca de un chulo o un alcahuete, probablemente cargues en tus labios una verdad a medias. Quiero decir, la gente dedicada al arte suele poseer la piel de mariposa, más frágil y sensible que el común del pueblo; por ello, el poeta se detiene a observar el rocío sobre la telaraña, la pequeña mancha en el papel. Probablemente no lo comprendas tú, Hajime, que eres un artesano, pero los sentidos representan un imperio completo, siempre dispuesto a ser explorado. Aquello que busco y deseo con fervor es un amante tan sensible como yo, que enferme ante una obra sublime solo por la experiencia de presenciarla. Anhelo conocer aquel mundo, compartir cuerpo y alma con personas superiores a mí; un hombre que me muestre no solo técnicas en la tinta y el papel, sino recovecos en mi cuerpo nunca tocados... una boca que con su calor los despierte.
En este pueblo es imposible hallar gente así, todos parecen muy inmersos en las apariencias, en el trabajo forzado. Las calles de este lugar yacen empolvadas, todos nos conocemos. Yo gozo de juventud, y estoy dispuesto a abandonarme ante los placeres pasajeros si con ellos consigo un arte superior, la emoción acompañada del artificio. Reconocimiento, honor y goce... ¿no es eso por lo que vive todo hombre? Por supuesto, Hajime, debes considerar que nunca he mencionado el enamoramiento, asunto por demás engañoso. ¿Te has percatado de ello?
Y he ahí que este viaje fuese mi primer intento por introducirme al mundo de lo sublime.
Matsumoto-sensei supo comprender la urgencia de los eventos suscitados durante aquella velada bajo la luna ebria. Resultó entonces menester mi permanencia en su casona hasta que una cena ya planeada con anterioridad se llevase a cabo; la celebración a causa del último escrito publicado por el maestro. Él sabía que mi último día de visita sería el viernes, pero con los recientes sucesos precipitándose en forma de brisa, mi estadía durante el evento sería clave para la consumación de esta primavera otoñal.
De inmediato, me hizo sentar ante la mesa de la biblioteca y dictó con decorosas palabras una invitación dirigida profesamente a Nakamura Manabu. En ella agradecía sus finas atenciones durante el más reciente evento, y comunicaba con motivos amistosos su disposición a recibirle en el convite que se llevaría a cabo el día XX de octubre en su morada. En forma de comentario adicional, refería la presencia de su nuevo discípulo, quien yacía tan entusiasmado con su visita como él. Firmaba Matsumoto Ryohei... pero aquella caligrafía distinta y sugerente fungía como una pista velada, provocativa, de la compañía presente en la casona. El artista procedió con artimaña.
Habiendo sellado la carta, llamó a uno de sus sirvientes y la hizo mandar con presteza. Deberás imaginar lo mucho que me esforcé durante la transcripción de aquellas palabras, el cómo mi corazón latía cuando le vi partir en manos ajenas.
A estas alturas de mi relato deberás preguntarte si en este mundo es posible semejante nivel de alcahuetería desinteresada. Pues... debo confesarte que no. Todo lo bueno en la vida conlleva un precio, Hajime, incluso la amabilidad, la complicidad, el amor... nadie brinda su mano sin esperar nada a cambio. Al menos una sonrisa, el agradecimiento, o un beso reclama el que obsequia un trozo de su tiempo al otro. Es debido a estas reflexiones que yo, de alguna forma, comprendo a Matsumoto-sensei y no lo censuro ni le reprocho absolutamente nada. Estoy de acuerdo con la paga que exige.
Verás, todo esto ocurrió durante el día, porque caída la tarde mi cómplice comenzó a angustiarse debido a los últimos detalles en la organización de la cena. Entonces, sentados cara a cara a eso del medio día, me explicó que contaba con mi apoyo para el resguardo de ciertos escritos valiosísimos, obras shunga prohibidas por su contenido altamente obsceno. Y ahora resulta que no solo guardo un baúl lleno de material ilegal, sino que en mis manos yace la labor de transcribir algunos manuscritos demandados en el mercado negro... ¿Por qué me miras así? ¡Yo estoy muerto de risa! Es que, verás, para mí es un acto de gran nobleza el contribuir a la resistencia en contra de la censura. Además, he visto ya las obras, y creo que son maravillosas. Es un honor para mí resguardarlas.
Yo sirvo a mi mecenas y él a cambio me muestra la técnica perfecta, me recomienda en el círculo de artistas, y además facilita una de sus habitaciones para mis retoces eróticos. Al final, ¿quién obtiene mayores beneficios?
El viernes en la tarde me vi solo, por lo que tomé un baño. Aquel fue el único momento de intimidad que tuve después de mi encuentro con Manabu. Pensé en su piel suave, deseosa, que comenzó a fundirse en mis manos en aquel trozo de beso febril. Recordé los labios oscuros, la mirada intensa, y supe que estaba a punto de cumplir mis deseos más profundos.
Aquella noche de sábado conté dieciocho cabezas reunidas en torno a la mesa. Un agradable número par. La cena parecía más modesta que la anterior, por lo que el aura se tornó de una calidez muy íntima. Yo portaba de nueva cuenta un traje prestado, de seda castaña con bordados dorados, grullas y peces. Lamentablemente, aquel hombre Yamamoto se sentó a mi lado, por más que opuse velada resistencia. Él comenzó a acariciar mi pierna, a buscar mi mano, mientras yo rehuía a su roce, agobiado por el asco en forma de verruga.
Preguntaba a los cielos nocturnos en silencio, con una sonrisa falsa en el rostro: ¿Es que la invitación fue rechazada? ¿Cuándo se hará presente mi cortés flor, mi salvadora?
Y como si ella, unida a mí por un hilo inquebrantable, hubiese escuchado mis mudas plegarias... corrió la puerta de la sala con suavidad e hizo aparición aquella imagen de profunda belleza que consiguió silenciar hasta al más bullicioso de los ebrios. Manabu, el de menudos huesos y piel de luna, se presentó portando un kimono rojo como el infierno, de largas mangas y flores oscuras estampadas en él. Los párvulos labios que brillaban en carmín recién aplicado, y aquella coleta que escurría por su espalda como una cascada de plumas, conmovieron a todos los varones presentes. Aquel atuendo tan escandaloso para una cena tan modesta nos sorprendió.
Yo, por supuesto, temí por los pétalos del lirio y supliqué con la mirada a mi amigo una solución al incómodo silencio. ¿Cómo no apiadarse de ella, de la mariposa expuesta a tantas arañas de dientes afilados, en medio de la red? Si yo sufría el acoso de un aguijón avejentado, ¿qué asquerosidades no debería enfrentar la bella criatura recién llegada? Casi sin aliento, tan mesmerizado como los demás, Matsumoto-sensei le recibió con cordialidad protectora. Dando pequeños y agraciados pasos, Manabu se adentró efectuando las reverencias pertinentes. En su rostro bonito notaba un rubor avergonzado debido a la exuberancia de sus propias alas, claramente incómodo ante las miradas.
El maestro, que se hallaba a mi lado izquierdo, se levantó y cedió su lugar al muchacho para permitir nuestra cercanía. Pidió que nos recorriéramos, de modo que él se situó entre Yamamoto y yo. El hombre que antes me acosaba protestó; pareció molestarse aludiendo a que sostenía conmigo una conversación muy interesante. Sin embargo, el anfitrión refutó:
—Ah, Tsubasa, si rechazas mi compañía voy a sentirme muy celoso. ¿Deseas acaso eso?
Siendo que todos rieron ante la broma y que por meros asuntos políticos el otro fue incapaz de replicarle a Matsumoto, yo pensé que había hallado al dios guardián de los amantes. ¿No te parece muy hábil su actuar, muy finas sus atenciones con nosotros?
Protegidos, casi relegados en una esquina, Manabu y yo permanecimos cómodos y alegres inmersos en un almíbar carmín de cerezas. Él apenas probaba bocado solo para no mostrarse maleducado; de ser posible, supongo que hubiese permanecido así, conversando conmigo y enredando sus cabellos entre los dedos inquietos, nada más. Yo tampoco comí. Incluso si puedo considerarme un glotón, debo reconocer que los alimentos hacen sentir al cuerpo pesado. En aquel momento, los dos debíamos ser capaces de volar, sabedores de lo que el encuentro implicaba. Si él hubo empolvado su rostro, si yo me hube perfumado, aquellas acciones no fueron impulsadas por el hambre del vientre... sino por aquella que se anida más abajo, entre las piernas.
Entonces él agradecía el reencuentro casi sin mirarme. Comentaba que seguro estaría pagando una fuerte deuda después de semejante ardid. Yo le decía que no era nada, que cada instante a su lado valdría cualquier tormento. ¡Ah, qué colores tan vivos, qué picardía comenzó a arder en mi pecho! Él narraba casi en susurros a mi oído su última lectura, un libro de relatos breves sobre amor entre samuráis. Yo escuchaba sus historias, gozoso de las palabras que incluso había memorizado antes de acudir. El dominio sobre su voz, acostumbrada a la labor teatral, resplandecía maravillosa y se flexionaba de acuerdo con los personajes y narrador. Yo olía el tenue sudor de su cuello, el creciente aliento etílico solo lo suficientemente fermentado para cobrar valor en la lengua.
Pronto todo a nuestro alrededor se desvaneció, y era capaz de percibir en cambio una mañana primaveral, bajo los cerezos. Solo nosotros, solo los dos. ¡Ah! Y a los samuráis amándose, por supuesto. Imagina mi dicha, mis ansias por lo que estaba a punto de acontecer.
Y entonces, el evento que aguardaba. Las geishas entraron.
En medio de la bulla que estalló debido a su presencia, Matsumoto me lanzó una mirada de ave rapaz que supe interpretar de inmediato. Eso es lo magnífico entre nosotros, la similitud de nuestro pensamiento. A su señal, yo susurré al oído de Manabu que se disculpase para ir al tocador y caminara hacia el corredor; que allí aguardara mi llegada. Él, como si hubiese escuchado las palabras precisas que anheló desde su llegada, se levantó a tal velocidad que fue posible para todos mirar uno de sus muslos. Después del último bochorno, anduvo con discreción hacia donde le mandé.
Aquellos cinco minutos que aguardé se prolongaron como por tres otoños en mi piel. ¿Y si otro astuto le seguía antes que yo? Debía estar preparado para todo, para el escándalo y los golpes y la deshonra de ser necesario. Sin embargo, no hizo falta. Tras el asentimiento de Matsumoto, yo me excusé y anduve hacia la puerta, mi preciosa libertad. Solo entonces las dos flores ante la mesa se esfumaron cual ensueños, quedando solitarios los viejos artistas con las damas empolvadas.
Recuerdo el crujir de la madera bajo mis pies descalzos, veloces en el pasillo de oscuridad fantasmagórica, apenas iluminado por un par de velas. Había una ventana abierta, el viento con su aliento apagó las otras luces. Al asomarme en un guiño efímero, fui capaz de ver a la luna sonriendo para nosotros. Sentía mi corazón agolparse contra mi pecho.
Unas cuantas pisadas más y allí, solitaria, nerviosa, hallé la silueta deseada en el fondo del corredor. Danzaba en angustia como una rama de botones sonrosados expuesta a la brisa. Y entonces nos miramos. Cuando notó mi andar hacia ella, de inmediato sus pétalos rojos se estremecieron dejando atrás la timidez. Incapaz de predecir su alma juguetona, Manabu pegó, de un momento a otro, una carrera de piernas desnudas y libres (con previo artificio, por supuesto) hacia mí cual espectro seductor; sentí el golpeteo de sus pasos reverberando bajo mis pies, vi los muslos blanquísimos asomándose ocasionalmente tras la seda. Pronto, el golpe ardiente de nuestro encuentro. Oh, niño dorado, añorado sueño hecho realidad.
Él se echó a mis brazos y dimos vueltas eufóricas sobre la duela; su lengua, trocito de carne húmedo, se introducía con violencia en mi boca. Entre risas, besos y galimatías, escuchaba los ecos. El cabello abundante daba su propio espectáculo también; flor abierta. Tan suave su carne bajo la tela, tan duros y densos sus huesos; sosteniéndolo por la cintura, con el mundo dando vueltas a nuestro alrededor, hice el ademán de que guardase silencio. Después de todo, continuábamos en el corredor y más valía no llamar la atención. Entonces tomé su mano y nos dirigimos a la habitación que Matsumoto-sensei había asignado para los dos.
Debes saber que aquellas puertas son gruesas, con grabados florales, y que ni una sombra es capaz de colarse a través de ellas. Encerrados en una alcoba apenas iluminada por la luz de la luna y un pequeño farol a través de la ventana, dimos rienda suelta a la satisfacción.
Nunca en la vida, Hajime, me sentí tan deseado. Aquel hombre a primera vista puede parecer una misteriosa dama vestida de rojo. No obstante, cuando pegó bien su cuerpo al mío y me abrazó con fuerza buscando el roce absoluto, el preámbulo al ardor total, en realidad dejó salir su delicada naturaleza viril. En el abrazo con las piernas temblorosas de impaciencia, de manos erráticas y tibias que pretenden abarcar cada pequeño trozo del cuerpo ajeno, sentí su miembro contra el mío y escuché sus gruñidos profundos. Él, de uñas largas y dolorosas en la piel, dejaba dulces rasguños por donde tocaba. Olfateé su cuello, él pasó su lengua caliente por el mío.
—Eres tan hermoso —decía acariciando mi nuca, en un murmullo con su boca carnosa a contraluz—. Me gusta tanto sentir tu piel... suave.
—Tu belleza es aún superior, Manabu —repliqué yo, por poco quebrándome—. Te deseo, te deseo ahora mismo y no puedo soportarlo más.
Escuché su risa.
Como hundidos en una vorágine dolorosa que marcaba él con sus pasos en espiral, ambos desamarramos los obi, quedando con las túnicas abiertas. Así lo tomé, deslicé su kimono por los hombros y besé su boca pequeña e insolente, que buscaba mi placer lamiéndome y chupándome la lengua. Daba tenues besos con los ojos cerrados, mordidas también, mientras nuestras pieles expuestas se topaban por vez primera. Un estremecimiento febril me invadió cuando palpé su desnudez a medias. Podía sentir sus costillas inflarse y desinflarse contra mi torso, los hombros indefensos buscándome, su mejilla blanda pegada contra la mía. Él exploraba, recorría con sus palmas abiertas mis ancas, la cintura, la espalda. Yo estaba tan caliente, que tiré finalmente de la seda roja y dejé al muchacho por completo despojado.
Vi sus ojos brillantes de lujuria mirar a los míos, mientras jadeaba con la boca recién besada. Como si hubiese despertado la más ardiente sexualidad en él, pronto me hizo retroceder sin apartar la vista intensa y sonreír.
—¿Qué hacemos? —inquirí.
—Siéntate —ordenó.
Yo lo obedecí. El único objeto alto en la habitación era un gran baúl situado en la esquina, por lo que me hizo reposar allí, todavía con la túnica abierta a medio colocar. Sin apartar su vista felina de mí, se puso en dolorosas cuclillas que me permitían observar en el espejo del fondo el melocotón invertido y pálido de sus rabeles con la cintura reducida. Sin aviso, separó mis piernas bruscamente, apoyándose en mis rodillas. La media luz me permitía observar los ojos lascivos, la boca con el carmín corrido.
Despacio, se acercó a mi sexo ya a medio despertar. Lo miró con apetito y lo olfateó despacio, como embriagándose de un aroma muy preciado.
Con su rostro en mi entrepierna que se moría ya dolorosamente por ser atendida, vertiendo la calidez de su boca allí, me dijo:
—Me gusta su textura. Tu vello huele muy bien. Voy a devorarte.
Y así comenzó a lamer la punta en roces veloces. Yo la sentía viscosa, agradable, y reprimir los movimientos de mis piernas por vil goce se me dificultaba. Acariciaba su cabeza bonita, de espesos cabellos azabaches, mientras él besaba y acariciaba casi adorando el largo de mi pene; luego la punta fue recorrida en lamidas breves una vez más... hasta que de pronto metió una gran porción de carne a su boca hasta rozar el paladar. Yo experimenté una oleada de placer que me hizo lanzar un gemido entrecortado por los aires y tirar de su pelo.
—¡Ah, Manabu!
Él lo metía y lo sacaba de su cavidad mojada una y otra vez. Estaba aplicando mucha saliva en un instinto de lubricación, lo observaba concentrado en su labor. Al tiempo que lo hacía, masajeaba la parte inferior de mis testículos, mientras con la otra se masturbaba a sí mismo claramente excitado. En algún momento comencé a marcar el ritmo, tirando de la nuca, revolviendo las caderas sobre la tela, ansioso por penetrarlo. Rasguñaba la madera del baúl, mimaba con mis pies helados la piel de sus costados; por momentos cerré los ojos y recliné la cabeza hacia atrás. Vi el nirvana, Hajime, mientras él alternaba lamido con succión de forma intensa.
Cuando volví a ver, me topé con su vista fija en mis expresiones, complacida con el placer en ellas.
—Espera. —Le dije—. No deseo venirme todavía, acércate.
Él, con los labios brillosos de saliva y líquido preseminal, sacó mi pene de su boca y subió chupando distintos puntos de mi cuerpo; los muslos, los huesos de mis caderas, el ombligo, los pezones. Mientras chupaba uno, jugaba con el otro entre sus garras. Yo no pude tolerarlo más, lo jalé y le besé con violencia la boca, el cuello y su lóbulo derecho, mientras me levantaba con él y terminaba de despojarme.
—Házmelo ya —suplicó en un jadeo—. Quiero tenerte dentro.
—Sí, Manabu, sí. Yo también deseo penetrarte.
Nos tiramos en el tatami. Esta vez yo lo dejé tendido. Pude admirar el cuerpo pálido y de huesos marcados, arqueado, inquieto, expectante ante mi roce. Sus piernas, delgadas y alargadas en aquella posición, brillaban bajo la luna fantasmagórica. Esta vez lo recorrí yo, explorando los lunares entre sus costillas, chupando sus botones erectos. Él reía de placer por las cosquillas que le provocaba mi cabello.
—¿Sabes algo, Feng? —Me dijo tomándome con fuerza la mano—. Mi cuerpo no es como los otros. Yo... soy tan sensible, tengo la piel tan frágil que incluso una mariposa sería capaz de marcarme. Ahora tu lengua me quema, me quema... —apenas podía pronunciar esto, rasguñando el tatami.
—¿Debería detenerme? —inquirí.
—¡No! —Por poco gritó—. Es solo que... deseaba que supieras lo mucho que siento, lo feliz que estoy de que te hayas fijado en mí. Tu placer es mi placer; lo exploramos juntos. Ni siquiera dudes en lastimarme, que a mí eso me causa mucho goce.
Justo cuando lo decía, yo llegaba a su erección que supuraba los primeros líquidos. La tomé y chupé la punta.
—Eres tan perfecto —dije dando suaves lamidas—. Justo he buscado a alguien como tú desde que despertó mi anhelo.
—¿En verdad? —mencionó ilusionado, flexionando su cuello de finos pliegues para verme.
—En verdad.
—Sí... —volvió a recostarse—. Desde el principio supe que nos entenderíamos.
—Manabu-san. —Le llamé dando las últimas succiones a su miembro—. Ahora voy a tomarte.
Y acto seguido, alzándolo desde las nalgas, lamí su entrada con deleite. Usé la lengua entera. Él exclamó tan fuerte que temí fuese escuchado incluso en medio de la música en la fiesta. Sin embargo, aquello poco importaba si era capaz de poseerlo así. Chupé aquel recoveco suyo, introduciendo mi lengua en círculos; hube enterrado mi rostro allí, despertando el instinto por su aroma, por su sabor. Metí entonces un dedo, buscando la dilatación; él asintió, suplicando más. Introduje un segundo dedo, y moví con suavidad adentro y afuera. Él se revolvía, ansioso.
—Estoy listo —decía la camelia lunar enderezándose—. Házmelo ahora, ya.
Y yaciendo yo hincado, reptó con las piernas separadas para colocarse en mi regazo, no sin antes estirar la mano y sostener una cinta roja del obi suyo que había quedado desparramado a un lado. En un gemido ansioso, lo tomé de la cintura y ayudé a que se enderezara. Así, también él sentado sobre mí, se incrustó en mi miembro que cuidé entrase por completo. Cuando nos unimos, sentí mi excitación realizada. Oh, la estrechez de su carne era una delicia alrededor de mi hombría. El calor de sus entrañas, el paisaje de sus músculos.
Pronto ambos comenzamos a movernos en un vaivén armonioso; no lento, tampoco veloz. Era un ritmo exacto, perfecto. El sonido del golpeteo carnal incentivaba mis sentidos. Ambos sudábamos, y por más doloroso que fuera, nos esforzábamos por besarnos mientras lo hacíamos. Los dos poseemos cuerpos flexibles. Jugando con los cabellos en cascada sobre su espalda, mientras él colocaba sus brazos encima de mi cuello sin soltar la cinta, me atreví a arrancar la horquilla que sostenía la cabellera; de manera furtiva noté que era una araña con rubíes incrustados. La solté a un lado y rodó por la duela. Toda su larga melena fue liberada. Él gemía, veía su mirada excitada a través de una estela bruna.
—Ten. —Sin previo aviso me entregó la cinta carmín que conservaba en su diestra—. Colócala alrededor de mi cuello.
—¿Qué?
Él la arrebató de mi mano confusa y se la colocó en el pescuezo.
—Tira así de ella mientras me lo haces, anda.
Ingenuo, demasiado ansioso a causa del empuje constante de nuestros sexos hirvientes, y las imágenes de su cuerpo pálido y estrecho, tiré de la cinta como me ordenó. Poco a poco su garganta fue apresada, provocando gemidos más necesitados y un vibrar agudo. Asustado a causa de su asfixia, me detuve.
—No temas —dijo entre suspiros—. No te contengas; yo te diré si es demasiado.
—¿A ti te gusta esto?
—Sí... mucho. Siéntelo abajo, cómo mis contracciones son más intensas, cómo mi masturbar se vuelve más sensible. Inténtalo.
En ese instante comencé a vacilar, incapaz de lastimarlo, tan asustado debido a su forma de experimentar la delicia. Sin embargo, ¿no era eso lo que buscaba, el exotismo en prácticas sexuales, la delgada línea entre el placer y el dolor? A causa de su insistencia, volví a ahorcarle una vez más. En efecto, el apretar alrededor de mi erección se intensificó. Él se enrojecía, se revolvía con mayor violencia. Bajo los cabellos observé en sus ojos un brillo especial, distinto a todo lo que hube visto antes. Era el placer perverso del sufrimiento, el suave beso en los labios purpúreos de la muerte.
Despacio, en medio del coito a punto de estallar, colocó sus manos alrededor de mi cuello. Los dedos comenzaron masajeando despacio la garganta; sentía sus peligrosas uñas sobre mi piel, palpando los huesos. Pronto comenzó a apretar, cortándome de a poco la respiración. En ese instante fui presa de un pánico instintivo, incapaz de inhalar; ni siquiera pude controlar ya la fuerza de mis propias manos. Aquel hombre blanquísimo que me dominaba y sometía a sus deseos más oscuros, tenía entre sus dedos mi aliento de vida. Y es que, Hajime, el hormigueo, las luces centellando ante mis ojos, el dolor en el cuello, la angustia, las convulsiones, los gemidos, las embestidas, los labios rojos, rojos, rojos... todo ello me impulsó a un orgasmo doloroso y trascendental. Por ello no fui capaz de renunciar a él incluso si nuestro encuentro comenzaba a teñirse de grana.
El escalofrío, la oleada durante el punto máximo del placer, me permitió ver un prado escarlata, como la manjusaka nocturna junto al río. Yo me vine en la calidez de su interior; él desparramó su semilla. Cuando nos soltamos, el volver a vivir fue maravilloso. Ambos caímos tumbados sobre el tatami, su cuerpo tan largo cual es permaneció entrelazado con el mío. Las respiraciones urgidas, un par de toses se suscitaron. Yo acariciaba su espalda húmeda, nívea y suave; él, con sus fuerzas restantes, continuaba asiéndose a mí. Besaba la piel que encontraba en su camino, adorándome. Yo me hallaba en un nirvana infernal; estaba muerto de miedo, adolorido, y aun así lágrimas de puro goce se escurrían por mis mejillas. Pronto noté la tinta blanca en mis dedos; el maquillaje desprendido de su cuerpo que cubría mil marcas rojizas, repartidas como semillas en un vergel.
Conmocionado, incapaz de sosegar los latidos de mi corazón, volví a mirarlo. Él yacía sonriente, con la cinta roja adornando su fino y largo cuello.
—¿Qué has sentido? —inquirió con la curiosidad de un felino resplandeciendo en sus ojos.
—Estuve en el cielo y en el infierno al mismo tiempo...
Él rio ante mi expresión tan poco creativa. Yo permanecía alegre y horrorizado.
—¿Y te gustó?
Antes de replicar, hice un silencio en el que las cigarras hablaron por mí.
—... Me encantó.
Ambos reímos juntos, en medio de los restos dolorosos en el cuerpo. Pensé entonces que Manabu debía guardar tantos secretos como cicatrices, y que vivía bien con ello.
Como para alejar la agonía, continuamos besándonos y acariciando nuestras pieles durante un tiempo indeterminado. Yo sentía admirarlo, desearlo aún tanto.
—Yi Feng —dijo mientras yo me enderezaba, abrazándome desde la espalda—. Esta es solo una de mis prácticas habituales. Si vienes a mí, si decides no soltarme, yo puedo hacerte sentir tantas cosas...
Sus labios se posaron en mi hombro derecho. Yo solo acaricié su mejilla, mesmerizado, incapaz de brindarle una respuesta segura, asustado. A pesar de todo, no deseaba comprometerme con palabras torpes. Supongo que él, al fin y al cabo más maduro que yo, supo interpretar mis silencios y continuó comportándose cual ninfa de virtuosa ponzoña.
Incapaces de retornar a la fiesta con los cabellos hechos un remolino, las bocas hinchadas de besar, y unas expresiones de felicidad anormal, decidimos permanecer encerrados mientras culminaba la fiesta. Lo que dijeran de nosotros poco importaba; Manabu yacía seguro de que el mismo Matsumoto habría de cubrir nuestra relación. Yo confiaba en él; lo que decidiera estaría bien. Y así, con los kimonos una vez más a medio colocar, nos dedicamos a jugar y conversar.
Solo entonces nos percatamos de que en realidad no nos conocíamos.
Él, habiendo retornado a su personalidad tímida habitual, me narraba sentado en el baúl sobre las ocupaciones de su familia, mientras peinaba los cabellos sobre su hombro izquierdo: dos actores, una geisha de renombre, un músico y un ilustrador. Además, la mujer de un miembro de la realeza. Cuando me enteré de aquello, Hajime, comprendí la seriedad de la persona con quien me había involucrado. Y me sentí poderoso.
Él inquirió sobre mí. Yo le narré una verdad a medias. Insistía en que le describiera los paisajes de China, en que narrara alguna leyenda que él no conociese. Y aunque fue difícil, lo conseguí. Parecía encantado, inyectado una vez más de energía ante mis torpes anécdotas de infancia.
Con la música aún sonando, me hizo levantarme y comenzamos a bailar. El balance de sus caderas, su cabeza apoyada en mi cuello; él cerraba los ojos, sintiendo la música y también mi piel. Parecía tan feliz, tan complacido. Yo lo estaba también.
Pronto volvimos a besarnos, a desnudarnos, y nos contemplamos abrazados al espejo.
—Míranos, somos perfectos —dijo él, quien había recogido con la araña de rubíes sus cabellos una vez más, negligentemente—. Ambos somos tan pálidos, somos dos espectros. Observa nuestras ojeras, los rasguños y cardenales en nuestra piel.
—Nuestra complexión es la misma —comenté—. Solo que tú eres más menudo... y eso nos hace embonar mejor, ¿no lo crees?
—Estoy completamente de acuerdo.
Y volvimos a hacer el amor, esta vez más suave, más armonioso. Él apoyó sus manos felinas contra la pared y me permitió poseerlo despacio, sin prisa.
A la mañana siguiente, o sea, el día nublado de ayer, Manabu pidió bañarse a primera hora. Al final resultó que pasamos la noche juntos, al caer rendidos; yo acomodé los futones enrollados en la esquina de la habitación, y lo acaricié hasta hacerlo dormir. Debido a ello, a nuestra reciente cercanía, nos despedimos con dificultad. Yo le devolví el pañuelo, él insistió en que lo conservara como un recuerdo suyo, para que no dejara de pensarle. Le vi partir en un carruaje todavía más lujoso que el de Matsumoto-sensei.
—Cuando vengas, puedes permanecer en mi casa —ofreció Manabu antes de marchar—. Déjame consentirte, cuidar de ti ¿está bien?
—Sí —repliqué—. Vendré una semana al mes, supongo.
—Te esperaré entonces.
El maestro conservó siempre la discreción tras una sonrisa enigmática, no tuve que rendirle cuentas de nada. Explicó mis labores y me despidió de igual forma. Antes de irme, agradecí por todos sus favores y me disculpé por los problemas causados. Él dijo que estaba bien, que eso poco importaba.
En el camino yo no cabía de felicidad. Me sentía como salido de una luna de miel. Con el pañuelo en mano, no dejé de recordar a la araña de rubíes resplandecientes en la oscuridad.
—Y... ¿eso es todo? —Hajime pronunció sentado, apoyado contra la pared. En su expresión se adivinaba la incomodidad de su corazón.
—Sí... todo por el día de hoy —replicó Yi Feng con una sonrisa melancólica en los labios—. A que parece una quimera, un cuento de hadas.
El sastre negó despacio con la cabeza, incapaz de comprender al otro. Lanzó un suspiro que flotó por toda la habitación. Sin percatarse de ello, la noche comenzaba a cubrir las hojas otoñales. A través de la ventana se colaba un viento fresco que agitaba los brunos cabellos de un Yi Feng con apariencia inocente, noble. De pronto, aquella percepción parecía haber cambiado ante los ojos del joven japonés; probablemente ese rostro de labios rosas fuese falso, una máscara. La tenue flor esqueleto, virtuosa y alegre, poseía una mancha roja en sus pétalos.
¿Por qué parecía feliz al exhibirla?
A Hajime le asqueaba, hablando con sinceridad, todo ese relato que fue casi forzado a escuchar. Incluso si el otro reía a carcajadas por partes, bromeaba o hablaba con el corazón... existía algo, una presencia que le impedía tomarlo con gracia.
—Bien —dijo levantándose—. Si es así que no me necesitas más, paso a retirarme entonces. Ha oscurecido ya.
—¡Espera! —Yi Feng se colocó de pie también y se acercó a Hajime, quedando a media habitación. El otro incluso había avanzado ya hacia la puerta, sin intenciones de despedirse con cordialidad.
—¿Qué? —inquirió sin mirar a la flor esqueleto.
—No me has dicho tu opinión —espetó como un niño juguetón—. Dime qué piensas al respecto.
Aquella actitud era tan molesta. Incluso si el sastre se encontraba en deuda con él, creía todo eso un abuso de confianza. Le fastidiaba su risa, su dicha, con un sentimiento negro en el vientre que no era capaz de identificar. Él había llegado a regañadientes a escucharlo, pero alegre de verle al fin y al cabo. Le había extrañado en los días de su ausencia; y ya que conocía sus acciones durante aquel plazo, la decepción y el rencor le invadían sin poderlo evitar. Guiado por esas emociones, dijo volviéndose hacia el otro.
—¿Qué es lo que deseas escuchar? —Dio un paso acercándose, con una expresión severa en el rostro—. ¿Una alabanza, mi asentimiento hacia tu corrupción? Yi Feng, te ruego te sinceres conmigo: ¿Por qué me narraste todo esto?
—Pues... ¡porque eres mi amigo! —Así, de forma tan natural, el otro soltó por segunda ocasión—. No creí que esto te molestara, considerando la índole de otras conversaciones que hemos entablado. Yo, no solo necesitaba contar a alguien mis recientes vivencias para tranquilizar mi alma, sino que deseo hacerte comprender un par de ideas.
—¿Qué tipo de ideas? —Hajime comenzaba a mostrar muy claramente su enojo—. ¿Que por poco morir asfixiado a manos de un extraño es un placer sublime? Tú has enloquecido, cada día pareces más extraviado. Incluso me aterras.
—¿Por qué? —Un Yi Feng herido ante los murmullos ajenos se acercó más hacia el sastre, encarándolo de frente—. Es que... si te vieras a un espejo ahora mismo, Hajime, ¡es justo eso! Lo que anhelo que comprendas es que tú no deberías avergonzarte por tus deseos, como tampoco lo hago yo —explicaba con ademanes—. Escucha, la gente de este pueblo es ignorante, necia y falsa. Allá afuera existe la libertad, un mundo de ideas nunca concebidas por nosotros. No digo que debes exponerte a los mismos torpes peligros que yo, porque bien sabes que gusto de todas estas experiencias retorcidas, pero si vienes conmigo...
—Ni en sueños —dijo como serpiente, con las palabras llenas de ponzoña—. Esto más que una propuesta es un insulto.
De inmediato, se dio la vuelta y anduvo por la sala directo a la salida.
—Hajime, escúchame. —El otro muchacho fue tras él, y logró detenerlo del brazo antes de que abriese la puerta. Los últimos rayos azulados del sol los iluminaban—. Si me sigues, allá podrás trabajar para la alta sociedad, en la confección de trajes para actores, para nobles; podrías formar tu propia riqueza, poner un taller, viajar, construir la familia que deseas, podrías... olvidarte de Shun y con él de todos los males que te aquejan ahora.
La palabra tabú fue mencionada. Ambos ardieron; uno de nervios, el otro de ira. Solo entonces Feng creyó comprender los verdaderos motivos del sastre. ¡Oh! Sintió tanta lástima, tanta dulzura en su corazón que, sin reflexionarlo demasiado, tomó al joven de los hombros y le dio un beso profundo en la boca lleno de amor. Aquel roce ardiente, repleto de incertidumbre por ambas partes, duró apenas tres segundos antes de que el sastre reaccionara.
—¡Suéltame! —exclamó alejándolo con brusquedad—. Estás enfermo. Yo no necesito tus mimos ni tu compasión. Ni siquiera... —Entonces fue interrumpido.
—¡Lo devolviste! —dijo Feng—. ¡Devolviste mi beso!
Por supuesto, aquello fue el detonante final. El joven molesto, limpiando sus labios, abrió la puerta.
—Hajime, vuelve. Perdón, no era mi intención, yo digo muchas sandeces... ven. —Por más que el calígrafo se esforzaba por detenerlo de forma amable, casi juguetona, el otro se jalaba.
—¡Te digo que me sueltes! —Solo entonces mostró su auténtica molestia, con intenciones de herir al otro. En medio de la calle, sin importarle el escándalo, le replicó—. Escúchame bien, Yi Feng: tú podrás vivir felizmente en suciedad, pero los valores en mí inculcados distan un abismo de los tuyos. Yo no puedo abandonar a mi familia, ¿qué sería de Yuriko en sus mañanas solitarias si de pronto dejara de encontrarme? ¿Qué ocurriría con mis clientes más asiduos, esos que me han brindado ya su confianza? ¿Qué... qué sería de mí...?
—Sin Shun. —Dispuesto a jugar con espinas, Feng complementó la oración—. Vamos, dilo, ¡¿qué sería de ti, Hajime, sin tu primo igual de perverso que yo, Arimura Shun?!
El sastre, con una expresión cada vez más deforme, se dio la vuelta sin siquiera replicar. Dejó al otro seguirlo por una cuadra, gritando incluso a la lejanía.
Está bien... ¡huye si quieres!
¡Pero los anhelos son para complacerse!
Los deseos, los sueños, ¡tú no puedes reprimirlos!
¡Si lo haces, te auguro la más terrible de las infelicidades!
¡Te lo advierto, reflexiona lo que te digo!
Y Hajime retornó a su morada dando fuertes pisadas, sin poder sacar de su mente la imagen de un Yi Feng desnudo en la oscuridad.
Artista: Kotondo Torii
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