友だち (a m i g o) pt. 1
友だち (a m i g o) pt. 1
Danzando en su día a día con los mismos pies agrietados, girando, girando, se preguntaba: ¿Es que todas las mañanas despertaré con remordimientos? Incluso si el sentimiento se catalogaba como una culpa más débil, más traslúcida que en otras ocasiones, persistía como una libélula bajo la lengua. Ante el espejo, Hajime observaba unos ojos en apariencia serenos; pero, si se les miraba de cerca, adoptaban un brillo sombrío contra el que no estaba seguro de luchar. Era una marca que cargaba como quien lleva una cicatriz merecida. Quizás, aquella serpiente solo la mirase él, criatura obsesionada.
Ocupado con las labores de la tienda, e incluso con las del vasto jardín en ausencia del jardinero, el muchacho se acercó a Yuriko durante aquella semana de ausencia por parte de Yi Feng. La mujer de marcadas arrugas alrededor de los ojos se hincaba y manchaba sus manos con la tierra, explicándole a Hajime los cuidados de las flores. Los labios hinchados de primavera eran justo como los de Shun. Él la escuchaba, asentía, inquiría. Se dedicaba a podar el pasto dócilmente mientras la fémina cansada, soplándose con abanico bajo la sombra, conversaba con él sobre la realización correcta de las labores domésticas.
Desde aquel ángulo, Hajime reconocía la vejez retraída de Yuriko. ¿Su madre habría lucido de aquella forma si no hubiese caído trambucada al río cuando él era niño? Pensó en labios azules, en cadáveres de ahogados.
—Mantener este jardín hermoso siempre ha sido un trabajo cansado, incluso más que la vivienda misma —explicaba mirando el cerezo yoshino en su decadencia anual durante el otoño—. La naturaleza es una fuerza imposible de reprimir por nuestras manos, la belleza domesticada duele. —Dicho esto, permaneció en una pausa silenciosa. A Hajime, quien recogía una lombriz obstinada, le intrigaban los pensamientos dentro de aquella mente tan melancólica que conversaba con él—. Sin embargo, ¿no es la soledad el más profundo de los suplicios? Por eso una soporta las espinas del arbusto, las malas palabras de un hijo rebelde. Ahora mismo mis reflexiones han de sonar como las de una mujer débil, pero... mira, esta preciada criatura mía continúa viva, tan radiante, tan llena de frutos.
Al escucharla, Hajime no supo si se refería al jardín o acaso a Shun.
—A mi hijo nunca le gustó ensuciarse las manos. Él prefiere... salir, vagar, hablar con la gente. Es un don innato que no puedo contradecir —sonreía con tristeza—. Por eso es muy bueno que tú me ayudes. Sigue siendo amable, Hajime, no cambies; porque consuelas a corazones como el mío.
El muchacho solo asintió con una amabilidad teñida de extraña culpa y desvió la atención hacia un ave que se posaba en las ramas del árbol. Ambos la miraron en un silencio apacible.
~ * ~
Al octavo día, portando un fino traje gris que daba perfecto balance a su silueta, Yi Feng entró a la tienda con ímpetu. Incluso la campana repiqueteó más impetuosamente que de costumbre. El muchacho se postró en el mostrador donde solo radicaba el intimidado Hajime y, entre otros asuntos, le dijo:
Ven a beber a mi casa. Te invito hoy, que ando derrochando. Incluso he sacado a mi hermano el vago, así que más vale que vengas. Acabo de volver de mi viaje y estoy cansado, pero en verdad deseo que escuches con detalle todas mis aventuras.
El sastre, que trabajaba en la compostura de un obi y no se hallaba precisamente con el mejor de los ánimos, apenas logró replicar. Se encontraba bastante atareado como para ceder a sus peticiones el mismo día. Intentó negociar, pero la ansiedad desbordando por los poros del muchachito obligó al de voluntad débil a condescender. Era imposible resistirse a esa mirada juguetona, a la insistencia amable de quien en verdad desea yacer a tu lado. Así, después de dar una excusa vaga, partió a la casa de Feng pasado el almuerzo, dejando a Shun a cargo de la tienda.
El primo le miraba, le analizaba con mayor constancia. Reconocía aquellos ojos de tinta a través de la celosía, en el humo del tabaco al amanecer, sobre él mientras llevaba carne a su boca y la masticaba. Sus halagos, sus roces, mariposas negras, se posaban en su hombro con mayor frecuencia. No lograba comprenderlo, así que solo lo sobrellevaba para no caer rendido ante sus pies o besarlo por la fuerza ante uno de sus desplantes de intimidad injustificada. Al mismo tiempo, el recuerdo de sus actitudes despreciables le ayudaba a mantenerse cuerdo durante el día... incluso si amaba todos sus defectos caída la noche.
Huyendo así de su compañía, se refugió en la morada ajena. A la entrada, fue recibido por un Feng demasiado alegre, en leve estado de ebriedad. Sus mejillas sonrosadas y el calor pegajoso que emanaba de su cuerpo lo delataban. Hajime había almorzado antes, por lo que solo accedió a un par de tragos. Por segunda ocasión, los dos jóvenes pertenecían a la misma jerarquía sentados uno frente al otro, con las piernas cruzadas. Aquella alcoba rodeada de pergaminos y cajas, un caos floral, fue testigo de sus confidencias precoces.
Ambos conversaban en el idioma de las flores. Diphylleia grayi le explicaba a Lycoris radiata los percances en su viaje, los paisajes teñidos de castaño dorado en el camino. Sin embargo, no ahondó demasiado en ello. Por el contrario, con la necesidad de resumir su inmenso flujo de palabras, le narró lo siguiente:
El señor Matsumoto es un hombre impresionante. En cuanto le miré de frente sentí en el nudo de mi vientre que era él, incluso en aquel sitio tan concurrido. Quizás se deba a su porte excéntrico de misteriosa ave rapaz, eterno enlutado y ojeroso, siendo la rareza atributo propio de los artistas consagrados; o, tal vez, el hilo del destino que palpitaba por unirnos irremediablemente jugó sus hebras en mí. Debido a la sonrisa torcida y caballerosa que me dedicó desde entonces, creo que en verdad ve en mí el pergamino perfecto. ¡Su saludo es tan cordial, tan elegante! De inmediato, sin tanto preámbulo, me ayudó con mi equipaje y nos hizo transportar en un carruaje. ¿Tú alguna vez has subido a uno? Es como un jinrikisha, pero más grande y lujoso... aunque no tanto como los de la realeza. Solo cabíamos él y yo.
Su casona reposa a las afueras de la ciudad de T., por lo que en el camino turbulento pudimos conversar con alegría y cordialidad. Él no dejaba de compararme con un papilio curioso, porque yo aprovechaba para observar el paisaje, para mirarlo a él, guardar en mi mente su imagen e inquirir mil asuntos desconocidos para mis sentidos.
Para referirnos a Matsumoto-sensei, quiero que imagines a un hombre con más de treinta años y menos de cuarenta, en el máximo florecimiento; es impresionantemente alto y delgado. En Japón no suelen verse con frecuencia piernas tan largas como las suyas. Aún me pregunto cuánto medirán, cómo lucirán si se encarreran. Su constante indumentaria oscura le haría parecer un cuervo al viento, supongo. ¿O acaso debería compararlo con un ave más grande, más intimidante? Quizá, quizá... pero su extraña belleza y el afecto que le he cogido a tan apabullante velocidad me lo impiden. No desearía ofenderle.
De ojos taciturnos, bien rasgados y hundidos; nariz aguileña, rostro alargado y negros cabellos lacios escurriendo por sus hombros huesudos. Los labios pálidos, secos, se teñían por poco purpúreos. Incluso noté largas sus uñas... en ocasiones creía hablar con un muerto. Pero no te dejes engañar por estas descripciones, Hajime, porque este afable viudo me acogió en su vivienda con gran cordialidad. Asignó para mí una alcoba espaciosa, bien ornamentada, con baño incluido y una vista preciosa al jardín. ¡Y yo me sentía en el paraíso! Imagínate, acostumbrado a estas cuatro paredes roídas...
En fin, que durante el primer día solo nos dedicamos a conversar, a aprendernos nuestros rostros. A apreciar la vivienda también. Al atardecer salimos y nos sentamos bajo el kiosco del gran vergel, pero de pronto cayó una brisa. Nos detuvimos a observar las gotas de lluvia descender sobre el verdor de las hojas, refugiados y bien pegados. Él me decía: «Lo que admiro de ti, dulce Feng, es tu trato tan desinhibido, tan íntimo. Creo que eres capaz de leer mi mente incluso si hemos conversado apenas un par de horas. ¿Y sabes qué es lo que me impresiona más? Que solo cuentas con diecisiete años».
Así, alentado por sus halagos, puse en práctica mis dotes de convivencia... me entregaba entre líneas, ¿comprendes lo que intento decir? La flor esqueleto se transparenta con la lluvia. Aquel hombre de ojos maduros me resultaba terriblemente atractivo, y si decidí visitarlo a él fue porque en alguna ocasión escuché rumores sobre sus preferencias amorosas... aunque después el respeto lograse vencerme, por supuesto. Incluso yo poseo mis límites.
Pasada la brisa, anduvimos hacia su casa bajo una fina sombrilla. Para él trabajan cuatro sirvientes. ¿Sabes lo que se siente que alguien corra a secar las gotitas de tu traje, que se preocupe por tus zapatos, conceda tus peticiones? Le dije a Matsumoto-sensei que me apetecía un té de menta antes de dormir. Al parecer, se había terminado. Entonces él mandó a uno de sus lacayos a conseguir las hojas. ¿No es eso gran finura y sacrificio para alguien tan poco valioso como yo? Aunque insistí en que no era necesario, mi ahora amigo y maestro lo concedió amenazando con ofenderse si lo rechazaba.
Aquel té era exquisito. Lo bebimos mientras observábamos los trabajos más recientes de quien me recibiera. Hajime... ese hombre posee las manos de un dios. ¡Es tan maravilloso! No puedo describir lo intimidado que me sentí ante su arte. Vaya, que ahora conozco la verdadera admiración; es esa emoción que te invade cuando reconoces la grandeza, la belleza ajena... y no la envidias. Es solo un suspiro desinteresado, enamorado. ¿No es esa la forma correcta de rendir tributo a nuestros superiores, a la naturaleza misma?
Durante la noche me vi tentado a visitarlo entre sombras en su alcoba, pero por supuesto que me contuve. ¿Y si asustándolo conseguía el silencio repentino de las cigarras? ¿Y si su difunta mujer colocaba sus manos heladas alrededor de mi cuello? Sé que es una tontería, pero simplemente no puedo evitar el latir por un hombre talentoso o reconocido, aunque lo guarde en silencio. Supongo que aquellos días mi fertilidad desviada (¿eso lo convierte en infertilidad?) yacía excitada.
Las próximas tres mañanas nos encerramos en su estudio; incluso ahora puedo escuchar el crujir de aquella duela por cada paso que daba. Solos, con la luz matinal colándose a través de la ventana, solicitó que escribiera para él. Deseaba observarme improvisando un letrero, lo que fuese. Mi corazón palpitaba tormentoso, porque nunca nadie de personalidad tan fuerte había insistido en mí. Pensaba que al menor fallo podía considerarme un charlatán y simplemente expulsarme de su morada. Más que el retorno, sería incapaz de soportar su rechazo, los ojos como dagas.
Sin embargo, me esforcé lo suficiente para que al final se sentase a mi lado y explicara lo mucho que le agradaba mi pincelada. Cuando me reconoció, incluso mis manos se rindieron entumecidas. Dijo que podía mejorar, sobre todo en cuanto a la preparación de la tinta, pero que mis erratas eran comunes y nada que un buen profesor no pudiese ayudar a corregir. El talento, en cambio, era innato.
Mi alma flotó como una pluma. Agradecí al universo aquel ocio por la correcta escritura que experimenté desde pequeño.
Y así nos dedicamos a trabajar. Me mostró técnicas, incluso me regaló unos mejores pinceles que he colocado ya en un sitio sagrado a prueba de manos curiosas, para cuando vuelvan todos a casa. Tengo fe en que lo harán, y que se sentirán muy orgullosos de mí en cuanto les mencione sobre mi labor. ¿Verdad?
No deseo interrumpir mi narración con sentimentalismos.
Te decía que al cuarto día, mientras almorzábamos, el anfitrión me preguntó:
—Yi Feng... ¿te gustaría salir esta tarde?
—¿A dónde, maestro? —repliqué yo.
—Vayamos al teatro. —Taciturno, apenas tocaba su comida—. Hoy se suscitará uno de los espectáculos más importantes en la carrera de un amigo. Creo que será sublime, él es muy buen actor. ¿Vendrás? De lo contrario, sabes que dispones de todas las comodidades de la casa.
—Su casa es preciosa —dije—, pero me sentiría muy solitario en un sitio tan espacioso. Prefiero despejar un poco la mente y hacerle compañía. A decir verdad... no puedo desperdiciar esta oportunidad, pues nunca he acudido al teatro —tuve que confesar avergonzado.
—¿Es eso cierto? —Como despertando de un sueño, se enderezó—. ¡Entonces no se diga más! Dado a que eres una muy grata compañía, te presentaré a otros amigos dedicados al arte de la caligrafía que seguro asistirán. ¿Te parece?
—Será un honor.
Para acudir al teatro, Matsumoto-sensei me prestó un traje de gala como esos que tú confeccionas con tanto ahínco mientras yo solo parloteo. Portándolo, recordé tus manos ocupadas, debo confesar. Aquella tarde, me encargué de peinar bien mis cabellos, de parecer la flor por poco etérea con la que sueles compararme. El caminar regando pétalos tras una persona importante te convierte en alguien visible ante la sociedad ¿lo sabes? Allí, incluso desde la entrada nos topamos con diversos hombres distinguidos que rápido me incluyeron en su círculo y preguntaron todo sobre mí. Aunque Matsumoto-sensei me ayudó en un principio, después logré expresarme con gran soltura.
De aquellos que me rodeaban, solo había escuchado sobre Yamamoto, el que se firma como «polilla» en sus estampas shunga. Es un hombre maduro, bastante carismático; pero solo verlo en persona me anunció el tipo de nido en que me había metido. Por debajo, muy discretamente, me retuvo y halagó gran rato. Para mí sus roces no pasaron desapercibidos, pero en aquel instante no solo acompañaba a otro hombre, sino que la verruga en su labio superior no me permitió tomármelo en serio. Mientras yo lidiaba con este cuarentón, los demás bromeaban con un humor incomprensible para mí. Supongo que soy muy joven e inexperto para intuir de qué hablaban.
Para no hacer eterno mi relato, diré que antes de comenzar, mientras el público se reunía, Matsumoto-sensei acercó sus labios quebradizos a mi oído. Si fuesen suyos los que me buscaban, hubiese correspondido de inmediato; lástima que aquello no se suscitara. Pero de igual forma, así, con su aliento tibio en mi mejilla, explicó que veríamos una obra titulada «Dojoji», ¿la conoces? Seguro que sí. Es sobre una doncella dulce e ingenua, quebradiza como la flor del cerezo, que cree desposarse con un monje de la montaña debido a un malentendido con su padre. El lenguaje es un asunto serio ¿verdad? Eventualmente, cuando el monje la rechaza, ella enfurece y el otro emprende la huida.
Debido a su enojo, la dama, que era tan sensible antes de la deshonra, lo persigue hasta que se ve detenida por una inundación en el río. Su enojo la transforma en una gran serpiente, y así alcanza al pobre hombre oculto en la campana del templo. Rodeando su escondite con el calor de su cuerpo, logra calcinarlo y vengar así su pasión herida. La acción inicia tiempo después, cuando la campana es reemplazada y el espíritu de la mujer vuelve a atormentar a los monjes. Al final, ellos la doman. Matsumoto-sensei dice que con esta obra él experimenta la catarsis. Ese es un término extranjero que más adelante te explicaré.
Mientras tanto, te comento mis impresiones, asunto que me emociona porque es la anécdota que debería interesarte sobre mi viaje; la que me moría por que supieras. Verás, durante las primeras escenas todo me parecía muy curioso; la escenografía, toda de madera bien equilibrada, simulaba un templo con árboles al fondo. La iluminación cálida, los músicos bien colocados en su sitio, me recordaban a un conjunto de refinadas aves reposando en las ramas de un pino. Las expresiones en los rostros de los actores eran intensas, quiero decir, en verdad se notaba su convicción, sus emociones... Las voces del coro lograron ponerme los vellos de punta también.
¡Ah, Hajime, pero cómo puedo describir los trinos de mi corazón cuando le vi entrar a escena, cuando esa criatura de brisa melancólica se hizo presente! Se trataba del actor amigo de Matsumoto-sensei, Nakamura Manabu, enfundado en un precioso kimono que cuando extendía sus brazos, parecía encarnar a una primavera misteriosa. Incluso ahora, mientras lo recuerdo, siento una oleada caliente recorrer mi cuerpo. Delgado, no muy alto, representaba el papel principal; una damisela amable que, acompañada de un bello canto sobre el templo Dojoji y su febril corazón, danzaba melodiosamente. Oh, qué linda, qué agraciada, pensábamos todos al ver sus piececitos ir y venir de un lado a otro.
Su rostro había sido maquillado con una base blanca, las cejas finas y cortas, y los ojos enmarcados por el mismo tono bermellón que sus labios pequeños y carnosos. De alguna forma, supe que debajo de aquel disfraz se hallaba un hombre de hermosura impresionante, de facciones delicadas envidiables. Su tocado negro, abundante, simulaba el de una geisha, con una horquilla como los pétalos escurridizos del cerezo llorón. Él cantaba, se movía, seduciendo al público con su encanto.
De acuerdo con el cambio de escena, Manabu desplegaba su traje y el color del kimono variaba; era como si por su cuerpo se deslizara la primavera para dar paso al estío con sus lluvias. Todos nos asombrábamos por su destreza con los abanicos, la seguridad que mostraba siendo tan joven. Matsumoto-sensei susurró: «tiene solo veintiún años»... y a mí eso me pareció asombroso. Parecía más palpable que mi maestro, pero al mismo tiempo más volátil... en el escenario se mostraba como un sueño. No sé cómo decirlo; quizás, si me atrevía a acercarme, podría considerarme.
Entre escena y escena lo vimos encarnando el engañoso papel de una mujer inocente. Sin embargo, como te has de imaginar, se trataba de la serpiente. Él danzaba como si reptara por la campana, dramático, mientras una voz narraba la acción. De pronto, tras un brinco alto, la campana cayó sobre él y quedó atrapado dentro. Durante el interludio, un matrimonio cercano a nosotros se volvió para comentar lo bien que Manabu se desenvolvía, ansiosos por verlo en el segundo acto. Como mi maestro les comentó sobre mi ingenuidad respecto al teatro, no quisieron arruinarme la sorpresa y me dejaron estar.
Así, inquieto de curiosidad, presencié las escenas de su ausencia muy ansioso, como buscando la bella silueta en cada rincón del escenario. Apenas presté atención a los diálogos de otros personajes. Sin embargo, cuando volvieron a izar la campana... ¡Hajime, me asusté con lo que yacía debajo! Mi corazón conmocionado no soportaba la belleza de aquel espectro poderoso que emergía. Envuelto en un traje dorado cuyo estampado superior simulaba las escamas de una serpiente, el actor mostró la majestuosidad de sus movimientos más briosos. Agresiva, imponente, la mujer desalmada fue poseída por el demonio de los celos, por lo que Manabu portaba una máscara Hannya de diabólica fealdad, así como una larga y abundante peluca roja que colgaba hasta su cintura.
Entonces la pelea entre los monjes y la serpiente floreció. Ella, portando una vara, atacaba en una danza intensa. Por supuesto que yo ya conocía la resolución, pero muy en el fondo, deseaba que solo por aquella ocasión, la mujer poseída venciera. Manabu lo valía, incluso si con ese atuendo asustaba. Me atrevo a decir que su figura había crecido; lo notaba en las sombras sobre la pared, entre las luces; una presencia que nos mantenía mudos.
Asombroso, asombroso... permanecí pensando hasta el final.
Cuando salimos del teatro yo continuaba mesmerizado, como en un sitio lejano. Matsumoto-sensei me pidió que aguardáramos para saludar y felicitar al recién graduado... a Manabu. Mis manos se humedecieron; yo era como un papilio ansioso por ver la luz del sol. A pesar de que aguardamos varios minutos conversando sobre otras obras antes presenciadas por mi acompañante y dos amigos que se nos acercaron, tuvimos la oportunidad de saludar al protagonista.
Transitó de forma efímera, cual ave dorada, rodeado de felicitaciones, flores y honores. Solo fue capaz de detenerse con nosotros durante cortos instantes. Parecía muy contento de ver al maestro. Agradeció su presencia con insistencia, la de otros conocidos también, y yo creía ser castigado con su indiferencia en una esquina. Pensé que no volvería siquiera a mirarme, que mi boca era indigna de aspirar su perfume.
Cuando, de pronto, ocurrió.
Él continuaba maquillado, metido en esas telas complejas y hermosas difíciles de despojar, esas que reprimen la desnudez estrictamente... tú sabes a cuáles me refiero, siendo que vives de ello, de cohibir los instintos ajenos ¿verdad? Mas en el momento en que nuestras miradas se cruzaron, ambos supimos la verdad, incluso tras la máscara. Él lo afrontó con sus ojos maduros como el albaricoque dulce, encantadores, y me dedicó una sonrisa segura. No sé cómo describirlo; fue solo un soplo de instinto, un secreto frutal que Manabu y yo éramos los únicos capaces de escuchar. Imagina un llamado, un florecer. ¿No es eso lo que experimentaste con tu primo durante su reencuentro? Solo que, en esta ocasión, fue sin duda correspondido.
—¡Ah, maestro! —dijo a punto de marcharse en medio de sus prisas, tras aquella reverencia torpe de presentarnos a medias—. En unos momentos estaré ofreciendo un banquete de celebración en mi morada. Usted y su amable acompañante están invitados. Si no acuden, me decepcionaré. ¡Los veo allá entonces!
Sin remedio, en el carro que rugía rumbo a la casa del actor, Matsumoto-sensei reía a carcajadas por el hecho de que, entre los artistas de la tinta ahí presentes, nosotros fuimos los únicos convocados al festejo producto de mera improvisación. Los otros incluso nos miraron asombrados, sin explicarse el arranque visceral de Manabu. Yo veía la ciudad, jugaba con mi cabello como hechizado por el viento crepuscular. Mi acompañante, en algún momento fijó su mirada en mí. Me veía con una sonrisa misteriosa, por poco socarrona. Ante su ademán, inquirí:
—¿Qué sucede, maestro? ¿He dicho algo malo...?
—No, no, en absoluto. Es solo que... no puedo evitar que ciertas sospechas se deslicen por mi mente, Yi Feng. Dependiendo de lo que ocurra durante la velada te lo diré o me permitiré conservar el secreto.
Deberías imaginarme, Hajime, sentado ante una larga mesa de tres colocadas en la sala de una mansión ostentosa, donde yacíamos alrededor de cincuenta o sesenta comensales. Entre nosotros, situadas estratégicamente, había tres geishas tocando música mientras una cuarta bailaba al ritmo de la tonada ante todos. Manabu desciende de una familia adinerada, por lo que los ornamentos ahí colocados probablemente valían más que todos mis objetos preciados juntos.
Por algún extraño motivo, en ese instante mi hambre no radicaba en el estómago; es más, los días anteriores habían sido agotadores para mi alma curiosa pero frágil, que apenas toleraba tantas impresiones y nuevos sentimientos... por lo que en mi cabeza solo podían girar el cansancio y la profunda sed de aquellos pétalos que escurrían en almíbar. Matsumoto-sensei y yo yacíamos en la misma mesa que el anfitrión, quien había cambiado su vestimenta del escenario a la cotidiana. Debo admitir que cuando me informaron que ese era su atuendo habitual, yo no lo creía. Parecía incluso más teatral y seductor que el anterior.
Nunca vi a otro hombre atrevido, además de Arimura Shun, vestir un kimono negro de estampado floral. Allí estaba él; cubierto de fina seda su cuerpo menudo y quebradizo. La estrechez de su espalda me fascinaba, la delgadez de sus pequeñas muñecas también. Aunque en un principio creí que era una peluca, mi maestro se encargó de aclararme entre susurros que se trataba de su cabello natural. Nakamura Manabu es poseedor de una cabellera larga hasta la espalda baja, negra como la noche, lacia y brillante. Aquellos hilos yacían sostenidos en la parte superior de su cabeza con una horquilla que simulaba un lirio araña, una manjusaka, de modo que la cascada bruna descendía por los hombros del muchacho y serpenteaba con cada movimiento de su cuello.
La boca de por sí pequeña y carnosa, como botón de rosa ensangrentada, yacía teñida de un rojo profundo en contraste con su piel de porcelana. Tan concentrado era el pigmento que tendía al marrón, o incluso al negro; con él había pintado también sus cejas afiladas, cercanas entre sí, de una belleza clásica que de haber sido dibujadas en otro rostro, le habrían hecho parecer enojado. En cambio, en Manabu representaban un gesto de soberbia. Los ojos enmarcados con tinta oscura brindaban el toque final a la letalidad del actor, quien conversaba animadamente y, de vez en cuando, intercambiaba sonrisas tímidas conmigo.
Yo solo bebí sake hasta perder la cuenta de los vasos y me vi inmerso en diversas conversaciones calurosas con extraños que me hacían pensar: «¿Qué estoy haciendo? ¿En qué sitio me he metido? Vine decidido desde aquel pueblo podrido en busca de civilización, libertad, y ahora resulta que en este medio son tan excéntricos que me asustan. Deseo con fuerzas acercarme a tan bella flor, pero todo se está suscitando de forma tan perfecta y natural que incluso me aterra. ¿Existe en esto un tipo de trampa?»
Me reprendía, avergonzado conmigo mismo. En algún momento comencé a agobiarme. Aquel coqueteo, aunque incluso llegó al punto en que el pie descalzo y helado de Manabu acariciaba con suavidad el mío, parecía infructífero desde que ninguno de los dos se atrevía a ir más allá. Veía sus ojos deseosos, de tímida fertilidad. El calor de la gente y el sitio cerrado, las recientes emociones apabullantes, la nube de alcohol ante los ojos, la música y unas violentas ganas de orinar me obligaron a levantarme y andar hacia el baño en busca de aire. Por supuesto que eché una mirada furtiva a aquella belleza antes de partir, como invitándole a seguirme.
Los tiempos de la prudencia coincidieron de forma perfecta para que pudiese mear, limpiar mis manos y toparme con Manabu a solas en la salida del baño. En cuanto nos vimos cara a cara, ambos reímos en complicidad.
—Tu actuación ha sido maravillosa —dije para quebrar el silencio—. Voz, ademanes, silueta; todo en ti es perfecto sea calculado o espontáneo. Muchas felicidades, Manabu-san. Gracias por la invitación —mencioné realizando una reverencia.
—Ah. —Sin palabras, el delicado joven sacó de su pecho un pañuelo perfumado—. No es para tanto, no es nada, de verdad. Desde el escenario te vi mirándome con atención; eres extranjero, un rostro nuevo, lo noté de inmediato. Casi vacilo debido a tus ojos... parecías tan mesmerizado conmigo, tan inmerso en mis movimientos, que temía defraudarte con algún mal paso. —Mientras explicaba aquello, tomó mis manos y las secó con cuidado.
—Pero no lo hiciste, y por ello todos pudimos admirarte.
Solo entonces noté sus dedos largos y delgados, frágiles, que se enredaban con los míos. Su voz melódica, gruesa, su cuello estrecho y pálido, me confirmaron que me hallaba ante una muñeca de carne y sangre. Sin apartar la vista de él, acaricié un mechón que se enredaba bajo la ropa, en su nuca, y él cerró los ojos ante el roce, buscando con sus mejillas el tacto de mi palma. Repartió algunos besos en ella, desde la muñeca; uno, dos, tres, de sonido húmedo... mi pulgar quedó entre ambos labios pulposos. Vi los dientes pequeños, la encía roja. Una lengua suave y viscosa se asomó para lamerme.
—He sentido tus pies helados bajo la mesa —comenté—. ¿Es entonces que tu corazón arde?
—Sí, sí, arde. Ven.
Sin poderlo contener, en un arranque caluroso, bajé las manos hacia el kimono y alcé las faldas para tocar bajo ellas. Al mismo tiempo, él apoyó con arrojo sus brazos en mis hombros, atrayéndome hacia su cuerpo menudo. Fui capaz de acariciar los muslos carnosos, las nalgas suaves y su cintura estrecha que cabía en mis manos; logré acercar mi boca a la suya solo para suspirar en ella de forma casi dolorosa por las ganas, mientras él se revolvía asiéndose a mi espalda, buscando el contacto de sus caderas ansiosas, abiertas las piernas para dejarme espacio entre ellas. Y nuestras lenguas apenas se encontraron en suaves, húmedos círculos, listas para fundirse en la boca ajena, cuando en aquel instante se adentró otro varón. Ambos nos separamos vertiginosamente, aún unidos por un hilillo de saliva. Él saludó avergonzado a su amigo, yo lo hice de forma descarada... y ambos reímos fuerte sin remedio cuando se hubo ido.
—Ten —dijo entregándome el pañuelo de seda—. Hoy, debido a mi posición, creo que no será posible nuestro encuentro —mencionaba con la vista baja, acomodando sus cabellos cual serpiente indomable—. De igual forma, quiero estar seguro de que te volveré a ver. Encuentra la forma de devolvérmelo ¿está bien?
—Lo haré —aseguré admirando su belleza con determinación—. Lo prometo.
Cuando nos separamos, anduve primero yo. Me senté junto a Matsumoto-sensei como si nada hubiese ocurrido, y continué las conversaciones con mayor garbo.
Aquella noche me embriagué, loco de felicidad.
Manabu y yo nos despedimos de cerca. Antes de partir, murmuró a mi oído sosteniéndome por los brazos.
—No olvides nuestra promesa, que en verdad lo ansío.
Y, en la brisa nocturna, apoyando la cabeza ebria en el hombro duro de mi maestro, le mostré el pañuelo y confesé lo ocurrido.
—Si he jugado una apuesta de seguro la gano —dijo con una sonrisa tan cansada como la mía.
—¿Qué debería hacer? —inquirí bajo los árboles, con una que otra hoja cayendo sobre mí.
—No existe otro remedio, Yi Feng. Debes permanecer hasta el sábado.
Y narró en murmullos su estrategia.
—Tú solo has ido en busca de un alcahuete —espetó Hajime crudamente echado sobre el tatami—. No, es más, un chulo.
A esas alturas de la narración, ambos cuerpos yacían tirados con la mesa y jarritas de sake trambucadas lejos. Acaloradas producto del alcohol, permanecían las dos flores viéndose la una a la otra, y luego al techo, y luego jugando a girar en su propio eje los pequeños contenedores de porcelana vacíos.
—¿Qué? ¿Te molesta? ¿Estás celoso? —Yi Feng se defendió con sus labios muy dulces, sin borrar la risa de su rostro.
—No, en absoluto. Es solo que no comprendo por qué me narras todo esto a mí.
—Por el mismo motivo que tú me contaste sobre tu aventura del armario, Hajime —pronunció como en un reproche seductor, acercándose al otro sobre el tatami—. Necesito decirlo, creérmelo... y convencerte de que podríamos ser más felices si nos fuéramos lejos, muy lejos...
—¿Eh? Imposible. —Evidentemente molesto, Hajime negó como si hubiese escuchado una broma de mal gusto.
—Ni siquiera me has dejado terminar. Esto puede interesarte. Primero escucha mis vivencias y mi propuesta... después lo reflexionas y me insultas si así lo deseas.
Y, volviéndose a acomodar, el sastre de mirada seria continuó oyendo los relatos indiscretos de su amigo.
Artista: Utagawa Kuniyoshi
Referencias en el capítulo:
* Richard Emmert. (2011). El templo Dojoji. julio 22, 2018, de Artes Escénicas de Japón. Recuperado en sitio web: http://www.japonartesescenicas.org/teatro/generos/noh/guiadelnoh22.html
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top