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Tras mucho insistir, Raúl y su esposa me convencieron de quedarme unos días, visitar viejos amigos, disfrutar de la tranquilidad de El Caburé, lejos del trajín de la ciudad. Y así fue como mi servicio divino trajo aparejadas unas minivacaciones.
—Debería visitar a doña Tomasa, siempre me pregunta por usted cada vez que voy a tomar unos mates con ella. Si sabe que está hace dos días acá y no la fue a saludar, se va a molestar con usted y conmigo —advirtió Raúl.
Sabía que me debía una tarde con ella, pero a la vez sentía que la estaba retrasando lo más que podía. Me costaba volver a pisar esa casa sabiendo que ya no vería a Lucas allí.
—Dijiste que doña Tomasa no quiso que quemaran al muerto, ¿verdad? —indiqué. Raúl cebaba mates mientras Teresa armaba una pastafrola.
—Sí, ella da el catecismo y ahora está a cargo de la capilla mientras el padre Ermenegildo anda por Italia. Ella sabe mucho, don Franco, y si doña Tomasa recomendó darle entierro santo, para nosotros es lo mejor. Usted seguro entiende mejor que yo.
—Ponele que sí. —Di la última chupada al mate y me puse de pie—. Voy a darme una vueltita por la casa de Tomasa, es verdad, hace mucho que no la veo y, además, me siento en la obligación de darle mi pésame por su pérdida.
Tomasa era devota de cuanto santo existiese en el mundo y, al igual que yo, se había entregado a la vida religiosa alguna vez, pero tuvo que dejarla —también, al igual que yo— cuando quedó embarazada en circunstancias misteriosas, y digo «misteriosas» porque nunca se supo quién era el padre del nene ni el contexto en el que se dio la tan comentada concepción —muchos decían que había sido abusada por los propios curas—, solo se sabía que volvió un día a El Caburé sin cofia y con un bebé en brazos. En fin, asunto de ella y de nadie más.
—Lo bien que hiciste en irte, querido, este pueblo consume a la gente. Mi Luquitas era tan joven, un hombre trabajador, de buena madera. —Doña Tomasa chorreaba el café desde su boca directo sobre el pecho con cada sorbo, me sorprendió que no le quemara.
De pronto El Caburé le parecía el peor lugar del mundo, pero era entendible, supongo. Lucas, su único hijo, había sido consumido por una enfermedad de la que solo trascendió que era terminal, incluso se llegó a decir —como tantas estupideces en El Caburé— que había sido poseído por el demonio. Murió unos días antes del hallazgo macabro; el pueblo aún no se recuperaba de la conmoción de Tomasa y su hijo cuando se vio envuelto en toda esta cuestión «demoníaca» que actualmente preocupaba a los caburenses.
—Era un buen tipo, sí, y era buen contador de chistes —dije. Me paré y caminé con la taza en la mano alrededor de la cocina, buscando nada y mirando todo, no había cambiado desde la última vez que comí unas pizzas con Lucas y Raúl.
—Cuidado, son venenosas —advirtió la mujer al yo notar que unas flores lilas, las mismas que había visto en el cementerio, crecían en una maceta cerca de la ventana—, son mandrágoras.
—Vi las mismas en el cementerio, pero no me di cuenta de que eran mandrágoras. Sin dudas una especie de planta curiosa, se dice que tienen muchas propiedades.
—Sí, las tienen.
Como terminara de decir aquello, la taza que sostenía en mi mano se resbaló de entre mis dedos y estalló sobre el suelo. Lo último que recuerdo de ese momento, es la cara borrosa de Tomasa chorreándose el café, sonriente y altiva.
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