Mami, no llores
Hoy vi a mamá llorando en la cocina. Primero, acurrucada en el rincón entre la meseta y el estante donde guardaba toda la vajilla que de a poco papá se fue llevando; luego, sobre los condimentos que picaba para la cena. —Es por la cebolla —me dijo cuando no aguanté más y la abracé por la cintura. No se percató de que esta vez su excusa no valía, que yo me fijé que estaba picando ajo, que yo había escuchado los gritos y golpes de papá y las súplicas de ella, que yo sabía por lo que lloraba porque yo lloraba por lo mismo, que yo también tenía moretones y cardenales, que yo también decía que me había caído por las escaleras cuando me preguntaban en la escuela. Hay que ser torpe para caerse por las escaleras, o de la bici que no tengo, o golpearse contra una puerta, o resbalarse en la ducha dos veces por semana. Mi profesora se ha aparecido par de veces por aquí. No sé de lo que hablan porque mamá siempre me manda a jugar fuera cuando llega. Suerte que no se ha topado con papá. Si lo hiciera quizás ella también tendría que utilizar lo de la caída por las escaleras en el colegio.
Hoy papá se llevó más vajilla del estante. También pilló la figurita del caballo blanco con crin y manchas color café que estaba junto a la tele rota. Yo no quería que cogiera esa. Las cosas que se lleva nunca vuelven y a mí me gusta mucho esa. Le pedí que me la dejara. Mamá no me deja jugar con ella porque soy pequeño y la puedo romper, pero me gusta mirarla. Además, cuando juego a los vaqueros en la sala, pienso que es una estatua que representa valentía y libertad. Papá no se la podía llevar. Se la intenté quitar de las manos. Se rompió. Mamá me va a regañar. Le va a doler mucho que se haya roto. Pero yo prefiero tener pedacitos rotos a no verla por aquí. —Mocoso insolente, ¡mira lo que has hecho! —Papá volvió a pegarme. Sentí el golpe más fuerte que la vez pasada. La vez pasada no le había roto nada. No recuerdo por qué me pegó esa vez, pero no estaba así de furioso. Intenté recoger los pedacitos del caballo antes de que los pisara todos. Me volvió a pegar. Me hice daño en las manos. —¡Dejalo en paz! —era mamá. Corrió hacia nosotros y me alejó. Papá la sugetó por el cuello contra la pared. —Tu hijo acaba de hacerme perder dinero, —mamá soltó un quejido —así que tendré que ganarlo de otro sitio. —Le arrancó el medallón de plata que mamá lleva siempre al cuello con una foto mía, y se fue. Mamá tosió, y lloró; yo también lloré, y me abrazó. —Siento mucho haber roto el caballo, mami, —le dije —y siento mucho que se haya llevado tu medallón —me abrazó con más fuerza. Agarré fuerte los pedazos de la figurilla rota, manchados con la sangre de mis manos. Era como sostener el dolor de mamá.
Hoy mamá estuvo hablando por teléfono. Creo que con la tía. Algo sobre que intentó denunciar a papá pero no hay pruebas. Maldijo a mucha gente por no tomar el labio roto, el cardenal en la mejilla y los moretones en los brazos y el cuello como pruebas. No sé qué es denunciar, ni pruebas. Pero sí sé que lo del labio, la mejilla, los brazos y el cuello se lo hizo papá anoche cuando llegó. Estaba tambaleándose tanto que tropezó conmigo en el comedor. —Termina la tarea en tu cuarto —me dijo mamá con voz triste al verlo entrar en la cocina. —Por favor, no te me acerques —le dijo cuando él se le arrimó por detrás. Escuché súplicas y palabrotas al subir las escaleras. Escuché sollozos y golpes mientras intentaba hacer un texto con el título "Un día mi padre y yo". Debo repetirlo porque la profesora me regañó al no cumplir con la cantidad de oraciones que me pedían. No recordé más que una vez que mi papá hizo un cometa por mi cumpleaños, pero no llegó a enseñarme a volarlo. Fue todo lo que puse. Debo entregarle a mamá un papel que la maestra le mandó. Pero ahora no, ahora vuelve a picar cebolla, como ella me dice. No quiero acercarme. Quiero ahorrarle el trabajo de mentirme e intentar hacerme sentir como si no pasara nada. Varias veces dijo al teléfono que no soportaba más.
Hoy mamá tenía preparadas las maletas cuando llegué del colegio. No me sorprendió. Llevaba días diciéndome bajito que iríamos pronto a pasarnos un tiempo en casa de la tía. La idea me gustaba. En casa de la tía la tele no está rota, hay muchas figurillas de porcelana que nadie se lleva, aunque no las pueda tocar, y no hay gritos ni golpes. Mamá no pica cebolla cuando estamos allá, bueno, sí, pero pica la de verdad, no la que tiene como excusa. Hace mucho no vamos. Antes íbamos cada dos meses más o menos. Pero ya no vamos nada. Creo que papá tuvo un problema allá y dejamos de ir a visitar a la tía. No sé lo que pasó. Aquel último día llegamos mis primos y yo de jugar pelota y estaban todos enfadados. Papá esperó en el coche mientras mamá recogía las maletas. Tío no paraba de decir que no pondríamos un pie en esa casa si seguíamos con "ese monstruo". Supongo que se refería a papá. Yo no había peleado con mis primos ni había roto nada, y mamá es incapaz de hacer algo malo. —Despídete de tus primos —dijo mi tía, y me dio el abrazo más fuerte de mi vida, excepto por los que me da ahora a veces mamá. No entendí que era porque no nos veríamos en un tiempo. Hasta hoy no hemos regresado. Me hacía ilusión ir. Si vamos a estar mucho tiempo puedo ir a la escuela con mis primos. Y amigos puedo hacer allá. Los que tengo aquí ya no me llaman a jugar por la fama de torpe que tengo, porque casi siempre estoy distraído y porque me he alejado de ellos. No me gusta salir a jugar y dejar sola a mami si ella no me lo pide. Papá nos pilló casi al salir. Mamá no lo esperaba, él no suele llegar a esta hora a no ser que vaya a llevarse algo de casa. —Tú no te vas y menos te lo llevas, ¡cacho de puta! —me tomó del brazo y a mi madre del cuello. —Y si quieres marcharte te largas sola porque éste es mi hijo y se queda conmigo. —Mamá me colocó detrás suya cuando papá nos soltó para tirar las maletas dentro de casa. —¡No pretenderás que deje al niño con un bestia como tú! —gritó mamá. Nunca la había escuchado gritar así, ni siquiera de dolor. —¡Tú eres mi mujer y ese es mi hijo y de aquí no os vais y punto! —Le pegó a mamá una cachetada. —No nos vamos, papito, pero no le pegues a mamá —intercedí, exigí, supliqué. —¡No te metas en ésto, mocoso, —me abofeteó —tira pa' tu cuarto! —No me moví. —Sube ahora mismo a tu cuarto —rogó mamá. Subí y me abracé a mí mismo acurrucado en una esquina lejos de la puerta. Siguieron los gritos, los golpes, los llantos. No lloré. Mamá no puede verme llorar. Papá no merece que llore. Al final no fuimos a casa de tía.
Hoy mami me preparó la bañera. Estaba limpia. Olía bien el baño. Suele tener mal olor porque papá vomita mucho. Pero hoy no. Mamá quiso bañarse conmigo. La dejé. Había pasado mucho tiempo desde la última vez. Me frotó la esponja con suavidad, tarareando la nana que me canta cuando duermo con ella. Estuvo mucho rato acariciándome el pelo, repitiéndome que me quería mucho y que todo iba a salir bien. —Yo también te quiero mucho, mamita, por favor, no llores. —De repente metió mi cabeza bajo el agua. No me lo esperé. Querá jugar, pensé. Yo solía hacer ésto antes en la piscina con mis primos: ver quién aguantaba más la respiración. La mejor entre nosotros era mi prima mayor. Realmente no sabemos bien cuál es su límite porque siempre esperaba a justo después de que yo saliera. Yo llegaba a un minuto más o menos. Mamá sabe eso. Varias veces nos vio jugar. Espera, mamá... ya pasó el minuto. ¿Pero qué...? Mamá... no puedo subir. Mamá... no me gusta estar tanto tiempo sin respirar. Mamá... por favor... déjame tomar aire. Mamá... luego seguimos jugando. Mamá... ¿no ves que estoy pataleando? Mamá... el juego tiene que parar. Mamá... me sostienes demasiado fuerte. Mamá... estás borrosa. Mamá... siento haberte golpeado pero debo salir. Mamá... necesito... respirar. Mamá... en serio ya no puedo más. Mamá... estoy muy cansado. Mamá... me siento muy mal. Mamá... por favor... necesito... debo... suéltame... por favor... aire. Mamá...ya casi no puedo verte. Mamá... creo que me estoy muriendo...
Cuando logré salir de esa bañera no estaba mojado. Bueno, realmente nunca salí del todo de la bañera. Ahora estoy fuera, pero mi cuerpo sigue dentro, mi mamá lo abraza y se disculpa. —Tranquila, mamita,- quiero decirle —por favor, no llores. —Ella observa unas baldosas, pero tiene la mirada perdida. Parece que mira la nada. Alcanza una cuchilla que había puesto antes en el lavamanos. Le da un beso en la frente a mi cuerpo. Mira hacia arriba, como tomando fuerza. Ojalá me escuchara decirle que la quiero mucho y que todo va a salir bien, como mismo yo la escuché cuando me lo dijo a mí. Se hace una herida vertical muy grande en el interior del antebrazo izquierdo. Brota mucha sangre. Realiza lo mismo en el derecho. La bañera comienza a teñirse de rojo. Pero, mami, te has lastimado. No se ve nerviosa. Al contrario. Se recuesta un poco, abraza mi cuerpo, lo envuelve con su sangre, cierra los ojos, y sonríe. Hacía mucho no la pillaba sonriendo. Se ve tan linda sonriendo, aún habiendo perdido el color en las mejillas y los labios. Se ve en paz. Como si los moretones no le dolieran. Como si papá hubiera cumplido su promesa de dejar de beber, de dejar de llevarse cosas de casa, de dejar de golpearnos. Como si lo de los últimos años no hubiera pasado. Como si no tuviera que picar cebollas de mentira nunca más. De repente, su cuerpo está inerte en la bañera, aún agarrado al mío, pero ella se encuentra parada junto a mí. Sonriendo me da un beso en la frente. —Es lo mejor—. Me toma de la mano y caminamos hacia la salida.
Ya no seré el torpe de clase. Y ella no llorará más. Extrañaré mucho a la tía y a mis primos, aunque espero que no vengan pronto con nosotros. Mi maestra tendrá que disculparme por dejar a medias la redacción sobre mis amigos que debía hacer de tarea. Bajamos las escaleras. Ese estante en la cocina ya no tiene vajilla y se ve incluso más viejo de lo que es. Cruzamos el salón. La tele sigue rota, y junto a ella, la figurilla del caballo blanco con la crin y las manchas cafes, la que yo rescaté, también rota. Las cosas parecen haber sufrido como nosotros. Salimos de casa. Esta vez sin maletas. Papá acaba de llegar. Se tambalea. Parece furioso. Mamá me aprieta contra sí. Él se cruza con nosotros, pero no nos puede hacer nada. Ya no. Mamá y yo lo miramos entrar por donde mismo, al fin, salimos nosotros. Pasamos la verja de la entrada. Observamos la casa, tan estropeada como la piel de mamá. Escuchamos un grito. Este grito es diferente. No es de rabia, ni son insultos. Es un grito de dolor que nunca le había escuchado a papá, pero sé que mamá se tragó muchos para que yo no los oyera. Ella me rodea con un brazo y descansa su mano en mi hombro. La miro. Creo que no llorará nunca mas. —Vámonos ya.
Fin
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