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IV

Miau, miau, miau... ¡Adorables!

Adorables, adorables momentos.

Nada más que adorables.

Tres semanas después, ver esa odiosa cara inexpresiva ante su puerta se ha vuelto costumbre. Y aunque al principio resultó molesto tener que inclinarse y lamer el alma de un demente como si del caldo más delicioso se tratara, con el tiempo consiguió volverse más... interesante. Sí, con todo y sus palabras rígidas, el repugnante gusto por la sangre y otras raras manías que poseía, Yang Yang notó mediante experimentos que Zhou podía ser útil si se formulaban las preguntas correctas.

Demostraba ser un hombre culto, aunque parco. Mediante técnicas de seducción, la veloz liebre logró entablar algo parecido a una amistad con él, o lo que fuera aquella relación a base de coágulos que les unía.

Era maravilloso escuchar sobre ciencia y literatura, geografía y arte, que Yětù jamás en su vida había tenido oportunidad de conocer. Sin embargo, al mismo tiempo, una o dos veces a la semana, diversas situaciones se manifestaban de la nada, y lograban inquietarle lo suficiente como para ocasionar aquellos trotes a la orilla del mar. Sobre todo, Yang Yang recuerda aquella ocasión en la que su visitante no dejaba de mirar hacia la cama. Bebía, depositaba el vaso sobre la mesa, y fruncía el ceño.

—Oye —le dijo cuando aquello pareció ser demasiado molesto como para soportarlo—, en esta habitación... solo estamos tú y yo, ¿verdad?

Aquella pregunta desubicó a Yang Yang, quien asintió de inmediato.

—¿Por qué? —Inquirió mirando a la cama vacía, en un rincón.

—Nada. No es nada.

Esa misma noche examinó su lecho de manera exhaustiva, buscando una cabeza cercenada o algo parecido. Y aunque al final (tras hallar todo en orden) decidió atribuir aquel comentario a los delirios de una mente loca, no pudo yacer tranquilo sin imaginar escenas horribles bajo las cobijas.

El verano llegó entonces a su punto máximo, entre pesadillas y una vida tan asfixiante como aburrida. A excepción de una tarde, por supuesto, cuando Yang Yang admiró por primera vez la sonrisa del vampiro.

Zhou tenía la manía de observarle completo a la entrada, sin discreción. Y aquella velada, cuando el chico decidió colocarse la pulsera de oro que alguien había depositado en su tobillo alguna ocasión, la comisura de sus labios pareció curvarse por milésimas de segundo.

De hecho, a partir de ese instante, su humor cambió a uno más relajado y flexible. Incluso se atrevió a iniciar la conversación, tarea que normalmente le correspondía a Yang Yang.

—Te has perfumado —comentó casi sin mirarle.

—¿Eh?

—Tu piel... huele muy bien.

Liebre dio un brinco, entusiasmado.

—¿Lo notaste? —Con una brillante sonrisa y los ojos bien abiertos, no fue capaz de ocultar su emoción. Como buen amante de los aromas en zonas erógenas, que alguien le halagara resultaba conmovedor—. ¡Eres el primero que lo menciona!

—¿En serio? Es diferente a otros días. Te va más este aroma.

—La verdad es que le he robado loción a las chicas, es cítrica. ¿Quieres oler?

Ni siquiera esperó respuesta, simplemente tendió casi medio cuerpo sobre la mesa en un gesto que pretendía ser seductor, y colocó el acceso directo a su yugular en la cara de Zhou. Con la mirada rondando por el techo, aguardó ansioso alguna réplica positiva que, aunque demoró en llegar, lo hizo... ¡lo hizo, joder!

Una fría y tímida nariz recorrió su cuello, causándole cosquillas. Escuchó cerca la respiración ajena, notando a su propio corazón acelerarse. El vampiro se atrevió entonces a tomar aquel bonito rostro, y deslizó un objeto húmedo y caliente como el infierno sobre la piel de Yang Yang. Resultó ser su afilada lengua. Cuando se percató de ello, el muchacho abrió bien los ojos, riendo por lo placentera que podía resultar aquella situación que se balanceaba al borde del dolor. Un agudo hormigueo recorrió su columna, provocando que cambiara a una posición aún más incómoda.

Estoy parando demasiado el culo.

El no-tan-extraño terminó la tortura con un beso en el lóbulo, y cuando se separaron con dificultad, Yětù notó una amplia sonrisa en el rostro ajeno. Una mirada radiante, como nunca antes le había visto.

—¡Estás sonriendo! —exclamó impulsivamente—. ¡Qué bonita sonrisa tienes, vampiro! Deberías hacerlo más a menudo.

Motivada y halagada por las dulces palaras, aquella risa llegó a su clímax en forma de media luna, mostrando una curiosa dentadura donde un par de colmillos resaltaban hasta adelante. Al principio aterraba, es decir, sería horrible toparse con semejante escena a media noche... pero, de alguna forma, debido a ese encuentro cercano tan caliente, a Yang Yang le resultaron simpáticos los afilados dientes.

Debo estar enloqueciendo. ¿Acaso me ha contagiado los delirios?

~ * ~

Está en una esquina. Aunque no la ve, lo sabe. Es ella, con sus sucias manos y la mirada perdida; loca, dopada, como siempre. Se retuerce, dando golpes contra la pared. Son amenazas, y él lo sabe muy bien, por lo que niega con la cabeza, al borde del llanto. Vuelve a sentirse como un niño asustado, huyendo a toda costa de los monstruos. Carcajadas retorcidas vuelan como dagas que punzan cuando llegan a sus oídos.

Está sudando demasiado. Avienta las sábanas y se hace un ovillo, en posición fetal. Resulta gracioso que incluso Yang Yang, cuando tiene miedo, recurre al lugar que se supone es el más seguro del universo: el vientre materno. Las imágenes se amontonan... Ella, tirada en el suelo, con el abdomen abierto. Incluso el jarrón está botado y las flores se han manchado con tinte carmesí.

La luz roja no ayuda en nada. Da vueltas, intenta con todas sus fuerzas pensar en algo más, lo que sea.

Y recuerda el vaso amarillo lleno de sangre. Todos los días que lo lava, cubriéndose la nariz. Siente repulsión y remordimiento, quizás tener un lazo con ese hombre es una mala idea, e implora por perdón al destino para que deje de ser tan cruel con él. Sin embargo, como yace entre el sueño y la vigilia, no puede controlar sus instintos y revive el momento en que el vampiro lamió su cuello.

Se arquea, negándose a aceptarlo. Pero ahí está él, chupándolo y mordiéndolo, y no puede hacer nada para evitarlo porque una violenta erección se ha amontonado ahora en su pantalón.

La vista nublada, el techo con manchas de humedad. Las lágrimas se escurren por el mentón, porque no solo son las manos masculinas las que lo tocan... sino aquellas tan pequeñas y delgadas que tanto daño le hicieron alguna vez.

—¡Déjame! —exclama—. ¡Suéltenme!

Entonces un ronquido (casi de cerdo) resuena en la habitación.

Para evitar sus crisis nocturnas, la tía ha decidido vigilarlo sentada ante la puerta... pero siempre se queda dormida. Y allí está, la hermana de su tormento, como una masa amorfa que se desparrama en la silla de madera, sin hacer caso a sus súplicas.

—Tía... —llama—. Tía...

Y aunque se endereza, tratando de aclarar su mente, lidiando contra las alucinaciones; ahí está en la misma esquina esa horripilante bola de pelos que se burla de él. Y la sonrisa tan grotesca, y el deseo por aquel repugnante hombre. Se siente sucio, ansioso, incluso la acidez estomacal le hace daño. Vomitará en cualquier momento, se asfixiará hasta quedar morado.

—Tía, hazte a un lado. —De pie, toca el hombro de la mujer—. Tía, quítate, por favor. Necesito salir.

Otro ronquido brota, y es cuando ella por fin despierta. Los ojos, ebrios de sueño, enfocan al muchacho.

—Yang Yang... ¿qué estás haciendo?

—Necesito salir, tengo que ir al baño. Dame permiso, por favor.

—¿Eh? No, no, tú no vas a ninguna parte. Ve a acostarte, que....

—¡Tía! —interrumpe—. Me siento muy mal, dame permiso, te lo ruego. ¡Dame permiso!

—¡No! ¡No!

Pero ella está empeñada en no dejarlo ir, porque tiene la ferviente idea de que su sobrino ha quedado de verse con un amante y una buena parte de sus ingresos se esfumará si aquello continúa. Se aferra a la puerta, él tira y patea; comienzan a forcejar. Ella lo rasguña, él tira de su cabello, hasta que es suficiente: Si no puede por la puerta, lo hará por la ventana.

Se da la vuelta, soltando su brazo de un solo movimiento, y corre hacia el balcón. Los papeles se invierten, es ahora la mujer quien se endereza, lanzando plegarias para un enloquecido Yang Yang que se ha trepado en la orilla, mientras el suave viento penetra la habitación. Como un animal temeroso, observa otra vez tras de sí, topándose con la mujer que tanto le recuerda a su madre... Y se deja caer antes de que las pálidas manos lo alcancen.

Mientras vuela por el espacio, como un avioncito de papel, es consciente de la estupidez que acaba de cometer. Sin embargo, resulta demasiado tarde para evitarlo. Pronto, gracias al inminente golpe, todo es color negro.

~ * ~

Una mujer joven yace sentada a la entrada del burdel, que también es la casa de su patrona.

Se lima las uñas, esperando a que un cliente se acerque a aquellas altas horas de la madrugada y solicite sus servicios. Ella es bastante bonita. Cabello lacio y castaño al hombro, de cuerpo menudo, cruza las piernas mientras un vestido naranja acaricia sus cálidos muslos.

El foco de la entrada parpadea. Un día de esos se fundirá, pero mientras funcione aunque sea precariamente, sabe que no será reemplazado. Así de fatal es la negligencia de la casa. Suspira, aburrida, y observa cómo los frutos que han caído del árbol más cercano, lentamente se pudren en el suelo.

Es una verdadera lástima, con lo deliciosos que lucen... Está a punto de levantarse para recoger alguna borla naranja, fresca y jugosa, cuando un espantoso estruendo resuena en toda la calle. Sus vellos se erizan al instante. Algo ha caído del cielo y terminó por estrellarse contra el auto del vecino.

Corre a observar la cortante flor de cristales que se ha formado tras el impacto, entre molestos ruidos que provienen de la máquina. Una alarma. La chica se horroriza cuando nota que aquella silueta que se ha estrellado es demasiado familiar: Se trata de Yětù, el arrogante y hermoso sobrino de su patrona.

Por unos instantes casi da de vueltas en el mismo lugar, sin saber cómo actuar. Sin embargo, decide correr al interior y llamar a una ambulancia.

¿Un intento de suicidio? ¿En serio? Pronto toda la colonia se encuentra afuera de sus casas, preguntando qué ha ocurrido. Incluido el dueño del auto, a quien poco le importa que se trate de un cadáver: Tiene que pagar las reparaciones.

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