Llamada perdida
—¿Señorita? ¡Despierte, por favor!
Un hombre de mediana edad y gesto preocupado abofeteaba con delicadeza el rostro de Mónica, quien yacía inconsciente en su coche. Se había encontrado con el percal mientras paseaba por la zona, y aunque al principio creyó que simplemente había detenido el vehículo de mala manera, cuando la vio recostada en el asiento y con la cabeza ladeada en una postura extraña, se percató de que algo no iba bien.
No parecía tratarse de un accidente de tráfico y la mujer no presentaba heridas aparentes, o eso pensó el hombre; conque prefirió abstenerse de llamar a la policía por el momento. Al fin, tras unos minutos de tensión, Mónica abrió los ojos.
De primeras no entendía qué sucedía ni dónde estaba, por qué le dolía tantísimo la cabeza o qué narices hacía un señor desconocido mirándola con preocupación a un metro escaso de su cara. Pero, de repente, un funesto aluvión de recuerdos se precipitó en su memoria de golpe, y dos ojos encarnados ardieron con intensidad en su retina.
—Menos mal —dijo el hombre, suspirando aliviado—, estaba a punto de...
—¡Mierda, Reno! —lo interrumpió la mujer, incorporándose en el asiento de forma abrupta. El movimiento bloqueó el cinturón de seguridad y tiró de su cuerpo contra el asiento, golpeándose la nuca contra el duro reposacabezas.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó— ¿Se encuentra bien?
Mónica miró en rededor aturdida, en busca del chico, pero, obviamente, Reno ya no estaba allí. Mierda, pensó. Centró entonces la mirada en aquel hombre que la observaba con extraña sorpresa.
—¿Eh? Sí, sí, estoy bien —respondió, restándole importancia y frotándose el cuello con una mano. No alcanzaba a entender qué había pasado hacía un rato, pero si había algo claro era que Reno estaba fuera de sí, y necesitaba dar con él cuanto antes—. Oiga, no habrá visto por casualidad a un chico pelirrojo de unos veintitantos, metro setenta y complexión delgada salir del coche, ¿no?
—No, señorita; solo estaba usted cuando la encontré inconsciente —arqueó una ceja, escéptico—. ¿Seguro que está bien? Si se calma y me cuenta lo que le ha pasado, tal vez pueda ayudarla; o si lo prefiere puedo llamar a la policía...
En otras circunstancias, sensata como era, puede que hubiera obrado diferente, o al menos de forma menos impulsiva. No obstante, el ocaso significaba que el tiempo apremiaba, y lo último que necesitaba era perderlo con las interminables preguntas de la policía. No, por supuesto que no. Tomó aire para despejar la mente y replicó:
—Mire, le agradezco mucho su ayuda y preocupación, pero me encuentro bien —sentenció con determinación—. Tengo que encontrar al chico que viajaba conmigo cuanto antes, y si no lo ha visto, no hay nada más en lo que me pueda ayudar.
Mónica cerró la puerta del coche y, tras recolocarse en el asiento y comprobar el cinturón de seguridad, se dispuso a reanudar la marcha.
El hombre, por su parte, la observó con detenimiento y asintió, encogiéndose de hombros. Lo había intentado y lo cierto es que él también tenía otras cosas que hacer, así que, si no querían su ayuda, por lo que a él respectaba podía irse al cuerno. Puede que luego se sintiera culpable por no haberla persuadido lo suficiente, sobre todo si mencionaban algún accidente de tráfico en las noticias, pero ya era mayorcita para saber lo que se hacía.
—Como quiera —se limitó a decir—. Cuídese, señorita...
Dicho lo cual, el hombre echó a andar y poco a poco se fue perdiendo en el crepúsculo, todavía sorprendido por la desconcertante situación que acababa de vivir.
Mónica metió primera, algo molesta consigo misma por la hosquedad en su comportamiento, y justo cuando iba a acelerar, su visión reparó en el reloj del salpicadero. Marcaba las 19:22, lo que significaba que había pasado más de una hora desde que se separaran de Leo. Parecía mentira que siguiera siendo el mismo día, y se preguntaba qué más cosas podrían sucederle ya, aparte de un dantesco fracaso profesional que le dolía en lo más profundo.
Tal vez debería avisarlo, por si acaso...
Al fin y al cabo, había sido Leo quien había advertido las rarezas en el comportamiento del chico en primera instancia, cosa que la avergonzaba. Dudaba que Reno volviera por allí, amén de que el periodista ya debería haberse marchado de las oficinas, pero, ¿y si se tropezaban por algún casual?
Sí, será mejor que lo avise, pero... ¿de qué, exactamente? Mónica había teorizado largo y tendido sobre esa supuesta personalidad disociada de Reno, y aunque no se había enfrentado a ella hasta hacía un rato, esta había acabado por sobrepasar sus expectativas en el peor de los sentidos.
Como fuera, tratando de alejar de su cabeza el resto de elementos para los que no tenía explicación alguna (y en cuyas turbulentas aguas prefería no embarcarse), echó mano al bolso en busca de su teléfono móvil.
Hum, juraría que lo había guardado aquí... Perfecto, Mónica, es lo que faltaba para coronar el día, se recriminó, hurgando en el resto de bolsillos y recovecos del coche. ¿Qué demonios habré hecho con...? Un pensamiento cruzó su mente cual relámpago, y traía consigo, para variar, una explicación más que razonable. ¡Magnífico! No solo pierde el control y me agrede, sino que encima me roba el móvil...
Frustrada y con una amalgama de sentimientos irreconciliables hacia Reno, entre los que despuntaban la preocupación y un cabreo de proporciones colosales, puso rumbo a su casa, que también hacía las veces de consulta privada donde atendía a sus pacientes. El letargo y la molesta cefalea le dificultaron la conducción más de lo que había previsto; aun con todo, una media hora después estacionaba el vehículo en la cochera subterránea de su edificio. Los acontecimientos del día la habían dejado exhausta, así que optó por llamar al ascensor con tal de ahorrarse cinco pisos y un entresuelo de escaleras.
Entretanto, algo captó su atención a lo lejos, un sonido indeterminado al otro extremo del parking. No había visto a nadie merodear cuando maniobraba en dirección a su plaza, conque supuso que se trataría de los típicos chasquidos inoportunos que producían los tubos y compresores del sistema de ventilación. La verdad es que Mónica comenzaba a entender por qué los garajes eran un escenario recurrente en las películas de misterio y acción.
El sonido volvió a repetirse, esta vez a escasos metros de ella.
—¿Re... Reno, eres tú?
Hasta ese momento no se había planteado la posibilidad de que el chico la hubiese seguido a su casa en busca de ayuda; después de todo, si su personalidad de siempre había recobrado el control era probable que se sintiera desorientado y asustado. Además, le había quitado el móvil y tal vez quisiera devolvérselo, claro que todo eso no explicaba cómo habría conseguido colarse en el garaje.
Fuera cual fuese el caso, no hubo respuesta.
Tranquilízate, Mónica; ha sido un día duro, solo eso, se repitió, obligándose a respirar con calma.
El pitido del ascensor abriendo sus puertas le hizo dar un respingo, ahogando un gritito histérico.
—¡Joder, qué susto! —bramó. Su voz reverberó contra los lejanos muros de hormigón unos segundos, hasta que el siseo de algo próximo arrastrarse se interpuso.
Sin dar la espalda y con el vello erizado, Mónica se montó en la cabina, pulsó el botón que correspondía a su piso y aguardó, expectante, hasta que la puerta se cerró. Soltó un hondo suspiro de tensión contenida y se reprendió por su comportamiento infantil. Su subconsciente y el cansancio comenzaban a jugar con ella, como un niño travieso que no sabe cuándo parar, y le disgustaba sobremanera que la razón sucumbiera a los caprichosos engaños de su mente.
Ella era una mujer empírica, de ciencia, que no se dejaba embaucar por supercherías ni amedrentar por vendehúmos; había luchado toda su vida contra el machismo y la hegemonía del patriarcado más rancio y conservador, y se había labrado una carrera como antropóloga y Doctora en psicopatologías. Los pensamientos «conspiranoicos» la ponían enferma, y siempre se había considerado una firme defensora del conocimiento frente a la sinrazón. Sin embargo, con un enorme pesar, que habría hecho retorcerse en sus sepulturas a las grandes mujeres de la historia de la ciencia, negar ese miedo casi primario que recorría su espinazo y nublaba su razón era absurdo.
Está bien, a ver, ¿de qué tengo miedo exactamente?, se preguntó, intentando analizar lo que sentía. Mi estupidez y mi aspecto sería dos buenas respuestas, la verdad, bromeó, mirándose en el espejo del ascensor: dos bolsas hinchadas y demacradas deslucían aquellos ojos de color esmeralda, por no hablar del caos enmarañado que tenía por cabello. No le sorprendió, sin embargo, no hallar una respuesta más seria y concisa, pues, como bien sabía, la sugestión era al miedo lo que la gasolina a una llama. Definitivamente, necesito darme una buena ducha y relajarme, sentenció.
Una vez en su apartamento, echó los dos cerrojos de la puerta blindada, depositó las llaves en un cuenco tibetano que adornaba una pequeña mesa de la entrada, y se enfiló hacia el teléfono. Había decidido que haría un par de llamadas antes de pasar por el baño, agradeciéndole a la Mónica del pasado su repetida reticencia a darse de baja de la línea telefónica. Buscó en su agenda el número de Beatriz y lo marcó. Respondió cuando estaba a punto de colgar.
—¿Sí?
—¿Beatriz? Soy Mónica, perdona que te moleste...
Si había tardado tanto en contestar, pensó la psiquiatra, debía de andar ocupada con algo.
—Ah, hola, Moni —respondió con cierta aspereza—. Tranquila, solo me preparaba la cena... Por cierto, ¿desde dónde me llamas?
—Pues esa es la cosa, te llamo desde el fijo de mi casa porque me han robado el móvil —se limitó a decir—, menos mal que tenía tu teléfono apuntado en la agenda...
—¿Qué dices? ¡Vaya putada! Pero, oye, ¿tú estás bien, necesitas algo? —Y se sintió culpable por no poder mostrarse más afectiva con ella.
—Sí, sí, no te preocupes; si lo más triste es que ni me he dado cuenta del hurto —suspiró.
—Pues mira, casi mejor, porque veo cada percal en el trabajo, que una ya no sabe si oponer resistencia o dejar que se lleven hasta las bragas —añadió con socarrona indignación.
—La verdad es que sí —coincidió Mónica—: nos vamos a la mierda como sociedad, cuesta abajo y sin frenos, como decía mi madre —Beatriz soltó una sincera carcajada, pero el silencio que dejó tras de sí amenazaba con volverse incómodo—. En fin, te quería pedir un favor...
—Tú dirás.
—¿Me puedes dar el número de Leo..., otra vez? —exhaló—. Lo perdí junto con el móvil y tengo que hablar con él.
—Hum, sí, claro, un segundo.
Bea no le mencionó a su amiga, y antigua terapeuta, que había estado hablando con el chico un cuarto de hora antes, ni lo decepcionado que se sentía por cómo había terminado todo; omitió también que sus jefes llevaban presionándola desde hacía semanas para que recortara la plantilla y, a la luz de los últimos acontecimientos, Leo tenía todas las papeletas para quedarse en la calle. Bueno, esto último tampoco se lo había comentado al chico, claro, ya pensaría cómo lidiaría con ello.
No, Beatriz se lo guardo todo para sí, como bien le habían enseñado en su casa a base de palos. Con todo, Bea hizo de tripas corazón y le dictó el número a su amiga, quien lo apuntó en la letra «L» de su agenda. A continuación, tras prometerse quedar pronto para tomar algo y ponerse al día, la llamada se cortó.
Contactar con Leo parecía que no iba a resultar tan sencillo, por lo que, luego de tres intentos fallidos, Mónica le dejó un mensaje en el contestador, instándole a que le devolviera la llamada cuanto antes. A continuación hizo un alto en la cocina para sacar una musaka precocinada del frigorífico y, finalmente, desperdigando la ropa sobre la cama (ya la recogería luego) se metió en la ducha.
Siempre había sentido fascinación por ese vínculo casi instintivo entre el ser humano y el agua; no dejaba de sorprenderla cómo de reconfortante podía llegar a ser algo tan simple y primario. Así, canturreando Feeling Good, de Nina Simone, dejó que el líquido elemento fluyera por su cuerpo, llevándose consigo las preocupaciones, los miedos y aquella impotente sensación de irrealidad que había teñido el día de gris.
Pero, de improviso, algo reventó la armoniosa burbuja de sosiego en que se había sumido: un sonido sobrecogedoramente familiar se arrastraba al otro lado de la puerta, en su dormitorio. El corazón se desbocó en su pecho y comenzó a hiperventilar. Paladeó el sabor dulzón de la adrenalina, al tiempo que sentía cómo le constreñía el estómago y tensaba sus extremidades, preparándolas para la acción..., y habría salido corriendo de no pensar que era una terrible idea.
Respira hondo y mantén la calma, se ordenó, con el agua aún corriendo por su piel. He cerrado con llave y pasado el pestillo de seguridad, si hubiera entrado alguien en casa, creo que habría escuchado el forcejeo, ¿no?
Su razonamiento parecía tener sentido, y aunque no estaba del todo segura, tampoco podía negar la desconcertante similitud entre aquel ruido y el que la había soliviantado en el garaje. ¿Se le estaba yendo la cabeza? Algo se le escapaba. La sugestión había encontrado en el agotamiento un poderoso aliado, y juntos parecían dispuestos a volverla loca. Cerró el grifo y aguzó el oído: nada, solo se escuchaba el tictac del reloj que había en el salón, amortiguado por las paredes.
Descorrió la mampara y se masajeó la cara con la toalla, obligándose a calmarse. Sin embargo, cuando la retiró de su rostro, una serpiente negra cual una noche cerrada se erguía en el suelo del baño, en posición amenazante y olfateando el aire húmedo con su lengua bífida. Mónica chilló con tanta fuerza que por un instante pensó que se iba a desgarrar desde dentro, y no le hubiese importado lo más mínimo con tal de comprender qué sucedía. Lanzó la toalla sobre el reptil en un acto reflejo y volvió a correr la puerta de la ducha, estupidez que lamentó en el acto, pues tal vez debería haber aprovechado la situación para saltar por encima del animal y salir del cuarto de baño, pero ya no había vuelta atrás.
Los minutos allí encerrada transcurrían como horas, aterrorizada y al borde de una crisis nerviosa. Hizo acopio de todas sus fuerzas por permanecer alerta, por si la serpiente se movía, pero a través del granulado de la mampara no se apreciaba movimiento o sonido alguno. Abrió despacio, decidida a comprobar si seguía en el baño, y divisó la toalla en el suelo, justo donde había caído, mas no daba la impresión de haber nada debajo. Echó un frenético vistazo alrededor y, sin rastros del reptil, cerró la puerta del servicio empujando con un pie. Acto seguido saltó de la ducha, buscó una toalla limpia y se arrebujó en ella. Reparó entonces en su propio rostro desencajado, devolviéndole la mirada desde el espejo empañado. ¿Me estaré volviendo loca?, pensó, afligida.
Puede que Reno me golpeara la cabeza con demasiada fuerza y eso haya derivado en... ¿en qué, en alucinaciones? Sus suposiciones se sostenían con pinzas y un creciente desasosiego medraba en su interior, haciéndola sentir frágil y cohibida. Debería haberme ido directa a urgencias, al menos habría descartado lesiones por el traumatismo...
Si bien era una explicación plausible, como profesional sabía que había muchas piezas en aquel puzle que no encajaban. Decidió que lo mejor sería acudir al centro de salud a primera hora de la mañana, pero por lo pronto necesitaba asegurarse de que ninguna serpiente campara a sus anchas por el piso.
Ignoró su despacho, que permanecía cerrado, y revisó a conciencia cada rincón de su apartamento. Puesto que no era demasiado grande, solo le llevó veinte exhaustivos minutos descartar su presencia, lo cual, a su vez, reforzaba las otras dos hipótesis..., aunque ya lidiaría con ello en otro momento.
Por lo pronto necesitaba descansar, y visto su estado actual de nerviosismo, volvió al baño, sacó una benzodiacepina del armarito de las medicinas y allí mismo se la tragó con un gran sorbo de agua. No obstante, al levantar la cabeza, el borroso reflejo de dos ojos carmesí la observaban desde el espejo con lasciva familiaridad. Mierda..., pensó Mónica. Pero esta vez no tuvo tiempo de gritar, ni siquiera de girarse; aquella perniciosa mirada penetró en su mente y se expandió como un cáncer, derribando sus defensas y quebrando la exigua cordura que le restaba.
Mónica, o lo que quedaba de su envoltorio, se quedó petrificada, completamente ida. Su cuerpo comenzó a convulsionar con violencia hasta que se desplomó contra el suelo, golpeándose la cabeza con la mampara de la ducha.
Un reguero de sangre escarlata corría bajo la puerta del baño, mientras, a lo lejos, el agudo chirrido de una llamada telefónica quedaba sin respuesta, devolviendo la hegemonía al incesante tictac del reloj de pared.
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