La voz de Reno
—Pues esto ya está —dijo el joven periodista. Su nombre era Leo, y el del chico que lo miraba distraído mientras se colocaba un micrófono de corbata y lo conectaba a su respectiva petaca, Reno. Estaba nervioso. Ambos lo estaban. Iba a ser la primera vez que Reno revelara a los medios cómo fue su traumática experiencia en el orfanato. Leo, por su parte, sabía que si jugaba bien sus cartas podía ser la oportunidad que lanzara su incipiente carrera en el mundo del periodismo. Eso, por supuesto, asumiendo que las declaraciones de Reno tuvieran algún fundamento—. En principio todo debería funcionar bien... A ver, vamos a comprobar que tu micro registra correctamente el audio...
Leo esperó, pero solo hubo silencio. A veces, Reno tenía dificultades para comprender y ejecutar ese tipo de instrucciones imprecisas, como si su cerebro fuera un ordenador tratando de ejecutar un lenguaje desconocido. Por fortuna, Leo ya había advertido esa y otras peculiaridades en el chico durante el tiempo que llevaban preparando la entrevista. Debo llevar cuidado con estas cosas, se dijo Leo. En tono afable, reformuló la petición.
—Reno, necesito que digas algo para comprobar que el micro va bien, por favor.
Reno asintió, aunque tardó un poco en hablar.
—¿Crees que esa planta es de verdad? —preguntó al fin, mirando a la habitación contigua. Aparte del deprimente poto en que se había fijado, también había una máquina expendedora.
—¿Qué planta? —Leo se volvió y la vio en una esquina: apenas conservaba unas cuantas hojas de un verde a su juicio artificial—. ¡Ah! Pues no sé... Yo diría que es de plástico, pero ahora te lo confirmo, que voy a hacer una llamada y de paso compraré algo para beber. —Le sonrió y asintió satisfecho al ver que el audio de la inesperada pregunta de Reno había quedado registrado—. Okey, parece que todo funciona. Bueno, pues ahora vuelvo, ¿vale? —Se puso en pie y se dirigió a la puerta. Lo de la llamada no era más que una excusa para que se relajara y concentrara antes de la entrevista, claro. Aunque él parece bastante tranquilo ya...—. Estaré aquí al lado, Reno. Si necesitas algo me avisas. —Dicho lo cual, el periodista volvió a sonreír y salió de la habitación.
Se habían conocido un par de semanas antes por mediación de Mónica, la terapeuta de Reno, y parecía que congeniaban bastante bien. Sin ir más lejos, que hubiera decidido confiar en Leo ya era una victoria.
Tomar aquella decisión no fue fruto de la casualidad o de un repentino arrebato de osadía, sino una consecuencia del tremendo trabajo personal y mental que Reno llevaba haciendo desde hacía años. Su estabilidad emocional, a ratos voluble, se había desarrollado sobre arenas movedizas, y eso significaba que aún quedaban barreras por rebasar y problemas en los que ahondar. No obstante, como parte del proceso de encontrarse y aceptarse a sí mismo, había llegado la hora de contar lo sucedido: necesitaba que el mundo supiera cómo había escapado de la fatídica figura de Mamá.
Llegado el momento, Leo sería el encargado de transmitir lo que Reno tuviera que decir.
Entretanto, Reno observaba al joven periodista charlar por teléfono en la otra sala, como le había dicho que haría. En el estrecho despacho apenas cabían las sillas y el escritorio sobre el que Leo tenía desplegado todo lo que había considerado necesario para la entrevista. La única pertenencia de Reno era una vieja, aunque concienzudamente cuidada, mochila que había dejado a un lado.
Puede que cualquier otra persona hubiera apreciado esos instantes previos a la entrevista para aclararse las ideas o repasar lo que iba a decir, pero Reno preferiría que no lo hubiese dejado solo en aquel cubículo de un par de metros cuadrados.
Advirtió que las manos comenzaban a temblarle ligeramente. Ya has pasado por esto antes. Cálmate, respira hondo y céntrate, se ordenó, siguiendo las directrices de su terapeuta. Trató de concentrarse en Leo, en los delicados rasgos de su cara; en cómo la luz del tubo fluorescente acentuaba el contraste entre el pelo oscuro y la tez clara. Lejos de funcionar, tuvo la impresión de que, cada vez que parpadeaba, las paredes se acercaban un poco más a su alrededor. Estaba a punto de sufrir un colapso cuando, de súbito, una voz proveniente de su mochila irrumpió directamente en sus pensamientos.
¿Ves lo que estás consiguiendo, Reno?, susurraba la voz dentro de su cabeza. ¿Cuánto hacía que no tenías un ataque de pánico? ¿Meses, años tal vez? ¿Es que no te das cuenta de que esto es una mala idea? La voz ejercía una sorprendente influencia sobre Reno: seguía temblando, pero ya no parecía que fuera a desplomarse. Todavía estás a tiempo, Reno. Vete y no cuentes nada, porque si hablas, Ella sabrá que sigues vivo... Y te encontrará. Ya lo creo que te encontrará. Sabes bien que lo hará...
No era la primera vez que escuchaba aquella voz, de hecho, con el tiempo, había acabado por considerarla parte de sí mismo; una parte extraña e incorpórea que no comprendía y que a veces le perturbaba. Y, sin embargo, por irónico que resulte, había evitado que perdiera la cabeza en más de una ocasión. Después de todo, fue gracias a que un día empezó a escuchar sus advertencias que logró escapar de Mamá.
Pese a ello, desde que conociera a Leo, lo instigaba con especial insistencia, tratando de disuadirlo y, a su modo, protegerlo.
—Tal vez tengas razón, pero debo hacerlo —repuso Reno. Se había visto obligado a poner las manos bajo el trasero para controlar los temblores. Seguía mirando a Leo. No, lo contemplaba—. Si no lo hago ahora, puede que no tenga otra oportunidad...
Has demostrado mucha entereza y determinación, Reno, y eso ya es toda una proeza para ti, concedió la voz, más amable. Pero no le debes nada a ese chico...
Reno se ruborizó y apartó la mirada. Estaba convencido de que su decisión de hablar no había estado condicionada, aunque su terapeuta le había proporcionado la seguridad y los anclajes necesarios para dar el paso. Aun así, la duda se instaló en su mente como el zumbido de un mosquito que amenaza con picarte. ¿Podía estar seguro que seguía siendo así, que ahora no se estaba dejando llevar por una motivación más primaria? Y, de ser así, ¿había algo de malo en ello?
No tienes por qué avergonzarte, Reno. Es un chico muy atractivo y sé que se ha portado bien contigo, prosiguió la voz. Pero, ¿realmente estás dispuesto a jugártela por alguien que apenas conoces?
—Yo... No... —vaciló. Reno sentía cómo la duda medraba en su interior, igual que una zarza espinosa clavándose en la carne. La presión en el pecho se volvió insoportable—. Yo solo... yo solo quiero pasar página... —logró decir al fin, desviando la pregunta.
Lo sé, Reno, dijo la voz. Pero, ¿acaso piensas que alguien creerá lo que nos pasó? ¿Le has preguntado a él qué opina de nuestra historia?
Reno no respondió, agachando la cabeza.
Vaya, vaya... Así que es eso. No le has contado la verdad sobre lo que pasó, ¿eh? ¿Y pretendes arriesgarlo todo por alguien en quien ni siquiera confías? La voz suspiró, profundamente decepcionada. Algo chascó en la cabeza del chico. A veces pienso que solo deseas que Mamá vuelva a arrancarte el alma...
Luego la voz se calló, dejando su mente quebrada.
Momentos más tarde, Leo entró en la habitación a toda prisa y halló a Reno en un rincón, abrazándose las rodillas: parecía ido. Lo llamó y zarandeó, pero su voz era como un eco que hubiera perdido todo significado. Reno no lo oía, no podía. Solo percibía una sombra que se le acercaba cansinamente, haciendo crujir el suelo al pasar. Y frío, mucho frío.
* * *
—¿Qué tal va la entrevista? —inquirió una mujer al otro lado del teléfono.
Leo jugueteaba con una moneda, preguntándose qué bebida le gustaría más a Reno.
—Bueno..., técnicamente no hemos empezado todavía; le estoy dejando unos minutos para que se concentre en la entrevista y eso, pero ya lo tengo todo listo —se excusó Leo. Iban más lentos de lo que esperaba, era cierto, aunque Mónica ya le había advertido: cuando trabajara con Reno, los tiempos transcurrirían de manera muy distinta. Y estaba comenzando a entender a qué se refería.
—Sabes que tienes un plazo de entrega, ¿no? O te pones las pilas, o a este paso no llegas ni de coña.
Leo suspiró.
—Lo sé perfectamente, Bea, pero con Reno tengo que llevar otro ritmo. No es como trabajar con una persona cualquiera: si lo presiono demasiado solo conseguiré que se cierre en banda o, en el mejor de los casos, que me mienta.
Al otro lado del teléfono, Bea meneó la cabeza con desaprobación.
—Al menos su historia merecerá la pena, ¿no?
Leo guardó silencio. Silencio que la chica supo interpretar muy agudamente.
—¿Leo? Espero por tu bien (y por el mío) que este silencio incómodo se deba a la mala cobertura y no a que no tienes ni puta de idea de lo que te va a contar...
—Bueno, a ver, tampoco es que me diera todos los detalles; se supone que para eso es la entrevista, ¿no? Pero claro que me contó de que iba su historia...
La mujer bufó y Leo casi pudo ver cómo esta se llevaba las manos a las sienes.
—¿Crees que si no pensara que merece la pena lo que le puedo sacar, estaría aquí perdiendo el tiempo? —continuó, a la defensiva.
—Pues no sé, Leo. Solo espero que sepas dónde te estás metiendo.
Yo también lo espero, pensó él.
La llamada se cortó y volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta. Ella siempre tan optimista. Así da gusto, se dijo, encogiéndose de hombros.
Lo que le había dicho a Bea era cierto. Antes de conocer a Reno, Leo había oído las historias que se contaban sobre una figura que parecía sacada de un relato de H. P. Lovecraft; la sombra de una leyenda a la que se le atribuían decenas de inexplicables desapariciones, conocida, sobre todo entre los amantes de lo paranormal, bajo el entrañable aunque perturbador nombre de Mamá.
Por supuesto, pese a que sí habían desaparecido muchos niños en circunstancias inusuales, Leo era periodista y no se dejaba influenciar por habladurías ni supersticiones. Incluso antes de dedicarse al periodismo, siempre se había considerado un firme defensor de la verdad. Y la verdad apuntaba directamente a los responsables de los orfanatos, tal como habían concluido las investigaciones unos años atrás. El «fenómeno» no se había vuelto a repetir, así que, por lo que a él respectaba, no eran más que cuentos para que los niños se fueran a la cama sin rechistar, como el Hombre del saco.
Y entonces conoció a Reno, y la promesa de lo que ocultaba su aciago relato le hizo cuestionarse si acaso habría algo más.
Al final, Leo se había decidido por un refresco de limón para cada uno. Según su lógica, y solía acertar con estas cosas, Reno tenía cara de gustarle el limón. Podía decirse que era una habilidad un tanto peculiar. Sin embargo, antes de volver a la sala, Leo debía comprobar la planta.
No sabía muy bien por qué, pero estas semanas que llevaba quedando con Reno, a fin de familiarizarse mutuamente, había desarrollado una curiosa inclinación a la complacencia. Tal vez formara parte de su instinto de periodista (ese que, según Bea, era imprescindible si querías ser alguien en esa profesión), o puede que, simple y llanamente, sintiera cierta simpatía por el chico. Sea como fuere, Leo examinó el poto. Tal como había imaginado, era artificial. De hecho, le pareció una imitación tan mala que rozaba lo deprimente. ¿Por qué molestarse en colocar un adorno tan horrible?
Entonces, algo llamó su atención. Lo advirtió de soslayo, casi sin querer, pero al girarse hacia la habitación donde esperaba Reno, lo vio. El chico estaba sentado en una esquina, abrazándose las rodillas y con el rostro desencajado. Leo entró en la sala a toda prisa, dejó las bebidas sobre la mesa y se arrodilló frente a él. Lo llamó, pero ni siquiera reaccionó cuando lo agarró por los hombros. Estaba ido, con la mirada completamente perdida en algún lugar indeterminado de la pared.
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