La puerta roja
El novilunio había concluido un año más, aunque todavía habría noche cerrada durante un par de días. El tiempo apremiaba, acechante, y aún había mucho por hacer.
Mamá había vuelto del orfanato con carne fresca; un magnífico ejemplar como hacía tiempo que no hallaba. Sin embargo, todavía le faltaban dos bastardos más. No hacía tanto que había sido capaz de reunir hasta cuatro en una sola noche; ahora apenas podía con uno sin sentirse sumamente exhausta y asqueada. El viaje siempre la había dejado sin fuerzas, sí, pero el maldito influjo que la luna nueva ejercía sobre ella era cada vez más insoportable: drenaba sus energías de manera alarmante, hasta casi consumirla. Cada ciclo un poco más que el anterior, aunque nunca del todo; nunca lo suficiente como para arrebatarle la vida.
La agonía era parte del Pacto, o más bien, una consecuencia del mismo. Debía padecer el sufrimiento más enloquecedor con tal de seguir viviendo. Mas debía continuar. El odio y la venganza eran todo cuanto tenía, y no iba a consentir que nadie se lo arrebatara. No de nuevo. No mientras me quede un hálito de vida.
Bueno, había algo más; un premio de consolación que había sabido aprovechar: sus juguetes. Así era como Mamá concebía a los chicos que habitaban con ella en el caserón medio derruido: simples muñecos reemplazables cuyo único propósito era una insufrible servidumbre.
No, tenía que resistir un poco más. Ya quedaba poco, muy poco. Solo necesitaba reposar; un par de horas y podría volver a internarse en la tortuosa noche sin luna para culminar lo que había empezado.
Entretanto, antes de retirarse a su habitación, ordenó a sus dos juguetes predilectos que se encargaran del niño nuevo. Eran los únicos que quedaban de su ciclo y se sentía particularmente orgullosa de aquel botín. Llevaban con Ella tanto tiempo que prácticamente no tenía ni que retorcer su voluntad. Ambos vestían con harapos mal cosidos, que apenas les cubrían los genitales, e iban descalzos. Los habían confeccionado a partir de jirones de diferentes ropas y trapos usados que Mamá, en una demostración de su infinita clemencia, les había permitido reciclar.
Los muchachos acababan de quedarse dormidos en sus jergones escasos minutos antes de que Mamá volviera, pero obedecieron a sus exigencias sin rechistar, tambaleándose por el sueño y procurando no alzar la vista del suelo. De todos modos, rehusar solo les habría ocasionado dolor.
Nunca la miraban directamente a la cara, al menos no de forma voluntaria. Ya no porque Ella pudiera malinterpretar el gesto como una insubordinación (cosa que seguro haría), sino por miedo a la insondable y desoladora profundidad que se ocultaba tras las siniestras membranas que tenía por ojos. De algún modo, ese vacío penetraba su piel, carne y huesos, y se instalaba en sus cuerpos igual que un parásito infeccioso, arrebatándoles toda voluntad.
Lo sabían muy bien. Todos ellos, sin excepción, habían experimentado la avidez de su crueldad. Mamá se había encargado de ello durante todo este tiempo. Era su forma de hacerles entender, sin necesidad de ponerles un dedo encima, que eran meros juguetes de su propiedad, y que podía hacer con ellos lo que quisiera en cualquier momento...., incluso obligarlos a dar un escarmiento ejemplar a uno de los suyos por simple advertencia.
Y ninguno quería volver a sentir cómo la corta vida de un igual se deshacía entre sus dedos...
Obviamente, Mamá sabía hasta dónde retorcer y presionar. De nada le servían títeres inertes y completamente rotos; Ella necesitaba juguetes diligentes, pero manejables y obedientes.
Así pues, asintiendo con complacencia, los muchachos aguardaron a que la encorvada figura de Mamá se desvaneciera en el pasillo en penumbras.
La nueva incorporación que había traído del orfanato se llamaba Reno, o eso ponía en la chapita de plata que uno de los muchachos, en un inusitado acto de rebelde compasión, arrancó de su cuello mientras bajaban las angostas escaleras que conducían al sótano.
—Créeme, Reno, cuanto menos sepan de ti, mejor... —susurró casi para sí, guardándose el trocito de metal en un pliegue de su andrajosa indumentaria que había reconvertido en un bolsillo.
Hubo un tiempo en el que ellos también solían tener un nombre, pero eso, claro, era un recuerdo borroso de su otra vida. En aquel lugar, bajo la influencia constante de Mamá, había dejado de tener sentido.
Una vez en el sótano, colocaron a Reno sobre uno de los viejos catres que había dispuestos, el cual se hundió por el inesperado peso del niño. El colchón, si se le podía llamar así a aquel saco de ácaros y polvo, estaba apulgarado y repleto de manchas cuya procedencia preferían ignorar. Había otras camas vacías, pegadas a la primera, e igualmente destrozadas. Asimismo, el sótano carecía de ventanas, y salvo unos cuantos trastos y una desconcertante puerta roja que Mamá mantenía bajo llave, no había gran cosa.
Oriel, el chico que le había arrancado el colgante a Reno, y que también era el más alto de los dos, miró los catres con envidiosa nostalgia. El más bajo de ambos, que años atrás respondía al nombre de Hugo, se percató pero no dijo nada.
—¿A quién le toca esta vez? —preguntó Hugo, casi susurrando. Más les valía no despertar a Mamá.
—Yo me encargué del último —respondió el otro con aspereza.
Cierto. El muchacho asintió con resignación y un puñado de emociones confusas más que se ahogaron en su garganta.
Ser los juguetes más veteranos y sometidos de Mamá se traducía en que siempre les tocaban los trabajos menos agradables..., como aquel. Al menos, estando juntos, acabaremos antes, pensó el chico, mirando a su compañero de reojo. Y menos tiempo en el sótano era siempre una buena noticia.
—Cada vez los elige más pequeños... —comentó Hugo, entre curioso y asqueado. Menos mal que sigue dormido. Y así era. Reno había permanecido inconsciente desde que saliera del orfanato sobre los huesudos brazos de Mamá—. ¿Cuántos años crees que tendrá, cinco, seis?
El otro chico meneó la cabeza, dando a entender que no era asunto suyo la edad que tuviera. Lo miró por un momento con severidad para que se apresurara y se dirigió a un par de baúles que había al fondo del sótano, tratando de no prestar demasiada atención a los latidos procedentes de la puerta roja. Con un poco de suerte, no acabarían muy tarde y dormirían un par de horas esa noche.
Encogiéndose de hombros por el desinterés de su compañero, el muchacho se dispuso a examinar a Reno antes de quitarle la ropa. Tenía el pelo del color del fuego, con el rostro tachonado de pecas marrones que contrastaban con la extrema palidez de su piel y el rosado de sus labios. Estaba delgado, pero no enjuto y malnutrido como él, y vestía un modesto pijama azul marino de dos piezas. En el fondo, tras tantos años haciendo lo mismo, había aprendido a apreciar el gusto de Mamá por sus presas, y Reno, sin temor a equivocarse, era la más hermosa y pura de todas.
De pronto, un recuerdo que yacía latente en alguna parte de su ser afloró en su memoria. Vino acompañado de una sensación de vértigo que le hizo tambalearse. Hasta ese momento, no se había percatado de cuánto se parecía Reno a su hermano pequeño. No lo había vuelto a ver desde que Mamá los separó del orfanato hacía ya siete años. No era él, claro; su hermano habría cumplido ya los diez años y no era pelirrojo. Sin embargo, se sorprendió a sí mismo volteando a Reno sobre la cama en busca de una mancha de nacimiento en su espalda..., una mancha que, evidentemente, no encontró.
Pero, ¿y si hubiese sido él? ¿Y si me hubiese obligado a hacerle daño?, se preguntó con dolorosa impotencia. Le temblaban las manos, sudorosas y frías, y la presión en su pecho le hacía respirar entrecortadamente. No obstante, lo que de verdad le angustiaba era la casi total indiferencia con que había emprendido la tarea. Incluso se había dejado cautivar por el buen juicio de Mamá..., solo el recuerdo de su hermano, que parecía haber llegado justo a tiempo, perturbó su apatía. Solo entonces había sido consciente del horror.
¿Cuándo se había convertido en un monstruo?
No, se dijo con determinación. Podría controlar su voluntad y doblegar su mente, pero no iba a permitir que le hiciera dudar de su humanidad. No se haría eso a sí mismo. Yo no soy el monstruo. Ninguno lo somos. Nosotros solo... solo sobrevivimos lo mejor que podemos. El único monstruo aquí es Mamá...
Sacudió la cabeza, obligándose a despejar la mente. Si no me lo hubiera ordenado a mí, habría obligado a otro, razonó. No podía ignorar su cometido, aunque sí podía hacer algo al respecto: podía tratar a aquella pobre criatura con la dignidad que merecía. Tal vez fuera la última vez que alguien se apiadara de él...
Así pues, desvistió a Reno con delicadeza y depositó su ropa en la parte inferior de una mesa auxiliar de metal que había en el sótano. La mesa, que parecía sacada de un quirófano, estaba provista de pequeñas cajas y diversos productos de aseo. Agarró una esponja, la humedeció ligeramente con una solución de bergamota y alcohol, y ungió con ella el cuerpo de Reno.
Sin duda, esa era la parte del ritual que más lo desconcertaba, y también la menos desagradable.
Enseguida, el cítrico aroma inundó cada rincón del sótano, propagándose hasta alcanzar la nariz de Oriel, quien ya volvía al encuentro de Hugo. En una mano llevaba un par de cuerdas, de medio metro cada una, que había sacado de uno de los baúles; en la otra, un pequeño frasco de cristal relleno con una sustancia negruzca y viscosa.
La utilidad de las cuerdas la tenía clara; sus muñecas aún recordaban su lacerante roce. Pero aquel fluido, que parecía reaccionar de algún modo en contacto con el aire, le seguía intrigando. Recordaba la sensación de mil clavos atravesando su garganta y el posterior aletargamiento tras haberlo ingerido, igual que recordaba la puerta roja latiendo con fuerza y los sollozos de los otros niños que ocupaban el resto de camas, entre los que se hallaba Hugo. Y eso fue todo. Cuando recobró el sentido, ya no estaban atados, la puerta había dejado de palpitar y en la cama de su izquierda faltaba un niño.
—¿De verdad hacen falta? —La voz de Hugo trajo su mente de vuelta al presente. El chico miraba las cuerdas.
—Sabes que sí...
—Pero sigue inconsciente, ni siquiera se ha despertado cuando le he frotado el cuerpo con la esponja. Y es tan pequeño...
—¿Desde cuándo te cuestionas lo que ordena Mamá? —lo interrumpió con brusquedad, como de costumbre. Aquella discusión no llevaba a ningún sitio.
Hugo bajó la mirada hacia el niño que yacía en la cama.
—Me... me ha recordado a mi hermano —admitió, y esbozó algo que pareció una leve sonrisa cargada de añoranza—; ni siquiera me acordaba de su cara hace un momento, ¿sabes? Y ahora no puedo sacármelo de la cabeza...
Oriel se le acercó y le tendió las cuerdas.
—Entonces son aún más necesarias. —Al principio no entendió el razonamiento, pero el chico prosiguió—. Sé que estás cansado de todo esto, yo también lo estoy, pero ahora es más importante que nunca que hagamos lo que nos pide. Piensa en lo que nos haría Mamá si viera que la hemos desobedecido, en lo que le haría a este niño... —Negó con la cabeza—. Algo ha cambiado; no sé qué ha sido, pero Ella está cada vez más débil. —Su voz era apenas un susurro—. Tú también lo has notado, ¿verdad? Los otros no llevan aquí tanto tiempo como para darse cuenta, pero cada año está más cansada... Lo que intento decir es que debemos aguantar. No sé cuándo, pero antes o después este infierno acabará; y cuando eso pase, alguien tendrá que cuidar de tu hermano... —Se le acercó un poco más y le puso una mano en el hombro—. Hazlo por él.
Hugo asintió torpemente, con la mirada empañada, sin saber bien qué decir. Se hallaba conmocionado por las palabras de su amigo. Y agradecido, muy agradecido. Nunca había hablado con tanta resolución, ni con tanta fragilidad, y mucho menos en lo referente a Mamá y a la posibilidad de concebir una vida lejos de su sombra.
Obviamente, llevaba razón. Él también había advertido esos cambios en Mamá y, de alguna forma, albergaba las mismas esperanzas. Aun así, escucharlo de sus labios, le insufló un coraje y una determinación hasta entonces desconocidos. Lo que debían hacer era despreciable, y aunque actuaran bajo tortuosa coacción, no negaban su parte de culpa. Sin embargo, la carga se hacía un poco menos aplastante cuando recaía sobre dos almas en lugar de una.
El muchacho se enjugó las lágrimas en los harapos y tomó las cuerdas.
Amarrar a Reno al dosel de la cama no fue complicado; ni siquiera hacer que el niño se tragara el potingue del frasco de cristal. Lo delicado venía a continuación. Hugo echó mano a la mesa auxiliar y sacó un bisturí de una de las tres cajitas. Lo esterilizó rudimentariamente con alcohol y dispuso una jofaina metálica sobre la cama, a un lado de Reno. Respiró hondo y se inclinó para tener mejor ángulo, pero estaba tan nervioso que las manos le temblaban descontroladamente.
El otro chico lo detuvo.
—Será mejor que lo haga yo... —dijo Oriel, haciendo una mueca.
Asió el bisturí con pulso firme y, sirviéndose del recipiente, hizo una incisión de unos cinco centímetros en el costado del niño. En otras circunstancias menos perversas, cualquier cirujano habría aplaudido la precisión y el aplomo que mostró con aquel primer corte. Hugo jamás habría obrado con tanta perfección, con nervios o sin ellos.
La sangre roja y espesa manó con avidez, fluyendo por la piel hasta precipitarse en el recipiente. Pasados unos minutos, Hugo presionó el tajo con una gasa en la que había esparcido el contenido de otras de las cajas de la mesa auxiliar. Ignoraba qué demonios era aquella clase de sebo amarillento, pero la herida se cerró en el acto, cauterizando la piel y la carne de Reno, cortando el sangrado de golpe. Uno menos, se dijo el muchacho sin soltar el bisturí.
Repitieron la operación en el otro lado, y para su sorpresa, el niño seguía inconsciente.
—¿Crees que le pasa algo? —preguntó Hugo, preocupado.
Su amigo se encogió de hombros.
—Ni idea, pero no parece haberse enterado de nada.
Ciertamente, comenzaba a resultar preocupante, aunque aquella anomalía les había facilitado mucho el trabajo. De todas maneras ya casi habían acabado.
El muchacho se incorporó y comprobó la jofaina. La sangre había coagulado casi por completo y su color había adquirido una tonalidad mucho más oscura y mate: estaba lista. Asió el recipiente metálico y se dirigió hacia la puerta roja. Sin embargo, Hugo se interpuso, negando con la cabeza. Oriel enarcó una ceja, escéptico. Se lo pensó un instante, pero finalmente cedió. Él ya se había encargado del último y, de todas formas, aún faltaban dos niños más.
Notaba el calor de la sangre templada a través del metal, contrastando con sus frías manos. Era una sensación desconcertantemente agradable que le erizó la piel. Hugo cargaba con el recipiente, sí, pero Oriel había decidido acompañarlo. Avanzaron en silencio hasta la puerta, que reaccionó en cuanto se plantaron delante, igual que las otras veces. Con todo, había algo distinto en su respuesta. Parecía sentir la sangre, como un depredador sediento.
El caos sobrevino en cuestión de segundos, con una fiereza abrumadora. Los latidos, antes tenues y constantes, se desbocaron en un frenesí de pulsaciones que barrió a los chicos por completo, como las olas de un mar embravecido. Impactaban contra sus cuerpos, zarandeándolos sin descanso. Apenas se tenían en pie, y respirar se convirtió en algo secundario. Sus corazones dejaron de pertenecerles y se entregaron al trance de sístoles y diástoles, tratando de seguir el ritmo enloquecido que marcaba la puerta. La sangre coagulada se retorcía en el recipiente tras cada oleada, uniéndose a la llamada.
—Algo va mal —logró decir Oriel. La vista se le nublaba—. Vete, busca a Mamá...
En ese instante, Hugo se desplomó, dándose de bruces contra el suelo. Uno de sus brazos se torció en un ángulo antinatural, y algo en su interior crujió con un chasquido seco. El recipiente que sostenía corrió su misma suerte, derramando su contenido por el frío hormigón gris. Oriel lo miró horrorizado, incapaz de asistir a su amigo, mas su agonía duró poco: escasos segundos después, todo se volvía negro y se derrumbaba a su lado.
Regueros de sangre escarlata manaron de sus oídos, impulsados por el incesante palpitar de la puerta. Fluyeron por el suelo, como serpientes encarnadas atraídas por una vibración irresistible, y se mezclaron con la de Reno, diluyéndola hasta adquirir la densidad perfecta. La puerta reclamaba su ofrenda, insistente, sedienta..., y la sangre respondió. Continuó deslizándose, impelida con cada pulsación. Una vez alcanzó la puerta, trepó por su rugosa madera y se transfiguró para colarse por la cerradura.
El frenesí cesó de golpe, y el sótano volvió a quedarse en la misma incómoda calma que unos minutos atrás. Entonces la puerta roja se abrió, silenciosa, y un resplandor escarlata emergió de su interior. El haz de luz devoró las penumbras a su paso, con cautela, como si tuviera conciencia propia: buscaba algo..., y no tardaría en encontrarlo.
Reno... ¡despierta!
Reno abrió los ojos, sobresaltado. Un intenso dolor recorrió su cuerpo desnudo, como un latigazo. Se palpó los costados, donde halló dos cicatrices que le ardían. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?
Reno...
Miró en rededor... ¿alguien lo había llamado? Una intensa luz carmesí le impedía ver con claridad. ¿Era la luz del sol? Trató de incorporarse, con cuidado, y los restos de unas cuerdas cayeron sobre el colchón, deshechas. Divisó su pijama en la parte inferior de una mesa extraña, y a pesar de que la cabeza le daba vueltas y se sentía embotado, logró alcanzarlo y se lo puso.
La voz le habló por tercera vez, y en esta ocasión sonó nítida en su cabeza. Sin embargo, por algún motivo, supo que provenía de la luz.
Pobre niño, mira lo que te han hecho. Ha sido una suerte que te encontrara... —La voz chistó con desaprobación. Reno se quedó petrificado, aunque no sintió miedo. En cierto modo, aquella voz le resultaba familiar—. No tengas miedo, Reno. Ven, yo te ayudaré a salir de aquí...
Y sin más, el niño se puso en pie y se internó en la luz.
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