9. (Por editar)

Se sentía excitada, nerviosa, a punto de estallar con los nervios. Se observó ante el espejo. Respiró hondo haciendo el gesto gracioso de sacudir las manos en un desespero por relajarse. «Estará la abuela Josefa», repitió su traicionera mente. Puedo con esto. Puedo con esto. Le llegó un mensaje de Alfonso.


  De Alfonso para Clara

    ·«Olvidé decirte que también estará Mateo, mi hermano. Es un poco gilipollas. Pero te caerá bien».


    —¡Un segundo! ¿Más gente con la que lidiar? —le preguntó a su reflejo.

    Veamos... ¿No dijo que era una cena familiar? ¿De qué te quejas si el medio-gilipollas forma parte de la misma? «Cierto. Cierto».

    Respiró hondo, experimentando vaciar casi en la totalidad su capacidad pulmonar, todavía con la tensión de la ansiedad presionando en ellos. Lo harás bien. «Lo harás bien». Se había repetido tantas veces, tantos mantras positivos, que estos empezaban a perder el sentido.

    Revisó bien el bolso asegurándose de llevar todo lo necesario. Repasó un repertorio de frases protocolarias con la intención de parecer correcta y educada. Hizo acopio de su memoria para recordar los datos que él le había mandado por PDF. «Tenemos que vernos. Te contaré unos cuantos más para que nuestra interpretación sea más acertada». No necesito saber tanto. Con lo que sé, ya me defiendo. Parece que, para él, no era suficiente.

    Cogió el taxi. Tuvo suerte de encontrar uno libre. Hacía mucho frío. Había estrenado el abrigo que pensaba usar para Nochevieja. ¿Qué carámbanos? Podía usarlo, perfectamente, durante todas las fiestas.


  De Clara para Alfonso

   «Esto de camino».

  De Alfonso para Clara

    ・«Ok».


    «Ok». Solo Ok. Ella esperaba un: ¡Genial! Ya te estoy esperando. De repente, cayó en picado su nivel de interés. ¡Qué cosas!

    A pesar del tráfico excesivo por las fechas, el interés de la gente por llegar a sus destinos. Por apurar sus últimas horas en la calle antes de llegar a sus destinos, con sus familias, o a sus mismas casas, llegó a la ubicación indicada que aún recordaba. Pagó la carrera. Se acercó al portal y leyó con cuidado para encontrar a Alfonso. Tendría su nombre puesto, seguramente, en el timbre. O no. Entonces, tendría que hacerle una llamada para avisar que ya había llegado abajo. Hubo suerte. Presionó y sonó el soniquete de aviso de que el timbre funcionaba. No tardó en escucharse la voz de Alfonso, impresionante y honda.

    —Soy Clara.

    —Oh. ¡Hola! Te abro.

    —Gracias.

    Se subió al ascensor. Mientras ascendía, se observó en el espejo comprobando que el maquillaje seguía en su lugar. Se retocó las horquillas de su medio recogido. Estaba impresionante. ¿Qué diría cuando la viera? No era, ni de lejos, el vestido ceñido que usaría en Nochevieja. Pero este le quedaba perfecto igualmente. Al principio se había propuesto llevar pantalón: un traje chaqueta en negro con una blusa blanca con mangas de organza y puntilla. Demasiada opulencia. Exagerado, quizá. Este atuendo era clásico, elegante, estiloso, puede que hasta sexy. Se pellizcó las mejillas para que se vieran más sonrojadas. A pesar de haberse pincelado sobre sus pómulos colorete, todavía se veía pálida.

    El ascensor llegó al piso indicado. Comenzó a sentir mariposas en el estómago. Sería la segunda vez que volverían a estar solos en el piso de Alfonso. Se había arreglado a conciencia. Así que nada de revolcones que estropeasen semejante obra de arte antes de la gran actuación.

    Abrió la puerta del ascensor. Enseguida lo vio. Todavía no se había vestido para la ocasión, Y a pesar de llevar ropa cómoda de ir por casa, aquel atuendo le quedaba increíble. ¿Y qué atuendo no le quedaba a semejante cuerpo perfecto?

    Él clavó los ojos en ella, observándola de arriba a abajo con la mandíbula desencajada.

    —¡Guau! Vaya. Estás impresionante —exclamó, sin poder apartar los ojos de ella.

    —No puedo decir lo mismo de ti —mintió—. Se supone que ya te habías arreglado.

    Alfonso miró el reloj.

    —Aún es pronto para ir de etiqueta —bromeó él.

    —Si lo sé, vengo en chándal, y me cambio en casa de tus padres.

    Él soltó una carcajada.

    —Incluso el chándal te debe de quedar bien.

    Lo señaló.

    —Ídem.

    —Me alegro de que lo reconozcas —respondió él, con tono travieso.

    —Era broma.

    «Iba en serio».

    —Pero pasa. O los vecinos cotillas se lo pasarán bomba con nuestras casuales conversaciones.

    Bromeaba nuevamente. Esa complicidad la tranquilizaba cuando, en un momento dado, Clara pensó que la cosa se había enfriado. «Esto es solo interés puro y duro». —Puro y duro sería el polvo que le daría, pero me tengo que contener —murmuró, sin querer, ms para sí misma, que para él.

    —¿Decías? —le preguntó, cerrando la puerta.

   —Decía que será mejor que nos pongamos con la memorización antes de cagarla.

    Alfonso asintió.

    —Claro. Por supuesto. ¿Te apetece algo?

   —Bueno. Algo fresquito. Gracias.

    —Te diría de abrir una botella de vino y apurarla antes de ir a casa de mis padres. Pero eso complicaría nuestra actuación, si pillamos el pedo.

    —No estaría mal. Serviría como anestésico a mis nervios.

    —¿Nerviosa tú? ¡Imagínate yo! Mateo no deja de mandarme mensajes. Me pide que le mande fotos tuyas. Le digo que no quieres. Que es algo muy personal.

    —Bien dicho, chico —lo felicitó—. Nada de mandar fotos mías a nadie.

    —Pero si no tengo.

    —Ni aunque las tuvieras.

    —Lo sé. ¿Y los tuyos? ¿Dicen algo?

    —Mi hermana me ha mandado varios mensajes que no he leído. Tendrá que esperar a mañana para recopilar la información que desea.

    Alfonso entornó la mirada con diversión.

    —¡Qué malota!

    —¡Pues anda que tú!

    Ambos se rieron de la broma. Eran tal para cual.

    Alfonso se marchó a la cocina. Regresó con un par de latas de refresco.

    —Nos portaremos bien... por ahora.

    —Estoy de acuerdo —lo apoyó.

   —Bien —Clara abrió la lata—. ¿Cuál es esa información que tienes que darme?

   —A ver, tampoco creo que la cena sea un interrogatorio. Pero los datos que te di digamos que son muy personales.

   —A ver, supongo que no será ese concurso donde haya tarjetitas que pregunten cosas personales a uno, que deba de saber el otro, o te tiran a un foso, como es programa de Ahora Caigo. —Clara levantó los pies mostrando sus zapatos—. Con estos tacones me torcerían los tobillos —siguió bromeando.

    Alfonso rio.

    —Yo jamás te haría eso.

    —Tú no. ¿Pero tu familia? —formuló, con esa risilla malévola que seguía formando parte de la broma.

   —Creo que tampoco. Oye, me gusta tu vocación protectora y educativa. Parece que ya te venía desde muy pequeña.

    —Adoro a los niños. Me lo paso genial con ellos. Aunque, también los hay de aquellos que saben cómo sacarte la mala leche, o agotarse hasta lo máximo.

    —Estoy seguro de que sabes dominarlos.

   —No a todos. Tengo uno que es de armas tomar.

    —Oh, creo recordar quién. Te vi en uno de esos momentos en los que parecía ponerte a prueba. Me recordó a Macaulay Culkin, de Solo en casa.

    —Ah, no. Este es muchísimo peor.

    —Estarán sacados del mismo molde.

   Más risas...

    —Me enterneció lo de tu abuelo —confesó ella contrayendo el gesto a otro más triste—. Seguro que disfrutaste mucho de él.

    —Mi abuela Josefa es peleona. Por eso sigue ahí, al pie del cañón. Porque la muerte de mi abuelo le afectó mucho. La soledad. Al principio quería seguir viviendo sola. Terminó vendiendo la finca. Comprándose un piso en el mismo bloque de mis padres. Ella pasa más tiempo en casa de mis padres, que en su pisito. Salvo los momentos en los que mi madre sale a trabajar. Ella va al centro de día a jugar con sus amigas a las cartas, al bingo... a hacer ganchillo y cosas de esas. Necesitan contarse los chismes más suculentos —ironizó, torciendo su boca con malicia—. Ya sabes cómo va eso.

    —¿Puedo pedirte algo?

    Su petición lo dejó sorprendido.

   —Vas demasiado mona para darnos un revolcón ahora mismo.

    Le dio una palmada en el brazo. Él lanzó un quejido.

    —¡No seas bruto! No era eso.

    Alfonso se rascó la nuca, perdido.

    —¿Entonces?

    —¿Puedo ver el tatoo?

   Al principio, él se quedó helado. Luego reaccionó, asintiendo. Se subió la pernera y bajó el calcetín. Era un tatoo que constaba de una ramita de olivo del que pendía una aceituna, en blanco y negro. Debajo de esta, llevaba el nombre de Cristóbal escrito en cursiva. Alargó la mano, quedándose el dedo pendiendo del aire, mirando a Alfonso, pidiendo su permiso para tocarlo.

    —¿Puedo?

    Él asintió. Clara repasó con el dedo el contorno del dibujo. Luego, el nombre de su abuelo. Para Alfonso, el tacto de su dedo se notó entre un cosquilleo, y un nivel bastante agradable. Tanto que tuvo que contenerse para no cerrar los ojos y disfrutar del placer que daba la piel sobre la suya. ¡Cuánto le encantaría que tocara por otros hemisferios de su piel, con la misma dulzura y cuidado con la que lo estaba haciendo ahora!

   —Es... muy bonito.

   —Lo... sé —le tembló la voz.

  Apenas estaban a escasos centímetros con sus rostros, ella inclinada hacia delante para ver mejor el dibujo. Y él, un poco agachado, sujetando ambas prenda para que dejasen el dibujo a la vista. Se quedaron así tres interminables minutos hasta que Alfonso fue quien se atrevió a dar el primer paso.

    Y la besó. Con cuidado. Despacio. Tanteando la reacción de Clara. Y ella lo recibió sin protesta ninguna, saboreando ese beso que le ofrecía, afectuoso, suave, tranquilo, primerizo para ambos. Un beso sin lengua. Sin malicia. Breve. Demasiado breve cuando él se separó y carraspeó como quien no quiere la cosa. Ella simplemente sonrió dando a conocer que su atrevimiento le había gustado.

    —¿Y tu cicatriz? ¿Puedo verla?

    Alfonso procedió a hacer lo mismo que había hecho ella con su tatuaje. En cuanto ella asintió y le puso a mano su muñeca, levantándose la manga, él la repasó con el dedo pulgar, provocándole a la chica una sensación bastante agradable. Tan agradable, que Clara sintió un revoloteo de mariposas en su bajo vientre.

    —Sí. Yo tengo otra cicatriz de guerra —se adelantó él, con la voz entrecortada por la tensión placentera del instante—. Pero no estoy seguro de si quitarme los pantalones para que lo veas.

    —Puedes... subirte la pernera... —respondió del mismo modo ella.

  —Así no tendría ninguna gracia —buscó zanjar él, buscando sujetar con dulzura la nuca de la chica y acercarla hasta él para besarla con mayor presión, deseo y desesperación.

    Un beso que duró. Duró hasta que se separaron, faltos de aire, quedándose con las frentes apoyadas, el uno con el otro.

    —No... quiero... despeinarte —susurró él, faltó de aire.

    —No... no me... importaría.

    Alfonso elevó una comisura, sediento de ella.

    —No digas gilipolleces. Si me das pie a seguir, no llegaremos... a repasar lo que podríamos decir... en caso de... urgencia.

    —Puedo... improvisar.

    Todavía, las manos intercambiaban el tacto de las pieles de los rostros. Podrían tocar más allá. Pero sí. Tenían el tiempo justo de estudiar lo que fuera que tuviesen que improvisar. Pero también podrían estudiarse más a fondo para dar datos muy certeros de otras cosas más personales. No. «Eso se debe quedar dentro de la alcoba si no quieres que la abuela Josefa, espantada, te dé una buena colleja. Además de espantar a tus padres».

    No se decidieron a separarse.

    —¿Verdad que no te importaría experimentar algo agradable para luego recordar? Estar solos no trae buenas consecuencias —argumentó él.

    —Si me estás pidiendo permiso para darnos un polvo, no sé para qué tanto hablar.

    —Qué pena despeinarte.

    —Me puedo volver a peinar.

    Cargó con ella, levantándola en volandas, besándose más salvajemente, entre lenguas enredadas, y gemidos. La sentó sobre el mueble del salón —tenía bastante aguante para un peso así, aunque se moviesen bruscamente—, y le pidió un minuto para ir hasta la habitación a por algo importante. Un preservativo.

    No tardó nada. Sincronizados, y con un sublime cuidado, entre tanta pasión y desenfreno, desprendiéndola de las partes justas de ropa, acabó haciéndole el amor allí, tratando de no despeinarla demasiado, tal y como había prometido. Regalándole un bestial orgasmo, tal y como lo había promocionado. Ahí estaba la cosa. Lo que Clara había planeado: que sean unas Navidades inolvidables. Disfruta. Pásalo bien. Sin compromiso ninguno. El resto llegará a su tiempo. Alfonso era de los buenos. No la había sorprendido con ninguna rareza, sino que se había concentrado en ella, y en solo ella. Hacerla subir al cielo, y regresar con aquel cosquilleo divino, bordeándola por cada una de sus terminaciones nerviosas.

    Descansaron un poco, abrazados, en aquella misma posición, humedecidos por el esfuerzo.

     —Joder, Clara. Eres increíble.

    —Pues tú, como electricista, eres un desastre. Si no dejas de producir este tipo de cortocircuitos, todo terminará ardiendo.

    —Me gusta este tipo de fuego. ¿A ti no?

    Ella retrocedió para mirarlo a los ojos.

    —Mucho —sonrió, sonrojada—. Vaya. Nunca pensé que terminaría así la tarde.

    —La tarde aún no ha terminado. Tampoco la noche.

   Clara arqueó una ceja. Luego suspiró fuerte.

   —¡No me lo recuerdes! Aún nos queda el peor examen.

    —Mis padres, mi hermano, mi abuela. Pero también los tuyos, tu hermana...

    —No me lo recuerdes tampoco. —Gruñó molesta—. ¿Algo más que deba saber de ti?

    Alfonso volvió a enlazar sus dedos entre los cabellos de Clara para acercarla.

    —Que me enamoro con demasiada facilidad.

    Y la besó. De nuevo. Más pausado, pero sin dejar de saborearla. Sabía a lápiz labial de fresa. Desprendía un aroma de café, y a algo de vainilla, y además olía a flores, ambos aromas enlazados. Todo ello lo volvía loco. Toda ella lo volvía loco. ¿Por qué había decidido llegar así, sin previo aviso, arrasando cualquier ápice de sensatez que le quedaba? Solo podía asegurar que, si nada cambiaba, con ella pasaría unas inolvidables Navidades. A pesar de tener que interpretar una farsa. Algo temporal. De alquiler. Y, luego, todo regresaría a la normalidad como si nada de aquello hubiera ocurrido. Pensar en lo último le encogió las entrañas. No iba a pensar en ello. Lo habían negociado así. Y no iba a romper esa cláusula del contrato imaginario. Porque ambos querían lo mismo: hacer esto divertido, conciso, pero pasional —pasarlo bien no está fuera de los deseos—, y si te he visto, no me acuerdo.

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