16.

El móvil sonó insistentemente. Cuando Clara intentó incorporarse, un terrible dolor de cabeza la asaltó experimentando como si alguien le diera con un bate en la misma. Palpó en busca del teléfono. Tiró el bolso entero que, al parecer, lo había dejado la noche anterior sobre la mesilla de noche. Todo estaba en penumbra. Siguió palpando por el suelo, cerca de la cama, quejándose por el dolor punzante que sentía, encontró la tira del bolso y lo arrastró consigo hasta la cama. Logró dar con el teléfono como pudo, respondiendo ya casi en el último tono.

    —¿Sí, mamá? —preguntó de inmediato, puesto que lo había consultado en la pantalla antes de responder, por medio borroso que lo viera.

    —¿Aún durmiendo, hija? Pensaba que, finalmente, decidimos venir a comer en Año Nuevo. Podrías traerte a tu chico, si eso. Nos cayó muy bien.

    ¡Genial! Porque todavía no se habían comunicado para anunciarlo a la vez, y la cosa estaba en el aire. Tenía que inventarse una excusa. ¡Maldita procrastinación!, gruñó para su interior.

    —No puede, mamá. Hoy tiene que comer con los suyos —lo excusó Clara, mintiendo como una bellaca. Era lo mejor.

    —Vaya, qué lástima. Anakin quería que viniera a jugar con la pista de coches. ¿Recuerdas lo que acordaron?

    Acordar se había acordado mucho, pero todo tan sencillo como la trola del siglo, y adiós, muy buenas. Solo Provecho, polvos mágicos con fecha de caducidad, y nada más.

    —Se lo recordaré. No te preocupes —volvió a mentir. Pronto sabrían que no estaban ya juntos. Sería una decepción para todos. Ya lo fue para ella, en última instancia. Pero así tenía que ser. «No le des más vueltas al asunto, ¿quieres?», se regañó.

    —De acuerdo. Pues nada. Te esperamos para comer. A las dos, en casa.

    —¡No! No he dicho que vaya a... ¿Mamá? —le faltaba el sonido de los grillos cantando, porque la llamada ya había finalizado antes de que pudiera decirle que no. Se dio un suave manotazo en la cara con frustración. Suspiró profundamente. Y dirigió la mirada a su alrededor. No parecía su habitación.

    —¡Tiene que ser una broma! —siseó, levantándose de la cama, como pudo, llevándose el teléfono detrás, en busca de los agujeros iluminados de la persiana dispuesta a levantarla y que se hiciera la luz, para ver, en realidad, dónde se encontraba. Era como una polilla atrapada por la luz.

    Se tropezó, se quedó, el dedo del pie quedó magullado al tropezarse con una de las patas de la cama mientras la rodeaba.

    —¡Joder, joder, joder! —protestó con voz ahogada por el nuevo dolor que acompañaba al ya instalado.

    Levantó un poco la persiana. ¡Pues no! No era su cuarto. Como un acto instintivo se tapó los pechos sintiéndose desnuda. Al menos llevaba la misma ropa del día anterior. No la habían desvestido. Eso era todo un alivio. Aunque olía a alcohol que resucitaba a un vivo. Parte de este se le habría derramado por el vestido. Alisó la falda como si esta, se le hubiera subido, cuando, en realidad, seguía en su lugar. El llamar de unos nudillos en la puerta le hizo dar un respingo.

—¿Ya estás despierta, Clara?

    ¡Ups! No podía ser. ¿Qué había hecho mientras estaba borracha? ¿Habría hecho algo con él? Palpó buscando sus bragas. Estaban en su lugar. Pero, ¡quién sabe si se las habría sabido poner tras acabar el polvo, y se hubiera quedado frita, entonces! «Estarías desnuda al despertar, si hubiéramos hecho algo supongo». O no...

    El rubor y el apuro la hicieron hiperventilar. Aquello no podía estar pasando.

    —Acuérdate de lo que hiciste ayer, tía, por favor —se suplicó a sí misma, dándose golpecitos en la sien.

    —¿Quieres desayunar? Ya he preparado algo en la cocina. Arréglate y sal.

    Aquella voz. ¡En serio! Aquella voz le era familiar, pero la habitación no. «¿Familiar? ¿De cuándo?». ¡Yo qué sé! ¡A lo mejor estoy confusa! «Mejor que no lo estés, que estoy pinta chungo».

    —¡Ya voy! —le gritó a la voz, con demasiada confianza. El estómago se le revolvió. Se puso la mano en la boca. ¡No podía vomitar allí! Menudo apuro.

    Abrió la puerta despacio pidiendo paso. Quien estaba al otro lado, ya no se encontraba allí.

    —¿El baño? —pidió, con apuro, desde donde estaba.

    —La segunda puerta del pequeño pasillo —gritó aquella voz masculina que venía de la cocina.

    Fue a decir gracias, solo que, lo que estaba a punto de salir, peligraba con hacerlo allí mismo, en el pequeño salón.

    Inició una pequeña carrera. Llegó justo a tiempo para vaciarse dentro de la taza. Tosió, medio ahogada.

    —¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda? —volvió a levantar la voz quién estaba allí, fuera.

    —¡No! No. Gracias —contestó ella como pudo.

    Se enjuagó la boca, la cara, y se miró al espejo. Tenía un aspecto deplorable.

    —¿Cómo has sido capaz de meterte en semejante follón, tía? —regañó a su reflejo.

    Se arregló un poco el cabello. Volvió a enjuagarse. A tirones, se colocó bien el vestido y el frío la invadió. Tenía que regresar a la habitación y hacerse con el abrigo que, de seguro, aquel que la había llevado allí, lo habría dejado por encima de cualquier silla, o donde fuera. No fue difícil encontrarlo. Cargada de miedo, de dudas, y de vergüenza, se encaminó a la cocina. Y se asomó. ¡No podía ser cierto! Quien estaba ocupado terminando de hacer unas tostadas y un zumo de naranja tamaño jarra era Néstor, el profesor de educación física del colegio en el que trabajaba. Aquel buenorro que le tiraban los tejos, incluso las casadas. El tipo estaba para hacerle un favor. Bueno, unos cuantos. Apretó las piernas, allí, de pie. «¡Este no es el momento, lagarta! ¡Frénate un poco!».

    —Eyyy, sigues viva —bromeó él, marcándosele los hoyuelos de sus mejillas. Aquel rostro aniñado y angelical tenía el poder de humectar al instante a cualquier mujer que no fuera de hielo.

    —Sí. —Clara se tocó, siguiéndole la broma, haciendo que lo comprobaba—. Sí, al parecer, sí.

    Néstor señaló lo que había sobre la encimera de la pequeña cocina.

    —Venga, saca eso al salón. Te estaba esperando para desayunar.

    Fue a moverse, completamente emocionada por encontrarse a solas con el buenorro del colegio, en su pequeño piso, con el riesgo de empezar Año Nuevo de la mejor manera posible. Se detuvo un segundo.

    —Oye, tampoco quiero molestar. Supongo que hoy habrás quedado con tu familia.

    —Puedo anular la comida. Por eso no te preocupes.

    Clara hizo aspavientos, negándose en rotundo.

    —No, no, no. No pienso estropear tu comida familiar.

    Fijó sus ojos azules en ella. Las piernas le temblaron a la muchacha

    —¿Y... tú? —Carraspeó un poco para aclararse la voz e intentar estabilizar sus dichosos nervios—. ¿Habías quedado para comer con los tuyos? Supongo que, la llamada, sería una misiva de: O vienes a comer a casa, o te arrastramos de los pelos.

    La hizo reír.

    —¿Cómo lo sabes?

    Ella se encogió de hombros.

    —Va, ayúdame a llevar esto y desayunamos. Estoy hambriento.

    —Yo no lo estoy tanto. Acabo de... oye, siento que tu baño huela tan mal por mi culpa.

    —No te preocupes —respondió él restándole importancia—. Es el baño. Normalmente, huele a eso, ¿no? Sería extraño que oliera a rosas. Salvo por el ambientador —bromeó, agregando un guiño.

    —Si me dices dónde guardas ese ambientador, echo un poco.

    —¡Qué no! Que no pasa nada. De verdad.

    —Vale... Gracias. —Suspiró profundo, aún notándose algo indispuesta—. Pues nada... Intentaré comer algo. Para que no me regañes.

    Él asintió, sonriendo.

    —Eso ya me gusta más —celebró, con aquel rostro angelical impactando de nuevo en ella—. Te daré algo para el dolor de cabeza. Debes de estar rabiando.

    —No sabes cuánto.

    A medida que charlaban, ella se fue sintiendo mucho más cómoda. Olvidó al adonis que tenía delante, que la dejaba sin palabras, para dar paso a alguien con quien charlar animadamente. Sabía de antemano que era muy sociable y bromista por cómo se comportaba en el trabajo con todo el mundo. Un tipo perfecto para tener como compañero. Algún fallo debía de tener. Porque, tan perfecto, no podía ser. Nadie lo es.

    La vergüenza volvió a asaltarla cuando pidió que le contará un poco sobre qué había ocurrido la noche anterior. Porque no se acordaba de absolutamente nada.

    —No te preocupes. He sido bueno. No he hecho nada —confirmó, más serio de lo que se le esperaba.

    —Imagino. No te preocupes.

    —Lo digo en serio. No soy de esos.

    —Lo sé. En serio. No pasa nada —lo disculpó ella entre aspavientos.

    —Ayer iniciaste el festejo con el alcohol demasiado pronto. Estabais en mitad de la plaza abarrotada de gente que Dios sabe qué hubieran hecho al veros así. A tu amiga se la llevó a casa un tal... ¿Juan?

    —Sí. Es su marido.

    —Lo imaginé en cuanto vi el comportamiento de ambos. Tenía que ser alguien muy cercano a ella.

    —¿Lo llamamos?

    —Tú sabrás. Y, bueno, yo le dije que te llevaría a casa. Fue extraño que cediera sin interrogarme. Puede que me viera cara de buen tío. Bueno, tú me hablaste como si me conocieras de toda la vida. Y creo que eso lo convenció.

    —¿Que hice qué? ¿Qué hice?

    Él negó.

    —Nada malo. Tranquila.

    —Qué hice. —Se empequeñeció en la silla con la vergüenza—. Qué... hice.

    —Bueno, me reconociste. Le dije al marido de tu amiga que soy profesor en el colegio donde trabajas, y tú lo confirmaste. Fue convincente. Luego...

    —Luego... —pronunció ella despacio.

    —Te pusiste a sobarme.

    —¿Cómo?

    Asintió entre divertido y un poco avergonzado.

    —Tocaste las letras de mi cuello, dijiste que te gustaron, luego mi cara, y luego mi brazo. Lo apretaste alegrándote de que estuviera fibrado. —Ella enrojeció mucho más—. Nada que el alcohol no haga hacer y dejar en ridículo a quien sea. Todo tonterías. Así que no te preocupes. No te lo tengo en cuenta.

    —¿Dije algo que te... incomodara?

   —¿Qué dices? ¡Qué va! No hablabas tú. Hablaba todo lo que absorbiste como una esponja.

    —Pero... —Se tocó las mejillas. Estas ardían.

    —¡Ah! Y me hablaste de un amigo que tiene una ramita de olivo como tatuaje, y que te gusta tocarlo...

    —Mierda —murmuró Clara entre dientes molesta por mencionar algo relativo al chico que no podía sacarse de la cabeza. Se supone que no debería de ir pregonando a los cuatro vientos que le gustaba. O que había habido algo con él.

    Néstor se inclinó un poco hacia ella y susurró:

   —Te dije que pararas porque lo último lo dijiste en alto y la gente... bueno, ya puedes imaginar qué pensó —hizo un chasquido con la lengua para acompañar a la exageración y la tragedia de la frase.

   Ella carraspeó abanicándose con la mano.

    —Ay, madre, qué vergüenza.

    Néstor estalló en una carcajada.

    —Eres muy graciosa cuando bebes.

    —Soy un puto desastre cuando bebo.

    Este se puso de repente serio.

    —Sí. Será mejor que no pilles ninguna cogorza más porque no siempre llegaré a tiempo para salvarte —comentó en un bisbiseo quejumbroso.

    —¿Qué? —respondió ella, en un murmullo, confundida.

    —Que te pones demasiado peligrosa.

   —Yo...

    Néstor no pudo aguantar más tiempo serio y terminó estallando en una risotada.

    —¡Ay, déjalo ya! —protestó ella, estirándose para darle en el brazo.


    Mientras se comía aquella tostada impregnada con aceite de oliva, acompañada con una rebanada de jamón de York por encima, consultó los mensajes. Efectivamente, Juan había estado allí la noche anterior. Le había mandado un mensaje a través del teléfono de su esposa, identificándose, asegurándose de que la mejor amiga de su esposa se encontrara bien. Seguía desconfiando de Néstor aunque la noche anterior lo hubiera dejado llevarse a Clara. Era por ello que se sentía responsable de averiguarlo. Ella respondió a una velocidad de vértigo. Antes de que este llamase a la policía como último recurso.


  De Clara para Juan (Eva)

    ・Juan, de verdad que estoy bien. Néstor es un colega del trabajo. Estamos desayunando. Dile a Eva que estoy perfectamente bien.


  De Juan (Eva) para Clara

    ・Tu amiga aún está durmiendo la mona. Se lo diré cuando despierte.


  De Clara para Juan (Eva)

    ・Muchas gracias, Juan.


    Colocó el teléfono sobre la mesa, con la pantalla boca abajo.

    —¿Todo bien?

    —El marido de mi amiga aún desconfía de ti. Le he dicho que estoy bien.

    —Vaya. —Simuló pasarse la mano por la frente como si el apuro lo hubiera hecho sudar—. Menos mal. Has hecho bien. Antes de que llamen a los Geos.

    —O a Los Hombres de Harrelson —bromeó ella.

    —También. También. Pero eso ya tiene su tiempito, querida.

    —Lo sé. Los repusieron, y mis padres siguieron cada capítulo con adoración. Les encantan este tipo de series. O Bonanza.

    —O Magnum —agregó él, torciendo una sonrisa.

    —Menos mal que, de vez en cuando, se equivocan y echan series mucho más modernas.

    —Capítulos repetidos, también. Les cuesta meter nuevas temporadas —lamentó Clara con gesto de resignación.

    —Me gusta mucho la serie FBI.

    —Y a mí.

    Él la señaló.

    —Fíjate. Tenemos algo en común.

    —Ya ves.

    —¿Y qué me dices de CSI?

    —Creo que ya los he visto todos.

    —Pero son una pasada.

    —Eso sí.

    Eva se terminó las tostadas que le cupieron, y el vaso de zumo de naranja. Recordó no haber anulado la comida familiar porque la llamada fue cortada antes de decirlo. Lo cierto era que no tenían ganas de ir.

    —Oye, gracias por rescatarme. Tengo que irme. —Se olió la ropa—. Quiero quitarme esto y darme una ducha. Huelo fatal.

 —Ah, claro. No te preocupes.

   Imaginaba la escena en la que Sofía pondría una de aquellas caras suyas más maquiavélicas y sorprendidas, en cuanto le contara que había pasado la noche en casa de Néstor. Que la había rescatado. Había intercedido por ella. Lo había rozado. Solo eso. Rozado. Tocado el tatuaje del cuello, como había soñado tantísimas veces, ella y cualquiera de las mujeres que tenían clavada la intención en él, y que trabajaban en el centro. Esto le sacó un escalofrío, más una sacudida en su zona más íntima. «¡Lástima que no fueras más allá, atontada! ¡Para una ocasión que se te presenta!» ¡Deja de hacer eso, por favor! ¡Qué vergüenza! Siempre lo mismo, se flageló mentalmente, tapándose de culpable.

    —Gracias por todo. Te ayudo a quitar la mesa.

    —Tranquila. Vete ya.

    —No soy una desagradecida.

    Llevaron todo a la cocina. Lo ayudó a fregar lo que habían ensuciado. Estuvieron demasiadas veces cerca, tan cerca que, en alguno de esos escasos segundos, ambos sintieron una cierta atracción de besarse. Era como si, de repente, ambos pudieran gustarse. O tal vez serían esos instantes de roces involuntarios en los que llegaron a pensarlo. Los humanos no son de piedra.

    —En... en serio. Gracias por todo.

    —Un placer —asintió él con esa sonrisa de donjuán que haría suspirar a toda una platea llena de mujeres, y, quizá, incluso aparte de la zona masculina. Su atractivo tenía una carga intensa de magnetismo.

    Se movió hacia la habitación para recoger sus cosas. Él la esperó en el salón sin interrumpir su ruta.

    —Podríamos quedar para tomar algo otro día, si quieres —sugirió él.

    —Claro. Sí —respondió ella demasiado deprisa—. Ya te digo algo.

    Néstor encontró un bolígrafo que tenía perdido sobre la mesa. Apuntó el número en el anverso de la mano de Clara. En realidad ella lo tenía mezclado en el grupo de Wasap del trabajo. Porque había uno para profesores, para los avisos importantes del director. Igualmente se lo dio.

    —Llámame cuando quieras.

    Ella dibujó una sonrisa nerviosa.

    —Ya hablamos, si eso —continuó esquivándolo. Todavía quemaba el recién mal trago de Alfonso por tentar de tan mala manera al destino. Por empezar medio en broma, y terminar deseando no haber iniciado ese juego nunca.

    —Por supuesto —se apuntó él. Néstor tenía una bonita sonrisa. Una de aquellas de modelo perfecto publicitario. Su porte era extraordinario, incluso yendo con ropa casual. Incluso el pijama le sentaba fenomenal.


    Cuando Clara entró en el ascensor, se observó en la parte en la que había espejo. Se atusó el cabello y recolocó en su lugar. Marcó e hizo la llamada. No había cobertura. Tendría que esperar a llamar cuando estuviera en la calle. Recordó lo que Néstor le dijo sobre lo que ella había dicho de Alfonso. Cuando le mencionó lo de su tatuaje. Ni borracha era capaz de olvidarlo. Si él hubiera querido, la habría llamado. Quizá estuviera esperando a que lo hiciera ella. Pero fue él quien insistió en no hacerlo. Todo tenía que seguir así de postergado si quería respetar su decisión. Como amiga. Porque un poco de amistad, hubo, aunque se desvaneciera en un pestañeo.

    ¡Ay, cuánto le gustaría que Eva estuviera ahora despierta! Porque necesitaba desahogarse con ella. Podría llamar a Juan y pedirle que la espabilara y la pusiera al teléfono. Podría... Ella despotricaría a causa de su terrible resaca y su cansancio y falta de sueño. Pero es que, o le contaba a alguien todo esto, o le saldrían hasta subtítulos levitando en la atmósfera.

    En cuanto a Sofía... Sofía experimentaría una envidia de las buenas en cuanto ella se lo contara. Aunque, obviamente, pidiéndole discreción. No deseaba mezclar el trabajo, con lo «personal». Mucho menos, cuando Néstor formaba parte de la plantilla del profesorado. Aunque, veríamos cómo reaccionaría él cuando la viera. Esperaba que fuera lo más discreto posible.

https://youtu.be/D01cWHvxVmI

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