11. (Por editar)
La mueca de Mateo se volvió divertida nada más ver aparecer a su hermano acompañado de Clara. Se acercó a su hermano, abrazándolo y palmeando su espalda con una risilla burlona.
—¡Vaya! Por fin finalizó tu celibato. —Se apartó un poco para mirarlo a la cara—. Te tenía bien amargado.
Alfonso le dio un empujón.
—¡Deja de decir chorradas!
Mateo se inclinó hacia Clara y le murmuró:
—Mala suerte, preciosa. Tu chico tiene muy mala hostia. Suerte con él. Te adelanto que te has equivocado de hermano guay. Ya sabes. Por si te animas —y le dedicó un guiño.
—¡Eres mucho peor que una dichosa mosca cojonera! —bufó su hermano, señalándolo.
Una colleja le llovió a Mateo desde atrás. Alfonso cambió a un gesto más de cordial. Clara sonrió. Porque, quien acababa de entrar en escena, era la famosa abuela Josefa. La matriarca de la familia.
—¡Menuda educación tienes, chico! Yo no te he enseñado eso —gruño, dándole un tirón en la oreja. —Luego estiró la mano hacia Clara—. Soy Josefa, la abuela de este par de marrulleros —bromeó, atisbándolos con una mueca socarrona.
Clara aceptó su mano. Se la estrechó. Era cálida, rugosa. El estómago se le revolvió por el sentimiento de vergüenza y culpa. ¡Parecía tan adorable! Qué delito engañarla!
—Soy Clara. Encantada.
—Igualmente, preciosa. —Le dio un golpe en el brazo a su nieto más mayor—. ¡Y tú, muchacho! ¿Cuándo pensabas contarme lo de esta preciosidad?
—Cuand... Cuando lo tuviera más claro.
—Tenerlo claro. Tenerlo claro. O se quiere, o no se quiere, ¿no? —formuló, primero con la mirada clavada en Alfonso, y luego, en la chica que iba con él.
—Su... pongo —respondió ella por él.
Alfonso echó un rápido vistazo a Clara frunciendo el ceño.
¿En serio "supones"? ¡Déjame esto a mí!
—¿Quién es, madre?
Teresa se detuvo en seco en cuanto vio a su hijo con una chica. Miró a su hijo Alfonso con el semblante enfurruñado. Teresa solía ser, de por sí, una mujer de gran autoritarismo, inamovible, fría, en su carácter.
—¿Qué pasa aquí? —indagó—. Me dijiste que arreglarías las cosas con Aurora.
—Ya te dije que no teníamos nada más que hacer. Hubo diferencias importantes.
—Diferencias que dejaste que enraizaran. Aurora era un buen partido y la dejaste escapar.
—Por favor, Teresa. Eso no viene al caso. Deja al chiquillo —defendió Josefa a su nieto.
—¿Dejarlo? Eres una mala influencia para mis chicos. Los tienes demasiado consentidos.
—Por favor, mujer, no seas tan dura con mi madre —pidió Julián, el padre de Alfonso y de Mateo.
—¡Eso! Defiéndela.
Julián estiró el brazo hacia Clara.
—Soy el padre de Alfonso.
—Clara —repitió la chica, otra vez.
Julián le habló esta vez a su hijo mayor.
—Hola, chico. Me alegra ver que al final sí has venido. Pensaba que no lo harías.
—Conoces la razón.
Julián sonrió con apuro.
—No seas así, hombre. —Con apuro, cambió de tema—. Muchacha, bienvenida. ¿Has venido a cenar?
¿Qué podía decir? Se le había trabado la lengua, los nervios. Pudo soltar la respuesta.
—Bueno... Supongo que... sí —tartamudeó ella.
—Genial. Entonces, pasa, o la cena se enfriará. Por favor, familia, cenemos tranquilos. Es Nochebuena —rogó Julián, con amabilidad.
—Sería lo más acertado —le dio la razón Josefa.
Teresa se cruzó de brazos, molesta. ¿Por qué hasta su marido tenía que estar en contra de ella? Les dio la espalda para tomar rumbo hacia el gran salón. Alfonso agradeció que su padre detuviera la contienda que su madre volvió a iniciar. Ella jamás asimilaría la ruptura con Aurora, la hija de un importante empresario de Madrid, arquitecta, y con gran renombre por su conocido e impecable trabajo.
Josefa sacudió la mano delante de su nieto.
—Muchacho, ¿ayudas a tu abuela? —le pidió a Alfonso.
—Abuela, podría ayudarte yo —sugirió Mateo, queriendo quitarle protagonismo al otro.
—Pues me ayudáis los dos. Y tan contentos.
—Claro, abuela —respondieron a la par.
—Y tú, niña, pasa adelante, sin miedo. Aquí no nos comemos a nadie —la invitó.
O quizá sí, pensó ella, irremediablemente. ¡Cómo no!
La mesa estaba puesta. Sobre ella había colocadas una fina vajilla de porcelana, con borde de fino oro y rosas en fondo blanco, cubertería de plata, y supuso Clara que cristal caro, a juzgar por el lujo que destilaba todo y la ostentosidad que estos transmitían.
—Me sentaré aquí —indicó Josefa, pidiendo que sus nietos le ayudaran a acomodarse bien en aquella silla.
Ellos obedecieron.
Clara se preocupó. ¿Al lado de quién se sentaría? Total, la mesa no era tan kilométrica para tener a quien fuera demasiado apartado. Alfonso acabó por sentarse al lado de su abuela, Clara, en medio, y Mateo, al otro lado de Clara. Ella rechinó los dientes en cuanto lo vio tan pegado a ella. Claro, según Mateo, Alfonso era el de la mala hostia. Era de suponer que él sería el hermano fantoche. Clara se rio de su propia ocurrencia. Lo peor. Tenía a Teresa frente a ella, y no le quitaba el ojo de encima, analizando cada uno de sus movimientos, y, de seguro, palabras. La mujer que habían contratado para servir la cena inició su servicio. Clara se sintió extraña. Era todo de lo más pomposo y artificial. La incomodaba. ¿Qué cubiertos tendría que usar en cada plato? ¿De verdad que, en casa de Alfonso, se usaban igual que en aquellas casas de gente de alto nivel? ¡Menuda Nochebuena! Hubiera preferido cien veces cenar en casa de los suyos, que aquí, en mitad de todo este paripé.
—¿En qué trabajas? —comenzó Teresa a interrogarla, al tiempo que cortaba un pedazo del pastel de carne que se había cocinado con una sublime perfección, con el fin de que no hubiera quejas. Además de la salsa, y el resto de platos que lo acompañaban.
—Soy profesora.
—Profesora...
—Sí.
—Entiendo. —Masticó despacio—. Aurora, la anterior pareja de mi hijo es arquitecta. En fin... Él sabrá.
—¿Ya vuelves con eso?
—Su padre...
—¡Qué sí, madre! Deja ya eso.
—Teresa, por favor —rogó Josefa—. ¿Quieres que tu hijo no termine de cenar en tu casa?
—¡Intento que recapacite!
Alfonso cogió la mano de Clara haciendo que ella diera un respingo al hacerlo. La puso en alto.
—Ella es mi chica, ahora —recalcó cada palabra—. No hay más que discutir.
—Lo hay. Aunque tu abuela no va a dejarme.
—Cómo lo sabes —confirmó ella, asintiendo con esa mueca de inamovilidad, porque la contrariasen, y por el amor hacia su nieto.
—¿Desde cuándo estáis juntos? ¿Vivís juntos? —prosiguió Teresa.
Clara apretó la mano de Alfonso. Este se quejó, bajito. Le estaba haciendo daño.
—¿Podemos dejar eso para otra ocasión y disfrutar de la cena, mamá, por favor? —pidió, todavía sintiendo la presión excesiva de Clara.
Su madre blanqueó la mirada.
—Siempre lo mismo. Justificándose de malas maneras, e ignorando a tu madre.
—¡No es verdad!
Josefa alzó una mano.
—¡Esto parece un campo de batalla! No una cena de Nochebuena. Haya paz —protestó la anciana.
—No lo defiendas tanto. Este niño le das alas y vuela mucho más alto.
—¡Tiene casi treinta, mujer! Ya es un adulto razonable y sensato.
—¡Casi treinta! Abuela, eso ha sonado mal. Todavía tengo veintiséis. No soy tan viejo. No quieras correr tanto.
—Eres adulto. Y ya está. Tomas tus propias decisiones. Tienes derecho a darte de bruces y recapitular.
—No me estoy dando de bruces, abuela. No empieces tú también.
Mateo le dio un par de golpecitos en el brazo de Clara. Bajó la voz.
—Si ves que mi hermano no te sirve, te puedo servir yo. Insisto. Soy el hermano guay. The cool brother!
—¡Eres un crío! —discutió ella con el mismo modulado de voz.
—Si me dejas, podría pegarte un polvo impresionante. Alucinarías. No me verías como un crío.
Clara torció las comisuras y la nariz, asqueada.
—No te pases, hermanito —lo avisó Alfonso, dedicándole una mirada asesina.
—Y dime, bonita, ¿qué tal en la escuela? ¿Estás con los niños más mayores, o con los más pequeños?
—Con niños de entre seis y siete años.
—Son adorables.
—Bueno, sí. Vale, alguno hay más rebelde que los otros —recapituló— pero sí, en el fondo, también es adorable... a su manera.
Alfonso carraspeó y Clara le dio un codazo en el costado que provocó una queja en él.
—No te rías — le advirtió ella por lo bajo.
Él intentó contenerse.
—Vale. Vale. Ya no me rio —murmuró por lo bajó.
—Me parece un bonito trabajo —opinó Josefa. Teresa le dedicó a la anciana una miradita de aquellas más agrias. «La abuela, siempre consintiendo. Siempre dando la razón, sin pensar en las consecuencias». Josefa suspiró.
—Cuida bien de mi nieto. El pobre se pierde con facilidad.
Este le dedicó a su abuela un gesto de desaprobación.
Un retorcijón surcó su estómago. La mujer mostraba una emoción tan desmesurada por la relación de su nieto, que se sintió mal por ello. No estaba bien. «Esto no está nada bien».
Asintió, junto a un soniquete ahogado de afirmación.
La cena prosiguió. Tuvieron que surfear preguntas embarazosas que salían de la misma persona siempre: su madre. Intentaba convencerlo de que Clara no era la adecuada para él, e intentaba sobornarlo para que regresara con Aurora. Obviamente, Alfonso se esforzaba por no dejarse convencer. Sino de convencerla a ella misma de dejarle hacer su vida en paz, por muy madre que ella fuera. Podía aconsejarle, pero no obligarle.
Clara se mostraba inquieta. A medida que hablaba con Josefa y esta se mostraba mucho más afectiva con ella, contarle una historia así de falsa sobre el supuesto noviazgo con su nieto Alfonso, le dolía como una astilla en el dedo. Alfonso le cogía la mano, le acariciaba el brazo, la espalda... en momentos puntuales, interpretando al amante que se suponía que era —aunque solo hubiera sido aquella vez en la cama—. Ella llegó a sentirse incómoda, observando detenidamente a todos de soslayo cada vez que le temblaban las manos cuando Alfonso le obsequiaba con un afecto amoroso. No es que estos no fueran agradables. Más que nada, era por la razón de estar mintiendo. Sobre todo, por mentir a Josefa, la cual no dejaba de hacer planes posibles para el futuro de sus chicos. La de niños que corretearían por la casa, cuando a Clara le gustaba, supuestamente, tanto.
—¿Puedo hablar con usted? —soltó Clara, interrumpiendo el murmullo de una conversación vacía que se había iniciado entre todos los que estaban sentados a la mesa.
Alfonso la miró, preocupado. Le apretó el muslo por debajo de la mesa y ella dio un saltito e hizo una mueca de sorpresa. Luego asintió pidiéndole permiso para desembuchar. Este blanqueó los ojos. ¡Así no era como habían acordado!
—¿Qué pasa, querida?
—Solo... déjeme hablar con usted.
—¿Sobre qué? —Josefa se llevó la mano al pecho en un gesto teatral—. ¿No estarás embarazada?
Ella negó entre aspavientos, con una mueca de espanto.
—¡Por supuesto que... no! —tartamudeó Clara.
Josefa suspiró con alivio. Teresa rebajó la mueca de horror que había colocado. ¡Solo le faltaría ya eso!
—Claro. —Pidió a Alfonso que la ayudara a ponerse en pie—. Vayamos a la salita a charlar.
—¿Por qué no puedes decirlo en la mesa? Si es referente a ti, y a mi hijo, mejor es que lo sepa también —sugirió Teresa con molestia y enfado.
—No...no...Esto... ¿Podemos...? —insistió a Josefa, que ya se apoyaba en el brazo de su nieto, asegurándose con el bastón.
Se movieron hasta la menuda habitación bajo la curiosa mirada del resto. Mateo volvía a dibujar una risilla nerviosa en su cara imaginando lo que esto iba a desencadenar. «Un embarazo». ¡Pues sí que había dado en la diana su hermano, pronto! Podía ser eso. Aunque ella lo hubiera negado. Un sobrino. O sobrina. Corriendo por la casa. Sacando de quicio a la abuela. Eso le resultaba divertido e interesante. Lástima que tuviera que regresar a Estados Unidos, en momentos como estos. Bueno. De estarlo, todavía quedarían nueve meses para que llegara el pequeño retoño. «Voy a ser tío», mencionó en su cabeza.
Alfonso ayudó a su abuela a sentarse en el butacón. Ella pidió que cada uno de ellos se sentara a un lado diferente de ella, como si ella misma ejerciera de juez. Por lo que fuera a pasar.
—¿Estás preñada? —soltó la anciana a bocajarro.
—¡No! Claro que no —respondió Clara con velocidad—. Es solo que... solo que... —Alfonso la observaba preocupado y asustado. Iba a desembuchar. ¡Maldita traidora! No volvería a tener nada romántico con ella, por no respetar sus secretos.
—Es que... es...
—¡Habla, niña! Me tienes en ascuas —pidió Josefa.
—Pues, que... Que lo de Alfonso y yo...
Ella le puso la mano sobre la suya.
—No te preocupes. Sé que estáis estudiando la situación.
—La estamos fingiendo —soltó, casi en un grito, como si se le hubiera trabado un caramelo en la garganta y tuviera que forzarlo a salir.
La anciana abrió los ojos al máximo.
—¿Qué? —formuló, confusa.
—Planeamos fingir... esto... para tener contentos a los nuestros. A ver, en un principio fui yo quien se lo pedí a Alfonso para que mi familia me dejara en paz. Pero él me pidió que hiciera lo mismo a la inversa y... y no me siento bien mintiendo a una mujer tan maravillosa como usted.
Alfonso volvió a blanquear la mirada.
—Traidora —murmuró por lo bajo, entornando la mirada al mirarlo.
Josefa se frotó los ojos con cansancio. Miró a su nieto.
—Es por tu madre, ¿no?
—Ella no me deja en paz, abuela.
—Ella quería que volvieras con Aurora.
—Con Aurora no hay nada que hacer.
—Lo sé. No es necesario que me convenzas. —Trasladó la mirada hacia Clara—. Al menos has sido sincera. —Regresó la vista hacia Alfonso—. ¡No como tú, hermoso!
—Lo siento, abuela. De verdad lo siento.
Josefa se volvió a frotar el rostro.
—A ver, ¿de verdad que no hay nada? ¿Nada de nada? Porque me he fijado que, en alguno de los gestos cariñosos que le has dedicado a Clara, parecían esconder algo más.
—Porque me gusta, abuela. Ella me gusta —confesó, sin mirarla.
—Alfonso, por favor, ya podemos dejar de fingir.
La miró.
—Me gustas, Clara.
Iba a soltarle a bocajarro que un polvo no daba pie a que fuera así de exagerado. Pero, obviamente, delante de la abuela no.
—Estás confundido.
—Creo que no. Creo que...
—Es atracción. Solamente —diagnosticó Clara.
—Atracción o no, me gustas, Clara.
—¿Cómo quedamos?
—¡Paso de como quedamos!
—¡En serio! ¡Puedes dejar de fingir! La abuela ya lo sabe todo. Está presente, ¿recuerdas? —la señaló con el pulgar. Ella miraba a uno y a otro como si estuvieran jugando un partido de tenis.
—Hablo en serio, Clara.
Ella rodó los ojos. Estaba demasiado metido en el papel, o solamente no quería asegurar que lo que ella decía era cierto. La estaba dejando en mal lugar.
—A ver, ¿cómo quedamos? —insistió la abuela.
—Me gusta, abuela. Ella me gusta. Puede que esto termine bien.
—¿No estás tratando de sustituir a Aurora? ¿De quitártela de la cabeza metiendo a Clara de por medio? No hagas daño a otra persona para avanzar —le advirtió.
—Solo déjame comprobar...
Josefa dibujó un gesto claro de pérdida de paciencia.
—Comprobar... comprobar... ¡Ni que fuera un objeto dudoso del que tuvieras que asegurarte de si funciona o no! ¡Por Dios, muchacho! ¡Es humana! No un objeto que tengas que decidir si debe continuar en un estante expuesto, o meterlo en un cajón.
—Creo que, por ahora, lo quiero mostrar —sonrió.
La abuela le dio en el brazo. Él emitió un quejido.
—¡Valiente loco! No se puede jugar con la gente.
—Lo sé, abuela. Lo sé.
Josefa se tocó la barbilla con tres dedos y suspiró.
—Al menos no la has dejado preñada.
—¡Abuela!
—Con tu manía de probar a ver qué, me hubieras matado. Nos hubieras matado de un disgusto. Probar... ¡En mis tiempos, si decías que sí, era porque querías a esa persona!
—Te avisé de que no quería venir a la cena por mi madre. Por como es. Por cómo acabaría todo. ¡Y mira tú!
—Es bueno que la familia se reúna de vez en cuando.
—Para discutir...
—Para obligar a tu hermano que se deje caer por aquí, y deje de excusarse de que no tiene tiempo para viajar. Si tú te animas, él viene a visitarnos.
—Le encanta mofarse de mí.
—Es un crío, aún. Pero bueno. No me gustaría que perdiéramos el contacto. Me entristeceríais.
—Lo sé, abuela. Lo sé. Pero es que es un capullo.
Otro golpe en el brazo. Otro quejido.
—¡Esa boca! Solo es infantil. Punto. Y no por eso debes quererlo demasiado.
Alfonso frunció los labios.
—Ya. Claro. Claro.
Josefa dio una palmada.
—¡Perfecto! Regresemos a la mesa. Ya está todo aclarado.
—Por favor, abuela, síguenos el juego.
—Si has dicho que ella te gusta, ¿no?
—Sí.
—¡Pues nada! ¡Quiero comer postre! Y por vuestra culpa, no lo comeré. Esa Sacher de chocolate me vuelve loca. Me está llamando desde afuera.
—Cuidado con el azúcar y el colesterol, abuela —avisó Alfonso.
—¡No me agobies, Alfonsito! Para eso, ya tengo al doctor López. —Frunció los labios—. ¡Ese hombre es implacable!
—No tanto como mamá. Te lo aseguro.
Clara se rio de sus bromas. Se adelantó hacia la anciana.
—Siento haberle mentido así.
Ella le tocó la mejilla con dulzura.
—Has sido sincera. Es lo importante. ¡Y, quien sabe! Si después de «comprobar», como dice mi nieto, te quedas en la familia. —Josefa asintió—. Eres un amor de niña.
—Usted sí es un amor.
Soltó el brazo de Alfonso y pidió cogerse a ella.
—¿Me ayudas a regresar a la mesa?
—¡Eso está hecho!
Regresaron a la mesa. Todos los observaban con un suspense desesperado.
—¿Y bien? —formuló Mateo, pidiendo algún tipo de explicación, como si fuera el cabeza de familia.
—Pues nada... —Josefa clavó la cuchara en el pedazo de tarta—, que nuestra preciosa invitada se quedará en la familia hasta nueva orden. Le he dado permiso —discurseó, observando a Teresa de soslayo. Esta no parecía estar de acuerdo con su idea.
—No ha estado ni tan mal —sentenció Alfonso saliendo hacia el descansillo tras despedirse de todo el mundo, sobre todo de la abuela, la que más emoción mostraba, y con Mateo todavía preguntando si de verdad no estaba embarazada.
—Tienes una familia muy peculiar. Sobre todo, una abuela que es un amor —aseguró, recordando su generosidad, amabilidad, y dulzura.
Fue a cerrar la puerta. Mateo salió a toda prisa.
—¡Cuñada! A ver cuándo nos volvemos a ver. Espera... ¿Me das tu teléfono?
—¿Qué? ¿Para qué?
—Y te apunto mi número. Así, estamos en contacto.
—¡Tú lo que quieres es ligar con ella! —lo regañó Alfonso.
—Es mona.
Ella negó, con una risilla nerviosa.
—¡Vamos! ¡Cuñada! ¡Enróllate!
Alfonso le tapó la cara con la mano, apartándolo de un empujón, para cerrar la puerta de un portazo.
—¡Piérdete, patán!
—¡Siempre me cortas el rollo!
—¡Porque es mi novia! No, la tuya.
Clara hizo con la mano el gesto de despedirse, mostrando una risilla burlona antes de que su acompañante cerrase la puerta.
—Nos vemos, cuñado —pudo decir ella, con un tonillo sarcástico, a tiempo—. Tu hermano es un pelín peculiar.
—Dilo claro. Es un capullo. —Miró la hora en el reloj de muñeca—. Te llevo a casa.
—No es necesario. Cogeré un taxi.
—De eso nada. Quiero asegurarme de que llegas bien.
Entraron en el ascensor en mitad de la discusión.
—¡Soy cinturón negro de judo, además de profesora! ¿Sabes?
—Más quisieras.
Alfonso apretó el botón y las puertas se cerraron. Fue cuando aprovechó el momento para tirar de ella y besarla con un derroche de pasión desenfrenado. Le gustaba. ¡Vaya si le gustaba! Puede que muchísimo más que su culo, a ella. Porque fue en lo primero en que se fijó Clara, el día en que todo esto se inició, en mitad de aquel caos infantil, festivo y artístico.
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