10.
Clara jugó con los dedos entrelazados de Alfonso.
—«Galleta» —Ella esbozó una risilla burlona—. Ni a mí se me hubiera ocurrido un nombre tan gracioso.
—Éramos niños. Y si encima, el que lo dice es idiota.
Clara estalló en una risotada.
—¡No digas eso! Pobre Mateo.
—No te parecerá tan pobre cuando lo conozcas.
Finalmente, se habían hecho un ovillo en el sofá disfrutando del calor que irradiaba la calefacción. Ella se había arreglado un poco. No tanto para la ocasión. Luego se marcharía al baño para hacerlo. Porque, aunque Alfonso había sido cuidadoso, durante el proceso se habían desprendido varios mechones de su recogido. «Uno no puede ser cuidadoso en plena pasión. ¡Qué caray!».
Clara se incorporó para decir esto.
—Sigo pensando que no está bien que le mintamos a tu abuela.
—Lo entenderá.
Ella negó, incrédula con su respuesta.
—Qué no. En serio.
Fue a levantarse del sofá. Alfonso tiró de ella. Se había echado una manta fina por encima, y esta se había caído al suelo.
—Venga. Suelta, que ya es tarde —protestó la chica, recogiéndola—. Fíjate qué pintas tengo —rezongó, sacudiéndose el vestido.
—Me gustas más con el pelo revuelto.
—¡Eh! ¡No seas tonto! —lo reprendió, señalándolo—. Voy a asearme al cuarto de baño—. Mostró lo que había hecho un ovillo entre sus manos al recogerlo del sofá—. A ponerme las medias y las bragas. Has terminado rompiendo las normas de no desvestirme del todo.
Él levantó las manos, a la defensiva, muerto de risa.
Habían conseguido un aspecto impecable. Finalmente, nada parecía haber pasado, aun cuando habían catado sus cuerpos a la sublime rapidez de un rayo. Clara volvía a estar perfecta. Alfonso se había puesto un conjunto que le quedaba arrebatador: unos vaqueros negros ceñidos y desgastados, más una camisa blanca que apoyó con una camiseta térmica para no pasar frío. Porque, a quien se le ocurre ponerse una camisa fina en pleno frío. Más lo conjuntaría con un abrigo de aquellos de paño negro juvenil.
—Fua, estás —Clara hizo como que lo presentaba con su gesto, aunque no hubiese nadie más que ellos—, está imponente.
—No tan guapa como tú.
Ella alzó un dedo.
—¿Lo ves? Ya parecemos una pareja perfecta.
—Una pareja que se busca para los negocios y para un buen revolcón.
Ella hizo una mueca divertida.
—También. También.
—Oye...
—¿Sí?
—Después de esto podríamos quedar unas cuantas veces más para recordar lo épicos que estuvimos en nuestra representación.
—¿Estuvimos? —Se cruzó de brazos—. Aún no ha pasado. A saber cómo nos saldrá.
—Yo digo que bien. Damos el pego.
—Eso lo sabremos en unas horas —se sacudió al decirlo, temiendo el momento.
Él se encogió de hombros, algo más despreocupado. Aunque, «por dentro iba la procesión».
Al final se llevaron el coche de Alfonso: un Honda Civic de estilo deportivo azul. Cuando encendió el motor, rugió con potencia.
—Dos tubos de escape, ¿no? Doble cilindrada.
—¿Eh?
—Como si no tuvieras bastante para fardar. ¡Pues sí que se gana mucho trabajando de electricista! ¿O haces otra cosa ideal fuera de horario laboral?
Se quedó serio. Reflexivo. A Clara le entró la curiosidad. ¿En serio acababa de destapar su lado oscuro? Y eso no estaba en el currículo de presentación.
—Bueno, pues...
—Pues, que te he pillado —lo azuzó, enorgullecida de su intuición.
—Sí. Lo cierto es que sí. Me dedico a...
—¿A...?
—A...
—¡Quieres soltarlo ya!
—Soy un matón a sueldo —dijo, tan serio que incluso a Clara la preocupó.
—Es coña, ¿cierto?
—No. Pero no se lo digas a la abuela Josefa o me partirá las piernas.
—La abuela Josefa no sería capaz.
Él entornó la mirada desafiante.
—¡No tienes ni la menor idea de qué es capaz esa adorable mujer!
—Te estás quedando conmigo, ¿verdad?
—¿Tú crees?
El nivel de terror ascendía, súbitamente, a niveles preocupantes.
—¿No me habrás metido en un agujero gobernado por la mafia? —formuló, sin pensar bien lo que acababa de soltar. Era tan surrealista todo. Era tan imposible, que él tenía que estar bromeando.
Alfonso echó un vistazo rápido a su reloj.
—Es tarde. Ya te digo que paso de que mi abuela me parta las piernas.
Clara tocó su brazo pidiendo que no moviera el coche de donde estaba.
—Deja que me baje.
—¿Por? —preguntó, con una risilla ladina que estuvo a punto de borrarle de un guantazo.
—¡No pienso meterme en ningún follón de estos ilegales! Puede que necesite a alguien para que me salve de estas Navidades. Pero, obviamente, no pienso llevarle a mi familia a un matón. Ni pienso meterme en la guarida de lo peorcito de todo Madrid.
—¿Y quién te dice que somos de Madrid?
Lo observó, aún más espantada si cabía.
—Me bajo aquí.
Alfonso tocó su brazo, apretando como podía los labios, acabando por estallar en una carcajada, acabando por llorar de la risa.
—¡Tendrías que haberte visto la cara! ¡Joder, casi te da un soponcio!
—¡Hablo en serio! Me bajo aquí.
La sujetó con fuerza. Ella se resistía gritándole improperios.
—¡Es todo coña, Clara! ¡No somos de ese tipo de gente! Madre, mía. Si mi abuela te viera de esta guisa tragándote mis bromas, se desternillaba viva.
—¡Lo habías dicho muy serio!
—¡Yo soy así!
Le dio un capón que lo hizo dar un gritito de dolor.
—¡Eh! ¡No te pases! —Se pasó una mano por el pelo—. Me acabas de despeinar, joder.
—Te lo has ganado —lo señaló mientras él trataba de devolver la forma del peinado anterior de sus cabellos.
Alfonso puso el coche en marcha. Esta vez se dirigieron hacia el nuevo destino, prácticamente sin soltar palabra. Ni ensayos, ni comentarios. Clara apretaba las manos sobre su regazo, conteniéndose para no darle una buena paliza a aquel idiota. ¿En qué estaba pensando para ponerla de aquella manera? La había asustado de verdad. Llegó, incluso, a imaginarse a su abuela con unas pintas terroríficas, sierra de corte en mano, moviéndose hacia ella con la intención de descuartizarla. A sus padres, esperando a que entrase y cerrarse la puerta para terminar metiéndola en el sótano, dispuestos a torturarla hasta la muerte. ¡Pues no! Para nada había estado bien aquella broma fuera de lugar.
«Gilipollas», mencionó dentro de su cabeza, como un insulto hacia su falta de sensibilidad. Luego se quejaba de su hermano Mateo. Clara opinó para sí que debían de haberlo heredado ambos: «la estupidez infinita», definitivamente, se hereda.
Estacionaron donde pudieron. A esas horas, encontrar algo que no fuera en un descampado oscuro y apartado, era toda una hazaña. Llegaron al portal. Alfonso llamó. Clara casi se descuajaringa observando la altura de aquellos edificios de estructura pija. ¿En serio él pertenecería a una familia bien asentada? ¿Entonces, por qué no conducía un deportivo? O un Audi, BMW, Lexus...
—¿Sí? —respondió una voz juvenil, honda, pero chillona.
—Mateo, abre. Ya estamos aquí.
Se escuchó el telefonillo colgar con un crujido. Clara lo observó con cara de susto, temiendo lo que viniera a continuación.
—¿Qué... pasa?
Alfonso esbozó una risilla burlona.
—Pues nada. Lo dicho. No avisé de que vendría acompañado —aclaró, viendo como el rostro de la chica se le desencajaba—. Te dije que sería interesante nuestra actuación. Y divertida.
—Jamás dijiste eso, embustero. Solo que actuaríamos.
—Sí lo dije. Y lo estuvimos discutiendo. —Aún tenía sujeta la mano en la puerta tras haberla abierto su hermano desde arriba—. Y no te quejes. Que a mí me queda justo lo mismo, mañana.
—Ya... —Clara torció la boca con desaire. Pero es que tenía razón.
La detuvo. La sujetó de los hombros y sonrió.
—Actúa como si aspirases a ganar una estatuilla de esas doradas.
—Ni que yo fuera una artista de Hollywood.
Le guiñó un ojo.
—Lo eres. De hecho, sabes cómo amansar a las fieras. Y te vas a meter en el Coliseo de Roma —largó él, sin pelos en la lengua, todavía sin ser capaz de contener aquella risilla burlona que Clara la etiquetó de traidora.
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