CAPÍTULO 35

Probablemente no era inteligente hacer caso a tus sueños, incluso si estos no distaban demasiado de lo que definirías como pesadillas. La cuestión era que Perséfone no estaba del todo segura de si había estado dormida, siquiera, pues no era la primera vez que veía a Tom a pesar de que técnicamente él no estaba ahí. Ella tampoco recordaba haberse quedado dormida, y mucho menos haber despertado, solo salir de la cama a las tres de la mañana, ponerse zapatos, tomar su varita y abandonar su habitación tan rápido que no había tenido tiempo siquiera de pensar en lo que hacía.

No estaba familiarizada con la maldición Imperio, no a través de la experiencia directa, al menos, pero se imaginaba que la sensación debía ser algo similar a eso. Su cuerpo actuando por reflejo, obedeciendo instrucciones emitidas por su cerebro, incluso si su raciocinio no alcanzaba a entender el motivo por el que las daba.

Había abandonado su habitación con el sigilo de un fantasma, pero dejar la sala común era una cuestión ligeramente más complicada, debido a la Dama Gorda en el retrato, constantemente en vigilia, y que sería alertada en el instante en que cualquiera intentara salir. Avisaría a Dumbledore de inmediato.

No tenía tiempo para perder, a pesar de eso, porque si a alguien conocía bien, era a Tom, y Perséfone estaba segura de que no estaba jugándose un farol. No a ella, no con su hermana. Y, si su deducción sobre Tom era errónea, entonces estaba dispuesta a pagar las consecuencias.

Deslizó su mano hacia su varita, y desde el interior de la sala común, apuntó al retrato.

Petrificus Totalus —susurró ella. No hubo efecto visible o inmediato, pero mantuvo la varita en mano, por si acaso, y de un suave tirón, abrió el agujero del retrato.

El aire la golpeó con fuerza en el momento en el que abandonó la calidez de la sala común, cuyo calor venía de la chimenea constantemente avivada por los elfos domésticos. Perséfone se estremeció mientras daba una cautelosa media vuelta para observar el retrato desde el exterior, para encontrar la pintura cerrándose tras su paso y a la Dama Gorda, enfundada en su brillante vestido rosado, encorvada en somnolienta postura, pero con los ojos vivos, observándola con pavor; el miedo que podía infundir la parálisis total.

Perséfone estaría en muchos problemas cuando el primero de los estudiantes despertara, saliera y se percatara del estado del retrato. La mujer no tendría ningún reparo en delatarla de inmediato y correr a advertir al retrato más cercano, formando una cadena de chismes que llegaría en cuestión de minutos hasta el director Dumbledore.

Si la suerte estaba de su lado, para cuando aquello sucediera, estaría rescatando a Ginny de la Cámara, y sus acciones serían vistas como el mal necesario para salvar una vida. El tipo de decisión complicada que debía tomar una heroína.

Como prefecta de Gryffindor, había dado numerosas rondas de vigilancia nocturnas a través del castillo para buscar estudiantes rebeldes que se escabullían en la oscuridad, para pasar tiempo con sus parejas o hacer bromas. Ella sabía, entonces, que había numerosos retratos que se quedaban dormidos muy temprano en la noche, con un sueño tan pesado que podrían parecer fotografías muggles (estáticas).

A sabiendas de ello, caminó por los pasillos en los cuales los retratos dormían, tomó atajos mediante pasadizos que conocía gracias a los gemelos y luchó por no dejarse dominar por los nervios cuando, de vez en cuando, una de las personas en un retrato, se movía, como si hubieran escuchado un ruido y estuvieran a punto de despertarse.

En su estado de paranoia, no podía quitarse la sensación de que las armaduras que decoraban los pasillos se movían ocasionalmente para seguirla con la mirada mientras avanzaba, haciendo que la piel de Perséfone se erizara debido a una combinación de los nervios y el frío aire de la noche.

Para cuando entró en la recta final del camino hacia los baños de mujeres del segundo piso, el sonido sibilante del viento era suficiente para sobresaltarla. Sabía que era una mezcla de la adrenalina con su perpetua ansiedad, pero su cerebro no podía dejar de percatarse de ínfimos detalles, como las arañas desfilando en una ordenada hilera para salir por una de las ventanas con el vidrio ligeramente roto en una esquina, o la pipa encendida de uno de los retratos a pesar de que el hombre que la sostenía estaba dormido.

Seguía manteniendo la razón, o eso creyó. Hasta que la varita se le resbaló de entre los dedos, cayendo al suelo de piedra con un chisporroteo, un sonido como el de un metal al rojo vivo que acaba de empezar a ser templado. Solo sus propias manos, que cubrieron su boca por reflejo, pudieron ahogar el grito que le nació del fondo de la garganta.

El texto en el muro, aquel escrito a base de sangre, en el que se anunciaba que la Cámara de los Secretos había sido abierta, había sido borrado por Filch, el celador, hacía un tiempo. En aquellos momentos, sin embargo, había un nuevo mensaje en el muro, las letras chorreaban gotas que se deslizaban con pasmosa lentitud hasta el suelo y cada letra tenía el tamaño aproximado de la cabeza de Perséfone.

"Su esqueleto reposará en la cámara por siempre".

¿Cómo podía ser que sin importar su esfuerzo siempre terminara fallándole a quienes amaba? Cada una de sus decisiones era peor que la anterior. Cada una de sus decisiones la destrozaba más, a ella y a quienes la rodeaban. Cada una de sus decisiones resultaba ser siempre la equivocada.

El entumecimiento de su cuerpo y de su mente comenzó a disolverse cuando se inclinó para recoger su varita del suelo. Abrumada por una sensación como la de ser sacada del agua después de un largo tiempo sumergida.

Cuando entró en el baño, no había rastro de Myrtle la Llorona por ningún sitio. Había tenido la fortuna de que no se había cruzado con ningún fantasma, ni con Peeves, ni mucho menos con Filch, el celador, y su gata demoniaca, la señora Norris.

Ábrete —siseó Perséfone, cayendo con la facilidad de la práctica en la lengua pársel ante la vista del grabado de serpiente en el lavabo.

Un crujido profundo resonó en el ambiente antes de que el movimiento comenzara, con el lavabo replegándose sobre la rendija para dejar paso al agujero en el suelo por el que ella se deslizaría hacia la cámara de los secretos. Cuando se sentó en el suelo para desplazarse, sintió la frialdad del suelo a través de la fina tela de su piyama, y si tuviera tiempo para algo de frivolidad, se mortificaría por la visión que Tom pronto tendría de ella.

Aterrizó en el suelo con nada más que el sonido seco y estremecedor de finos huesos que se rompían bajo su peso y avanzó por los túneles hacia la gran puerta enfundada con serpientes de acero que se replegarían bajo su orden, pero eso no fue necesario, ya que estaba abierta.

El sigilo era imposible cuando cada paso resultaba escandaloso debido a su pie golpeando el suelo encharcado. No habría importado el ruido, de todos modos, porque en el momento en que entró, fue evidente.

Tom estaba allí, se veía exacta y precisamente como se había visto en su sueño, exceptuando porque su forma titilaba entre esa versión suya a la que ya se había habituado y un aspecto idéntico, pero ligeramente traslucido, como el de un fantasma, pero sin el brillo plateado que solía rodear a estos. Bailaba entre la realidad y la inexistencia, la condena de alguien que solo existe en un diario maldito.

A su lado, sin embargo, y para sorpresa de Perséfone, estaba Ginny, mostrando una brillante sonrisa de puro regocijo mientras abrazaba contra su pecho el diario de negro encuadernado, el diario de Tom.

—Te estábamos esperando, hermana —dijo Ginny.

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