CAPÍTULO 08

Perséfone no se describiría a sí misma como paranoica, solo como extremadamente minuciosa, organizada y quizá un poco controladora, y usaría esos mismos adjetivos para justificar su necesidad de mirar el Mapa del Merodeador cada pocos minutos para comprobar que el nombre de Albus Dumbledore estuviera en el Gran Comedor. No se podía ser demasiado cuidadosa cuando harías algo que podía provocar tu expulsión de la única escuela en el mundo en la que podías estudiar (estaba segura de que sus padres no querrían enviarla a Beauxbatons o Ilvermony si la atrapaban).

Entrar a la oficina del director no era lo más grave que había hecho, pero sí era lo más riesgoso y era más probable que la atraparan en el acto que con cualquier otra cosa que hubiera hecho, o considerado hacer, antes.

Ella se acercó a la estatua de hipogrifo, erguida, poco dispuesta a verse sospechosa en la desafortunada situación de que algunos ojos curiosos la vieran en la zona. El siguiente paso podía ser desagradable para algunos, pero la intención era que lo fuera, después de todo, no querían que todos los estudiantes estuvieran entrando a la oficina del director todos los días a todas horas, así que Perséfone colocó su varita en su mano y realizó un corte. El corte era limpio, pero atravesaba toda la palma y debía medir unos siete u ocho centímetros, y comenzó a sangrar inmediatamente. Ella tuvo mucho cuidado de no manchar el piso con su sangre y se limitó a presionar la herida contra una de las alas de la estatua.

—Yo, Perséfone Weasley, reclamo mi derecho como estudiante de Hogwarts a acceder al despacho del director —recitó ella, con seriedad.

Su herida punzaba al ser presionada con tanta fuerza contra la piedra, y ella no podía si no desear que la maldita escultura se moviera de una vez para poder curarse, de preferencia antes de contraer una infección por el contacto de la herida abierta contra la suciedad de la piedra. Un instante después, sus súplicas fueron escuchadas y el hipogrifo giró sobre su eje, elevándose y con escaleras apareciendo tras su paso, ella subió de inmediato a uno de los escalones y permitió que la llevara.

Un par de hechizos después, su mano estaba curada, como si nada hubiera sucedido, y no había ni una mancha de sangre en ningún sitio. Lección número uno del mundo mágico: no dejes nada de ti en ningún sitio, ni un cabello ni una gota de sangre, porque siempre hay algún tipo de magia que podrá usarlo en tu contra, algunos ejemplos de esto eran la poción multijugos o rituales de sangre.

Al final, ella quedó en frente de una sencilla puerta de madera, pero antes de poder atreverse a entrar, tuvo que revisar nuevamente el mapa: y allí estaba, en el Gran Comedor, en el centro y detrás de la mesa de los profesores, el director.

No quiso arriesgarse a dar tirones a la puerta como una tonta, incluso si quizá estaba abierta y solo daba la impresión contraria, así que apuntó a la puerta con la varita y murmuró:

Alohomora.

La puerta se abrió con un chirrido y ella avanzó, cautelosa.

Lo primero en lo que se enfocó fue en el ave fénix sobre una base junto al escritorio en el centro de la habitación, ella no tenía malas intenciones respecto a el pájaro, su dueño o la escuela en general, no en aquellos momentos, al menos, así que eso debió confundir al animal, que no reaccionó de inmediato, si no que la miró inclinando la cabeza.

Fawkes, como sabía que se llamaba por las historias de grandeza del magnífico Albus Dumbledore que su madre le había contado toda su infancia, en realidad tenía un aspecto poco agraciado en aquellos momentos, como un pavo medio desplumado y enfermo, no es que a ella le importase, al contrario, aprovechó la aparente pasividad y le arrojó un hechizo de sueño. El animal se tambaleó un poco, para después cerrar sus ojos y caer profundamente dormido.

No se dedicó a admirar el lugar, si no que dio otra mirada fugaz al mapa y después corrió a los repletos estantes de libros que se encontraban por toda la pared, como un librero que abarcaba todo el muro y que parecía carecer por completo de un orden, había libros en posición vertical en algunas zonas y en horizontal en otras, mientras que en algunas más había una mezcla de ambos acomodos, eso le hizo saber que definitivamente Dumbledore no podría notar la ausencia de un par de ellos, a menos que los necesitara específicamente, lo que era una posibilidad de uno entre cien.

Mientras examinaba la colección, se dio cuenta de que el mago definitivamente no escatimaba en conocimiento, sin importar la naturaleza de este, ya que, contrario a lo que muchos pensarían, sus libros no se limitaban de ninguna forma a la nombrada magia de luz, si no que se mezclaban con ritos antiguos y magia oscura que rozaba en los límites con la magia negra. Era curioso el hecho de que, porque él era el señor de la luz, el jefe brujo del Wizengamot y todos aquellos títulos que ostentaba, nadie se molestaba en notar su evidente falta de límites.

El libro "Encantamientos indetectables" apareció entre un grupo de libros de transformaciones, no es que ella fuera a intentar comprender el orden que el hombre le daba a sus cosas, pero "Ritualis magicae" fue mucho más difícil de encontrar, quince minutos después de su llegada, todavía no había visto ni un atisbo del libro y estaba por entrar en un frenesí, necesitaba ese libro, algo dentro de sí, su magia, suponía, se sentía fuertemente ligado a ese libro, y también tenía el fuerte presentimiento de que tenía las respuestas que ella necesitaba.

El director todavía estaba en el Gran Comedor, pero no sabía cuánto tiempo más estaría allí, así que al final tuvo que arriesgarse con el encantamiento convocador, esperando que los libros no tuvieran protecciones contra este y no existiera una alarma de algún tipo que pudiera reaccionar al hechizo.

Accio copia del libro "Ritualis magicae" de la biblioteca de Hogwarts almacenado en el despacho de Albus Dumbledore —enunció con claridad, pues el encantamiento convocador era extremadamente voluble y debía serse tan específico como se pudiese al ejecutarlo. Y, sin embargo, nada sucedió.

Perséfone quiso gritar de furia, por supuesto que el maldito libro debía estar bajo protecciones... Pero... Había algo extraño, algo muy extraño. Ella siempre había sido sensible a la magia, demasiado para su mala fortuna y la de sus padres, pues cuando era niña había tenido varios desagradables encuentros con objetos mágicos poderosos y, por supuesto, peligrosos. No veía la magia, ese era un don del que se rumoreaba, pero del que no había evidencia, pero sí podía sentir atisbos de ella en ocasiones, un cosquilleo cuando era demasiado intensa o cosas similares, y protecciones como esas... Deberían sentirse, muy en el fondo, ocultas, pero no inexistentes.

Ella cerró los ojos unos segundos, con fuerza, y pensó en el libro, en ese libro que necesitaba tanto, porque su familia lo necesitaba y por lo tanto ella debía conseguirlo. Cuando ella abrió los ojos, había caminado un par de metros, como si hubiera estado sonámbula, y, para su enorme decepción, se encontró frente a nada más y nada menos que un trozo de pared desnuda. ¿Gritar de impotencia era una opción? Se preguntó.

Entonces se le ocurrió, y se preguntó cómo había podido ser tan tonta como para no pensar en eso antes.

Finite incantatem —dijo, su varita chispeó un poco, y después, se formó un brillo en el aire, una estela azulada con la forma de una burbuja que comenzó a deshacerse poco a poco. Donde había solo pared, fría y vacía, apareció un nuevo librero, era alto pero delgado, con unos ocho estantes que almacenaban solo unos cuatro libros cada uno.

El glamour que había estado cubriendo esa zona era muy fuerte, demasiado, y aunque ella lo había destruido, era evidente que era solo temporal, pues los bordes brillantes permanecían, como si el escudo luchara por volver a formarse, y, Perséfone, habituada a contenerse al hacer magia para no llamar demasiado la atención, tampoco se había esforzado demasiado, así que ella se apresuró a examinar los títulos en los lomos de los libros.

Había algunos libros que ella reconoció claramente como infundidos en magia negra, ya que despedían una sensación que erizaba la piel, pero no dejaba de ser atrayente y quizá un poco incómoda.

Se encontró con libros como "Secretos de las artes más oscuras", que era un gran volumen, encuadernado en cuero desteñido. Pero el que realmente pareció brillar ante sus ojos, fue aquel que estaba buscando, "Ritualis magicae", no era tan grande pero sí llamativo, la portada parecía hecha de pergamino, delgada y frágil, así que lo tomó con cuidado del estante, pero al extraerlo, otro libro pareció casi adherirse a este, uno grueso, pero de tamaño pequeño, con un título en un lenguaje que ella no pudo entender, lo que la fastidió profundamente. En el momento en que los libros salieron, el hechizo para esconderlos pareció reactivarse de golpe, y ella tuvo que mover la mano rápidamente cuando la burbuja se cerró y los libros desaparecieron otra vez.

Entonces, ella miró el mapa, que había guardado cuando comenzó a lanzar hechizos, y para su horror, pudo ver al director Dumbledore atravesar un pasillo del segundo piso hacia las escaleras. Se decidió por no tentar su suerte, canceló el encantamiento de sueño que colocó en Fawkes y corrió fuera del lugar.

Tenía una escalofriante certeza de que, aunque las cosas habían salido como había planeado (exceptuando el libro adicional), todavía había demasiado que le saldría mal... Y justo por eso, por ese mal presentimiento, por ese miedo infundado, era que debía hacer lo necesario, lo antes posible, y estaba dispuesta a pagar el precio que la magia exigiera.

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