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VOLKER


Le había bastado una breve investigación y llamadas al hospital municipal de la ciudad para averiguar dónde vivía, bajo el pretexto de que temía por la salud de su paciente. No había conseguido su dirección —ya que ella había colocado una que no existía en el formulario que llenó con su asistente— pero sí la de su antigua vivienda.

Volker esbozó una sonrisa de satisfacción al ver la dirección.

Ese mismo día manejó hacia la casa.

Era una casa de esquina, de dos plantas y con un lindo jardín que un hombre de edad se preocupaba por mantener arreglado. Supo enseguida que se trataba de la casa de sus padres.

—Qué padres más adorables tienes, Serena —habló en voz alta al ver cómo la madre de Serena salía a ofrecerle agua a su esposo.

Estuvo observándolos desde el interior de su auto, en la calle del frente. Quería saber si había algún movimiento inusual o si ella llegaba a visitarlos.

Pasaron tres días y no apareció.

—Así que eres la clase de hija ingrata, ¿no?

Empezaba a perder la paciencia cuando un jueves por la mañana ambos padres salieron de la casa y se subieron a su auto. Eran tan ancianos y perdidos que no se dieron cuenta de que Volker los iba siguiendo, eufórico.

Aparcaron frente a una casa vieja y los dos se bajaron. El padre golpeó la puerta y dijo su nombre: Serena. Dentro de su auto, Volker dejó escapar una risa ansiosa al escuchar cómo aquel hombre llamaba a su presa. Había dado con su casa con tanta facilidad que ni siquiera se lo creía.

Sin embargo, notó que la madre de ella caminó hacia el costado de la casa hacia el panel de electricidad. No pudo ver bien lo que hacía allí, pero supuso que estaba desactivando la electricidad, o bien, que la casa pese a ser de un aspecto viejo, poseía algún sistema de seguridad.

—¿Crees que eres astuta, Serena? Pues estás siendo muy ingenua, cariño.

Los padres de Serena ingresaron a la casa y la calle quedó en silencio.

Era el sitio perfecto: calle solitaria, vecinos alejados, un bosque de fondo... Volker se lamió los labios saboreando la realización de sus planes.

Procurando no ser visto, bajó del auto y se dirigió al panel. Quiso reírse a carcajadas. Era viejo y polvoriento, como una especie de calculadora. Él tenía razón: la casa poseía un sistema de seguridad, pero era demasiado fácil descubrir la clave, todo estaba tan lleno de tierra que le bastó ver cuáles eran los botones limpios.

Eran tres números: el 2, 3 y 6.

Regresó a su auto y sacó su libreta y un bolígrafo de la guantera para crear todas las posibles combinaciones. Con eso listo, siguió observando la casa mientras las fantasías sobre todo lo que le iba a hacer colmaban sus pensamientos.

Lo mejor vino cuando los padres de ella abandonaron la casa. Fue su madre la que volvió a ingresar la clave de seguridad antes de marcharse.

Eso significaba que ella estaba a su completa disposición.

—Nos veremos pronto, mi dulce Serena —pronunció con las comisuras de su boca tirando en una sonrisa traviesa.

Ya se estaba emocionando.

Echó a andar el auto y se marchó del lugar para no levantar sospechas.

~

Al caer la noche regresó a la casa de Serena. Caminó raudo a través de una difusa neblina que difuminaba su esbelta figura. Notó que las luces estaban encendidas en el interior, pero no se veía señal de ella. Llegó al panel eléctrico para ingresar las posibles claves que desactivarían el sistema de seguridad de la casa, procurando no llamar la atención en el proceso. Tuvo la suerte de dar con el número en el segundo intento y se regocijó en su destreza e intuición.

Antes de avanzar hacia la puerta principal, se aseguró de que nadie estuviera cerca. Su energético corazón palpitaba con fuerza en el pecho, marcando un paso, su ansia, su deseo por tenerla. Extendió la mano y probó el picaporte para ver si estaba abierto. No lo estaba. Eso no le sorprendió. Esperaba que ella hubiera tomado precauciones para proteger su casa en caso de que el sistema de seguridad fallara.

Dio la vuelta a la casa en busca de una manera de entrar. Notó una pequeña ventana que estaba apenas entreabierta, la cual daba a una habitación que, bajo su intuición, dedujo que se trataba de una especie de bodega. Sonrió para sí mismo. Era como si ella lo estuviera invitando a entrar.

Se deslizó por la ventana abierta y entró. Sus pies no hicieron ninguna clase de ruido una vez que pisó la moqueta. Avanzó como una sombra abriéndose paso en la oscuridad.

Podía oír su respiración ligera proveniente de la habitación contigua, y no pudo evitar que el deseo recorriera su cuerpo.

Empujó la puerta del dormitorio de a poco, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Allí estaba ella, dormida en la cama, con el teléfono olvidado en la mesita de noche. Se acercó con sigilo para contemplar su figura pacífica y, en el pecho, su corazón se aceleraba.

Se paró al lado de la cama, elevándose sobre su figura dormida. Extendió la mano y con delicadeza apartó un mechón oscuro de su rostro. Su piel era pálida como la porcelana... Sintió una oleada de emociones contradictorias. Una parte de él quería despertarla, pero otra parte, más oscura, quería aprovechar su vulnerabilidad para satisfacer sus propios deseos retorcidos.

Se inclinó más cerca, su rostro a escasos centímetros del de ella. Podía oler su aroma, esa mezcla embriagadora de perfume, sudor y algo más, algo que era solo suyo.

Sus ojos recorrieron su cuerpo, grabando cada detalle: la forma en que su pecho subía y bajaba con su respiración, la curva de su cuello, la manera en que su boca se abría al dormir.

Extendió la mano y trazó la línea de su mandíbula con el dedo. Imaginó cómo se sentiría al tocarla, saborearla, poseerla de todas las maneras imaginables.

Se contuvo.

Por ahora.

No estaba listo para despertarla y tampoco para devorar hasta el último grado de su vulnerabilidad, por mucho que el poder y deseo lo recorrieran. Tenía que ser paciente, prepararla para cuando ese momento llegara y su hambre despertara.

Centró su atención en la mesilla de noche, buscando alguna pista sobre su vida. Encontró un frasco de un medicamento, cuya etiqueta indicaba que eran pastillas para dormir. Seguro que ni siquiera eran recetadas.

Sonrió para sí mismo.

—Qué rebelde de tu parte, Serena —le recriminó en un susurro.

Ella le había facilitado mucho las cosas.

Dejó la botella de vuelta en la mesa de noche y volvió a mirarla.

Quiso tocarla, pasar los dedos por su pelo, sentir el calor de su piel contra la suya... Trató de controlarse. Si empezaba no podría parar. Optó por sentarse en la silla junto a la cama y la observó dormir. Podía oír algún que otro suspiro o murmullo. Se preguntó qué estaría soñando y si alguna vez había soñado con él.

Quería estar en sus sueños, invadir su subconsciente, así como ella invadía el suyo.

Imaginó cómo sería despertarla, besarla hasta dejarla sin aliento, hacerla suya.

Ella se movió en sueños recostándose de espaldas en la cama y suspiró, murmurando algo sin sentido. Luego se rascó el vientre y se llevó la mano a la altura de la cabeza. Volker la observó con atención sin quitarle la mirada de encima. La manera en que ella no era consciente de lo fascinante que se veía al dormir, en cómo lo tentaba al moverse y le mostraba el estómago... era demasiado.

Apretó los puños para conservar algo de autocontrol. Quería extender la mano y tocarla, sentir su piel bajo las yemas de sus dedos, pero no podía. Con la mirada fija en la curva de su cadera, en la forma en que su camisa se había subido un poco, tragó saliva y se reclinó hacia atrás, cruzando las piernas en un intento por calmarse.

De repente, ella se despertó sobresaltada. Se llevó las manos a la cabeza mientras respiraba a bocanadas. Ni siquiera se dio cuenta de la presencia que la acechaba en la oscuridad.

Volker la observó tambalear al salir de la cama, con el corazón acelerado. Podía ver el cansancio en sus ojos, la desorientación de alguien que se despierta de una pesadilla. Contempló su figura, la forma en que su cabello estaba despeinado por el sueño y la manera en que su camisa se pegaba a sus curvas. Quiso extender la mano y tocarla, consolarla de la pesadilla que la había despertado, pero permaneció quieto, con el cuerpo tenso como la cuerda de un arco. Se inclinó hacia delante en su silla sin quitarle los ojos de encima mientras Serena se dirigía al baño.

Miró hacia la cama, donde ella había estado tendida, y la tentadora idea de acercarse para oler su esencia, revolcarse en su más íntimo espacio, lo consumió. Tuvo que enterrarse las uñas en la pierna para no arriesgarse.

Su pensamiento fue desplazado a un lado al notar algo extraño bajo la almohada. Extendió su mano y descubrió que se trataba de un viejo destornillador.

No pudo evitar sonreír.

Guardó el destornillador detrás de su cinturón y se levantó de la silla.

Había tenido suficiente por esa noche.



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