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PARTE 4

SERENA


Se sentía extraño despertar en una habitación que no era la misma, con el lejano canto de las aves entre los árboles, la luz natural del sol colándose por la ventana, y acompañada de un hombre. Pero esa era mi vida ahora, atrapada en una casa donde la libertad estaba a tan solo un metro de grosor, con la incertidumbre abrazándome.

Era como jugar a la ruleta rusa, nunca sabía en qué momento jalaría el gatillo y la bala me atravesaría la sien.

Aunque... ¿podía decir que era algo malo? Llevaba una semana desde que había perdido el juego y Volker me había atrapado, y desde entonces todo iba «normal». Éramos el acto retorcido de una pareja común y corriente, escondiendo el hecho de que él era un asesino serial admitido y que me había secuestrado.

A veces me sorprendía mordiéndome las uñas, mirando pasadizos entre los árboles por donde podría escapar, o en busca de una manera de poder escalar la enorme cerca que cerraba las hectáreas y hectáreas de mi jaula. En otras ocasiones, pensaba en lo cómoda que era mi vida ahora, sin preocuparme por las deudas o el arriendo de la casa. Volker me trataba como una princesa, y el sexo estaba bien. Muy bien.

Sin embargo, cuando pensaba en ello, siempre aparecía la vocecita que me decía: «si raspas más allá de la superficie, podrás ver lo podrido que está».

No sabía si estaba padeciendo el síndrome de Estocolmo o si él presentaba el síndrome de Lima. Lo único claro era que, cada vez que se acercaba para besarme la cabeza al levantarse, yo me acomodaba en la cama y sonreía, porque su olor y sus besos eran reconfortantes.

Hasta que escuchaba la corta melodía que emitía la puerta tras ingresar la clave de seguridad y, luego, escuchaba el motor de su auto. Un recordatorio de que seguía siendo su prisionera.

—Serena, de nuevo estás pensativa.

Su voz me trajo de regreso a la realidad. Estábamos frente a frente, separados por la mesa de centro donde reposaba el tablón de ajedrez, sentados sobre una alfombra de color gris que nos protegía del porcelanato. Era una mañana fría de sábado; él no tenía trabajo y yo... bueno, tampoco tenía mucho por hacer, así que a Volker se le había ocurrido seguir enseñándome ajedrez.

Estiró la mano para apartarme el cabello de la frente con delicadeza y deslizó los dedos alrededor de un mechón.

—¿Ya te has dado por vencida?

—Nunca lo hago. —Me defendí. Bajé la mirada al tablero y analicé la jugada. Me llevaba mucha ventaja. Tan solo tenía unos cuantos peones a mi favor, y cada vez que hacía un movimiento, veía las piezas de mi tablero desaparecer.

—Tic, tac, tic, tac...

—Basta —gruñí.

Volker se rio entre dientes y se acomodó en su lugar. Apoyó el codo sobre la mesa, junto a la taza del cappuccino que solía beber por las mañanas. Amaba tomarse el tiempo de prepararse el café desde cero: moler los granos, presionarlos y ponerlos en la cafetera. Para mí era demasiado trabajo, prefería el café en sobre que vendían en el supermercado, listo para derretirse en el agua caliente.

Moví uno de los peones y él enseguida lo mató. Ya había estudiado la posibilidad de mover aquella pieza, como todos los movimientos del tablero, y fuera de este.

—Parece que será otra victoria para mí —dijo con una vocecita irritante y burlona. Su sonrisa truncada por la mejilla que su mano aplastaba—. ¿Sabes lo que significa?

—¿Que eres un imbécil presumido?

—No hace falta ganar para darme cuenta de ello. Tener autoestima a veces se confunde con ego desmedido o presunciones.

—Autoestima, sí, claro. Y lo de sacarme en cara todas mis derrotas, ¿qué es?

—Motivarte a que sigas intentándolo.

Blanqueé los ojos y suspiré moviendo una pieza cualquiera. Él hizo un movimiento y se llevó consigo a mi alfil.

—Me gusta cuando estás molesta. El fuego que reflejan tus ojos es... encantador.

—Sí, ya me lo has dicho antes —dije con pesimismo y busqué mi próximo movimiento.

—No puedes culparme, amor, me vuelves loco.

Me apoderé de un peón suyo y lo señalé.

—Ya lo estabas desde antes de que nos conociéramos.

—Pero tú has sabido conducirme a lo más profundo de la locura. Puede que no me creas o pienses que es un intento de despertar algún trastorno en ti, aprovecharme de tu encierro y que bajes la guardia. Sin embargo, debes saber que cada vez que te miro, me siento tan abierto.

Alcé una ceja. Para tener un léxico abundante y sofisticado, había usado una palabra muy precisa.

—Espero que digas eso en el sentido figurado.

Otra risa.

—¿Te parezco vulnerable?

—En mi opinión, diría que estoy desvelando las capas de Volker Kingsley una por una. Aunque eso sería una mentira, tu pasado sigue siendo un misterio para mí. Eres muy reservado.

—Ah, sí, mi misterioso pasado. —Había cierta cuota de misticismo en su voz y su semblante era relajado, casi juguetón. Se llevó la taza a los labios y me miró con un brillo intrigante—. Me gusta mantener un aire de misterio a mi alrededor, me hace más atractivo, ¿no crees?

Elevó una ceja en lo que dejaba su taza de café sobre la mesita.

Traté de no sonreír, pero fallé. Él lució complacido, con el pecho inflado de puro ego.

—En eso estoy de acuerdo contigo —admití—. La verdad, me gustaría saber más sobre ti. Sé que eres un asesino en serie, que trabajas como terapeuta y que antes estudiaste para ser cirujano. Además, te gusta el café... Ah, y que sabes cocinar muy bien, nada más...

—¿Eso no te parece suficiente, amor?

Lo miré con los párpados caídos en desaprobación. Sonriendo, hizo su siguiente movimiento y suspiró.

—Supongo que puedo compartir contigo algunos detalles más, si de verdad estás interesada.

Juro que mis ojos brillaron con curiosidad. Era cierto, no sabía mucho de él y mis paseos por la cabaña y su oficina no exponían demasiada información, por eso, saber más de Volker y su pasado, era un logro. Un absoluto tesoro.

—Estoy muy, muy interesada —admití tan avispada como una niña—. ¿Vas a contarme un pequeño secreto?

—¿Un secreto, mi amor? —preguntó con un tono algo burlón—. ¿Por qué detenerte en uno solo? ¿Qué tal si te cuento tres secretos?

—Oh, así que estás siendo caritativo. Qué sospechoso... —Entrecerré los ojos y vi que su sonrisa se ensanchaba con malicia—. Cuéntamelo todo.

—Muy bien, tres secretos.

Hizo una pausa pensando qué decir. Su semblante indiferente y juguetón se transformó en uno más serio. Llevaba el tiempo suficiente junto a él para entender algunas de sus actitudes, y la que se presentaba ante mis ojos era una que nunca había visto antes.

—Desde muy joven mostré ciertos rasgos de conducta que me predisponían a una visión específica del mundo. —Su tono era una mezcla de introspección y desapego—. Fueron esas experiencias y acontecimientos de mi vida los que moldearon esos rasgos hasta convertirlos en lo que soy ahora.

No esperaba que contara algo sobre su pasado, y aunque no era mucho, fue lo suficiente para hacerme una idea de lo que sus ojos oscuros transmitían.

—Parece que tuviste una infancia difícil... —Traté de hablar bajo, con cautela. No busqué compadecerme, sino entenderlo.

Su mirada, que antes estaba posada en un punto fijo del tablero, se detuvo en mí por unos segundos.

—Difícil es un eufemismo —respondió con un dejo de amargura en la voz—. Mi infancia fue... tumultuosa, por decir lo menos. Enfrenté desafíos y traumas que ningún niño debería soportar. Viví La Guerra del Olvido en carne propia.

La Guerra del Olvido o La Guerra de los Huérfanos fue un conflicto bélico que ocurrió en Europa y Asia a causa de territorio y recursos, y que, a diferencia de las anteriores, fue olvidada con el tiempo, de ahí su nombre. Se dice que el conflicto Europa-Asia dejó a muchos huérfanos, pues al no tener participación de otros países, los recursos escasearon y familias enteras fueron separadas. Muchos refugiados llegaron a Estados Unidos, sobre todo, barcos llenos de huérfanos.

—¿Así que fuiste uno de los niños refugiados en el país? —pregunté en voz baja y recordé algunas imágenes sobre el acontecimiento.

—No, llegué a los Estados Unidos cuando era un adolescente. Antes de eso, sobreviví a la guerra con los pocos niños que quedaban en mi país. Fue en aquella época en que entendí lo que era vivir o morir. Así que agarré un cuchillo, mi valentía, y dejé atrás los pocos recuerdos felices que tenía.

—Entonces, ¿empezaste a matar para sobrevivir? —Busqué sinceridad en su expresión.

Volker sacudió la cabeza con una pequeña pero notoria sonrisa en los labios.

—No, no fue la supervivencia lo que me llevó a hacerlo, fue una especie de despertar. Descubrir una parte de mí que prospera en la oscuridad.

El brillo en sus ojos volvió. Me pregunté qué había recordado para volver a ser el de siempre.

—No lo entiendo. Si no fue por supervivencia, sino que una especie de despertar o nacimiento, ¿qué evento te hizo eclosionar?

Soltó una risa breve y seca ante mi elección de palabras.

—Eclosionar... Salir del cascarón... —repitió, reflexivo—. Supongo que es una metáfora acertada. No hubo un único acontecimiento en sí, fue un proceso gradual, una culminación de experiencias y revelaciones. Mi infancia sentó las bases, pero no fue hasta que estudié para ser cirujano que descubrí mis... inclinaciones particulares —explicó—. Siempre he tenido una visión, digamos, poco convencional del mundo y de las personas que lo habitan. Nunca fui capaz de conectar con los demás a un nivel emocional profundo. Siempre he sentido un vacío dentro de mí, un vacío que nada parecía poder llenar. Me di cuenta de que la única forma en que podía sentirme vivo y sentir algo de verdad, era cuando tenía el control. Cuando tenía poder absoluto sobre la vida y la muerte de otra persona.

—Debe sentirse como ser dios —supuse.

Él me miró con cierta intriga y fascinación.

—Algunos podrían decir eso. Tener la vida de alguien en tus manos puede ser... embriagador.

—¿Tú lo crees?

La sonrisa de Volker se agrandó un poco, pero tenía un dejo de ironía.

—Prefiero pensar en ello como una perspectiva única —respondió con tono mesurado—. Respeto la fragilidad de la vida y la muerte, mas no pretendo tener poderes divinos. Después de todo, todos estamos limitados.

Asentí, pensativa, y moví otra pieza del tablero sin demasiado interés. Él, para sorpresa de nadie, esperaba ese movimiento y mató a mi caballo.

—¿En qué piensas? —preguntó.

Bajé la mirada al tablero y moví otra pieza, llevándome una torre de él. Después lo miré, algo temerosa por lo que diría a continuación:

—La noche que quise romper con mi exnovio y él se volvió loco e intentó matarme, se abalanzó sobre mí con el cuchillo en alto. Yo tenía miedo, ni siquiera recuerdo cómo pasó todo, pero aguanté su ataque...

Necesité un momento para deshacer el nudo en mi estómago. Volker tomó mi mano con la suya y la acarició como consuelo. Yo volteé la mano y dejé a la vista la cicatriz en mi palma.

—Se abalanzó sobre mí y vi el reflejo de la luz en la hoja del cuchillo, así que me giré y lo detuve con mi mano. Una fuerza sobrenatural se apoderó de mí en ese instante, una de la que no me creía capaz... «Quiero vivir, quiero vivir», me repetía una y otra vez con el cuchillo atravesando la piel de mi mano.

El dedo de Volker se paseó por mi piel mientras me escuchaba con atención. Su caricia por mi cicatriz era gentil, cuidadosa, como una brisa cálida.

—Era detenerlo o morir, así que empujé a Alex contra un mueble y mis recuerdos se desvanecieron. Solo lo recuerdo tirado en el suelo, con mi sangre, y que yo sostenía el cuchillo. En ese momento tuve la oportunidad de decidir: dejarlo vivir o matarlo. Su vida estaba en mis manos. Me sentí poderosa, como un dios. Fue como un orgasmo, un viaje, como probar la ambrosía.

Elevó la mirada y sus ojos adquirieron un brillo más intenso, casi hambriento.

—Así que sentiste la euforia, la excitación, la emoción de todo eso, ¿no? ¿Sentiste el poder, el control, el dominio?

Yo asentí.

Era curioso, si le hubiera contado a otra persona cómo me sentí al tener la vida de Alex en mis manos, era muy probable que me hubiese tachado de loca. Pero con Volker... con Volker me sentí apoyada.

—¿Sientes lo mismo?

Alzó mi mano y me besó la cicatriz.

—Sí, amor —murmuró, en voz baja, con los ojos fijos en los míos—. Siento lo mismo.

Se inclinó sobre la mesa sin soltar mi mano.

—El poder, el control y la emoción de todo esto... —Su aliento caliente tenía un leve sabor a café que me dio deseos de respirar hondo—. Es estimulante, ¿no es así, amor? La sensación de tener la vida de otra persona en tus manos...

Saboreaba cada palabra. Se apartó un poco y sus ojos adquirieron un brillo más oscuro, casi obsesivo.

—Tú y yo, amor, nos entendemos. Sentimos las mismas cosas, conocemos el mismo placer. Somos almas gemelas.

Darme cuenta de ello me provocó un escalofrío en la columna y mi respiración se entrecortó.

—Supongo que es cierto... —asumí con un atisbo de pesimismo—. Pero no quiero matar, yo... Eso es malo.

—¿Lo es, amor? —preguntó en voz baja, casi seductora—. ¿En serio es malo sentir poder?

Me quedé callada, con los labios entreabiertos y la mirada atrapada por la suya. Vi su media sonrisa y mi cuerpo se estremeció.

—No hay nada malo en querer sentirse poderoso, mi amor. En absoluto. Veo en ti esa necesidad de poder, ese deseo de control. Está escrito en todo tu ser. Quizá no quieras admitirlo, pero sabes que está ahí —continuó con su mano todavía enredada con la mía—. Puedo ayudarte. Puedo enseñarte, puedo guiarte... Solo debes decirme y estaré para ti.

Me quedé sin palabras, callada como un muerto y traté de mirar más allá de lo que su expresión mostraba. ¿Era eso para lo que me quería? ¿Él me veía como una compañera de crímenes? La sola idea me hizo temblar. No obstante, más allá de lo oscuro que me parecía la mera idea de asesinar a alguien, ese pensamiento no resultó tan desacertado. No cuando la idea de matar a mi exnovio persistía.

Volker sonrió, y movió una última pieza antes de decir:

—Jaque Mate.

~


Aparté la vista de la cortada en el brazo. Volker había dicho que mi cuerpo cicatrizaba muy bien, así que tras un delicioso almuerzo y algo más de diversión, decidió quitarme los puntos.

—¿A dónde vas?

Después de revisar mi herida, se paseaba de un lado a otro por el dormitorio en busca de su ropa. Se suponía que no tenía trabajo y el día anterior había llegado con bolsas y bolsas de víveres para llenar la alacena.

—Saldré a comprar algunas cosas para nuestra cena especial.

No me gustaba cuando me dejaba sola en la cabaña. No había televisión, solo un tocadiscos de aspecto antiguo, y no podía ingresar a su oficina sin las llaves que guardaba siempre en su pantalón. Y tampoco podía escapar, por mucho que me esmeraba en buscar alguna manera de hacerlo una vez que se marchaba. Estaba confinada a esa lujosa cabaña.

—¿Cena especial? —pregunté.

—Te dije que te daría un regalo, ¿recuerdas?

Siempre iba de misterioso, así que pensé que sería buena idea hacerle algunas preguntas para averiguar lo que tramaba.

—Y el regalo es... ¿una cena especial?

Estaba de espaldas a mí, sentado en el borde de la cama, poniéndose los zapatos, pero conseguí escuchar su risa.

—Sé lo que tratas de hacer, amor.

Me removí debajo de las mantas, algo incómoda.

—¿Qué hago? —Traté de sonar desentendida.

Volker apoyó la mano sobre la cama y ladeó su figura hacia mí. Tenía el cabello mojado por la ducha reciente, lo que hacía que se le viera más oscuro y que sus ojos depredadores resaltaran.

—Tratas de conducir la charla en la dirección precisa haciendo preguntas cerradas para descubrir lo que planeo.

—No, no, solo era curiosidad —respondí agitando las manos. Mi desespero me delató, y él volvió a centrarse en sus zapatos con una risa divertida.

—No quieras engañarme, te conozco mejor de lo que crees.

—¿Entonces he fallado? —Seguí dentro de mi falsa inocencia.

Se levantó de la cama y volteó hacia mí. Sus manos grandes y pulcras acomodaban su pantalón.

—Rotundamente.

Resoplé con desánimo y me quedé embobada un instante en la manera en que subía la cremallera de su pantalón y escondía aquello que hacía solo unos minutos había visto sin prohibiciones.

—Al menos dame una pista —insistí y levanté la mirada. Él mantenía su buen ánimo, amaba que le rogara.

—No voy a arruinar la sorpresa.

Entrecerré los ojos.

—Me lo debes.

Alzó una ceja sin comprender. Cada vez que la confusión inundaba su rostro, él ladeaba la cabeza o alzaba una ceja. Se veía como una persona común y corriente cuando lo hacía, y yo olvidaba que detrás de esas muecas inocentes se escondía un monstruo.

—Me lo debes a cambio del tercer secreto —expliqué y levanté el meñique para comenzar mi conteo—. Sé sobre tu infancia y por qué matas, falta uno.

Él se rio entre dientes y gateó sobre la cama hasta quedar a horcajadas sobre mí.

—Estamos impacientes, ¿no? —bromeó con un atisbo de sonrisa que jugaba en las comisuras de sus labios.

—Solo pido lo que se me prometió. —Me crucé de brazos y miré a un lado.

—Eres una cosita muy atrevida —sus palabras adquirieron un tono de admiración—. Ten cuidado con lo que pides, mi amor, tal vez no te guste lo que escuches...

Se inclinó hacia mí y no tardó en besarme el cuello, lento, despacio, sin apuros; solo su aliento caliente y mi piel poniéndose de gallina a causa del escalofrío que sus besos me causaban. Tiré de su corbata y lo obligué a detenerse.

—No importa lo que sea, quiero escucharlo —aseguré.

—Está bien, amor —musitó—. Te prometí tres secretos y eso es lo que te daré. Pero no será hoy. Te lo contaré en la cena.

—Oh, vamos...

Se apartó relamiéndose los labios como una manera de saborear el hecho de que acababa de dejarme con la intriga a flor de piel.

—No hay negociaciones.

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