Capítulo 4
Como un anuncio que aparece de repente en YouTube para interrumpir un interesante vídeo sobre los posibles finales de Berserk, el timbre del piso frenó el honesto discurso de su corazón y lo frustró hasta el punto de casi gruñir y darle con el puño a la mesa.
¡Le había faltado tan poco para llegar al momento perfecto! ¡Tan solo unas pocas palabras más! La luz de las bombillas los iluminaba con esa luz tan cálida y romántica, estaban un poco sueltos después de pasar tanto tiempo juntos y haber bebido, y ¡la ciudad entera parecía haberse parado para ellos!
En lugar de dejar rienda suelta a la ira y soltar una palabrota no muy bonita, apretó los labios en una fina línea, y observó la reacción de Carla, cuya expresión confusa y postura estática afortunadamente le mostró que no estaba esperando a nadie a aquellas altas horas de la noche.
—No sé quién puede ser —corroboró, después de unos segundos en tenso silencio.
Revisó seguidamente su móvil, nerviosa, y Héctor pensó de nuevo y por desgracia en Helena e Iris. Si eran ellas las que habían interrumpido su confesión porque sabían que había quedado con Carla, averiguaría dónde trabajaban e iría a cada sitio para montarles el mismo numerito con la capucha y la postura siniestra. Le daba igual si trabajaban en un restaurante, en una tienda de ropa, en un taller de coches, en una consulta o en un parque acuático. Quizás hasta les daría el número de un terapeuta, o el de alguno de sus amigos que sentían especial atracción por chicas tóxicas como ellas. Pero, Carla terminó de mirar el móvil, la luz artificial de la pantalla devolvió su dominio cálido a las bombillas, y parecía igual de confusa que antes. Así que definitivamente no esperaba a nadie.
Permanecieron en un incómodo silencio durante unos momentos, esperando oír de nuevo el timbre, pero nada.
—Se habrán equivocado de puerta —concluyó Carla, con la disculpa dibujada en su sonrisa nerviosa.
Héctor asintió con la cabeza, agradeciendo que no fueran Helena e Iris, le dio un trago a su copa, que ya casi se quedaba sin líquido, y pensó que quizás había sido alguien volviendo borracho de un bar o quizás un repartidor de comida desesperado equivocándose de puerta.
Había sido desafortunado, pero no significaba que no pudiera seguir su discurso, como cuando omitía los anuncios de YouTube después de esperar los segundos reglamentarios.
Y la frustración de Carla, que aguardaba su respuesta y ni siquiera se había levantado a preguntar quién llamaba, le alentó. Pero, justo cuando iba a abrir la boca, sonó de nuevo el timbre, y esta vez, un hombre gritó con bastante claridad y enfado:
—¡CARLA, ÁBREME! ¡TENGO QUE HABLAR CONTIGO!
Se quedaron entonces congelados como gatos callejeros que son repentinamente sorprendidos por un perro rabioso. Carla tenía los ojos tan abiertos, que casi se podía ver la parte posterior de sus globos oculares, y Héctor, con la copa todavía en la mano, de repente se estaba inventando mil historias y escenarios de quién podía ser aquel hombre, y qué motivos tenía para gritarle así y querer hablarle a las 12 de la noche.
—Espera aquí.
Ella se levantó, y a pesar de la rapidez y determinación con la que se había movido, provocando olas en su vestido azul, Héctor pudo apreciar un atisbo de su ceño fruncido y mirada fría. ¿Le iba a abrir? ¿Estaba enfadada? ¿Quién podía ser él, y por qué quería hablar con ella?
Mientras permanecía estático en su asiento con la copa todavía en la mano, y la observaba atravesar a gran velocidad el salón y las macetas hacia la puerta, se imaginó con gran dolor en el corazón el escenario más terrible de todos: Carla le estaba poniendo los cuernos a su novio con él.
¿De eso le querían hablar Iris y Helena? ¿Y si ellas eran las buenas y él había juzgado gravemente la situación? ¿Por eso Carla se había puesto tan tensa antes cuando le había comentado que ellas habían ido a verle?
¿Quién necesitaba en realidad un terapeuta?
—¡¿Quién es?!
Carla abrió la mirilla de la puerta como una anciana desconfiada y chismosa, preguntando por la identidad del hombre a pesar de que la hubiera llamado directamente, y Héctor aguardó, observando casi sin respirar, deseando haberse equivocado en sus repentinas deducciones de película de romance barata, y que ella de verdad no conociera al hombre.
—¡¿QUIÉN VA A SER?! —respondió él, cabreado—. ¡ÁBREME DE UNA VEZ!
Puf. Aquello no sonaba nada bien.
—¡No te voy a abrir! ¡No te conozco de nada! —insistió ella—. ¡Vete!
—¡NO ME VOY! ¡Y ME VAS A ABRIR ! ¡¿ME OYES?!
—¡No! ¿¡Quién eres!? ¿¡Qué quieres!?
—¿¡QUÉ VOY A QUERER!? ¡ABRE DE UNA P*** VEZ!
Y en ese momento, Héctor decidió dejar la copa en la mesita y levantarse, porque novio o no, cuernos o no, ella claramente no quería abrirle la puerta, y a juzgar por el tono de voz del hombre y sus palabras, estaba haciendo lo correcto. Y puede que salvándole la vida a él también en caso de que hubiera cuernos de por medio.
Atravesó el salón a toda velocidad, esquivando plantas con torpeza, pensando en lo surrealista que le parecía la situación, con el corazón latiéndole a mil por hora, y cuando llegó a su lado le preguntó lo único que quería saber:
—¿De verdad que no lo conoces?
Carla apartó sus ojos claros de la mirilla, negó con la cabeza inmediatamente, y su coleta se movió al mismo ritmo agitado.
—No sé quién es, ni qué quiere —le contestó.
Entonces, ¿por qué te llama por tu nombre y sabe dónde vives?
—¡¿ESTÁS CON OTRO TÍO?! —gritó repentinamente el hombre con furia—. ¡INCREÍBLE! ¡NO HAS TARDADO NADA!
—¡¿De qué estás hablando?! —le cuestionó en respuesta, como si pudiera ver a través de la madera—. ¡Te has equivocado de piso y de chica! ¡Vete!
Héctor se quedó ahí parado. Quería confiar en Carla. Le gustaba mucho Carla. No había podido vislumbrar en ella ni una pizca de maldad desde que la conociera. Lo rescató aquella primera vez en la cafetería de sentir la vergüenza absoluta y cuando tuvo el episodio en su piso, fue amable y comprensiva con él aunque ni siquiera supiera qué estaba pasando. Una escena así no tenía sentido aunque se hubiera desarrollado delante de sus narices. Era como descubrir que el mejor aliado del protagonista de un anime tenía un pasado oscuro a pesar de su bondad y simpatía.
¿Qué hago?, pensó. Quería hablar con el hombre y saber quién era y qué quería. Así tendría dos versiones. Pero aquello no estaría bien por muchos motivos, el más prominente de todos, que Carla le había dicho que no lo conocía y, en igualdad de importancia, que quería que se fuera de su puerta. Pero si no podía hacer aquello, es decir, intervenir en aquella discusión que rozaba lo abusivo, les quedaba aguantar los gritos y posibles insultos hasta que el hombre decidiera irse. Y no le gustaba ese escenario.
Al final, llegó a una solución familiar para él. Algo a lo que estaba empezando a acostumbrarse.
—Creo que es mejor que lo ignoremos, Carla —le dijo en un susurro—. Ya se irá.
Ella apartó su mirada azul de la puerta, pero no se movió ni un ápice. Estaba pensando qué hacer también, indecisa pero demasiado frustrada como para decidir algo, así que Héctor la cogió de la mano, le sonrió para infundirle calma, y la apartó de la entrada del piso con suavidad, sin forzarla. Fueron caminando lentamente hacia el sofá, como dos niños, y de repente se fijó, con enorme sorpresa y horror, que los escarabajos habían dejado su escondite entre la espesura selvática para escalar los cristales del terrario. Estaban ahí pegados como asquerosas piedras relucientes de color morado y algunos agitaban sus alas frenéticamente. ¿Qué estaban planeando? ¿Querían aprovechar el momento de despiste para escapar y atacarle? ¿Meterse entre su ropa y su pelo? ¿En su copa? No podía lidiar con otra crisis más.
Se sentaron en el sofá y tuvo que darles la espalda a los bichos en contra de su voluntad. Encendió la tele, agradeció que el programa que estuvieran dando fuera un show de talentos y no uno de CSI o de hospitales o de terror. Y cuando el hombre comenzó a gritar de nuevo, subió el volumen hasta sofocar su voz.
Le sonrió a Carla, que echaba miradas de preocupación a la puerta, y continuó sujetándola de la mano aunque estuvieran sentados tan cerca.
Esa era la mejor solución al problema, consideró. Al final, el hombre, fuera quien fuera, se cansaría. No iba a pasarse ahí toda la noche dando gritos. Podrían hablar con calma de lo sucedido en cuanto se fuera. Pero incluso entonces a lo mejor no le quedaba más remedio que quedarse esa noche y dormir con Carla bien abrazadito para que no tuviera miedo y también para evitar una emboscada del hombre.
—Si insiste, y no se va, llamaré a la policía —dijo Carla de repente, con gravedad.
No había pensado en esa otra solución.
—¿Estás segura? —le preguntó, nervioso.
Carla asintió con la cabeza, y la seriedad en su gesto acentuó aún más su determinación.
—Es que no me suena de nada, Héctor —añadió, mirando de nuevo hacia la puerta—. ¿Y si no se va? O, ¿y si se presenta mañana o cualquier otro día? Hoy estás tú aquí, pero puede que espere a que esté sola y...
Frunció el ceño, pero en vez de mostrarse asustada, Héctor vio que parecía más bien furiosa. Y amenazante.
El hombre empezó a tocar el timbre repetidamente, pero apenas se podía escuchar en esos momentos con el ruido del programa. Había un grupo de rock en el escenario intentando impresionar a los jueces con una canción original bastante estridente.
Quizás los vecinos de al lado se adelantaran, y llamaran ellos mismos a la policía con todo aquel jaleo.
—Entonces, ¿no te suena de nada?¿Ni del trabajo? ¿Quizás algún cliente?
Ni siquiera había pensando al hacerle esas preguntas. Solo quería rellenar el silencio tenso, pero al ver su expresión seria sobre él, le sobrevino esa sensación de cerrar el documento de Excel sin guardar el progreso, de pisar algo en la calle sospechosamente blando, de salir de casa sin la cartera...
—No —respondió, tajantemente—. Te acabo de decir que no sé quién es.
Tras dirigirle una mirada fría, dejó ir el agarre de su mano. Y sentir sus dedos libres sobre la tela suave y marrón del sofá fue igual de brusco.
—Lo siento... —se excusó—. Es que esto es muy raro. Yo sólo...
—¿No te fías de mí?
La pregunta fue directa. A Carla parecían gustarle las preguntas directas. Se enfrentaron con las miradas, azul frente a castaño, mientras el batería del programa hacía un solo espectacular y estruendoso, y Héctor se enfadó por primera vez con ella. ¿Cómo habían pasado de tener un momento tenso a uno tan romántico para estar finalmente dudando el uno del otro mientras los escarabajos tramaban un plan de escape a sus espaldas y un hombre sospechoso y amenazante rondaba la puerta queriendo entrar?
—Yo no he dicho eso, Carla —respondió, serio.
Se resistió durante unos instantes, pero, finalmente, recordando la base de confianza que quería construir con ella, se atrevió a seguir:
—Es que después del momentazo con Helena e Iris, y este hombre que parece ser... íntimo contigo, no sé, he pensado que quizás no estabas siendo sincera conmigo.
El gesto crispado de Carla se suavizó tras escuchar sus palabras. Y Héctor suspiró internamente, agradecido de que no pareciera más enfadada con él. ¿Había entendido cómo se sentía? Carla era una persona bastante madura después de todo, y no parecían gustarle los conflictos.
Entonces, desvió la mirada de él, se agarró las manos sobre el vestido, y el corazón de Héctor cayó desde un precipicio cuando vio las lágrimas deslizándose sobre su rostro avergonzado y triste. No había esperado esa reacción. No quería esa reacción.
—No es lo que tú piensas, de verdad —dijo Carla, con la voz rota—. No es mi novio, ni siquiera mi ex...
—Si tú dices que no lo es, te creo —le prometió rápidamente, agachando su cabeza para estar a la altura de su mirada—. Solo quería que entendieras cómo me he sentido de repente...
Ella asintió lentamente después de coger aire. Intentando calmarse. Se quedaron en silencio mientras los jueces del programa daban sus mejores calificaciones a la banda de rock.
Héctor en realidad se fiaba de ella. Aunque se hubiera inventado mil escenarios y luego hubiera escuchado al hombre hablarle así, sabía por su propia intuición y por la honestidad de Carla, que no le mentía. Al menos, no del todo. Aquel individuo podía ser un acosador, quizás alguien que Helena e Iris conocían y sabían que se comportaba de aquella forma... Puede que por ello Carla no le hubiera dicho nada para que no tuviera miedo a quedar con ella. Pero, fuere quien fuere, pensó, mientras un ramalazo de rabia le sobrevenía, quería darle un cabezazo en toda la cara al estilo de Tanjiro. Ni siquiera sabía qué aspecto tenía, solo que su voz sonaba muy amenazante; podía ser un tío de dos metros que levantaba pesas y comía bloques de cemento, pero le daba igual. No estaba bien lo que estaba haciendo.
Le tocó el hombro, y ella se giró para mirarle, con los ojos acuosos y las mejillas sonrojadas.
—No pasa nada, tranquila —le consoló, sonriéndole con calma—. Por lo menos ha dejado el timbre en paz.
Y al darse cuenta de eso, bajó el sonido de la tele. Ambos esperaron oír la voz del hombre resonando furiosa a través de la puerta. Pero todo estaba silencioso.
—¿Se ha ido? —preguntó ella, secándose las lágrimas con la mano.
—Parece que sí.
Héctor se levantó para ojear a través de la mirilla y comprobar que ya no siguiera ahí. Tenía curiosidad de saber cómo era, y una parte muy pequeña dentro de él deseaba que no se hubiera ido todavía. Pero, antes de dar tres pasos completos, la puerta se abrió de un golpe seco, y lo último que vio antes de perder el conocimiento fue un intenso brillo blanco invadiendo el piso entero.
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