Capítulo 2

El cartel antitabaco que habían colocado al lado de la puerta de la consulta resultaba bastante esclarecedor y práctico con sus ilustraciones de pulmones ennegrecidos, dientes tan amarillos y estropeados que parecían maíz podrido, lenguas con bultos blancos del tamaño de pelotas de golf y cabezas humanas con poco pelo y mucha calva.

Como si no fueran ya suficientes, iban acompañadas además de indicaciones en letra grande y negra sobre consecuencias más terroríficas que la de «Fumar mata», impresa en los paquetes de tabaco, como, por ejemplo, los pocos días que debían sucederse para observar tales consecuencias en un ser humano, los distintos tipos de cáncer que podrían desarrollarse, o los impactos contraproducentes en ciertas partes del cuerpo varonil que... a lo mejor no funcionaban correctamente en el momento deseado.

Aquel cartel era el recordatorio objetivo y veraz de lo que podía ocurrirles a los fumadores. Y seguramente lo habían colocado al lado de la consulta para que los pacientes (y algunos médicos también) tuvieran que mirarlo sin más remedio cada vez que se abriera la puerta o pasaran por ahí.

Héctor lo había tenido que mirar cuando se sentó 20 minutos antes. De hecho, lo seguía haciendo. Fijamente. Tenía una sonrisa boba dibujada en la cara mientras permanecía con la vista clavada en el terrorífico cartel. Parecía que estuviera viendo fotos de cachorros y gatitos, o las imágenes felices de una familia reunida tras la guerra, en vez de las horribles consecuencias del tabaco. Así de sonriente y tranquilo parecía observando aquel cartel que podría traumar a cualquiera y revolverle el estómago, incluso a los que no habían probado el tabaco en su vida.

Sin embargo, los ojos castaños y cansados de Héctor no estaban procesando lo que supuestamente veían. Héctor no estaba presente en aquel viejo centro médico de ladrillos y cemento. Sus pensamientos y sentidos, todo lo que supuestamente lo anclaba a ese mundo físico, vagaban libres y sin retorno por los recuerdos del día anterior, cuando inesperadamente había conectado con Carla más que ninguna de las otras veces que se habían visto.

Llevaba así desde que se despertó para ir al trabajo. Pero ahora que ya no estaba en la oficina, pegado al ordenador y los interminables informes, solo se configuraba en su mente lo mucho que la quería, lo relajado que se sentía por haberle confesado algo que pensaba que no le iba a gustar, y los bonitos y suaves que eran sus labios cuando la había besado frente a su coche mientras el atardecer del día dibujaba un bonito paisaje de mil colores en el cielo de la ciudad. Que se hubiera quedado con la vista clavada en el cartel había sido una mera casualidad, y no un morboso acto de alguien perturbado (como pensaba la mujer que había llegado 5 minutos después que él).

Únicamente oír a la médico pronunciar su apellido por fin -con menos costumbre que cuando había pronunciado el de otros pacientes- lo sacó de su feliz mundo interior y lo obligó a pestañear varias veces, aunque no le hizo darse cuenta de lo que había estado mirando:

—¡Carrasco!

Se levantó lentamente de su asiento, sacudiendo el enamoramiento de su compostura y desdibujando la sonrisa boba un poquito, aunque no del todo, y entró en la consulta de su médico de cabecera con un «buenos días» educado y alegre.

—Buenos días, ¿qué me cuentas? —le respondió ella mientras él cerraba la puerta.

Héctor apreció la informalidad que aquella mujer de flequillo corto y entrecano usaba con sus pacientes. Por su cabeza se le pasó fugazmante la idea de responderle: «Pues nada, señora. Estoy muy colado por esta chica y quiero casarme con ella». Pero, en cambio, se sentó, más por educación que por necesidad, porque no iba a estar mucho tiempo allí, y le respondió, como quien pide un kilo de naranjas en el mercado:

—Quisiera hacerme un análisis de orina, o de sangre, o los dos.

La mujer lo miró unos instantes por encima de las gafas, con la luz blanca de la pantalla reflejándose en su cara ligeramente arrugada, confusa por la jovialidad con la que había formulado aquella solicitud sin explicación ni origen previos.

Normalmente, era ella la que obligaba a sus pacientes a hacerse esos análisis. No estaba acostumbrada a esa petición inversa.

—¿Por algún motivo en específico?—le preguntó finalmente, intentando no sonar impaciente.

—No, no —respondió Héctor, rápidamente—. Simplemente para asegurarme de que todo va bien.

Se sintió tentado de nuevo en responderle sinceramente porque siempre le había parecido una mujer con los pies en la tierra y más centrada en ayudar a sus pacientes que en juzgarlos, pero todavía no había procesado del todo lo que creía haber visto en su piso y tampoco se creía en necesidad de alarmar a nadie de momento. Además, estaba muy feliz. No quería sacar ese tema, ni pensar en ello.

—Muy bien, te concertaré una cita para ambas cosas —dijo ella, volviendo su vista a la pantalla del ordenador—. ¿Te viene bien este miércoles, a las 8 de la mañana?

Llegaría un poco tarde al trabajo, pero entraba dentro del margen de días en los que Internet aseguraba que todavía era posible detectar algunas drogas en la sangre y la orina.

—Sí.

—De acuerdo —le respondió ella, poniéndose inmediatamente a teclear—. Acuérdate de venir sin comer nada...

Héctor esperó mientras la mujer fijaba la fecha en su ordenador, entreteniéndose con la sobriedad y limpieza de la consulta. Detectó un pequeño cactus en la repisa de la ventana opaca que a lo mejor a Carla le gustaría, y luego un dibujo de Goku, que algún niño había hecho y que la médico había colgado en un tablón personal, y que a él sí le gustaba.

—Muy bien, ya está —anunció la mujer por fin.

La médico se levantó de su asiento para coger uno de los recipientes donde analizarían su orina, y cuando se lo dio, lo miró de nuevo por encima de las gafas con gesto que parecía decir: «Ya me enteraré de qué va esto». Héctor simplemente le sonrió con ese gesto embobado, y se despidió:

—Gracias, buen día.

Salió de la consulta con rapidez pues se le acababa la hora de la comida. Se despidió de la mujer que había esperado con él, y que no le dirigió la mirada mientras se apresuraba a entrar, y al salir del centro médico, que no le había contagiado de nervios ni tristeza, e internarse en las calles colindantes en aquel día maravilloso de principios de verano, le llegó un mensaje al móvil que sí lo extrajo de la nube de alegría que lo transportaba.

MIGUEL PISO

«Tío, no sé de qué c*** hablas»

Era su excompañero de piso, respondiéndole por fin a la acusación que le había enviado el día anterior nada más irse Carla. No le sorprendió que no fuera capaz de reconocer sus terribles actos, así que le contestó de vuelta con la amenaza que ya había gestado en su cabeza y que acababa de poner en marcha:

«Van a hacerme análisis. Si detectan algo, voy a ir a por ti»

MIGUEL PISO

«Ok»

Permaneció de pie en la calle donde había aparcado durante unos momentos, esperando alguna respuesta más de su parte, o quizás, un «lo siento, se me fue de las manos», con el que estaría dispuesto a no denunciarlo a la policía a cambio de dinero o de que le devolviera su figura de Saint Seiya original que le había prestado para su proyecto de marketing y que le había costado casi 300 pavos, pero no aparecía siquiera en línea.

Se montó en su pequeño coche rojo con el humor totalmente cambiado y con la necesidad de volver al horrible suceso, y de vuelta a la oficina, donde tendría 5 minutos para pillar algo en la cafetería, pensó que quizás lo que le había puesto en la comida o la bebida no era detectable en ningún análisis. ¿Existía una droga así? La respuesta a esa pregunta requeriría más tiempo en internet buscando e investigando sobre drogas... O, ¿acaso lo había planeado todo tan bien que no era posible que lo encontraran culpable?

En realidad, mientras esperaba en un semáforo, pensó con amargura que no lo creía tan listo como para ninguna de las dos cosas. Una vez quemó una espátula mientras cocinaba porque no se le había ocurrido que el plástico se derretía al contacto constante con la sartén. En otra ocasión, en la que por fin accedió a ayudarle a limpiar, echó muchísima lejía sobre agua ardiendo y casi tuvo que llevarlo al hospital por intoxicación, y en otra tuvo la increíble suerte de detenerlo justo antes de que metiera una cuchara al microondas.

En ninguna de esas ocasiones su excompañero había fumado o bebido algo que alterara su manera de pensar y reaccionar. Fue plenamente consciente de sus acciones y aun así las ejecutó como un soldado.

No podía haber sido capaz de tramar un plan tan intricado para vengarse de él por haberlo echado del piso a cambio de poner a salvo su hogar y su bienestar... No era posible.

Pero, al igual que el día anterior, Héctor había determinado que fue su culpa. Ya encontraría la explicación, quizás a través de los análisis, y entonces no habría marcha atrás para él.

Cuando aparcó el coche frente al alto edificio de oficinas donde trabajaba, revisó su móvil por si le había enviado algún mensaje más, pero nada. En su lugar, encontró que Carla le había escrito, y el corazón le dio un vuelco y sintió un poquito de esa felicidad anterior.

CARLA💜

«Me lo pasé muy bien ayer :)»

Tenía la impresión de que había disfrutado la cita a pesar de lo raro que se había comportado al principio por razones que ella, afortunadamente,había juzgado erróneamente. Pero verlo por escrito seguía sentando muy bien. Como un ramalazo de energía positiva que le recorría de pies a cabeza y le hacía querer saltar.

Pensó en una respuesta mientras entraba al ancho recibidor y se dirigía a la cafetería. Tropezó con uno de los guardias de seguridad, tan ensimismado estaba en su móvil y en ser gracioso e ingenioso para ella. Y no fue hasta que se saltó sin querer la cola para pagar un sándwich de jamón york y queso, se sentó en una de las mesas que todavía no habían limpiado, y borró cinco veces lo que había escrito, que encontró una buena respuesta.

«Yo también. Siento mucho que al final no encontraras todas las figuras :( ...»

Se sonrió satisfecho mientras recordaba la pequeña búsqueda del tesoro que finalmente accedió a hacer por todo el piso después de comer. Sufrió mucho cuando Carla se acercó -con su permiso- a la habitación, pero, afortunadamente, no tocó los cajones más privados, donde había escondido las figuras de esas protagonistas que llevaban poca ropa y mucho ... cuerpo.

Dejó el móvil encima de la mesa para ver si en la pantalla con fondo de Denji aparecía un mensaje suyo, ignorando los platos sucios, migajas y restos esparcidos por todos lados, y empezó a devorar el sándwich, que sabía más a plástico que los juguetes que se metía a la boca de pequeño.

Le quedaban exactamente 2 minutos para montarse en el ascensor y subir a la oficina, y ya veía a algunos de sus compañeros de trabajo recorrer el recibidor acristalado y silenciosamente ruidoso con poca prisa y aún menos gana. Los lunes siempre eran duros para todos, incluso para los más mayores y veteranos que habían vivido ya muchos lunes con el mismo horario y las mismas caras esperándolos en cubículos y escritorios. Y esas últimas horas eran incluso peor, y más para Héctor, que había perdido el buen humor.

Terminó de comer, bebió un poco de café de la máquina, que era lo único digerible de aquel pequeño y moderno local abierto expresamente para los trabajadores del edificio, y se encaminó hacia el ascensor esquivando repartidores, guardias, recepcionistas, columnas que no pegaban nada ahí en medio, y oficinistas como él con camisa, corbata y el ánimo por los suelos.

Las horas restantes que le quedaban aquel día las pasó intentando cuadrar las cuentas de los clientes, buscando disimuladamente información sobre qué drogas podían dejar menos huella en el cuerpo además de qué efectos podía sentir en los días posteriores a su consumo, enseñando sin éxito a Fernando (de 52 años) a hacer las cosas más rápidamente con Excel y, entre felices y cortos ratos, hablando con Carla e ilusionándose con quedar la próxima vez en su piso lleno de plantas y cosas que ella estimaba tan frikis como el anime.

No podía esperar a verla de nuevo, y solo había pasado un día. La semana se le iba a hacer muy larga y tediosa, teniendo en cuenta que además tendría que hacerse esos análisis y luego esperar los resultados, además de posiblemente denunciar a su excompañero. Y puede que necesitara quedar con sus amigos para tomarse unas cervezas y contarles de nuevo, pero con incluso más intensidad, lo pillado que estaba por la chica de la cafetería.

Cuando salió a las 6 y se dirigió al aparcamiento, pensó que de momento pararía por su heladería favorita a pillarse un cucurucho de chocolate y vainilla, y disfrutaría de ese sol veraniego que todavía no calentaba ni hacía daño a los ojos en uno de los parques más alejados del centro de la ciudad, donde se respiraba aire puro y crecían bonitos árboles y florecillas alrededor de fuentes refrescantes. Y cuando llegara al piso, pediría una pepperoni con extra de queso y extra de pepperoni (ya que había tirado toda la comida), y se pondría uno o dos o tres episodios de Ataque a los Titanes, cuyas escenas violentas y sangrientas ya no le revolvían el estómago.

Ese sería el plan del lunes. Y quizás vería algún documental sobre drogas y su venta ilegal. Plan inmejorable.

Pero, cuando estaba a pocos pasos de su coche, entusiasmado por salir de allí, vio de repente dos figuras encapuchadas que descansaban en su maletero con actitud amenazante y siniestra, sin moverse ni hablar entre sí.

Esperando.

Algunos compañeros de la oficina que habían aparcado cerca y sabían que ése era su coche, le dirigieron miradas confusas e interrogantes que él reciprocó mientras frenaba sus pies y pensaba en personajes inverosímiles. ¿Ladrones, secuestradores? ¿Y si eran amigos de su excompañero de piso que venían a amenazarlo para que no lo denunciara? Eso tendría mucho sentido... Pensó incluso que podía ser la policía secreta o algo por el estilo, que hubiera revisado su reciente historial de búsqueda en internet y quisiera llevárselo para interrogarlo y ayudarles a detener a algún famoso narcotraficante.

Uno de recepción, con el que se llevaba más o menos bien, se acercó a él con gesto inquieto mientras los más curiosos miraban, y los que tenían como máxima prioridad irse de allí y llegar a sus casas empezaban a salir con sus coches aprovechando la escasa cola.

—Héctor, ¿llamamos a seguridad? —le dijo.

Lo miró, sin respuesta, con un gesto genuino de desconcierto que servía para indicar que no sabía qué hacer, y cuando el chico iba a decir algo más que seguramente estableciera la línea de acción, de repente las dos figuras alzaron sus miradas del pavimento y desvelaron sus rostros.

—Las conozco —anunció Héctor, sorprendido.

Eran las amigas de Carla. Las que conoció en la cafetería. Iris y su archienemiga, Helena.

—¿Sí? —preguntó el recepcionista, inseguro.

—Sí, sí.. son amigas —se apresuró a añadir—. No pasa nada. Seguramente querían darme una sorpresa. Ellas son así... Bueno, nos vemos mañana.

—Ah, vale. Nos vemos.

Héctor comenzó a andar hacia su coche sin añadir nada más ni saber todavía qué pensar.

Nada más que las conocía de aquella afortunada y trágica tarde en la cafetería. Y las dos se habían comportado de manera extraña con él, especialmente Helena. Después de eso, Carla le había hablado de ellas de vez en cuando, como era normal, pero nada más.

¿Cómo sabían dónde trabajaba?

Las dos lo miraban fijamente y con gesto serio todavía. Para nada parecían contentas de verlo, ni avergonzadas por llamar la atención de todo el mundo, ni divertidas por haberlo asustado. Sentía que algunos seguían mirando la escena disimuladamente mientras se metían en sus coches y abandonaban el aparcamiento, conscientes de que no era normal llevar una sudadera con capucha a principios de verano, ni que tampoco era usual esperar a un supuesto amigo con aquella compostura sobria y siniestra.

Sería el tema de conversación del día siguiente, seguro.

—Hola, chicas, ¿qué hacéis aquí? —las saludó Héctor, nervioso, cuando por fin llegó a su coche—. Nos habéis asustado... Los oficinistas somos gente delicada.

Las dos se lanzaron una mirada rápida cuyo significado no pudo descifrar pero que parecía toda una conversación, y se arrepintió de hacerse el gracioso. Finalmente, tras una pausa incómoda, Iris habló:

—No queríamos asustarte... —comenzó, con voz insegura—. Tenemos que hablar contigo.

—¿Le ha pasado algo a Carla? —preguntó él al momento, con un nudo repentino en la garganta.

Iris pareció brevemente conmovida por su genuino interés, como si no se lo esperara aunque a él le pareciera la reacción más lógica. Pero su archienemiga oscureció el gesto, y le espetó con veneno:

—No. Pero puede que le pase algo si sigue quedando contigo.

—¿Cómo?

La sonrisa nerviosa se le borró totalmente de la cara mientras esos ojos negros que casi no tenían pupila lo miraban fijamente con el mismo odio que habían mostrado aquel día en la cafetería.

—No podemos decirte nada —intervino Iris rápidamente en tono conciliador, agarrando del brazo a su amiga—. Pero es importante que sepas que...

—¿Tú la quieres?

—¡Helena!

Héctor se quedó entonces sin palabras. No porque no supiera la respuesta a aquella pregunta, sino porque no se la podía haber esperado en aquel momento, cuando acababa de salir del trabajo, en el aparcamiento de la oficina, con ellas dos vestidas como si fueran a robarle la cartera.

Esa situación era absurda. Y se cabreó.

—Si os preocupa que no vaya en serio con ella, podéis estar tranquilas -dijo finalmente, con el tono más grave que hubiera empleado en su vida—. Carla me gusta mucho... No hace falta que vengáis como dos crías de instituto a darme la charla y amenazarme. Somos todos personas adultas.

Cuando vio sus gestos crispados y heridos, Héctor se arrepintió un poco de sus palabras y pensó que podía haberse expresado de otra manera. Pero estaba cansado, el asunto de su excompañero le había rascado el cerebro toda la tarde, y solo quería su helado, irse a casa, comer pizza y dormirse viendo anime. No entendía cómo ellas habían pensado que era buena idea presentarse allí para decirle todo aquello.

Y odiaba a Helena.

—Vámonos, Iris.

Las dos, cogidas del brazo, comenzaron a andar hacia la salida del aparcamiento sin volver la vista atrás. Héctor supo que debía decir algo para arreglar esa confrontación sin sentido. Temía que ya no hubiera manera de reconciliarse con ellas y de que le hablaran mal de él a Carla.

—¡Lo siento! —gritó, haciendo un gesto arrepentido con los brazos.

Solo Iris se giró, con gesto triste, y entonces le dijo:

—Buena suerte, Héctor.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top