Capítulo 1

El apartamento de Héctor (hombre soltero, 26 años y oficinista) reflejaba la sobriedad e impersonalidad que intentan plasmar en sus estancias más minimalistas las tiendas modernas de muebles y las revistas de decoración que compra tu madre para decorar la mesa y no la casa.

Aquel particular estilo no se debía precisamente a los productos estrella, los muebles, que eran en realidad piezas básicas de Ikea, mayormente de color negro y sin ningún estilo particular... Era más bien la ausencia de cualquier póster, figura, libro, álbum de música, o, en esencia, de cualquier detalle decorativo que reflejara la personalidad y los gustos de Héctor lo que le daba ese aire sobrio y minimalista a la habitación que muchos modernos aguerridos perseguían con obsesión en sus apartamentos.

Héctor tenía gustos a pesar de todo. Pero estaban todos a la merced de una sola cosa.

Desde que por primera vez viera un episodio de Digimon aquella mañana antes del colegio mientras desayunaba su leche con galletas, no dejó de desarrollar una inclinación especial por los dibujos japoneses, o comúnmente denominados: anime.

Cada año veía más episodios, se apuntaba a más eventos, compraba más figuras y ropa, descubría nuevos estudios y artistas... Su pasión por el género no hacía otra cosa que crecer. Y eso que no siempre había sido un punto a su favor. En el instituto lo habían llamado friqui, en la universidad, cuando el anime se puso de moda, tuvo que soportar esa superficialidad con la que sus compañeros hablaban de series sin haber visto en realidad un episodio entero, y cuando empezó a trabajar en la oficina con personas responsables, serias, y mayores que él, recibió algunas miradas condescendientes cuando hablaban a la hora del café y del almuerzo sobre las series que estaban viendo en Netflix o Amazon Prime. Como si todo el mundo tuviera que estar enganchado a Juego de Tronos y Breaking Bad.

Todo aquello no lo había desalentado, por supuesto, y, de hecho, cada vez le daba más igual la opinión que se podía formar de él por estar tan pegado al anime. Pensaba que había cosas peores a las que ser adicto, como las drogas, la bebida, la religión, y lo que más le ponía los pelos de punta, el crossfit. El anime no perjudicaba su cuerpo ni su mente (solo hacía daño a su cartera), y lo desconectaba de la rutina diaria en una ciudad sin importancia de un país sin importancia donde no había héroes, magia, chicas con cuerpos despampanantes dispuestas a morir por él, y animales con los que luchar y formar una amistad duradera.

Sin embargo, por primera vez en la vida, tras tanto pasotismo respecto a lo que pensaran los demás, Héctor quería esconder toda prueba e indicio de que era un apasionado del género.

Se había pasado aquella mañana escondiendo por todo el pequeño apartamento miles de objetos, ropa y utensilios que había ido coleccionando con orgullo a lo largo de los años y cuyo valor en conjunto no quería ni calcular. Había figuras de Bleach en los cajones de su escritorio, mangas (que también le gustaban bastante) guardados en cajas de zapatos debajo de la cama, y su armario era una olla exprés que podía explotar con katanas falsas, bolas de dragón, pokeballs, y todo tipo de objetos que le recordaban a sus series favoritas. Es que ni siquiera se había arriesgado con los superhéroes de Marvel y DC, que en aquellos momentos estaban tan de moda como había estado el anime en su etapa universitaria.

Solo había una razón por la que había estado dispuesto a hacer ese sacrificio y convertir su apartamento en un paraíso minimalista. No habían sido sus padres, tan contrarios a esos dibujos japoneses desde el principio, ni sus colegas, que tenían otros hobbies y gustos muy diferentes a los suyos. La razón era mujer, y se llamaba Carla.

La conoció en una cafetería. Al momento, le encantó su simpatía natural y su educado desparpajo mientras hablaba con una amiga. Parecía del tipo de persona que es capaz de caerle bien a cualquiera sin buscarlo. Y era muy guapa. Mientras esperaba en la cola para pedir el café, no pudo evitar dirigir su mirada hacia ella y pensar que le encantaría estar sentado a su lado, hablando de cualquier cosa, bañándose en su calidez natural. Jamás le había pasado eso con nadie, ni siquiera con su anterior pareja. Solo quería conocerla y mirar esos ojos que parecían tener una luz propia. Y en su embobamiento, o, mortal flechazo a primera vista, tropezó con una chica y le tiró todo el café al suelo.

Al igual que no podía olvidar aquel primer vistazo a Carla, tampoco podía borrar de su memoria la mirada asesina que le dirigió la chica, ni las palabras hirientes que siguieron. Toda la cafetería se centró en él, nada más que se escuchaba la música de fondo, y aunque, con rapidez y bochorno, le ofreció pagarle el café, ella se negó rotundamente sin ningún motivo más que el enfado que parecía llevar insertado en el alma. Pensó en salir corriendo y no volver nunca más a pasar siquiera por la acera de enfrente, pero Carla se acercó de repente hacia ellos, calmó a la chica, que resultó ser otra amiga, y le invitó a sentarse con ellas para remediar aquella actitud, y, seguramente, para evitar que se fuera avergonzado.

Héctor no pudo creerse su suerte a pesar de que acabara de provocar una escena, y le dio igual que la amiga lo mirara con odio de vez en cuando y que la otra pareciera incómoda. Hasta pensó que había merecido la pena pasar por aquel bochorno. Las invitó a unos dulces, pagó el café que había tirado, y luego empezaron a hablar y hablar, y no supo cómo ni cuándo, pero se quedaron ellos dos solos. El dependiente tuvo que decirles que iban a cerrar para que se dieran cuenta de la hora que era. Y en un acto de extrema valentía que sus amigos felicitaron, pensando que jamás iba a volver a verla si no se atrevía, le pidió su teléfono.

Después de aquella bochornosa y magnífica tarde, habían quedado 3 veces para comer y tomar un café, y habían hablado por el móvil 100 más. Cada vez que le respondía un mensaje le invadía una repentina ola de energía e ilusión que intentaba controlar mientras le contestaba de vuelta como si fuera una persona moderadamente interesada en su conversación. Y cuando se enteraba de algo nuevo, como que trabajaba también en una oficina, que le encantaban las plantas y el aire libre, que detestaba el café frío, o cualquier cosa de mínima importancia, sentía que no podía ser más perfecta y encantadora.

Estaba completa y absurdamente enamorado. E iba a hacer todo en su mano para que Carla se sintiera igual que él aunque no lo no creía del todo posible, ni supiera cómo empezar.

Pero una cosa tenía clara: no iba a dejar que se enterara de su obsesión por el anime.

No es que quisiera ocultarle que lo veía, de hecho, ya se lo había comentado cuando, como es normal en esta época, hablaron de series favoritas. Pero decir que de vez en cuando se interesaba por un anime nuevo que se había hecho popular, o que recordaba tiempos más jóvenes con algún episodio de Dragon Ball o Yu-Gi-Oh!, no era lo mismo que entrar a su apartamento en la cuarta cita y ver que en cada rincón había un personaje japonés mirándola fijamente con ojos ausentes de vida. No creía que eso le fuera a dar buena impresión, y a lo mejor podía hasta salir corriendo nada más entrar por la puerta pensando que tenía un problema y que la iba a matar con los kunais de Naruto que exhibía en el mueble de la tele.

Así que, cuando salió de la ducha después de todo ese movimiento y escondite, en el día de aquella deseada cuarta cita, con su nuevo corte de pelo y la barba bien perfilada, sonrió ante el cambio que había provocado en el apartamento. Lo había devuelto a su estado original. Un piso de espacios abiertos, con el salón y la cocina conectadas, donde parecía no vivir nadie. A su madre le encantaría.

Ahora tan solo le quedaba vestirse, preparar algo de picar, poner la olla a hervir para sus famosos tallarines, y echar un poco más de ambientador en cada espacio respirable antes de que viniera Carla. Pero, mientras terminaba de ponerse sus deportivos elegantes, y con la misma sensación horrible e inesperada que provoca la alarma del móvil por las mañanas, de repente sonó la lavadora para advertirle de que había terminado su trabajo.

Se había olvidado totalmente de que la había puesto hacía media hora con todos sus calzoncillos.

Corrió hacia la cocina y cogió la cesta de la colada para evacuar su ropa más íntima, que, evidentemente, tenía imágenes de anime y superhéroes estampadas en cada trozo de tela. Se imaginaba a Carla viéndolos y a él despidiéndose finalmente de causar una buena impresión.

Cuando abrió la puerta redonda de la lavadora, de repente una luz morada le cegó la vista durante unos segundos. Confuso, ya que no creía que el tambor del aparato se hubiera convertido en una rave sin su autorización, miró hacia los botones de arriba, esperando ver alguno encendido con ese extraño brillo que no había visto nunca. Podía ser perfectamente normal teniendo en cuenta su escaso conocimiento sobre el electrodoméstico. A lo mejor tenía que ver con algún modo de lavado ultrapotente. Sin embargo, sólo estaba encendido el botón de «apagado», con su característico color rojo. Todos los demás, con significados indescifrables para él, permanecían sin luz.

Se encogió de hombros figuradamente, ya que no tenía tiempo, y empezó a meter la ropa en el cesto pensando que quizás podía haber sido un reflejo espontáneo y poderoso de sus calzoncillos de Thanos. La luz de la ventana daba directamente en la lavadora, después de todo. Y Thanos evidentemente era poderoso.

Pero cuando ya no quedaba ningún Vengador ni personaje de One Piece por rescatar de aquel agujero húmedo y oscuro, apreció aquel mismo brillo, aunque mucho más suave, en el fondo del tambor. Su curiosidad le pudo más que el movimiento rápido de las agujas del reloj, y metió la cabeza hacia dentro como el niño que busca sin intención que le den una patada al asomarse al tobogán del parque.

El brillo morado formaba una frase, en letra muy pequeña y afilada, y sin saber el motivo, quizás por la sorpresa, la leyó en voz alta:

—Mago el que lo lea.

Sacó la cabeza, aún más confuso que antes, con el fuerte olor a suavizante y detergente bien metido en sus fosas nasales, y entonces pensó en su recién excompañero de piso. Debía haber sido él, sin duda. Un regalo de despedida un tanto extraño. Aunque él era un tanto extraño, así que a Héctor le pareció plausible y ni siquiera se molestó en pensar qué podía significar.

Abrió la ventana hacia el patio interior del edificio, y empezó a tender sus calzoncillos sin la vergüenza que le podría dar pensar en sus vecinos viéndolos al asomarse por sus cocinas. Hubo una vez que una señora le preguntó en al ascensor si tenía un niño pequeño. Le ofendió primero por el hecho de que pensara que su ropa interior era infantil y segundo porque el tamaño no le pareciera de un adulto. Si su pasotismo respecto a la opinión de los demás no se hubiera hecho más fuerte con el paso del tiempo, seguramente habría cambiado todo su repertorio de calzoncillos. Aunque, en realidad, si todo iba bien con Carla, lo tendría que hacer de todos modos...

De repente, mientras estiraba bien la cara de Luffy en la soga de cuerda, oyó un sonoro y claro «cuac» a su espalda. Como el graznido de un pato. Como el mismísimo graznido de un pato. Y a su espalda. Se giró lentamente, con los ojos bien abiertos ante la claridad con la que había escuchado aquel sonido, y vio que del mismísimo tambor donde había metido la cabeza salía efectivamente un pequeño pato con un saltito hacia el suelo muy mono. Se quedó mirándolo, sin ningún pensamiento configurándose en su mente confusa, y el animal hizo lo mismo con sus ojitos negros, aunque quizás sintiéndose menos trastornado que él. Permanecieron durante unos segundos con ese juego de aguantar la mirada hasta que salió otro pato de la lavadora y entonces Héctor se vio superado en número.

Lo que tenía ante sí era un sinsentido. Imposible. No sabía mucho de cómo funcionaba la lavadora, pero nunca había visto ninguna capaz de crear vida animal. Aun así, moviéndose lentamente y sin apartar la vista de los patos, que empezaron a interesarse por el cesto de la ropa más que por él, volvió a meter la cabeza dentro del tambor.

No había más patos, afortunadamente, y aquella inscripción morada ya no estaba. Pensó que era una broma bastante elaborada, y que debía existir algún panel o agujero por donde los habían metido, pero de repente oyó el sonido del telediario encendiéndose en la TV.

Y eso tampoco era normal.

Sacó la cabeza del tambor y fue hacia al salón con los patos siguiéndole y graznando a la misma velocidad a la que le latía el corazón. Cuando vio que la TV no solo estaba encendida, sino que le devolvía la mirada con un par de ojos muy humanos que le habían salido en plena pantalla, pensó que se había vuelto loco.

No había explicación para aquello, y para los patos en realidad tampoco por mucho que quisiera pensar en paneles escondidos. Ahora tenía tres pares de ojos fijos en él, y la presión de tanta mirada le hizo derrumbarse en el sofá. ¿Qué iba a hacer? ¿Le haría caso un doctor? ¿Cómo se lo tomarían sus padres? ¿Lo internarían directamente en algún centro o lo intentarían antes con medicación y terapeutas? Después de tantos siglos, la sociedad empezaba a reconocer y ayudar a las personas con enfermedades y trastornos mentales, a lo mejor tenía una oportunidad de seguir siendo un ciudadano que trabajaba y pagaba sus impuestos con normalidad.

¿Y Carla?

Sacó el móvil del bolsillo, y abrió el chat de su amada. «Llego en 5 minutos :)». Eso había escrito 5 minutos antes. ¿Lo odiaría si le decía que le había surgido un inconveniente en el último momento y que no podía quedar al final? Pero no le dio tiempo. El timbre de la puerta resonó con fuerza por todo el piso y bloqueó todo pensamiento e idea que revoloteaba en su mente trastornada. Se levantó por impulso e inercia, pero no sabía qué hacer. ¿Y si le abría y le decía que su piso se había convertido en una película de Pixar y la invitaba a pasar pero ella no veía lo mismo que él? Ante todo, debía evitar la posibilidad de que lo tachara de loco porque entonces no habría vuelta atrás. Lo del anime podría arreglarse, quizás. Pero eso, no.

Nada más que le quedaba cambiar radicalmente el plan y decirle que mejor salían a comer. Ni siquiera pensó que quizás podía tener las mismas alucinaciones en cualquier restaurante y provocar una escena por ello. Solo quería salir de allí cuanto antes.

Fue hacia la puerta con el doble de nervios (lo que ya era difícil) de lo que habría ido si no hubiera pasado nada, y, tras coger aire como su madre hacía en yoga, abrió.

Ahí estaba Carla, con un vestido de verano amarillo, el pelo castaño recogido en un moño desenfadado y esa sonrisa amable que no parecía querer nunca desaparecer de su rostro.

—¡Hola! —le saludó.

—H-hola.

Héctor se inclinó para completar el saludo con dos besos, y entonces se quedaron estáticos. Ella estaba esperando a que le invitara a pasar, como sería lo normal, y él estaba esperando a ver si notaba la TV enchufada y veía los patos delante del sofá. Tenía la esperanza de que no se lo hubiera imaginado todo y que sin decirle nada al respecto, ella se diera cuenta. Y no ocupaba casi nada en el marco de la puerta, así que por los huecos debería poder tener visión del salón. Sin embargo, Carla permanecía callada y se decidió del todo cuando no pudo soportar más aquella extraña situación que claramente la estaba incomodando.

—¿Te apetece mejor tomar algo fuera? —le preguntó, casi tartamudeando—. Conozco un bar cerca que está muy bien.

Ella frunció un poco el ceño, y Héctor pensó que se le iba a salir el corazón del pecho.

—Pensaba que íbamos a comer en tu piso —contestó, con timidez y sin querer imponerse.

—Sí... —dijo él, pensando rápidamente en una excusa—.Pero... Resulta que mi compañero de piso se fue ayer, y no me ha dado tiempo a limpiar porque tenía que ayudarlo con la mudanza... Me da vergüenza que veas cómo está todo.

En realidad su compañero de piso había abandonado el apartamento tres días antes y casi lo hizo con una patada suya en el culo. No le hubiera ayudado a mudarse ni aunque le hubiera pagado.

—Oh, vale —contestó ella finalmente.

—Perfecto, pues, vámonos.

En el aparador al lado de la puerta, donde antes del gran escondite tenía una figura de Goku, estaba su cartera y las llaves. Lo cogió todo rápidamente sin mirar hacia atrás, e hizo el amago de salir, pero Carla no se movió ni un ápice.

—¿No vas a apagar la TV primero? —le preguntó, divertida.

Entonces sí que oía la TV enchufada.

—Ah sí, sí. Casi se me olvida.

Se giró lentamente de nuevo, tenso, y con un nudo en la garganta, pensando en cómo disimular y esquivar a los patos, pero los animalitos de repente ya no estaban, ni tampoco los ojos en la pantalla. Y no oía graznidos por ningún lado. ¿Se lo había imaginado todo? ¿Y si su excompañero no solo había escrito eso en la lavadora sino que le había echado alguna droga en el zumo o el café? Sintió una repentina ola de alegría. Seguramente no estaba loco. A lo mejor solo un poco tocado por alguna pastilla o líquido sospechoso con efectos momentáneos.

—¿Puedo entrar a tu baño? —le preguntó Carla de repente.

Héctor la miró, parado frente a la TV con su debate interno, y se sintió fatal al verla en el pasillo de fuera. Parecía que no quería que invadiera su espacio personal y que la marcaba como una extraña cuando lo único que deseaba era que hiciera un segundo hogar de su pequeño piso.

—Sí, claro. Pasa, pasa —dijo con énfasis.

—Gracias.

—Es la puerta al lado de la cocina.

Carla le sonrió y atravesó el salón hacia el baño mientras él apagaba por fin la TV.

Cuando se acordó de que tenía una cesta con sus calzoncillos en medio de la cocina ya era demasiado tarde. Carla se paró casi en seco y se giró con una sonrisa pilla que borró de golpe cualquier pensamiento sobre drogas y alucinaciones y le hizo querer meterse bajo tierra para no salir nunca.

—¿Estabas en mitad de la colada? —le preguntó, riéndose.

—Sí, me has pillado tendiendo la ropa...

Ni siquiera podía decir «calzoncillos».

—¿Por eso querías comer fuera?

Héctor se quedó en blanco durante unos segundos hasta que lo entendió. Había visto que su piso estaba inmaculado, así que la excusa de la mudanza había sido desmontada y rápidamente sustituida por aquella evidente cesta de calzoncillos mojados iluminados por la luz de la ventana.

Pero prefería que pensara aquello que explicarle la aparición y desaparición repentina de patos en su lavadora y ojos en su TV.

—Sí, lo siento —mintió, sin mirarla a la cara.

Carla se rio con dulzura.

—Todo el mundo lleva ropa interior —le consoló—. Bueno, la mayoría... Y yo tengo unas braguitas con ranas y lazos rosas. Tus calzoncillos hasta me parecen más bonitos que eso.

Héctor quiso abrazarla fuertemente y darle mil besos por aquella ternura con la que le hablaba, pero se retuvo y simplemente le sonrió con ojos que brillaban con ese mismo sentimiento.

Carla se metió entonces al baño, donde sabía que no había nada sospechoso, y él, frenético, recorrió el pequeño piso rápidamente para asegurarse de que los patos habían desaparecido de verdad. Afortunadamente, no los encontró por ningún lado, y eso que miró hasta en las cajas debajo de su cama.

Decidió entonces terminar de colgar sus calzoncillos mientras esperaba y tras cerrar la puerta de la lavadora, por si acaso.

Ahora estaba claro que iban a quedarse en el piso. Su supuesta «excusa» había sido desmantelada y solucionada. Iría con el plan original de hacerle sus tallarines. Pero, antes, revisaría que su excompañero no hubiera puesto ninguna droga en la sal, el agua, o cualquiera de los ingredientes que iba a usar. Había optado por acusarle a él definitivamente aunque solo lo hubiera visto fumar de vez en cuando. Debía haberle puesto algo en el zumo de naranja que había abierto aquella mañana para vengarse por echarlo del apartamento.

Pero, aunque determinara aquello con total seguridad, ni siquiera se le pasó por la cabeza ir a urgencias para que le hicieran pruebas y le ayudaran a sacar cualquier droga de su sistema. Carla estaba en su apartamento y no podía estropearlo más.

Finalmente, apareció en la cocina, y Héctor le invitó a sentarse en la mesa mientras terminaba.

—Entonces, ¿son todos de anime? —le preguntó, divertida.

—No, hay superhéroes también —contestó, fingiendo estar ofendido—. Es una colección privada.

Consiguió sacarle una risa y notó como los latidos de su corazón deceleraban mientras escuchaba aquel sonido angelical. Siempre le pasaba cuando tenían una cita y los nervios lo torturaban: en cuanto ella le hablaba con naturalidad y reía, él se calmaba. Le parecía sorprendente que después de aquel episodio de locura también funcionara.

—No sabía que te gustaba tanto el anime —le comentó.

Y de repente, en contra de todo pronóstico y actitud previa respecto a esconder su pasión casi friqui, le estaba hablando de anime y de las cosas que había escondido en todo el piso para no ahuyentarla del susto.

Quizás le pareciera que eso no era nada en comparación con su delirio anterior, que jamás iba a contarle.

—Eres un exagerado, Héctor... —puntualizó ella, tras escuchar su confesión—. A lo mejor la armas sí me hubieran puesto nerviosa al principio, pero en fin, mi piso está lleno de plantas y cosas raras. Ya lo verás.

Héctor sintió cómo un enorme peso se resbalaba de su espalda al escuchar la sinceridad en su voz. Además, le había dicho que ya vería su piso. Doble victoria.

Terminó de colgar los calzoncillos, le puso un plato de patatas fritas, y empezó a preparar la salsa y el agua para los tallarines.

—¿Te ayudo? —le preguntó Carla, observando lo que hacía.

—No, por favor. Tú siéntate y contempla al chef.

—Oye, quizás luego podríamos hacer una búsqueda del tesoro —le sugirió de repente, tras sentarse a la mesa—. Si consigo encontrar todo lo que has escondido, gano.

Héctor se rio y le siguió la broma haciendo una lista de todo lo que había guardado (salvo las figuras femeninas que erab un tanto... particulares). Y continuaron hablando de anime. Se entusiasmó al saber que a ella no le disgustaba su obsesión, y monopolizó la conversación contándole de todo, como las primeras series que había visto, las diferentes convenciones a las que había ido por el país y lo mucho que le gustaría hacer un viaje a Japón.

—Es el paraíso allí. En Tokio tienen un barrio entero para cosas del género.

—¿Un barrio entero?

—¡Sí! Se llama Akibahara. Tengo que enseñarte fotos.

—Creo que no volverías nunca si pudieras ir.

—Es cierto que tendrían que usar la fuerza para sacarme de allí. Y un préstamo a lo mejor.

Los gobernaba por fin una actitud relajada y divertida. El ambiente de tensión y nerviosismo se evaporaba tan rápidamente como el agua hirviendo en la olla. Y Héctor pensó que las drogas deberían haberle dejado de hacer efecto ya. De repente, sabía que todo iba a ir bien.

Pero, lo que ignoraba mientras cocinaba de espaldas a ella, es que a Carla le brillaban los ojos con un extraño brillo morado que le hubiera resultado muy familiar.

Muy familiar.


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