La voluntad de la Ciudad Creciente

Le llamaron Magnolia y su nombre no podía ser más apropiado.

En la cabecera de su cuna tenía grabado un verso que la presentaba al mundo y, de alguna manera, la obligaba a llenar los espacios en una historia predicha en madera desde antes de nacer. Una flor de anchos pétalos se abría entre palabras talladas.

Toque desafiante, blanco de la inocencia, el implacable sol sureño nunca ha de marchitarte.

Trinidad cuidaba de la niña que una vuelta del destino puso en sus manos, con el celo con que esperaba cuidar a los hijos que nunca iba a tener. Había jurado lealtad a los Devereaux, traicionando a su gente y a La Dama. Prometió a madame Jeanine  que vería la forma de evitar que el hombre de negro en Cassadaga, a quien ella había aprendido a conocer como Nick, viniese por el alma de Magnolia.

A eso dedicaría su vida. Tal era su devoción, o como muchos comentaban, el amor a puertas cerradas, el cual ocultó tras  una vida de servicio.

El padre de Magnolia tocó suavemente la puerta de la habitación de la infante. Tenía por costumbre pasar a ver a la niña en las mañanas antes de partir a sus funciones.

Trinidad no tenía una opinión concreta sobre el hombre. Ella era gente de color libre, de padre blanco, a quien Henri Danae no tuvo reparos en recibir en su casa. El hombre siempre la trató con familiaridad y algo de afecto, entendiendo que su esposa y la mulata coincidían en algún tipo de acuerdo de esos que se clasificaban de <<entre mujeres>>.

—¿Me permites, Trini? —Tomó a la pequeña de entre los brazos de la nana. Maggie, como solo su padre solía llamarla, abrió los ojos por un instante. Eran claros, un color castaño ámbar que distinguía a las mujeres Devereaux.

Trinidad nunca se atrevió a preguntar qué tanto Henri sabía sobre las circunstancias de las mujeres de ojos como los de su hija y su esposa. Pero en esos momentos, cuando veía al padre arrullar a su hija mientras el sol de la mañana se colaba por el ventanal, se le hacía muy fácil pensar en ambos como inocentes.

—¿Cuándo crees que diga su primera palabra?

—¡Por el amor de Dios, monsieur! Si solo tiene unos meses de edad, pero no se preocupe. No he visto dulce niña cuya primera palabra no sea "dada".

Henri sonrió y, después de besar suavemente la frente de Maggie, la devolvió a manos de la nana. Al recibir a la niña, Trinidad quedó petrificada, lo que no pasó desapercibido para el señor Danae.

—¿Estás bien, muchacha? ¿Pasaste acaso la noche en vela? Te ves pálida de repente.

Muchacha. Le llamaba muchacha, a pesar de que Trinidad debía ser dos años mayor que él, era la única muestra, y tal vez a un nivel inconsciente, de que él la consideraba parte del servicio.

—Todo bien, monsieur. Nada que algo de agua con azúcar no pueda arreglar. A propósito, la señora Jeanine, ¿ya está despierta? ¿Puedo llevar a Magnolia a su habitación?

El hombre asintió, pero prefirió llevar a la bebé en sus brazos mientras Trinidad le seguía. Justo antes de llegar al umbral de la puerta del cuarto matrimonial, Trinidad, quien siempre entendió su lugar, se atrevió a tocar el brazo del señor de la casa. Henri se volteó hacia ella, frunciendo levemente el entrecejo en una interrogante.

Monsieur, solo por curiosidad, consiéntame en esta tontería. ¿Cuáles son sus flores favoritas?

Henri abrió la puerta. Jeanine aún estaba a medio prepararse. Una esclava de casa estaba acomodando sus piezas de ropa de forma nítida sobre una cama recién hecha, mientras Jeanine permanecía sentada frente al buró, en espera de que la mujer arreglara su cabello. La madre de Magnolia había tenido un parto difícil y, desde el nacimiento de la chiquilla, quedó con un dejo de melancolía que no abandonaba su rostro y solo se alivianaba en presencia de su más íntima amiga. Henri respondió a la amplia sonrisa de su esposa depositando un casto beso en su sien y entregándole la niña, a pesar de estar consciente que la razón de la alegría de Jeanine había quedado esperando de pie, en la entrada de la habitación.

—Trinidad me ha hecho la pregunta más curiosa —Henri le comentó a su mujer—, quiere saber cuáles son tus flores preferidas.

—No las de la señora, que evidentemente son magnolias. Las suyas, señor —la nana se atrevió a reiterar desde el lugar donde esperaba ser invitada a entrar a la recámara.

—¡Trinidad te hizo una pregunta, amor! Contesta, por favor, y sé honesta.

Henri no tenía tiempo para tales tonterías, pero algo en la urgencia de la voz de Jeanine le obligó a pensar. No quería molestarla.

—Tulipanes. ¿Están contentas ahora?

—Tulipanes... Debes enviar por bulbos de tulipán hoy mismo —contestó su esposa—. Nadie debe ir al mercado por ellos. Debes comprarlos tú mismo. Hazlo como lo pido, o juro que lo sabré si lo haces de otra manera.

Henri Danae recorrió la habitación con su mirada. Trinidad, tras recibir la invitación a pasar de parte de Jeanine, parecía suplicar en silencio que acatara el pedido de su esposa. Mientras, la esclava se había retirado a una esquina, procurando desaparecer. Sus manos nerviosas no encontraban un lugar seguro donde posarse, pretendía secar sus palmas sudadas en el ancho de su falda. Danae decidió no preguntar, despidiéndose de su esposa.

—Las dejo con sus excentricidades, pero si te hace feliz, traeré las plantas.

***

En la casa Devereaux vivían muchas mujeres. No todas gozaban el privilegio de la señora, no obstante, por virtud de ser féminas, parecían saber leer con claridad lo que quedaba escrito en esas paredes.

Cata no era la excepción. Acostumbrada a la vida de casa desde niña, la esclava, que bien conocía todos los rincones, se escurrió de la habitación de la señora a la cocina. Allí, cortando okra y jamón curado, recordaba los días en que su nombre era Adhra y su madre le cantaba canciones secretas de los orishas de Ayé.

Ella había vivido una vida larga, y aprendido que, con el tiempo y la distancia, hasta los dioses se adaptan. La esclava no le servía a La Dama, como era la costumbre de Trinidad, pero le había visto. Brigitte era una deidad encarnada, como aquellas de las que le cantaba su madre. Si bien su aspecto podía ser diferente, era igualmente hermosa y caprichosa, como todos los que tienen en sus manos la rienda de la vida de mortales desapercibidos.

Los orishas en África y los misterios en Nueva Orleans tenían sus rituales y, aun cuando no se les sirviera, aquellos con ojos y oídos dispuestos podían interpretar sus designios.

La esclava había visto lo mismo que Trinidad, y de igual manera sintió ese escalofrío que le hizo sudar cuando el amo entró a la habitación cargando a la niña Magnolia. El señor Danae iba a morir. No de inmediato, pero ya llevaba en el collar de su camisa el olor a canela de la loa de la muerte. Si ella se atrevía a sospecharlo, Trinidad de seguro lo sabía y por eso fue a preguntar sobre las flores...

—Cata. —Trinidad, quien nunca se presentaba en las cocinas, apareció a la puerta—. Necesito hablar contigo.

Cata señaló a la silla e invitó a sentarse, sin levantar los ojos de su labor. Trinidad malinterpretó el gesto por uno de sumisión.

—Yo sé lo que viste —le dijo la morena libre— pero no te asustes, que nada ha de pasarte por ser testigo.

—La Dama no es mi señora. Es la tuya. Viniste a hablá conmigo pa' calmarte a ti misma, no pa' darme sosiego. Te diré que sea de donde venga tu poder, no se juega, no se traiciona. —Levantó la navaja afilada con la que cortaba la carne y la apuntó hacia Trinidad—. No he conocido mujer con más afinidá a la magia que la Madame Jeanine y ella no notó que hoy empezó la cuenta pa' su marido. De seguro que piensa que con las flores vas a hacerle una protección, y ambas sabemos que no son pa' eso. Eso debe darte miedo.

—Esto no es trabajo de Brigitte. La Dama no provoca muertes, solo las celebra a su tiempo. Le dejó su marca para advertirme, para darme en la cara con el hecho de que nuestros días están contados en Nueva Orleans. Cuando Henri Danae muera, ya no seremos bienvenidas en estas calles.

—Y tú —interrumpió Cata—, decidiste no agradecer la advertencia. Una vez siembres esas malditas flores, les vas a robá a la loa de la muerte. ¿A dónde vas a correr entonces?

Trinidad extendió su mano hasta la tabla de cortar y enrolló una tira de jamón en la okra recién cocida. La fibra sedosa del vegetal y el salado del jamón se hicieron agua en su boca. Sonrió con los labios cerrados y contestó:

—A cualquier otro lugar. Si tienes suerte vendrás con nosotras, Catalina. Quien tiene oportunidad de salida, no se queda a esperar la voluntad de la Ciudad Creciente.



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