CAPÍTULO 10.
—MAGNE—
Desperté de lo que pareció un largo y cruel sueño. Desperté y deseé seguir durmiendo ante la visión que tuve al abrir los ojos, pues un rostro cetrino lleno de cicatrices y de ojos rojos me miraba; sus orejas puntiagudas y cabello de largas ondas oscuras que parecían moverse vivas como pequeñas y extrañas serpientes...
La mujer no dijo nada mientras seguía mirándome fijamente y con intensidad; quise apartarme, pero su mano presionó mi frente y me hizo quedarme en mi lugar sobre aquella cama demasiado incómoda.
—¿Y bien? —La voz vino de atrás de la mujer. Era la voz profunda de Kivelä. La mujer negó con la cabeza y suspiró. Se puso de pie con cuidado y con los ojos puestos en mi rostro todavía y su túnica gris crujió contra el suelo...
—Bien, gracias, Vigga —agradeció Kivelä y la mujer asintió y luego se marchó arrastrando su larga túnica detrás de ella. Los ojos dorados se encontraron con los míos, fríos y distantes; su mandíbula tensa, al igual que sus hombros.
Debajo de su camisa blanca podía ver la marca que habían dejado en mis garras; se estaba curando, pero a paso lento. Suspiró y revolvió su cabello con una mano. Una pequeña llama flotó por el espacio de aquella habitación y una bandeja con comida y una taza humeante de té fueron dejadas sobre la mesa baja del centro que era rodeada por un par de sillones oscuros.
Kivelä hizo una seña para que lo siguiera. Me puse de pie con cuidado, ¿cuánto tiempo había dormido?
Él se sentó de forma rígida en uno de los sillones que parecían pequeños en comparación a su cuerpo de guerrero. Caminé hasta ahí y me senté.
—Come —dijo y como una orden comencé a comer.
—¿Cuánto tiempo llevo dormida? —pregunté mientras tomaba un sorbo de té de jazmín.
—Algunos días —fue su respuesta. Miraba a mi pecho de nuevo como si aquello hablara de nuevo con él, me estremecí.
—¿Por qué no puedo escucharla? —Él se encogió de hombros y suspiró. Parecía cansado y todo en él era una mezcla de rabia y frustración.
—Porque "eso" no quiere ser escuchado por ti —murmuró y tensó de nuevo la mandíbula. Sus manos tomaron el reposabrazos con tanta fuerza hasta volver sus nudillos blancos.
—¿Y por qué no?
Él alzó una ceja y ladeó la cabeza. Una sonrisa felina se extendió por sus labios y en sus ojos una mirada clara y brillante, pero guardó silencio y me dediqué a comer tan lento como me fue posible o terminaría vomitando otra vez.
—Tengo memorias —dije despacio y de forma tentativa. Recordaba fragmentos aquí y allá, pero nunca nada concreto y no era tampoco algo en lo que me gustaba centrar mi atención por mucho tiempo. Antes de encontrar a mis padres y a Bella... Había algo más, una amiga, una compañera que guiaba mis pasos, pero un día de repente y sin aviso había dejado de escuchar su voz y solo hubo silencio, un inquietante y cruel silencio igual que ahora.
—¿Cuántos años tenías cuando te encontraron tus padres? —preguntó Kivelä. Había apoyado una de sus manos bajo su barbilla y me miraba con intensidad... Y fue esa mirada llena de hielo lo que me hizo recordar. Él había intentado matarme en el bosque de Artem. Retrocedí sobre el sillón y él olfateó el aire y sonrió.
—Huelo tu miedo —murmuró suavemente; sus ojos dorados brillaron con aquella luz extraña que parecía tragarse todo lo demás.
—Intentaste matarme —apunté. Mis manos temblaron y dejaron caer la taza que se estrelló contra mis pies. Kivelä había rodeado mi cuello con sus manos y había apretado, y no le importó si aquello me costaba la vida, estaba decidido a hacerlo.
—A ti..., a la forma en la que ahora te ves, a esa forma nunca le haría daño, pero... la que hay dentro de ti, por supuesto que la mataría si se saliera de control una vez más...
—Pero... pero eso también me mataría a mí —gruñí; él tuvo la decencia de encogerse de hombros.
—Ese es el riesgo, Magne. Un riesgo que asumiré —susurró; lo observé; no había más que verdad en aquellas palabras; las lágrimas rodaron calientes por mis mejillas.
¿Acaso me reducía a un monstruo que todos deseaban cazar y matar?
—¿Cuántos años tenías cuando te encontraron en Azpenh, Magne? —volvió a preguntar. Limpié mis lágrimas con el dorso de mi mano y él me tendió un pañuelo gris con un delicado bordado de colores alrededor, una ofrenda de paz. La tomé con manos temblorosas; sus ojos parecieron ablandarse un poco. De haberme querido muerta ya lo estaría y de eso estaba segura.
Suspiré para calmarme y limpié mis mejillas con la fina tela. Olía a canela y cedro, pero también a humo, los mismos olores que había en mi cabaña en las montañas. Lo miré y él también pareció olerlo. Sí, aquello era una ofrenda de paz entre ambos.
—No lo sé, era pequeña, quizá cuatro años —respondí mientras revolvía mi mente sobre aquel pasado que me rehuía.
—¿Recuerdas qué pasó antes, Magne? Antes de ser encontrada...
—No mucho, casi nada. —Suspiré—. ¿Por qué sigo viva?
—¿Preferirías estar muerta? —Parpadeó y una media sonrisa se asomó a sus labios, tan hermosos...
—No, yo... Pero...
—Unos segundos más, solo unos segundos más y lo estarías, creeme. —Y por supuesto que le creía.
—¿Qué le pasó a Ludék y Freyr? —Una mueca de dolor brilló en su rostro. Ante el nombre de la inmortal, esperé en silencio mientras pensaba y meditaba sobre su respuesta.
—Ludék está recuperándose en Vera, pero quizá pronto tengamos noticias suyas; espero que más tarde que temprano, no me gustaría comenzar una guerra contra Artem y su gente. —Suspiró—. Y Freyr... —Un suave brillo la envolvió y desapareció—, ella está bien.
—¿Ludék todavía querrá matarme? —pregunté y él asintió con suavidad—. ¿Qué hay de mi madre y mi hermana, Bella?
Su cuerpo se puso rígido al instante, se levantó del sillón y caminó hacia la ventana que tenía vista hacia el arco de piedra.
—Hace algunos días atrás volví a Artem con Ludék herido; fue más fácil hacer el viaje. Creo que de alguna forma la cacería que hizo para atraparte ayudó para que muchos otros se salvaran y huyeran a Garth o aquí.
Sonreí, ¿eso quería decir que mi madre y Bella habían escapado?
—Mi primera tarea en Artem fue rastrear a tu madre primero... y la encontré —susurró y algo dentro de mí estalló de felicidad, pero fue su rostro serio y grave lo que me hizo darme cuenta que quizá lo que estaba a punto de decirme no era del todo bueno—. Ya estaba muerta cuando llegué —terminó y algo en lo profundo de mí tembló con rencor y dolor.
—Lo siento, Magne.
—¿Cómo? —Él me miró desconcertado por un segundo—. ¿Cómo murió?
—Dos flechas al corazón, fue rápido.
Me hundí en el sillón y lloré, lloré porque aquella dulce mujer se había convertido en mi madre y me había amado como una y yo a ella. Algo se partió. El mundo perdió color.
—Respira —una orden tácita; respiré.
Los ojos dorados me recorrieron de pies a cabeza como buscando una señal de peligro o algo diferente. Solo encontró un corazón roto.
—¿Y Bella? ¿Ella...?
—Fue Ker quien la encontró en lo profundo del bosque de los susurros a varios kilómetros de Vera. Estaba escondida en una cueva, tenía una pierna desgarrada, había perdido mucha sangre. Cuando Ker la encontró todavía luchaba por su vida, pero... incluso con su tenacidad y su instinto de supervivencia iba a morir...
Una brisa me golpeó.
—¿Iba? ¿Dijiste que iba a morir?
—Su cuerpo murió, pero su alma se mantuvo, la saqué... Ella me pidió sacarla de su cuerpo —susurró despacio; yo lo miré, ¿qué diablos acababa de decir?
—¿Cómo que sacaste su alma?
—Ella me lo permitió —afirmó.
—¿Dónde está? —pregunté, me puse de pie y caminé hasta él.
Un sutil aroma a flores y tierra mojada inundó mi nariz, Kivelä abrió la mano y un pequeño remolino de luz se formó en su palma; segundos después una pequeña flama de color verde hoja brilló y ahí estaba el alma de Bella, brillante y hermosa.
—Bella —susurré. La llama bailó suavemente y tocó la mejilla de Kivelä como una caricia.
—De nada —dijo él mirando a la llama verde; Había una dulzura extraña en su voz; el nudo en mi garganta se hizo más grande cuando Bella flotó hacia mí y brilló radiante.
Era suave, era como sostener un aliento y era cálido. Acarició mi rostro y yo solo pude llorar.
—¿No puedes...? ¿Tú...?
—No puedo darle otro cuerpo si es a lo que te refieres —murmuró Kivelä en tono cansado—. Solo puedo conservar sus almas y ya, cuando esté lista y así lo decida, puede ir al otro lado y descansar en paz.
—¿La oyes? ¿Puede hablarte?
—...Sí.
—¿Y qué dice?
—No seré tu traductor —resopló indignado, pero una suave luz amarilla flotó de él y me envolvió con amabilidad—. Habla tú misma con ella; eso no durará mucho, pero les dará tiempo para aclarar algunas cosas. —Y su tono fue suave; después de echarnos otra mirada salió de la habitación en silencio.
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