EXTRA
Estoy completamente convencida de que voy a vomitarme encima en cualquier momento. No habrá poder humano que impida que los nervios hagan estragos de mí.
«No debiste decir que sí». Me susurra la voz en cabeza; esa que he aprendido a ignorar la mayoría del tiempo, y que ya no me tortura tanto como antes lo hacía.
Tomo una inspiración profunda y dejo escapar el aire con lentitud, antes de barrer mi vista en la imagen que tengo de mí misma en el espejo.
Llevo el cabello recogido en una coleta alta y despeinada, una blusa veraniega, unos vaqueros y mis infalibles Converse. Me pregunto, por enésima vez, si debo cambiarme los tenis y ponerme algo más formal, pero, por enésima vez, desecho el pensamiento de inmediato. Nunca fingí ser alguien que no era delante de él. No voy a empezar a hacerlo ahora.
El nerviosismo y la ansiedad no me han dejado tranquila en todo el día. He pasado la mayor parte del tiempo con estas sensaciones incómodas rondándome a sol y a sombra, y por más que he tratado, no he podido deshacerme de ellas.
No quiero aceptarlo, pero la realidad es que el saber que voy a ver a Gael Avallone esta noche, me tiene hecha un nudo de sensaciones y pensamientos contradictorios. De alguna manera, ese hombre siempre me ha provocado una revolución interna. Es esa energía abrumadora y autoritaria que expide la que me ha hecho sucumbir ante él muchas más veces de las que me gustaría admitir.
—Lucía cree que deberías cambiarte esos zapatos —la voz de Natalia me hace pegar un salto en mi lugar y, de pronto, me encuentro buscándola en el reflejo del espejo. Ahí está, bajo el umbral de la puerta, con su pequeña apoyada en la cadera y una sonrisa socarrona pintada en los labios. Una sonrisa se desliza en los míos y hago ademán de arreglarme el cabello.
—Bueno —digo, en tono condescendiente y bromista al mismo tiempo—, puedes decirle a Lucía, que no me los pienso cambiar.
La sonrisa de mi hermana se ensancha en ese momento y se introduce en mi habitación.
—Te ves preciosa —dice y mi pecho se calienta.
—Lo dices porque somos hermanas —me quejo, haciendo un mohín y encarándola.
—Lo digo porque necesito que me cuides a Lucía mañana —bromea y una carcajada se me escapa.
—Vete a la mierda —digo, en medio de una risa y ella ríe también.
Una vez superado el momento, mi hermana me dedica una mirada preocupada. No ha dejado de sonreír, pero la preocupación está ahí, grabada en su gesto.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —Nat inquiere y otra clase de calidez me llena el cuerpo. Amo que se preocupe por mí como lo hace. Amo que siempre esté al pendiente de mi bienestar emocional.
Asiento.
—Lo necesito —digo, al tiempo que me encojo de hombros—. Necesito un cierre, ¿sabes? Uno de verdad.
—Tam... —mi hermana mayor me mira con advertencia y preocupación.
—Estaré bien —le aseguro, al tiempo que le regalo una sonrisa tranquilizadora—. No es como si fuésemos a intentar rescatar algo que, claramente, no tiene remedio.
—Dudo mucho que te haya invitado a salir solo para establecer alguna clase de amistad contigo, Tamara —Natalia se introduce en la estancia y se sienta sobre la cama, al tiempo que recuesta a Lucía y acomoda las almohadas como barrera para que la pequeña no vaya a caer con algún movimiento brusco.
—No me invitó a salir —digo, pero ni siquiera yo misma creo lo que acabo de decir—. Solo iré a conocer su bar.
La mirada que Nat me dedica me revuelve el estómago.
—Repítelo hasta que te lo creas —dice y cierro los ojos con fuerza.
—Las cosas no son tan sencillas, Nat —digo, cuando me armo de valor para volver a encararla—. Ha pasado mucho tiempo. Ya no soy la misma de antes. Ciertamente, él tampoco lo es. No puede esperar que las cosas se hayan arreglado por arte de magia.
—¿Vas a decirme que no sentiste nada al verlo?
«El mundo entero de emociones sentí cuando lo vi de nuevo».
—No, no lo hice.
Mi hermana toma una inspiración profunda y me mira con ese gesto preocupado y maternal que suele esbozar cuando no está conforme con lo que le digo.
—Papá y mamá no están contentos contigo saliendo con él —dice y su declaración no hace más que poner una sensación dolorosa en mi estómago.
Estoy a punto de responder y decirle que, lo de esta noche, no es una cita, cuando sucede.
La voz de mi madre llega a nosotras desde la planta baja, y de inmediato siento cómo todo dentro de mí se tensa de anticipación cuando dice, en voz de mando, que alguien me busca allá abajo.
Una sonrisa se desliza en los labios de mi hermana y reprimo las ganas que tengo de lanzarle algo de lo que tengo en el tocador a la cara.
—Suerte en tu cita —canturrea, mientras tomo el bolso que he dejado listo sobre mi escritorio.
—No es una cita —siseo, pero sé que nada de lo que diga va a convencerla de lo contrario. Así pues, a pesar de la nueva oleada de miedos extraños que me embargan, hago acopio de toda mi fuerza de voluntad y salgo de la estancia a paso rápido y decidido.
El tramo de escaleras se me antoja eterno, pero, para cuando llego a la planta baja y tengo un vistazo de la figura que se encuentra de pie en el umbral de la puerta principal, me da la sensación de que es demasiado corto.
Me detengo en seco.
La visión de un Gael enfundado en unos vaqueros, una camisa oscura con las mangas dobladas hasta los antebrazos —cubiertos en tinta—, y el cabello ondulado y desaliñado, envía sensaciones cálidas y abrumadoras a todo mi sistema.
Lo odio. Lo odio por ser así de atractivo. Lo odio por provocarme tanto en tan pocos instantes.
Está conversando con mi mamá. No puedo escuchar mucho de lo que están diciendo, pero, por el gesto amable y sereno que él esboza, supongo que no debe ser algo que lo haga sentir incómodo o en aprietos. Si lo que Natalia dijo es cierto, mi madre ciertamente no está haciendo mucho por demostrar su descontento con Gael.
Me aclaro la garganta. La vista de ambos viaja rápidamente hacia mí y tengo que esbozar una sonrisa nerviosa, ya que ambos me miran como si los hubiesen pillado haciendo algo malo.
—Hola —mi voz suena más tímida de lo que me gustaría, pero es de la única forma en la que consigo hacerla salir ahora mismo. No podría hacerlo de otra manera. No cuando Gael me mira como lo hace. No cuando sus ojos barren la extensión de mi cuerpo con tanta lentitud.
—Hola —él pronuncia con esa voz ronca tan suya, al tiempo que esboza una sonrisa fácil y mi corazón se estruja otro poco—. ¿Estás lista?
Lo único que puedo regalarle de regreso, es un asentimiento. Acto seguido, me despido de mi madre y salgo de la casa antes de que nadie pueda decir nada.
El camino hasta el coche de Gael es corto y silencioso, pero, por alguna extraña razón, no es incómodo. Me atrevo a decir que es bastante agradable y ligero.
—Te aclaraste el cabello —el hombre a mi lado observa, mientras me abre la puerta del auto y yo, instintivamente, me toco las puntas de la coleta alta que llevo.
Hace semanas que le hice unas decoloraciones suaves en las puntas del cabello cuando acompañé a Natalia a retocar el suyo.
—También lo corté bastante —añado, al tiempo que me encojo de hombros para restarle importancia.
Él asiente, con una sonrisa.
—Lo noté ayer, pero no quise hacer ningún comentario al respecto —dice—. Te sienta bien. Te ves... —se queda callado, como si no supiera cómo terminar esa oración.
—¿Preciosa? ¿Hermosa? ¿Despampanante? ¿Alucinante? —bromeo y su sonrisa se ensancha tanto, que tengo una bonita vista de su perfecta dentadura—. Gracias. Me lo dicen todo el tiempo.
—No dejas de ser la humildad personificada, ¿no es así? —observa y le dedico un guiño, mientras me introduzco en el interior de su vehículo.
Él me regala una última mirada antes de cerrar la puerta y avanzar por la parte delantera del coche para introducirse del lado del piloto.
El trayecto al bar está plagado de conversaciones ligeras y música favorecedora en las estaciones de radio que sintonizamos de vez en cuando. Gael me habla acerca de las ganas que tiene de conseguir alguna banda de rock para que toque de planta los fines de semana, y yo le sugiero a la banda del ahora novio de mi amiga Fernanda.
Luego de pasar quince minutos hablando acerca de lo bien que suenan y del ambiente que hacen, nos dedicamos a hablar sobre todo lo banal existente en el mundo.
Al llegar al lugar indicado, Gael guía nuestro camino hasta una mesa que, si bien tiene una vista de todo el local, está apartada del resto. Privada, de alguna manera. Una vez ahí, me ofrece algo de beber y yo acepto gustosa una bebida sin alcohol. Él, al contrario de mí, se toma una cerveza, mientras conversamos un poco más sobre lo que hemos hecho de nuestras vidas durante el tiempo que no hemos estado alrededor del otro.
Me habla de Santiago, de lo poco que ha podido viajar a España ahora que sus posibilidades económicas han cambiado y de lo nervioso que está por el viaje que hará para traer a su hijo hasta México. Me cuenta, también, del proyecto personal que planea iniciar y de lo mucho que desea poder invertir pronto en él. No me sorprende para nada que se trate de un taller de restauración de motocicletas clásicas. Los vehículos de dos ruedas siempre han sido su pasión.
Yo, por mi parte, le hablo sobre la nueva historia en la que estoy trabajando y en lo mucho que me entusiasma la idea de compartirla en algún blog por internet o algo por el estilo. Él, atento, me escucha parlotear durante un largo rato sobre personajes que para mí son tan reales como una persona de carne y hueso, pero que, para él, seguramente, son tan absurdos como el amigo imaginario de un pequeño de tres años.
Para cuando termino de hablar, me siento ligera y... feliz. Ahora mismo, Gael me mira con una atención y un cuidado tan apabullante, que no puedo dejar de sentir como si realmente hubiese escuchado cada palabra de lo que dije. La sensación es tan refrescante, como abrumadora. Hacía mucho tiempo que no sentía que me escuchaban de esta forma.
No recuerdo, siquiera, si alguna vez me sentí de esta manera con él en el pasado. A pesar de todas las conversaciones que mantuvimos y de la relación que alguna vez entablamos, no recuerdo jamás haberme sentido así de honesta y sincera a su alrededor. No recuerdo haberme desmenuzado los sesos delante de él —como lo estoy haciendo ahora—, para hablarle de eso que realmente me apasiona.
—No puedo esperar a leerla —dice, cuando termino de hablar.
—Estás loco si crees que voy a dejar que la leas —digo, al tiempo que esbozo un gesto horrorizado y avergonzado al mismo tiempo.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo que lea lo que haces? No puedes privarme del gusto de hacerlo. No luego de haberme contado todo lo que tienes planeado —se inclina sobre la mesa y me dedica una mirada que me pone la carne de gallina.
—Hace mucho tiempo que no escribo en forma. No puedo dejar que veas la basura que escribiré al principio; porque, créeme, escribiré mucha basura —le aseguro.
Él se encoge de hombros.
—No me importaría para nada leer el primer borrador de alguna de tus historias —dice, amable—. Por muy desordenado que este sea.
Entorno los ojos en su dirección.
—Detente ahí, Avallone, porque no sucederá —digo, al tiempo que lo señalo con mi dedo índice—. Nada de lo que digas me hará cambiar de opinión.
Una pequeña risa escapa de sus labios y un silencio cómodo se instala entre nosotros.
—No tienes idea del gusto que me da el saber que retomaste la escritura —la calidez con la que habla hace que el pecho se me llene de una sensación dolorosa y maravillosa al mismo tiempo—. No habría podido perdonarme nunca si no lo hacías.
La sonrisa en mis labios es cálida y tranquilizadora.
—Si tomé la decisión de no escribir durante un tiempo, no fue por ti, ni por tu padre. Ni siquiera fue por el caos de la biografía —la sola mención de aquella fatídica publicación hace que todo dentro de mí se contraiga con incomodidad—. Fue porque lo necesitaba. Porque necesitaba dar un paso hacia atrás y recordar porqué lo hago en primer lugar.
—¿Y por qué lo haces, Tam? —me mira con un anhelo tan abrumador, como la fuerza de su mirada sobre mí.
—Porque hay mucho que quiero decir. Hay mucho de lo que quiero hablar y de lo que quiero racionar con el mundo. Hay un montón de cosas que me apasionan y me hacen querer decir algo al respecto, y la escritura es mi forma de hacerlo. Es mi manera de hablar, no solo por mí, sino por toda la gente con la que alguna vez me he encontrado y ha dejado alguna clase de marca en mi interior.
La mirada de Gael se oscurece con una emoción desconocida y dulce.
—Me alegra, entonces, que hayas podido reencontrarte con las letras —su voz suena un poco más ronca que hace unos instantes—. Una vez leí por ahí que, en la vida de cada persona, hay dos momentos decisivos y primordiales en su existencia: el día en el que cada una nace, y el día en el que descubrimos para qué. Me alegra saber que te has encontrado con ambos ya.
—Todavía no sé si he nacido para esto, porque la mayor parte del tiempo no tengo idea de qué carajos hago, pero me gusta pensar que estoy cerca de averiguarlo —me sincero—. Me gusta pensar que, a pesar de que soy un barco sin rumbo, siempre hay algo de dirección en mi camino. Alguna especie de fuerza divina que me hace saber que estoy en el camino en el que tengo que estar.
La sonrisa de Gael es grande ahora.
—No tengo ni la menor duda de que lo estás —dice y otro destello de calidez me invade el cuerpo de pies a cabeza.
El resto de la noche lo pasamos así: entre conversaciones ligeras que se transforman en algo un poco más profundo, entre bebidas sin alcohol y cervezas amargas; entre un montón de planes e ilusiones nuevas, y un puñado de sueños lanzados al aire.
Para cuando me doy cuenta, ya es muy tarde. Los empleados del bar ya han comenzado a recoger las mesas vacías del establecimiento y yo, a pesar de que no quiero irme, sé que es tiempo de que lo haga.
—Será mejor que me vaya a casa —digo, luego de un pequeño silencio.
El ceño de Gael se frunce en un gesto severo.
—¿Por quién me tomas que crees que voy a permitir que te marches sola a casa? —dice, en ese tono paternal que suele utilizar cuando algo no ocurre como a él le gustaría—. Yo te traje aquí y yo te llevaré de regreso hasta la puerta de tu casa. Como tiene que ser.
—No es necesario que lo hagas —digo, porque es cierto.
—Pero quiero hacerlo, Tam —dice, al tiempo que me guiña un ojo—. Solo dame un momento para avisar que regreso en media hora y nos vamos.
—Gael, de verdad no es necesario que... —comienzo, pero ni siquiera me deja terminar, ya que se levanta de la silla en la que se encuentra y se encamina hacia la barra, donde el gerente se ha instalado.
Al cabo de unos minutos, vuelve y, sin más, me dice que es tiempo de irnos.
El camino a casa es mucho más rápido de lo que espero. De hecho, me parece demasiado corto. Aún no sé cuál fue el propósito de esta noche, pero, ciertamente, aún no deseo que termine. Aún no deseo irme a la cama y volver a la realidad. Esa en la que Gael no forma parte de mi vida y yo tengo que seguir luchando contra los días malos que a veces me abordan.
—Muchas gracias por hoy —digo, una vez que ha aparcado frente a mi casa.
Sigo instalada en el asiento del copiloto, pero mi vista está fija en la calle.
—Gracias a ti, por aceptar la invitación —Gael suena amable, pero no del todo feliz, y eso me saca de balance.
—Me alegra saber que estás bien, Gael —digo, al tiempo que lo encaro. Él me dedica una larga mirada.
—A mí también me alegra saber que estás bien, Tam —su voz suena ronca y pastosa.
Se hace el silencio.
—Supongo que te veré por ahí —digo, al cabo de unos instantes, mientras me deshago del cinturón de seguridad y abro la puerta del vehículo.
—¿Quieres almorzar conmigo algún día de esta semana? —la voz de Gael hace que me detenga a medio camino fuera del coche y, de inmediato, vuelco mi atención hacia él.
—Gael...
—No tiene que ser un almuerzo. Un café, quizás...
—Gael, ¿qué estás haciendo? —sueno temblorosa y asustada, pero ya he salido del coche y ahora estoy agachada para poder mirarle a los ojos.
—Estoy invitándote a salir —responde, al tiempo que clava su vista en la mía.
Una negativa es lo único que puedo regalarle ahora mismo.
—Gael, no puedes pretender que lo que ocurrió entre nosotros ha quedado en el pasado, porque no es así. Te hice mucho daño. Me hiciste mucho daño. No podemos jugar con fuego de esta manera, ¿entiendes?
—Lo entiendo. Lo entiendo a la perfección, Tam, y tampoco espero absolutamente nada. No espero que me perdones, o que las cosas sean como antes. Lo único que sé, es que no te quiero lejos de mi vida. Si ser amigos es lo único que podemos ofrecernos el uno al otro, estoy bien con ello, porque lo prefiero. Lo prefiero mil veces a perderte definitivamente.
Una marea de emociones me azota en ese momento y aprieto la mandíbula con fuerza.
—No quiero que te sientas presionada. Tampoco quiero que, por compromiso, me aceptes en tu vida —dice, con la voz enronquecida—; pero, si aún hay algo en ti para mí, así sean un par de charlas como las de esta noche, y tú estás dispuesta a dármelo, yo estaré gustoso de recibirlo. Estaré más que encantado de tenerlo —hace una pequeña pausa y, entonces, añade—: Así que, ¿qué será, Tam?
Me mira, expectante y yo no puedo hacer otra cosa más que devolverle el gesto. No puedo hacer nada más que morderme el labio inferior, al tiempo que un centenar de emociones colisionan dentro de mí.
Mis ojos se cierran con fuerza en ese momento y una inspiración profunda es inhalada por mis labios.
Estoy aterrorizada. Estoy completamente horrorizada de lo que puede pasar en un futuro si esto llega a causar problemas una vez más; pero, al mismo tiempo, no quiero alejarme. No quiero perderme de su compañía, de sus atenciones, de esa forma en la que de verdad entiende lo que me pasa por la cabeza. Así que, sin más, lo decido.
—El miércoles estoy libre para almorzar —mi voz sale en un susurro aterrorizado y una emoción salvaje surca la mirada de Gael en el instante en el que las palabras me abandonan—. Tengo clase de nueve a once, pero podemos hacer algo luego de esa hora si estás libre.
—El miércoles a las once suena perfecto, Tam —dice y su voz suena aún más ronca que antes.
—Te veo entonces —digo y, sin darle tiempo de decir nada, cierro la puerta del coche y me echo a andar hacia el interior de mi casa.
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