EPÍLOGO



Estoy agotada.

He tenido un día horriblemente ajetreado, así que, en el instante en el que pongo un pie en mi habitación, me lanzo sobre mi cama y me quedo así, barriga abajo, con la cara enterrada en la almohada.

Un suspiro largo se me escapa cuando la paz y el silencio me llenan el cuerpo, y es solo hasta ese momento que me giro sobre mi espalda para quedar cara arriba sobre el mullido colchón individual.

El ritmo de mi nueva rutina está acabando conmigo y, al mismo tiempo, estoy tan llena de ilusiones y expectativas, que no puedo dejar de sonreír como idiota al pensar en la montaña de tarea que me espera para esta noche.

Es mi primera semana de clases luego de mucho —muchísimo— tiempo, y el ir y venir por todo el campus de la universidad, no ha hecho más que aturdirme y exprimirme todas las fuerzas.

La última vez que pisé un aula de clases, fue hace un poco más de siete meses: antes de que todo se fuera al caño con la publicación del libro que no debí haber escrito en primer lugar.


Luego de haber abandonado el semestre escolar faltando unas cuantas semanas antes de acabarlo —justo como mis padres sugirieron—, y de haber resuelto —o algo por el estilo— el caos que era mi vida, decidí internarme en un hospital psiquiátrico; donde pasé alrededor de cuatro meses.

Cuatro meses que se me antojaron eternos y, al mismo tiempo, insuficientes hasta cierto punto. Y no lo digo porque crea o sienta que no sirvió de nada el haber estado en ese lugar; sino porque, en la comodidad de las paredes de ese sitio, el mundo exterior se sentía como una enorme jungla peligrosa. Algo para lo que nunca voy a sentirme del todo preparada.

Tuve que armarme de valor para decidirme a enfrentar a la realidad una vez más y, desde entonces, todo lo que he hecho se siente como un logro.

Emocional y mentalmente estoy en un lugar más tranquilo y estable. La compañía de mis padres, Natalia y Lucía, la pequeña niña que tuvo como producto de su relación con Fabián, me han llenado los días de sonrisas y ligereza. Me han llenado la vida de posibilidades, expectativas, energías y sueños renovados.

He hecho ya las paces con la escritura. Luego de pasar todo este tiempo aborreciendo cada parte de ella, he aprendido a perdonarla y perdonarme a mí misma por todo aquello en lo que fallé en el pasado, y he empezado a escribir una vez más. No con la intención de publicar nada, sino por el mero gusto de sentarme a crear todos esos universos que me pasan por la cabeza a todas horas.

Así, pues, luego de dos meses de haber dejado el hospital psiquiátrico, decidí retomar la carrera.

Mis padres me dijeron que me lo tomara con calma, pero la verdad es que ya no quiero retrasarme más. Ya no quiero dejar pasar más tiempo solo porque tengo miedo de que algo malo ocurra. Ahora mismo me siento fuerte. Me siento bien, tranquila y en paz. Es por eso que, luego de realizar los trámites pertinentes, me reincorporé al plan de estudios de la universidad.

Por obvias razones, tendré que repetir el semestre que abandoné, lo cual quiere decir que no me graduaré en este curso, junto con mi generación; sin embargo, el ser consciente de ello, no me acongoja.

Prefiero haberme retrasado para encontrarme a mí misma, a haberme arriesgado a cometer una estupidez solo por tratar de demostrar que tenía la situación bajo control.

Así, pues, esta semana empecé de nuevo con la universidad y estoy muy motivada al respecto. Aún no sé qué pasará conmigo luego de que termine la carrera, pero trato de no agobiarme mucho por ello.


En lo que a Gael respecta, no he sabido nada de él en meses. Lo último de lo que me enteré en relación con él, fue que su padre, David Avallone, había retomado la presidencia de Grupo Avallone. Desde ese momento, Gael pasó al anonimato por completo y no puedo evitar estar agradecida por ello.

Él más que nadie merecía ser dejado tranquilo y, saber que el escándalo ha mermado hasta el punto en que los medios de comunicación han dejado de indagar en su pasado, es lo más gratificante que he podido experimentar.

Lo único que espero, es que se encuentre bien. Que esté arreglando su vida y que el dinero de las regalías de los libros le sirva para algo.


El golpeteo en la puerta de mi habitación me hace alzar la cara de golpe y salir de mi ensimismamiento.

La sonrisa socarrona de mi padre me recibe y entorno los ojos solo para hacerle ver que sé perfectamente que está burlándose de mí. De mi agotamiento.

—Tu madre dice que está lista la cena —dice, sin dejar de sonreír mientras se cruza de brazos.

—No te rías de mí —mascullo, en su dirección, al tiempo que me incorporo en una posición sentada—. Ya voy.

La sonrisa de mi papá se ensancha.

—No me río de ti —dice, pero el tono de su voz es tan divertido, que sé que está a punto de echarse a reír a carcajadas.

Ruedo los ojos al cielo.

—Espera a que retome el ritmo y no me verás ni el polvo —me defiendo y él suelta una risa suave.

—Tómatelo con calma, princesa —me guiña un ojo y la calidez me invade el pecho—. Iré a llamar a tu hermana. Baja, que tu madre está esperándonos a todos.

Un asentimiento es lo único que le regalo antes de que desaparezca por el umbral en dirección al pasillo que direcciona a la alcoba de mi hermana y, cuando lo hace, me obligo a bajar de la cama, ponerme los zapatos que acababa de quitarme y echarme a andar en dirección a las escaleras.

Al llegar a la planta baja, lo primero que hago es encaminarme en dirección al comedor, para ayudarle a mi madre a lo que sea que haga falta por hacer y, justo cuando estoy a punto de llegar, el sonido del timbre de la entrada resuena en toda la estancia.

—¡Voy! —grito al aire y, acto seguido, me precipito hacia la entrada sin siquiera cuestionarme quién es la persona que ha venido.

Mi mano se cierra en la perilla de la puerta y abro. En ese momento, me congelo.

La frialdad me ha llenado el cuerpo y una oleada de nerviosismo me escuece las entrañas cuando un par de ojos ambarinos me reciben de lleno.

El hombre frente a mí lleva la mandíbula perfectamente afeitada, el cabello castaño alborotado y deshecho, y la piel pálida. La familiaridad de su rostro es casi tan abrumadora como la sensación descolocada que me provoca el mirarle vestido con apenas unos vaqueros y una playera de mangas largas.

Luce tan diferente a como lo recuerdo, y al mismo tiempo luce tan similar...

—Hola —su voz ronca envía un escalofrío por todo mi cuerpo, y el nerviosismo y la ansiedad aumentan exponencialmente.

—Hola... —sueno recelosa y cautelosa, pero no puedo evitarlo.

—¿Podemos hablar? —la manera en la que Gael Avallone me mira, hace que mis rodillas se sientan débiles. Inestables por sobre todas las cosas.

—¿Quién...? —la voz de mi mamá muere en el instante en el que se percata de la presencia del magnate y mi atención se posa en ella, justo a tiempo para mirarla esbozar un gesto preocupado.

—Ahora regreso —digo, sin darle oportunidad a mi madre de decir nada, y salgo de la casa antes de cerrar la puerta detrás de mí.

Mi vista se posa en el hombre que, por prudencia, ha dado unos cuantos pasos para darme algo de espacio y, por el gesto cargado de reserva que lleva en las facciones, sé que está esperando una reacción. Sé que está esperando algo que le indique mi estado de ánimo ahora mismo.

No digo nada, me limito a mirarlo directo a los ojos, en la espera de que sea él quien rompa el silencio.

—¿Vine en un mal momento? —inquiere, con inseguridad y la forma incierta en la que me observa, me hace sentir extraña. Descolocada...

Niego con la cabeza.

—¿Qué pasa? —digo, con toda la naturalidad que puedo imprimir.

La mirada de Gael se desvía en dirección hacia la calle unos instantes antes de bajarla a sus pies.

—¿Crees que podamos ir a algún otro lugar a hablar? —suelta, al cabo de unos instantes.

—Hay un parque a unas cuantas calles de aquí —digo—. Podemos sentarnos en una banca y hablar ahí si así lo prefieres.

Gael asiente, un poco más aliviado por mi respuesta y, acto seguido, salimos de la cochera de la casa para encaminarnos calle abajo, en dirección al parque del que hablo.

El camino es silencioso y yo, pese a que trato de mantenerme tranquila, estoy muriéndome de los nervios. De la curiosidad. De la ansiedad de saber qué carajos es lo que hace aquí.

Al llegar, elegimos una de las bancas más alejadas de la gente que concurre el parque a estas horas y nos instalamos en ella sin decir una palabra. Ninguno de los dos dice nada por un largo momento. Mi vista, incluso, se ha perdido en la lejanía y ahora me encuentro mirando a un par de niños que se encuentran corriendo alrededor de los juegos desperdigados en las áreas de recreo.

—¿Cómo estás, Tamara? —la voz de Gael inunda mis oídos y me llena el pecho de una sensación dolorosa y abrumadora.

Mis ojos se cierran unos segundos antes de que me atreva a encararlo.

—Bien —digo, porque es cierto. Estoy bien—. ¿Tú?

Él asiente, al tiempo que mira en dirección a los niños.

—También estoy bien... Ahora lo estoy.

Asiento, para desviar la vista una vez más.

—Me da gusto.

El silencio regresa.

—Tamara, vine aquí con la única intención de pedirte disculpas —Gael dice, al cabo de unos instantes y mi atención se posa de nuevo en él—. Me comporté como un imbécil la última vez que te vi. Me comporté como un imbécil todo el tiempo que estuve contigo.

—No pasa nada —digo, luego de una pausa prolongada—. Ya no importa. Todo está bien. Me alegra saber que estás bien.

—Claro que importa. A mí me importa —Gael insiste, al tiempo que sacude la cabeza en una negativa—. Fui un verdadero gilipollas y tú... Tú nunca dejaste de darme más de lo que merecía.

Silencio.

—Te debo mucho, Tamara —dice, al tiempo que me mira a los ojos—. Gracias a ti, pude recuperar la custodia de mi hijo. Gracias a que contactaste a mi madre, tuve los medios para lograrlo y eso es algo por lo que estaré agradecido eternamente.

Me encojo de hombros, abrumada por todo lo que está diciéndome.

—Era lo menos que podía hacer por ti —digo, porque es cierto—. Por ustedes...

—No tenías por qué hacer nada y de todos modos lo hiciste —Gael sacude la cabeza, en un gesto incrédulo—. Y no tienes una idea de cuán agradecido estoy contigo por ello.

—No tienes absolutamente nada qué agradecer, Gael —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa suave—. Estoy segura de que tú habrías hecho lo mismo por mí.

Una sonrisa triste se dibuja en sus labios.

—Sigues teniendo mucha fe en mí, a pesar de todo lo que pasó.

Es mi turno de sonreír. Mi gesto, sin embargo, es más ligero.

—Y tú sigues martirizándote por todos los errores que cometes.

La sonrisa de Gael se vuelve más suave en ese momento.

—Me alegra mucho que te encuentres bien, Tam —dice, al tiempo que me mira a los ojos.

—A mí también me alegra que estés bien —asiento—. Me alegra todavía más el saber que, por fin, tu padre ha dejado de manipularte.

Suelta una pequeña risa.

—Alguien ha visto las noticias.

Asiento.

—Solo un poco —me encojo de hombros y su sonrisa se ensancha un poco más—. ¿Es cierto que te destituyeron o tú renunciaste?

—Renuncié —dice, satisfecho y hace una pequeña pausa antes de añadir—: Me ha buscado, ¿sabes? No ha dejado de pedirme que regrese a trabajar para él, pero yo ya no estoy dispuesto a dejarle entrar en mi vida.

Un suspiro largo se me escapa.

—No sé si decir que me alegro por ti o me entristece por él.

Gael sonríe con tristeza.

—Lo mismo digo —dice—. Va a quedarse solo si sigue así y ese va a ser su castigo.

—¿A qué estás dedicándote ahora, Gael? —pregunto, para desviar el tema a un lugar un poco más alegre.

—Con el dinero que ahorré trabajando en Grupo Avallone, y que no gasté en abogados para recuperar la custodia de mi hijo, puse un bar en Chapultepec y, luego, en un reencuentro que tuve con unos excompañeros de la universidad, se abrió la posibilidad de poner un restaurante en asociación con uno de ellos. Tuve que vender la casa que había comprado en el residencial en el que vivía para tener algo para invertir, pero todo valió la pena. Acabo de comprarme algo más modesto, pero no me incomoda en lo absoluto. El departamento es ideal para Santiago: está en planta baja, ideal para su silla de ruedas y, además, estoy haciéndole las modificaciones necesarias para que él pueda vivir ahí cómodamente.

—¿Santiago vive ahora contigo? —la pregunta sale de mis labios sin que pueda detenerla, pero a Gael no parece importarle mi intromisión, ya que no reacciona de ninguna manera ante ella.

—No todavía —dice, con naturalidad—. Mi madre está terminando de arreglarlo todo porque iré por él a finales de mes. Si puedo ser honesto, no sabía si iba a regresar a España cuando me deslindé de Grupo Avallone, pero se abrieron estas oportunidades de negocio que no pude dejar pasar, y decidí quedarme. No voy a negar que me aterra el cambio de vida que tendré cuando Santiago esté conmigo, o que no me mortifica la posibilidad de que él no se sienta cómodo a mi lado, pero, te lo juro que haré mi mayor esfuerzo porque esto funcione.

—Lo hará —le aseguro, al tiempo que le regalo una sonrisa tranquilizadora—. Santiago y tú van a llevarse de maravilla.

El asiente, al tiempo que mira hacia una pareja que trota en la lejanía.

—Me da gusto que esté yéndote bien, Gael —digo, al cabo de un largo rato.

Se hace el silencio una vez más.

—¿Es verdad eso que dijiste en la carta que me enviaste? ¿De verdad renunciaste a Editorial Edén y que te retiraste definitivamente de la escritura? —inquiere, finalmente, luego de unos minutos y tomo una inspiración profunda.

—Lo hice —asiento—. Y la verdad es que no me arrepiento de nada. Lo que estaba haciendo no era lo que quería para mí. Aborrecí las letras durante mucho tiempo luego de lo que pasó y necesitaba cortar de tajo con ellas. Con todo lo que me recordaba a ellas. Es por eso que opté por alejarme.

—¿Dejaste la carrera, entonces?

—Por un tiempo —asiento—. Acabo de retomarla este semestre, así que espero poder graduarme dentro de un año.

—Verás que lo lograrás —él asegura, al tiempo que me dedica una sonrisa amable.

—Eso espero.

Nos quedamos sin decir nada durante otro largo momento.

—Tam, hay algo que he querido decirte desde hace unos meses. Algo que no me ha dejado continuar del todo... —Gael acaba con el silencio que nos invadía y me mira a los ojos. Las emociones salvajes que surcan su mirada no hacen más que estrujarme el pecho con violencia—. No espero que lo que voy a decirte cambie nada de lo que pasó entre nosotros o arregle lo irreparable. Es solo que no quiero que te quedes con una idea equivocada de mí.

No respondo. No puedo hacerlo...

—Tamara, lo que sentí por ti, fue real —dice y mi corazón duele y se calienta con una emoción antigua y familiar—. Y no te lo digo porque espere alguna reacción de tu parte; simplemente, no quiero que te quedes con la impresión de que nunca sentí algo por ti, porque lo hice. Porque fue real para mí.

Trago duro y esbozo una sonrisa temblorosa.

—Lo que sentí por ti también fue real, Gael —digo, con un hilo de voz y él sonríe con ansiedad y nerviosismo—. Espero que tú tampoco te hayas quedado con la impresión contraria al respecto.

Un suspiro largo y entrecortado escapa de la garganta del magnate en ese momento.

—Será mejor que me vaya —dice y la desazón me llena el pecho de una emoción extraña.

Asiento, al tiempo que me pongo de pie. Él también lo hace y, cuando hago amago de despedirme, él insiste en acompañarme regreso a casa.

Una vez ahí, nos detenemos afuera del cancel y nos miramos fijamente.

—Me dio mucho gusto verte —dice y la sensación cálida y dolorosa regresa.

—A mí también, Gael —sonrío y él me devuelve el gesto—. Espero que todo siga bien en tu vida.

—Lo mismo digo, Tam.

—Hasta luego.

—Hasta luego —dice y, entonces, se echa a andar en dirección a la acera de enfrente. El vehículo al que le quita la alarma es uno diez veces más modesto que el que solía conducir, pero a él no parece importarle en lo absoluto.

Está a punto de subir al coche. Está a punto de treparse en él, cuando me mira una vez más.

—¿Tam? —su voz se alza desde el otro lado de la calle y yo lo miro, extrañada.

—¿Sí?

—Deberías pasarte por el bar —dice y suena ansioso.

—Lo haré —aseguro—. ¿Dices que está en Chapultepec?

Él asiente.

—Aún conservo mi viejo número telefónico —dice—. Llámame cuando vayas a ir.

Mi pecho aletea con una emoción extraña, pero trato de empujarla lejos. Trato de lanzar las ilusiones a un lugar profundo y oscuro.

—Lo haré —me limito a decir y él me regala una sonrisa, pero no se sube al auto todavía.

—¿Tam? —vuelve a decir y sonrío como idiota.

—¿Sí?

—¿Tienes algo que hacer mañana?

Niego con la cabeza.

—¿Salimos a tomar algo?

—No puedo —me encojo de hombros, en un gesto que, pretendo, sea despreocupado—. Iré a conocer el bar de un amigo.

La sonrisa arrebatadora que me regala en ese momento es tan intensa, que algo en mi interior se remueve.

—¿Te molesta si te acompaño?

—Para nada —le guiño un ojo.

—¿Paso por ti a las nueve?

—A las nueve está perfecto —digo y, entonces, se sube al coche.

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