Capítulo 9
El silencio está volviéndome loca.
La ansiedad, el nerviosismo y el extraño palpitar de mi corazón no hacen más que acrecentar la sensación de ahogamiento que se me ha apoderado de mí.
El temblor incontrolable de mis manos me desespera e incrementa las ganas que tengo de golpear algo. Incrementa las ganas que tengo de ponerme a gritar para aliviar la opresión que me asfixia.
Sé, por sobre todas las cosas, que debí tomarme el medicamento esta mañana. Sé que debí haberlo tomado ayer, y antes de ayer, y el día anterior a ese...
Una palabrota escapa de mis labios cuando, finalmente, decido salir de mi habitación para encaminarme a la cocina.
No tengo hambre.
De hecho, estoy bastante segura de que vomitaré en cualquier momento, pero necesito ponerme a hacer algo. Necesito concentrar mi atención en otra cosa, para que así mi cerebro sea capaz de lidiar con la ansiedad. Para que así, mi cuerpo no caiga bajo las garras de un ataque de pánico.
Abro la nevera en busca de algo que pueda ponerme a cocinar, pero no hay nada ahí. Entonces, abro las alacenas.
Nada tampoco.
Otra palabrota se me escapa en ese momento y la desesperación se vuelve tan insoportable ahora, que tengo que encaminarme hasta la sala para abrir todas las ventanas que dan a la calle.
El aire fresco tiene un efecto sedante en mis nervios alterados, pero no consiguen deshacerse de la angustia y el pánico desmedido e irracional que corre por mis venas. A este punto, no sé si habrá algo que sea capaz de detener el torrente de emociones que amenaza con desmoronarme...
Cierro los ojos e inhalo profundo.
Mis pulmones apenas pueden llenarse con aire. Mis manos apenas pueden aferrarse al marco de la ventana.
«Relájate, Tamara. Relájate ya. Contrólalo. No es más fuerte que tú. No es más fuerte que tú. No lo es...» Me digo a mí misma, pero sigo sintiendo como si pudiese arrancarme el cabello a puños en cualquier momento. Sigo sintiendo como si las paredes se estrecharan hasta llevarse todo el oxígeno en la habitación.
Otra inspiración profunda es inhalada por mis labios y, esta vez, siento como mi cuerpo entero hormiguea en respuesta. Exhalo con lentitud.
Repito la operación una vez más.
«No pasa nada. Estás bien. No pasa nada.»
Inhalo una vez más.
Soy vagamente consciente de que, en la lejanía, un teléfono suena. La parte activa de mi cerebro grita que es el mío y que debo ir a contestar, pero la otra, esa que se encuentra entumecida y aturdida por el ataque de ansiedad que tengo en estos momentos, me exige que me quede donde estoy. Que no mueve ni un solo músculo del cuerpo.
Tomo otra inspiración profunda.
Esta vez, el aire logra entrar con más facilidad a mis pulmones y el alivio que me invade en ese momento, es abrumador. Tanto, que no puedo hacer otra cosa más que arrodillarme en el suelo y pegar la frente a la pared que se encuentra debajo de la ventana.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que, poco a poco, la ansiedad comience a disiparse. Se siente como si fuese una eternidad. Se siente como si el universo entero hubiese dejado de avanzar solo para esperar a que yo consiga moverme de nuevo.
No sé, tampoco, cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a abandonar la posición en la que me encuentro, para sentarme sobre el azulejo frío de la sala del apartamento en el que vivo.
En estos momentos, ya con un poco más de lucidez, agradezco infinitamente el estar sola. Agradezco que no esté nadie conmigo porque no podría soportar que nadie me viese en este estado...
«Se acabó.» Digo, para mis adentros, luego de un largo rato. «A partir de mañana retomo el medicamento.»
Entonces, me obligo a respirar profundo una vez más para pasear la vista por toda la estancia.
Vivo en un apartamento diminuto con dos personas: Victoria y Alejandro.
Alejandro es estudiante de medicina, así que raramente se encuentra en casa. Por lo regular podemos verlo rondando la cocina a la hora de la cena, pero nada más. No es un chico conversador. De hecho, me atrevo a decir que apenas si hemos tenido un par de conversaciones a pesar de que vivimos bajo el mismo techo desde hace casi un año.
Lo único que sé acerca de él, es que ha venido a estudiar desde Baja California y que tiene una beca en una de las universidades de paga más prestigiosas de la ciudad, cosa que no me sorprende en lo absoluto. El tipo es dedicado a morir y no hace otra cosa más que ir a la escuela, comer y estudiar para sus exámenes. Entiendo perfectamente porqué es uno de los estudiantes más destacados de su generación.
Victoria, por otro lado, estudia la licenciatura en artes escénicas. Ella tampoco está mucho en casa, ya que forma parte de uno de los grupos de teatro más importantes de Guadalajara y, seguido, tiene presentaciones con ellos.
Victoria pasa sus días haciendo audiciones para papeles en obras teatrales y yendo a los ensayos de las puestas en escena en las que ya ha conseguido una participación.
Es una chica bastante ambiciosa. No me sorprendería para nada si llegase a decirme que ha conseguido un papel en alguna película independiente; o que, de buenas a primeras, decidiera empacar sus cosas y lanzarse a la aventura de buscar oportunidades en la capital del país.
En cuanto a mi relación con ella se refiere, no solemos charlar demasiado, pero tampoco nos llevamos mal. No dudo ni un segundo que, si ambas tuviésemos un poco más de tiempo, quizás podríamos ser lo suficientemente cercanas como para llamarnos amigas.
En general, mi vida en este lugar no es mala. El sueldo que tengo en la editorial paga la renta y los servicios —que en realidad no son muy costosos, ya que el departamento está vacío casi todo el tiempo—, y mi transporte y alimentos son patrocinados por la beca que tengo por parte de la universidad.
No es mucho lo que recibo de eso, ya que viene directamente de fondos gubernamentales; sin embargo, es suficiente para no pasar hambre. Es suficiente para no ir a mendigar comida a casa de mis padres.
El familiar sonido del timbre de mi teléfono me hace pegar un salto en mi lugar y, sin que pueda evitarlo, una maldición se me escapa de los labios. En ese momento, y pese a que los músculos de mis piernas apenas responden y a que aún no estoy lista para hacer como que nada ocurre, me pongo de pie y me encamino hasta mi habitación para tomarlo.
No alcanzo a atender la llamada. El aparato infernal deja de sonar en el instante en el que pongo un pie en mi recámara y otra maldición escapa de mis labios solo por el mero placer de mandar al demonio a quien sea que haya colgado antes de que lograse llegar a contestar.
Me siento sobre la cama, aun sintiéndome inestable y temblorosa.
El teléfono descansa sobre la mesa de noche que se encuentra junto al colchón, así que no me toma mucho esfuerzo estirar la mano para tomarlo y revisar la pantalla.
En ella brilla el ícono que indica las llamadas perdidas y hay un número dos justo debajo de él. Justo debajo del número, el nombre «Gael Avallone» es visible en letras blancas iluminadas.
Mi estómago hace una pirueta con solo leer su nombre.
Me quedo quieta, mirando hacia la pantalla sin saber qué hacer. Sin saber si debo regresar la llamada o esperar a que sea él quien intente comunicarse de nuevo.
No lo pienso demasiado. De hecho, ni siquiera lo hago. Decido que lo mejor que puedo hacer ahora mismo, es dejarlo estar. Es ignorar lo que ocurre en el mundo real para intentar recuperar la compostura que he perdido esta mañana.
Estoy a punto de presionar el botón para bloquear y oscurecer la pantalla una vez más, cuando el aparato comienza a vibrar en mi mano.
Toda la sangre de mi cuerpo se agolpa en mis pies y un puñado de piedras cae a mi estómago en ese momento.
Ansiedad, nerviosismo y anticipación se apelmazan en mi pecho y me hacen imposible hacer otra cosa que no sea mirar como estúpida la pantalla, la cual cita en letras grandes el nombre del magnate.
«¡Haz algo! ¡No te quedes ahí, como idiota! ¡Responde!» Grito, para mis adentros y así lo hago: deslizo el dedo sobre la opción de respuesta y coloco el aparato contra mi oreja. Para ese momento, mi corazón ya late a una velocidad inhumana.
—¿Sí? —mi voz suena inestable cuando hablo y me maldigo a mí misma una y otra vez.
—¿Cómo estás, Tamara? —la voz de Gael inunda mis oídos y un escalofrío me recorre de pies a cabeza.
—¿Estás de regreso ya? —evado su pregunta con otra, para así no tener que mentirle respecto a mi estado de ánimo. El nerviosismo, sin embargo, es palpable en mi voz.
Hoy, definitivamente, no es un buen día. Hoy es uno de esos días en los que todo pesa demasiado. En los que los recuerdos me sobrepasan y no me dejan andar con normalidad.
—Así es —dice, con aire cargado de suficiencia—. Llegué esta mañana. ¿Qué tal la universidad? ¿Sigues ahogándote en trabajos escolares?
Muy a pesar de la sombra de zozobra que se cierne sobre mí ahora mismo, sonrío.
—Ya no —digo, porque es cierto—. Este viernes por fin salgo de vacaciones. Solo tengo que ir a la universidad a recibir las calificaciones de dos materias y soy libre.
—Excelente —dice él—. Entonces no tienes inconveniente con la posibilidad de reunirnos hoy, ¿no es así?
Un nudo de pura ansiedad se forma en la boca de mi estómago.
—¿Hoy?
—Sé que aún no es jueves, pero igual pensaba que sería provechoso que nos reuniéramos. Ya sabes, por eso de que no nos hemos reunido desde hace tanto.
«¡No!» Susurra mi subconsciente. «¡No puedes dejar que te vea en este estado!»
Cierro los ojos con fuerza y reprimo una maldición.
—No creo que sea buena idea —digo, al cabo de unos segundos de absoluto silencio.
—¿Por qué no?
—Porque aún tengo tarea que terminar —me excuso débilmente, a pesar de que sé que es el pretexto más tonto que pude haberle dado.
—Acabas de decir que ya no tenías.
—Yo nunca dije que no tenía —improviso—. Dije que ya no me ahogaba en ella.
El silencio del otro lado de la línea no hace más que incrementar el nerviosismo y ansiedad que me invaden.
—¿Estás evitándome, Tamara? —la pregunta de Gael me saca de balance por completo.
—¿Qué? ¡Por supuesto que no! —exclamo, pero sueno a la defensiva—. ¡Dios!, es que entiendo cuál es la urgencia de que nos veamos antes del jueves.
—El jueves tengo una junta importante —excusa. También suena a la defensiva—. Es por eso que quería agendar una cita hoy.
Ruedo los ojos al cielo.
—Sí. Claro... —digo, con exasperación—. Y yo me chupo el dedo.
—Tamara...
—Gael, no estoy de humor ahora mismo para atenderte, ¿de acuerdo? —lo interrumpo, sintiéndome cada vez más alterada—. Tampoco tengo la energía para hacerlo. La semana pasada fue más allá de lo estresante para mí y hoy, simplemente, no me siento bien. De ninguna forma. Así que: no, Gael. No puedo reunirme contigo el día de hoy. ¿Feliz?
El silencio en el otro lado de la línea, hace que una punzada de arrepentimiento me invada el pecho.
—Lo lamento... —añado, al cabo de unos segundos de absoluto silencio, para suavizar el dejo defensivo y hostil que he tenido al hablar.
De pronto, no soy capaz de escuchar nada y, confundida, aparto el aparato de mi oreja solo para descubrir que me ha colgado.
Una mezcla de coraje, pánico y frustración se arremolina en mi sistema, pero me las arreglo para mantenerla a raya mientras dejo el teléfono sobre el mueble junto mi cama una vez más.
El arrepentimiento se abre paso en mi pecho cuando comienzo a decirme a mí misma que debí tener más tacto para hablarle al magnate, pero, al mismo tiempo, el enojo que me provoca la actitud infantil que tuvo al colgarme, me dice que se lo tiene bien merecido.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a ponerme de pie, pero, cuando lo hago, decido que lo mejor que puedo hacer en estos momentos, es tomar una ducha con agua caliente.
Estoy a punto de tomar mi toalla y algo de ropa, cuando mi teléfono suena una vez más.
Esta vez, el nombre de mi jefe, Román Bautista, brilla en la pantalla.
Una palabrota escapa de mis labios solo porque sé que acaban de volver a jugarme sucio y, a pesar de que quiero desviar la llamada y mandar a todo el mundo a la mierda, respondo.
—¿Diga?
—Tamara, ¿cómo estás? —la fría cordialidad con la que el señor Bautista me habla no hace más que confirmar mis sospechas.
—¡Señor Bautista! —finjo demencia. Me las arreglo para sonar resuelta y relajada, a pesar de que quiero colgarle al teléfono. A pesar de que quiero gritar de la frustración—. Estoy excelente. ¿Qué tal está usted?
—Muy bien, gracias —dice, en un tono tan frío, que me hiela la sangre—. Te llamaba para informarte que tienes una cita dentro de una hora en las oficinas de Grupo Avallone. Gael me ha llamado personalmente para solicitar una reunión contigo el día de hoy, ya que el jueves le será imposible recibirte.
La ira que se detona en mi sistema es tanta que, de pronto, la posibilidad de estrellar mi mano contra el rostro de Gael, se siente tentadora y atrayente por sobre todas las cosas.
—Señor Bautista —trato de sonar serena y fresca cuando hablo, pero no lo consigo en lo absoluto—. Esta tarde me será imposible asistir a la cita. Ya he dispuesto de mi tiempo por la tarde y me temo que no podré acudir a las oficinas del señor Avallone. Podemos agendar para otro día si él está de acuerdo.
Se hace el silencio.
—Tamara, te recuerdo que estás en periodo de prueba en la editorial —la dureza en el tono del señor Bautista no hace más que destrozar el valor que trataba de hacer notar en mi voz—. La semana pasada no te reuniste con Gael por cuestiones escolares y lo entiendo, pero no puedes seguir dándole largas a tus reuniones. Te recuerdo que tienes un informe bimestral que entregar, así que te aconsejo que tomes las medidas pertinentes para que seas capaz de presentar un avance significativo de la biografía al finalizar el bimestre. Recuerda que estamos trabajando bajo reloj.
La ira que antes comenzaba a invadir en mi sistema, ahora hierve por mi torrente sanguíneo y me hace difícil pensar en otra cosa que no sea en arrancarle la cara a Gael Avallone con las uñas.
Otro silencio largo y tirante se extiende en la línea.
Finalmente, y luego de un largo debate interno, me aclaro la garganta.
—Dentro de una hora me es imposible atender a esa cita —digo, muy a mi pesar, y con la voz temblorosa debido a las emociones—, pero puedo a las siete de la tarde.
—Perfecto —el señor Bautista suena más ligero y amable ahora—. Le informaré a Gael Avallone y te regreso la llamada para hacer la confirmación de la cita. Que tengas bonita tarde, Tamara.
Entonces, sin darme tiempo de decir nada, me cuelga el teléfono.
~*~
Han pasado ya casi tres horas desde que tuve la crisis nerviosa en mi apartamento y aún no logro reponerme. Aún no logro recuperar del todo el control sobre mí misma y, a pesar de eso, estoy aquí, andando a paso apresurado por la acera en dirección al edificio corporativo de Grupo Avallone.
No he tenido cabeza alguna para intentar verme decente. Antes de salir, lo único que pude hacer por mi aspecto lamentable, fue amarrar mi cabello en un moño despeinado y poner algo de máscara para pestañas en mis ojos. Luego de eso, tomé mi bolso y salí de la casa sin siquiera revisar si llevaba todo lo necesario.
No fue hasta que me subí al autobús que me di cuenta de que ni siquiera traigo el teléfono celular. Lo único que llevo conmigo ahora mismo, es un billete de cincuenta pesos, el libro que estoy leyendo, una pluma y una libreta diminuta donde suelo escribir las escenas que se me ocurren para mis historias cuando estoy fuera de casa.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que llegue al enorme edificio de Grupo Avallone, pero, en cuanto lo hago, no pierdo el tiempo y me encamino hasta la recepción. Una vez ahí, le anuncio mi llegada a la mujer detrás del escritorio y ella me indica que debo subir a la oficina donde Gael se encuentra.
El camino al ascensor es casi tan corto como el viaje que me separa del piso al que me dirijo; sin embargo, en el estado de letargo nervioso en el que me encuentro, se me antoja eterno.
Yo no debería estar aquí ahora mismo. No debería estar haciendo otra cosa más que intentar recuperarme de la sombra ansiosa que no me ha dejado tranquila en todo el día.
Detesto esta sensación. Detesto no ser dueña de mí misma y sentir como si fuese otra persona. Una que enterré hace mucho y que no quiero que vuelva a la superficie nunca más...
El sonido de las puertas abriéndose delante de mí, me saca de mis cavilaciones y, a pesar de que mi cuerpo me exige que vuelva sobre mis pasos y vaya a casa, avanzo hacia el recibidor que se encuentra afuera de la oficina del magnate.
La secretaria no se encuentra en su lugar.
«Quizás se encuentra ahí dentro. Con él...»
El pensamiento que en otro momento me habría parecido divertido, en estos momentos me parece enfermo.
No quiero volver a encontrarlo como lo hice la primera vez. No quiero tener que lidiar con un Gael furioso. No cuando debería ser yo la furiosa en este momento por la manera tan infantil e inmadura en la que me hizo venir a su oficina.
Tomo una inspiración profunda y cierro los ojos.
Cuando los abro de nuevo, avanzo con lentitud hasta las puertas dobles de la entrada a la oficina y, agudizando el oído, llamo una vez.
Me cercioro de que el golpeteo de mi puño sea fuerte y firme.
No hay respuesta del otro lado.
—Maldita sea... —mascullo, en un susurro apenas audible.
Llamo una vez más.
Nadie responde.
Mis ojos se cierran una vez más y muerdo la parte interna de mi mejilla mientras trato de deliberar qué demonios hacer.
Un tercer intento viene y, de nuevo, no obtengo el resultado deseado. Nadie allí dentro atiende a mi llamado.
—Sabes llamar puertas después de todo... —la voz a mis espaldas me hace dar un salto en mi lugar y, con violencia, giro sobre mis talones para encarar la figura imponente del hombre que se encuentra de pie a pocos pasos de distancia de mí.
Gael Avallone me mira como si fuese un completo chiste y, en ese momento, la irritación se dispara en mi sistema.
—¡Por el amor de Dios!, ¿qué necesidad hay de asustar a la gente? —espeto, con más brusquedad de la que me gustaría, al tiempo que acomodo el tirante de mi bolso sobre mi hombro.
Una de las cejas de Gael se alza con condescendencia y el coraje aumenta otro poco.
—Hoy luces particularmente encantadora, Tamara —el sarcasmo en la voz del magnate me hace querer golpearle la cara una y otra vez; sin embargo, me las arreglo para alzar el mentón ligeramente y erguir la espalda.
—Gracias —digo, con toda la naturalidad que puedo imprimir en la voz.
Un brillo de algo extraño se apodera de su mirada en ese momento, pero desaparece tan pronto como llega.
—¿Estás bien? —pregunta, de pronto, y todo dentro de mí se tambalea.
La inquietud, que se había mantenido a raya, se detona y toda la sangre de mi rostro se agolpa a mis pies en ese momento.
—¿Por qué no habría de estarlo? —sueno más a la defensiva de lo que me gustaría.
Los ojos de Gael, clavados en mí, me recorren con lentitud de pies a cabeza. Entonces, niega con la cabeza.
—Luces... extraña.
—Gracias.
El magnate frunce el ceño ligeramente. Luce confundido. Fuera de balance...
—Me alegra mucho que te hayas hecho el tiempo de atenderme esta tarde —dice, dejando pasar de largo la tensión del momento. No me pasa desapercibido el aire burlón con el que habla. Sé que trata de aligerar el ambiente, pero ahora mismo no puedo seguirle la corriente. Por más que quiera, no puedo hacerlo—. Como habías dicho que estabas ocupada...
—Quiero que sepas que pienso que ese movimiento ha sido bajo. Incluso para ti —digo, porque sé que eso es lo que quiere escuchar—, pero tampoco voy a darte el poder de volver a hacerlo. Si juegas una vez más esa carta, olvídate de mí. No escribiré tu biografía y no me importa cuánto tenga que pagarle a la editorial por la rescisión del contrato que firmé.
Una media sonrisa torcida se desliza en los labios de magnate.
—¿Entramos? —dice, ignorando por completo mi amenaza, al tiempo que señala la oficina que se encuentra a mis espaldas.
Yo no digo nada. Me limito a asentir con dureza antes de seguirlo dentro de la habitación.
—Creí que estabas aquí con tu secretaria —digo una vez que estamos dentro de la estancia—. Como no la vi allá afuera...
La mirada que me dedica por encima del hombro es tan severa, que tengo que reprimir la pequeña sonrisa que amenaza con apoderarse de mí.
—Camila termina su jornada a las seis de la tarde. Ya se fue a casa —informa—. Yo tuve una reunión con unos accionistas extranjeros, es por eso que no me encontraba cuando llegaste.
Asiento.
—Eso lo explica todo —agradezco a mi voz por sonar ligera mientras hablo—. Estaba muy preocupada de tener que entrar y encontrarte follando con ella una vez más.
En ese momento, Gael detiene su andar para encararme.
Su expresión es severa ahora.
—¿Es necesaria la indiscreción, Tamara?
Esta vez, no reprimo la sonrisa que se asoma en mis labios.
—¿Tienen algo serio?
La advertencia en la mirada del magnate no hace más que incrementar la satisfacción dentro de mí. No hace más que diluir un poco la nube de melancolía que llevo encima el día de hoy.
—No —dice, a pesar de que sé que no quiere darme razón de nada—. Yo no tengo nada serio con nadie.
—¿Ni siquiera con la mujer con la que fue fotografiado y subido a un blog de chismes?
Las cejas del magnate se disparan al cielo en ese momento.
—Alguien ha hecho la tarea —apunta, al tiempo que se deja caer sobre la enorme silla giratoria frente a su escritorio.
Me encojo de hombros.
—No he indagado demasiado. Solo lo suficiente.
Señala una de las sillas que se encuentran delante de su escritorio y yo, obedientemente, me siento.
—¿De que deseas hablar ahora, Tamara? —soy plenamente consciente de que ha evadido mi cuestionamiento inicial.
—De tus relaciones sentimentales está bien para mí —resuelvo.
—De ninguna manera —dice tajante.
—¿Para qué me preguntas acerca de qué quiero hablar, si no vas a concederme el placer de elegir? —me quejo. Llegados a este punto, me siento un poco más... ligera.
—Hablemos de otra cosa. Ahora mismo no tengo humor de hablar de mi vida sentimental.
Un bufido escapa de mis labios.
—De acuerdo —digo, solo porque hoy no estoy de humor para pelear con él—. Hábleme sobre la vida que llevó en España con su madre.
En ese momento, el hombre delante de mí comienza a hablar. El relato sobre la mujer independiente que dio crianza a un hijo mientras trabajaba de tiempo completo, no logra mantenerme atenta. Al contrario, lo único que consigue es hacerme divagar una vez más. Lo único que logra es fundirme en el mar de recuerdos que me ha dado caza desde que empezó el día.
De pronto, y por más que trato de poner atención a lo que Gael dice, no puedo hacer otra cosa más que pensar en Isaac. De pronto, no puedo hacer nada más que recordar esa noche. No puedo hacer nada más que hundirme poco a poco en las arenas movedizas que son mis recuerdos.
La pelea previa, mi salida sin permiso a mitad de la noche solo para hablar con él, la reconciliación en la parte trasera de su coche, mi insistencia en ir a esa estúpida fiesta, el alcohol, la música, los disparos... todo comienza a apilarse en mi cabeza, haciéndome imposible pensar en otra cosa. Haciéndome imposible volver a la realidad...
—¿Tamara? —la voz ronca y profunda me trae de vuelta al aquí y al ahora y, de pronto, me encuentro parpadeando con fuerza para fijar la atención en Gael. Me encuentro parpadeando con brusquedad para alejar las lágrimas que han comenzado a acumularse en mis ojos.
El magnate me mira con el entrecejo fruncido y expresión confundida.
—¿Te encuentras bien? —pregunta y, esta vez, no soy capaz de ocultar la vergüenza y el bochorno.
Mis párpados se cierran con fuerza y tomo una inspiración profunda.
Para ese momento, el temblor de mis manos es incontrolable y el latir de mi corazón es desbocado.
No puedo hablar.
No puedo decir nada.
No puedo hacer otra cosa más que quedarme aquí, quieta, intentando contener el monstruo de recuerdos que amenaza con consumirme.
—¿Tamara? —la voz de Gael llega a mis oídos en la lejanía, como si llegase a mí luego de haber pasado por un túnel largo y oscuro.
No puedo respirar.
El aire no llena mis pulmones y la habitación se reduce tanto, que me siento atrapada.
—¡Tamara!
Mis oídos zumban, mi pulso golpea con violencia detrás de mis orejas, el sonido de mi respiración es agitada y temblorosa.
—¡¿Pero qué cojones...?! ¡Tamara! ¡Respira!
Un sonido estrangulado se me escapa de los labios en el instante en el que un par de manos grandes me sostienen de los brazos. Trato de deshacerme del agarre firme, pero no lo consigo, así que forcejeo con más intensidad.
—¡Tamara! ¡Tamara, mírame!
En ese momento, las manos abandonan mis brazos y se ahuecan en mi rostro. Mi cabeza es sostenida con firmeza y, de pronto, me encuentro mirando fijamente el rostro excesivamente cercano de Gael Avallone. Me encuentro contemplando las tonalidades ambarinas de sus ojos y la fuerza de su ceño fruncido.
—Respira, Tamara —dice, con la voz enronquecida y, en ese momento, siento como sus pulgares acarician mis mejillas.
Aliento cálido me golpea la comisura de los labios y otra clase de emoción, una densa y dulce, se mezcla con el pánico que me envuelve.
—Respira conmigo, Tamara.
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