Capítulo 46
No me había dado cuenta de que no me gustaba mirarme al espejo. Mucho menos me había dado cuenta de que hacía años que no lo hacía. Que no me miraba en realidad. Que solo analizaba ciertas cosas de mi imagen de manera mecánica: la forma en la que me lucía el cabello, la manera en la que el labial se asentaba en mi boca, la cantidad de máscara para pestañas que aplicaba, la manera en la que la ropa se aferraba a mi cuerpo...
Hacía muchísimo tiempo que no me contemplaba a mí misma en el espejo, y ahora que lo hago, no sé cómo me siento.
La chica que me devuelve la mirada desde el otro lado, se siente como una completa extraña y, al mismo tiempo, la familiaridad de sus facciones es tanta, que no puedo hacer otra cosa más que observarla a detalle.
Lleva el cabello amarrado en un bonito moño alto, las pestañas rizadas y maquilladas y un bonito tono rojizo le tiñe los labios. Luce cansada y, al mismo tiempo, tranquila.
«No recuerdo la última vez que me sentí así de tranquila...».
Tomo una inspiración profunda, antes de colocar los aretes que Natalia me instruyó que me pusiera. Acto seguido, examino el resultado final y barro la vista por la extensión de mi cuerpo.
Los pantalones negros que me visten contrastan con la tonalidad blanca del blusón que llevo puesto y me veo tan sobria; tan ajena a mí, que se siente como si estuviese interpretando un papel en una obra de teatro.
«La escena final». Susurra la voz en mi cabeza. «Ha llegado la hora de cerrar el telón».
Un suspiro largo y pesado escapa de mis labios en el instante en el que me obligo a apartarme del espejo de cuerpo completo que decora la habitación de mi hermana mayor. Acto seguido, me obligo a sentarme al filo de la cama, para luego enfundarme las zapatillas negras que ella misma me ha prestado.
Dentro de una hora, le pondré punto final a todo esto. Dentro de una hora, daré una conferencia de prensa donde anunciaré mi retiro de la escritura. Luego, cuando todo termine, vendré a casa, me despediré de mi familia y partiré al hospital psiquiátrico donde he decidido internarme para tratar la depresión crónica que, hasta hace poco, no sabía que padecía.
Por muy abrumador que suene todo esto, me siento extrañamente... ligera. Liberada...
Hacía mucho tiempo que no me sentía tan en control sobre mí misma y, ahora que por fin me encuentro en otro estado mental, me ha sido mucho más fácil decidir qué es lo que debo hacer en la situación y en la posición que me encuentro.
Hace ya casi dos meses que la novela que escribí basada en la vida de Gael Avallone salió a la venta. Hace uno que el libro vendió alrededor de cincuenta mil copias —cantidad que, para tener tan poco tiempo en el mercado, es exorbitante—. Hace apenas una semana que se posicionó como el primer lugar de ventas de una de las cadenas de librerías más importantes de México, y hace dos días que Grupo Avallone anunció que Gael ha sido revocado de todas sus responsabilidades como presidente del emporio.
Lo cierto es que Grupo Avallone no ha podido recuperarse de las pérdidas millonarias que el escándalo trajo a su existencia. Luego de una serie de evasiones por parte de toda la familia del magnate, David tuvo que dar la cara y aceptar que el estado del patrimonio que había construido a lo largo de su vida, estaba pasando por su momento más crítico.
A la fecha, el emporio de David Avallone no ha podido recuperarse del golpe tan grande que la publicación del libro le dio; y yo no puedo dejar de pensar en lo irónico que es eso.
Jamás me pasó por la cabeza que todo esto perjudicaría tanto al negocio de la familia de Gael y, a estas alturas del partido, dudo mucho que David lo haya previsto.
No puedo decir que me alegra saber que, hasta cierto punto, el hombre tuvo lo que merecía y que cavó su propia tumba financiera; porque no es así. Porque, pese a todo, yo jamás deseé que esto pasara. Jamás quise que la vida de nadie se fuese a la mierda por mi culpa.
Es increíble como la soberbia y la arrogancia pueden llevar a una persona a la ruina del modo en el que llevaron a David a la suya. Tampoco estoy diciendo que su emporio jamás vaya a recuperarse, pero, verle en la posición en la que se encuentra ahora mismo, no deja de asombrarme. No deja de sorprenderme de maneras incómodas y extrañas...
Han pasado muchas cosas en los últimos dos meses de mi vida. Tantas, que apenas puedo procesarlas y asimilarlas como se debe.
No he sabido nada sobre Gael en todo este tiempo —además de lo poco que se habla de él en las redes sociales, periódicos y programas de chismes— y tampoco he hecho mucho por averiguar cómo lo está llevando. La última vez que hablamos me dejó muy en claro que no me quería más en su vida y estoy haciendo todo lo que está en mis manos por hacer cumplir sus deseos.
Se lo debo. Luego de tanto, es lo menos que puedo hacer por él.
En lo que a mí y a mi relación con mi ahora nueva vida pública respecta, puedo decir que lo llevo mejor de lo que esperaba. He aprendido a ignorar a la gente que trata de acercarse a mí para obtener una respuesta a una pregunta incómoda o, incluso, una reacción a un comentario despectivo. He aprendido a hacer como si todo lo que he leído, visto y escuchado sobre mí, no me afectara —a pesar de que, a veces, lo hace.
Luego del primer mes de acoso, todos los reporteros y periodistas que casi habían empezado a acampar afuera de casa de mis padres, perdieron el interés. Al parecer, el silencio absoluto en el que me mantuve, consiguió que desistieran de sacarme cualquier clase de declaración.
Supongo que es por eso que, luego de que le pedí al señor Bautista que convocara a una conferencia de prensa, el cupo que teníamos previsto para el salón, se llenó al cabo de unas cuantas horas de haber lanzado el comunicado. Así, pues, esta tarde anunciaré mi retiro frente a todos los medios de comunicación posibles. Anunciaré que nunca más voy a publicar algo y que he tenido suficiente de todo lo que ha pasado en mi vida desde que el libro salió a la luz.
El sonido de la puerta siendo golpeada me saca de mis cavilaciones y alzo la vista justo a tiempo para encontrarme con la mirada dulce y afable de mi papá.
—¿Estás lista? —pregunta, con ese tono suyo tan tranquilo y estoico.
Niego con la cabeza.
—No creo estarlo nunca —admito, pero esbozo una sonrisa en el proceso—. ¿Nos vamos ya?
Mi padre asiente, al tiempo que me devuelve el gesto cálido.
—Tu madre y Natalia están ya esperándonos abajo —dice y yo me pongo de pie antes de tomar mi bolso y encaminarme a la salida de la pequeña estancia.
—¿Tamara? —la voz de mi papá llega a mí cuando estoy a punto de comenzar a descender por las escaleras.
Yo lo miro por encima del hombro.
—¿Sí?
—No tienes una idea de lo orgulloso que estoy de ti —dice y mi pecho se hincha con una emoción cálida y demoledora al mismo tiempo.
No puedo decir nada. Si lo hago, es probable que me eche a llorar y no quiero hacerlo. No el día de hoy.
Entonces, sin decir nada, me alcanza y se echa a andar en dirección a la salida.
El trayecto al salón de conferencias que la editorial rentó, es lento y tortuoso y, al mismo tiempo, es insuficiente para mis nervios alterados. El hecho de ir sentada junto a una Natalia en cinta, quejumbrosa, malhumorada y hormonal, tampoco ha hecho mucho por mi estado de ánimo; pero trato de no pensar demasiado en ello. Trato de no concentrarme en las emociones difíciles que me embargan ahora mismo y que son inevitables.
Al llegar al lugar indicado, papá se introduce en el estacionamiento del edificio y aparca lo más cerca posible de la entrada de servicio del lugar.
Una vez ahí, llamo al señor Bautista por teléfono y este sale a recibirnos.
Mientras flanqueamos por los pasillos traseros al salón de eventos designado para nosotros, procuro quedarme atrás, con Natalia, para que nadie sea capaz de escuchar lo que estoy a punto de preguntarle:
—¿Lo conseguiste? —digo, en un susurro bajo.
Ella asiente.
—No fue fácil, pero logré que el chofer me ayudara —me guiña un ojo, al tiempo que esboza una sonrisa satisfecha.
El alivio me llena el pecho en el instante en el que lo dice y, de pronto, me siento un poco más valiente.
—Recuerda que tienes que asegurarte de que reciba el sobre esta noche. Luego de que...
—Luego de que te dejemos en el hospital —Natalia termina por mí, al tiempo que rueda los ojos al cielo—. Lo tengo todo controlado. Tú relájate, ¿vale? Haz lo tuyo, que yo ya hice lo mío.
Asiento, un poco más tranquila y más nerviosa —si es que eso es posible.
Al llegar a la puerta trasera que va al salón, el señor Bautista me aconseja que me quede aquí, atrás de todo el barullo que se encuentra del otro lado de las puertas dobles, y escolta a mi familia a las afueras, justo a los asientos que pedí que reservaran para ellos en primera fila.
Al cabo de un largo momento, el señor Bautista regresa y me indica que ya todo el mundo está en su lugar y que, en el momento en el que yo lo desee, el evento puede empezar.
Yo, luego de agradecer las atenciones, abro mi bolso y le entrego el sobre que preparé esta mañana para él.
—¿Qué...?
—Es mi carta de renuncia —digo, sin siquiera dejarlo terminar. Entonces, sin darle tiempo de nada más, salgo hacia la multitud de gente que me espera.
La abrumadora cantidad de personas que se encuentran apiñonadas en el espacio, hacen que mi valor merme un poco y que la incertidumbre me invada las entrañas. A pesar de eso —y de los flashes cegadores de las cámaras fotográficas—, me obligo a avanzar hasta subir a la tarima que funge de escenario improvisado.
Una mesa y varias sillas han sido montadas en el espacio, pero ni siquiera me molesto en tomar asiento en alguna de ellas. Me limito a avanzar hasta el tripié sobre el que descansa un micrófono, para tomarlo entre los dedos.
El murmullo general va apagándose a medida que la gente empieza a notar que no hablaré hasta que no haya silencio y, cuando este finalmente llega, me tomo unos instantes para barrer la vista por todo el espacio hasta localizar a mi familia.
La sonrisa tranquilizadora de mi madre y la mirada apacible de mi padre me dan esa fuerza que empecé a perder al entrar aquí y tomo una inspiración profunda antes de comenzar:
—Buenas tardes —mi voz suena extraña en el equipo de sonido del salón de eventos, pero no dejo que eso me detenga—. Primero que nada, quiero agradecer su presencia en este lugar. Quiero agradecer las atenciones que se tomaron al venir a escuchar lo que tengo que decir; y también, quiero aclarar un par de cosas antes de tocar el breve tema que deseo tratar el día de hoy. La primera de ellas, es que no voy a hablar, ni ahora, ni nunca, de nada que concierna a Gael Avallone. No tengo absolutamente nada qué decir al respecto —las protestas comienzan a alzarse en las voces de los asistentes, pero no dejo que el descontento general me amedrente, a pesar de que una parte de mí se siente con la necesidad de dar explicaciones—. La siguiente cosa por tratar, es que no planeo responder ninguna pregunta con relación al libro que escribí para Editorial Edén. De hecho, esta pequeña cita fue concretada con la única finalidad de dar una noticia, por lo tanto, no habrá mucha oportunidad de hacer preguntas.
Los reporteros, exaltados, comienzan a llenar el aire con cuestionamientos y comentarios mordaces, pero no digo nada más. No hago otra cosa más que esperar a que el barullo disminuya su fuerza para seguir hablando.
—El motivo de esta reunión, es únicamente para dar a conocer la noticia de mi retiro —sueno resuelta y diplomática, y eso solo consigue que las voces y los murmullos regresen. A pesar de eso, no me detengo—: A lo largo de estos últimos meses, he descubierto que no tengo deseo alguno de seguir escribiendo para satisfacer el gusto de nadie más que el mío. No tengo deseo alguno de escribir acerca de nadie más que de las personas que nacen y mueren en los rincones de mi cabeza; y eso bien puedo hacerlo desde la comodidad de mi hogar, sin la necesidad de enfrascarme de lleno en el mundo editorial.
Decenas de preguntas se alzan una vez más, al tiempo que un par de flashes me ciegan durante unos instantes; pero, de nuevo espero a que el silencio reine la estancia para aclararme la garganta y proseguir:
—Mi retiro no es una pérdida para nada significativa en el mundo de la literatura. Mucho menos, soy una eminencia en lo que hago —digo—. Soy una simple estudiante universitaria que disfruta de sentarse a escribir todo aquello que le pasa por la cabeza, así que no espero que nadie sufra o se lamente por mi decisión. Decidí compartirla, porque, así como he decidido alejarme de este mundo, así mismo deseo que sea respetado mi deseo de privacidad y anonimato. Mi familia ha tenido ya suficiente y creo que también lo ha hecho la familia Avallone. No somos un tema relevante y, todo aquello que redacté en ese libro, ha sido sacado de contexto para perjudicar a la persona que menos lo merecía. Sé que no voy a poder detener a nadie de seguir arrastrando por los suelos mi nombre o el de las demás personas involucradas; pero sí puedo decirles de una vez que no voy a ser partícipe de esta situación ni un solo segundo más. Por mi parte, no habrá más declaración que esta. Lo que las demás partes estén dispuestas a compartir será la única información que tendrán y, a partir de hoy, doy por zanjado el tema para mí. Doy por terminada mi relación con los medios de comunicación y con todas las personas involucradas en el proceso de la creación de «Magnate» —el título que, tontamente, le puse al libro me quema la boca como la peor de las palabras. Como la peor de las decisiones que pude haber tomado jamás—. Muchas gracias, de nuevo, por venir, y gracias por su atención. Con permiso.
Acto seguido, me echo a andar en dirección a la puerta por la que entré.
Las preguntas hechas a gritos, las fotografías y las cámaras de grabación me siguen todo el camino hasta que desaparezco por la puerta. El señor Bautista está esperándome ahí, con una decena de preguntas que tampoco estoy dispuesta a responder.
—Señor Bautista —lo corto de tajo, cuando trata de convencerme de volver sobre mis pasos para responder unas cuantas preguntas de los reporteros—, no me lo tome a mal, pero yo ya no trabajo para usted. No desde hace quince minutos; así que, por favor, deje de intentar convencerme de hacer algo que no quiero. Ya lo hice una vez y mire en lo que terminó —sacudo la cabeza en una negativa—. Espero que lo estipulado respecto al pago de los derechos de autor en mi carta de renuncia sea cumplido al pie de la letra. De no ser así, sabrá de mi abogado.
Trato de sonar lo más amenazante que puedo mientras hablo, pero no estoy segura de haberlo conseguido del todo.
—Pero, Tamara...
—Gracias por todo, señor Bautista —digo y, entonces, me echo a andar en dirección a la salida.
~*~
—No puedo creer que realmente vayas a hacer esto —Natalia dice con aprehensión, al ver cómo me cuelgo en el hombro la mochila con las pocas de mis pertenencias personales que planeo llevarme al hospital psiquiátrico.
Tomo una inspiración profunda.
—Tengo que hacerlo —digo, porque es cierto.
El estado mental en el que me encuentro no es el óptimo. De hecho, me atrevo a decir que es casi deplorable. De no ser por la compañía de mi familia, ahora mismo estaría hundida hasta el cuello en el mar oscuro y profundo que es la depresión. A pesar de estar tomando medicamentos y de estar asistiendo a terapias, no he podido arrancarme del todo las ganas de acabar con todo esto. No he podido desperezarme de los horribles pensamientos autodestructivos que me acompañan cada que escucho el nombre del magnate o veo que algún nuevo detalle respecto a su vida ha salido a la luz. Me atormenta en demasía estar en constante contacto —aunque sea implícito— con él y con todo lo que ocurrió. Es por eso que voy a internarme en un hospital psiquiátrico. Es por eso que voy a obtener la ayuda que necesito para salir de este lugar tan tenebroso en el que me encuentro estancada.
—¿Ya te comunicaste con ella? —pregunto, en dirección a mi hermana, para cambiar un poco el rumbo de nuestra conversación.
Natalia niega con la cabeza.
—Recuerda que son seis horas de diferencia horaria entre España y México —hace una mueca de disculpa—. Le dejé un mensaje de voz. Si no se contacta conmigo antes de mañana en la mañana, voy a llamarle de nuevo.
—Te lo encargo muchísimo, por favor —digo—. Tiene que quedar todo listo para que el señor Bautista haga los depósitos a donde ella te lo indique.
Natalia me regala una sonrisa tranquilizadora.
—Tú no te preocupes por eso, que yo me encargo de todo —me guiña un ojo—. Nicole Astori recibirá el dinero de tus regalías para que pueda pelear la custodia de su nieto. Eso te lo aseguro.
El alivio que traen sus palabras no es más que un bálsamo para mis nervios alterados.
—¿Tienes la carta? —pregunto, aún ansiosa por dejarlo todo en orden antes de marcharme.
Ella rueda los ojos al cielo.
—Claro que la tengo —dice, con exasperación—. ¡Y sí! ya sé que tengo que ir y entregársela en su mano luego de dejarte en el psiquiátrico. ¿Estás segura de que no meteremos en problemas al chofer por convencerlo de ayudarnos?
—Se llama Almaraz —la reprimo—. Y espero que no. Él dijo que no nos preocupáramos por eso. Que quería ayudar, así que... —me encojo de hombros.
—Si lo despiden por tu culpa, Tamara...
—Si lo despiden por mi culpa, entonces habrá que encontrar el modo de compensarle todo lo que ha hecho por mí —la interrumpo y esboza una sonrisa cargada de suficiencia.
—Estoy orgullosa de ti, boba —dice y es mi turno de sonreír.
—Vámonos ya —digo—, que se hace tarde.
Ella asiente y, luego de eso, nos encaminamos hacia la planta baja de la casa.
He escrito una carta. Una carta para el hombre al que le hice añicos la existencia. Una carta, no para enmendar el daño, porque sé que este no puede ser enmendado, sino para disculparme por todo lo que pasó gracias a mí. A mi incapacidad de confiar en él y a todo lo que esa desconfianza trajo a nuestras vidas.
En ella, le hablo sobre las intenciones que tengo de enviarle absolutamente todo el dinero que el libro genere a su madre, para que ella pueda iniciar un proceso legal para recuperar la custodia de su hijo. En dicha carta, trato de dejar en claro que sigo estando en la misma postura en la que estaba cuando lo conocí: yo no quiero ni un solo centavo que venga a expensas de su sufrimiento. De todo aquello por lo que pasó por mi culpa.
Así mismo, he aprovechado para contarle respecto a mi renuncia de Editorial Edén —aunque esto a él ni siquiera le importe— y le he hablado, también, sobre la decisión que he tomado de regresar a vivir con mis padres de forma definitiva. Omito completamente el hecho de que estoy a punto de internarme en un hospital psiquiátrico, por el tiempo que sea necesario para ayudarme a mí misma a salir de este estado de oscuridad en el que me he sumido, y tomo la oportunidad que se me presenta para despedirme de él. Para agradecerle cada instante y cada aprendizaje. Para hablarle de todo aquello que sentí por él y decirle cuánto espero que algún día pueda perdonarme. Cuánto espero que algún día, todo esto termine para ambos.
Natalia va a entregársela a Gael luego de que me deje en el hospital. Le he pedido a mis padres que se queden en casa. Me rompería el corazón dejarles verme en mi estado más vulnerable una vez que lleguemos ahí, es por eso que he decidido despedirme de ellos aquí, en casa, para que solo mi hermana sea quien me acompañe hasta allá.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañemos? —del temblor en la voz de mi madre me provoca un nudo en la garganta, pero me las arreglo para esbozar una sonrisa.
—Si me acompañan, no voy a querer quedarme —digo, porque es cierto, y ella me envuelve en un abrazo apretado.
El nudo en mi garganta se aprieta y siento cómo las lágrimas se me agolpan en la mirada. Es en ese momento, que me aferro a ella.
—Te amo —susurro, contra su oído y ella solloza contra el mío que me ama también.
Acto seguido, me aparto y mi padre me abraza.
Él no dice nada de inmediato. Se limita a sostenerme contra su pecho, dándome esa fortaleza de la que siempre me ha provisto con esta clase de gestos.
—Te amo, princesa —susurra, cuando estoy a punto de apartarme de él y, esta vez, las lágrimas me vencen.
—Te amo, papá —digo, con la voz entrecortada, al tiempo que me aparto para mirarlo.
Una sonrisa se desliza en mis labios luego de eso —pese a las lágrimas— y me limpio las mejillas con el dorso de la mano.
—Iremos a verte el fin de semana —mi madre promete y sé que así será. Sé que irá a verme cuantas veces le sea posible.
—Allá los espero —digo, mientras acomodo la mochila que preparé sobre mi hombro. Sé que van a quitarme la mayoría de las cosas que llevo; pero, de todos modos, la preparé para tener algo en qué entretenerme mientras esperaba a que se llegara la hora de marcharme.
—Se despiden como si no fuesen a verse dentro de unos días —Natalia se burla y sé que lo hace solo para aligerar el ambiente.
Una pequeña risa se me escapa y aprovecho el desfogue de tensión para dar un par de pasos hacia atrás.
—Nos vemos pronto —digo, finalmente y mi madre se limpia las lágrimas para dedicarme una sonrisa tranquilizadora. Una muy similar a la que mi papá lleva en los labios.
—Nos vemos pronto —dicen al unísono y, acto seguido, Natalia y yo salimos de la casa.
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