Capítulo 45



Esta mañana todo terminó. Esta mañana, mi tumba fue cavada en lo profundo de la tierra. Hoy, luego de intentar detenerlo a toda costa, el libro que escribí sobre la vida de Gael Avallone, salió a la luz.

Luego de pasar las últimas dos semanas de mi vida tratando, por todas las formas habidas y por haber, de ganar un poco de tiempo para que el libro no fuese publicado, salió a la venta, y decir que me siento miserable, no se compara para nada a lo que en realidad siento en estos momentos. Al pesar, la angustia y la infinita impotencia que me ha inundado el cuerpo desde entonces.

No pude hacer nada para localizar a Gael luego de mis intentos de verlo en su oficina. Traté de hablar con él por teléfono más veces de las que puedo recordar y, también, traté de esperarle afuera de su casa más de una ocasión. Él nunca apareció. ¿El motivo? Realmente no lo sé. Es como si hubiese desaparecido de la faz de la tierra luego de nuestra última conversación. Como si se hubiese desvanecido en el viento. Como si tratase de esconderse de mí.

Mis intentos legales de detener toda esta locura tampoco surtieron efecto. Tuve que decirle a mis padres el lío tan grande en el que me había metido y, luego de haberlo hecho, mi padre se encargó de ponerse en contacto con uno de sus amigos de la infancia, el cual ahora ejerce como abogado.

No hubo mucho qué hacer por mí o por mi situación. Con el poco tiempo que quedaba para actuar, fue imposible detener o aplazar la publicación del libro.

La publicidad —y la cantidad de expectativas que empezaron a crearse alrededor del libro luego de su anuncio oficial— no se hizo esperar. La cantidad inconmensurable de artículos en internet, fue tan grande como el tamaño de mis nervios. Como el tamaño del peso que se cernió sobre mis hombros en el momento en el que me di cuenta de que todo estaba acabado.

La noche en la que salió la sinopsis —esa que no escribí yo, pero que se me achacó a mí de cualquier modo—, hace apenas una semana, quería morir. Quería echarme a llorar, gritar y pudrirme en la autocompasión que sentí —que aún siento—. Quería desaparecer de la faz de la tierra y no volver jamás.

Aún hay cosas dentro de todo este proceso de edición que no logro entender del todo. Que no logro digerir como me gustaría. La primera de ellas, fue la manera en la que el manuscrito fue terminado. Cuando mi computadora fue robada, aún me faltaban unos cuantos capítulos para ponerle punto final a aquel texto hecho con la única finalidad de purgar de mi sistema la impotencia y el dolor que sentía.

A estas alturas, no me sorprendería para nada si David hubiese contratado a alguien exclusivamente para terminarlo. Para acabar de redactar esa novela y, así, publicarla bajo mi nombre solo con el afán de perjudicarme. A estas alturas, no me sorprendería en lo absoluto descubrir que David Avallone solo hizo esto para demostrarse a sí mismo el poder que tiene y la cantidad de daño que puede a hacerle a alguien si se lo propone.


Así, pues, he pasado el día entero encerrada en mi habitación, hecha un mar de lágrimas incontenibles y una maraña inconexa de sentimientos encontrados. Mi hermana y mi madre han tratado de sacarme de aquí a toda costa, pero yo no estoy lista para hacerlo. No estoy lista para enfrentarme al mundo ahora que la verdad ha sido revelada. Ahora que, a los ojos de todo el mundo —de los de Gael— soy una oportunista que se aprovechó de la confianza que el magnate puso en ella. Que se aprovechó de los sentimientos de un hombre para exprimirle hasta el más oscuro de los secretos.

Aún no ha habido comentarios respecto al libro. De hecho, no espero que los haya durante los próximos días; pero, la sola idea de saber que el mundo entero se va a enterar de todo lo que pasó, me hace sentir enferma. Abrumada y adolorida por sobre todas las cosas; y, por si esto no fuera suficiente, el día de hoy, es su cumpleaños. El día de hoy, diecisiete de agosto, es el cumpleaños del hombre al que le he arruinado la vida, la reputación y todo lo demás.

—Tam, no puedes seguir así —la voz de Natalia inunda mis oídos, pero ni siquiera me molesto en moverme de donde me encuentro. Ni siquiera me molesto en levantarme de la cama o hacer el intento de encararla—. Tienes que salir de aquí. Tienes que comer algo. Tienes que levantarte y hacer algo por ti.

No respondo. No puedo hacerlo.

Tengo la voluntad hecha pedazos, la moral destrozada y los aires de autodestrucción que me atormentan a su máxima potencia.

Siento cómo la cama se hunde bajo su peso y mis párpados se cierran. En el proceso, un par de lágrimas cálidas ruedan por mi rostro y absorbo la humedad como puedo. Absorbo el ardor de mis globos oculares, porque no me apetece hacer otra cosa.

«Eres una estúpida. Una imbécil. Una maldita cobarde».

—Tam, las cosas no pueden ser tan malas —mi hermana dice, en un susurro conciliador—. Estoy segura de que si hablas con él; si le explicas, lo entenderá. Él mejor que nadie conoce a su padre. Debe saber de lo que es capaz...

Quiero responderle que no tiene idea de lo que dice. Que, por mucho que Gael sepa cuán hijo de puta puede ser su padre, eso no quita ni borra el hecho de que yo escribí esa novela. Que yo, a voluntad, redacté y plasmé lo que viví con él. David no me obligó a hacerlo. David solo quería un documento que dijera la verdad sobre la vida secreta de su hijo; no un desvelamiento emocional de los más recónditos espacios existentes en su alma. No la revelación de aquello que fue tan íntimo. Que fue tan personal y tan cercano, que casi se sintió real...

Una mano se posa sobre mi pantorrilla y el nudo en mi garganta se aprieta.

—En el peor de los casos, Gael puede pedir que retiren todas las copias del libro de las estanterías, ¿no? —sé que trata de ser optimista, pero lo único que está consiguiendo, es ponerme los nervios de punta. Es ponerme los sentimientos a flor de piel—. Solo... búscalo. Llámalo y habla con él. Estoy segura de que lograrán resolverlo.

Natalia se queda en mi habitación el tiempo suficiente como para conseguir que me acostumbre a su figura echada a mi lado en la cama y para que su presencia a mi alrededor se convierta en una especie de bálsamo. Una especie de analgésico para el corazón. La completa y total resolución de que, aún haya hecho algo horrible, ella siempre estará aquí, a mi lado, a pesar de todo, me hace sentir un poco menos agobiada. Un poco menos horrible...


Finalmente, luego de lo que se siente como una eternidad —y que al mismo tiempo no es suficiente—, mi hermana se pone de pie y murmura algo acerca de ir con mi madre al mercado. Trata de invitarme a acompañarlas, pero yo declino su oferta con una negativa de cabeza y un murmullo que se me antoja incoherente.

Natalia no luce satisfecha con mi respuesta, pero, de todos modos, lo deja estar. Se limita a besarme la sien y susurrar algo sobre regresar pronto, antes de desaparecer por la entrada de mi habitación.



~*~



El caos empezó la mañana del miércoles. Comenzó con una llamada a la puerta de casa de mis papás y una mujer diciendo que trabajaba para un periódico local. Esta, al presentarse con mi padre, preguntó si sabía dónde localizarme para realizarme una entrevista referente al libro que Editorial Edén publicó.

Mi papá, por supuesto, le pidió que se retirara y le dijo que, aunque él supiera donde encontrarme, no se lo diría.

Ese día, dos artículos aparecieron en internet. En ambos se hablaba del contenido del libro y de lo impactante que había sido para los dueños de los respectivos espacios en línea, el darse cuenta de todos los temas oscuros y turbios que el libro toca.

Al día siguiente, unas reseñas llenaron el internet y, para el viernes de la semana pasada, ya todos los noticieros, revistas y periódicos de interés estaban hablando sobre el libro.

El escándalo no se hizo esperar en lo absoluto y las noticias respecto a la adicción de Gael, su adolescencia turbulenta y su pasado oscuro llenaron todos los tabloides, revistas amarillistas y programas de espectáculos y chismes.

Para cuando llegó el fin de semana, Gael Avallone pasó de ser uno de los hombres más importantes del mundo financiero, a la comidilla y burla de todos los programas televisivos habidos en el país; yo, por otro lado, pasé a ser la arribista, trepadora e inescrupulosa mujer que se aprovechó de los sentimientos de un hombre para destruirlo. Para conseguir algo de lo cual pudiera beneficiarme.

Mi vida entera dio un giro de ciento ochenta grados a partir de entonces. El acoso de los reporteros y periodistas no se hizo esperar, y ha sido tanto desde entonces, que ya ni siquiera me atrevo a salir de mi casa por miedo a ser abordada por alguien. Por miedo a ser interrogada o atacada por una serie de preguntas que realmente no quiero responder.

Mi ansiedad ha tocado límites estratosféricos desde que todo el desastre se desató y mi estado emocional solo ha ido en picada. El coraje, la impotencia, la frustración y la desesperación no se han hecho esperar. De hecho, han formado parte de mi vida desde el instante en el que el dichoso libro salió a la venta.

Hace unos días llegó a casa de mis padres una caja con ejemplares que ni siquiera he querido abrir. El saber que está ahí y que son el arma que David Avallone usó en contra nuestra, no hace más que hacerme sentir enferma. Furiosa conmigo misma...

La tortura mental a la que me he sometido desde que el libro salió a la luz, no ha hecho más que volverse peor con cada día que pasa. El hecho de saber que Gael está furioso conmigo —con justa razón— y que no quiere saber nada de mí, no hacen más que incrementar la horrible ansiedad que me carcome por dentro.

Mi comunicación con él ha sido nula desde la última vez que hablamos en su casa —aquella en la que me contó toda la verdad sobre la existencia de su hijo y su pasado—. Intenté —luego de darme cuenta de que me había bloqueado tanto en mensajería como en llamadas— buscarlo en su oficina, pero los guardias de seguridad de la entrada ni siquiera me permitieron el paso. También traté de llamarle a su secretaria, para así intentar contactarle, pero se me fue negada cualquier clase de posibilidad de comunicación. Luego de eso, mis llamadas a su oficina dejaron de ser respondidas también.

El último recurso que me quedaba era el de ir a buscarlo a su casa, pero, cuando lo hice, el guardia de la caseta de seguridad me impidió la entrada. Dijo que tenía órdenes expresas de Gael de no dejarme pasar por ningún motivo, y eso, por sobre todas las cosas, ha sido lo que más ha dolido. Su rechazo y su renuencia a verme, es lo que más me ha herido de todo esto.

Sé que tiene todo el derecho de no querer saber absolutamente nada de mí luego de lo que pasó. Sé que tiene todo el jodido derecho de sentirse enojado hasta la médula conmigo y, de todos modos, no puedo dejar de sentirme miserable por eso. No puedo dejar de sentirme a la deriva luego de todo el caos que se ha desatado.


Para coronar toda la situación que se ha propiciado luego de la publicación del libro, el día de ayer, gracias a mi padre, me enteré de que Grupo Avallone ha comenzado a tener pérdidas considerables de dinero e inversiones. Al parecer, el escándalo público y la revelación del pasado de Gael, ha hecho que muchos de los inversionistas del emporio comenzaran a vender sus acciones en la empresa a costos bajísimos. Costos que podrían afectar en demasía el equilibrio financiero del que Gael está al mando.

Conforme a lo que mi papá dijo, si las cosas siguen como están ahora mismo, Grupo Avallone podría tener pérdidas millonarias para cuando el mes termine. Podría tener pérdidas que podrían perjudicar de manera exponencial la economía de Gael y su familia.

Todo esto es un maldito desastre. Es un caos sin fin que no hace más que hundirme en un pozo de miseria y culpa. Si tan solo no hubiese escrito esa condenada novela. Si tan solo hubiese tenido el valor de hablar con Gael...


—¿Tamara? —la voz de Natalia me saca de mis cavilaciones y alzo la vista del plato de cereal que tengo frente a mí.

Mis ojos parpadean un par de veces para espabilarme, pero sigo sin sentirme lo suficientemente conectada con el exterior como para atreverme a hablar de inmediato.

—¿Qué? —digo, al cabo de unos instantes, y mi voz suena ronca por la falta de uso.

La expresión preocupada que esboza mi hermana me estruja el pecho, pero, ahora mismo, no tengo ánimos de fingir que me encuentro bien. No tengo las fuerzas para poner buena cara cuando en realidad se siente como si estuviese a punto de desmoronarme en cualquier momento.

La aprehensión que veo en el gesto de Natalia solo me hunde un poco más. La línea dura que es su boca en estos momentos, no hace más que hacerme desear desaparecer.

—Tam, tienes que parar —dice, en voz baja, al tiempo que sacude la cabeza en una negativa—. Tienes que dejar de torturarte del modo en el que lo haces. ¿Tienes una idea de lo preocupados que están mis papás?

No tengo las fuerzas para replicar. Me encantaría tener la entereza suficiente como para decirle que no puedo estar bien cuando me siento así de agobiada. Cuando me siento así de culpable...

Me pongo de pie al tiempo que tomo el plato de cereal —que ni siquiera toqué— y me lo llevo a la tarja. No estoy de humor para escucharla recriminarme todo lo que hago. De hecho, no tengo humor de nada. Bajé a cenar con ella solo porque casi me arrastró escaleras abajo para hacerlo, no porque realmente tuviera hambre.

—¿Vas a dejarme así, con la palabra en la boca?

El plato que llevo entre los dedos es dejado con más brusquedad de la que me gustaría y, presa de un impulso nacido del coraje que me embarga, me giro con violencia para encararla.

—¿Y qué se supone que debo decirte? —espeto—. ¿Que sé que tienes razón? ¿Que sé que debería estar más animada por todo el esfuerzo que está haciendo mi papá para ayudarme? Lo siento, Nat, pero no puedo. No puedo hacerlo porque, aunque sé que todo lo que hacen es por mi bien, por apoyarme; no puedo, simplemente, borrar lo que hice. Nada de lo que haga ahora para enmendar lo que pasó, hará que Gael recupere todo eso que le quité. Todo eso que le arrebaté de las malditas manos.

—Tú no le arrebataste nada a ese hombre, Tamara. Entiéndelo —ella refuta—. Fue su padre quien lo hizo. Fue su falta de valor para enfrentar a su padre y no dejarse manipular lo que lo llevó hasta este punto. Si él desde un principio se hubiese negado al juego de su padre, nada de esto habría pasado.

Una carcajada incrédula y carente de humor me abandona.

—No puedo creerlo —mascullo, al tiempo que niego con la cabeza—. ¿Estás escuchándote?

—¿Estás escuchándote tú? —escupe—. ¡Tamara, por el amor de Dios, tú no eres su verdugo! ¡Tú no eres la mala del cuento aquí! Hiciste la misma elección que él hizo: la familia por sobre todas las cosas. ¿Acaso crees que él accediendo a todos los mandatos de su padre por proteger a su hijo no es lo mismo a lo que tú hiciste por protegernos a nosotros?

Cierro los ojos con fuerza.

—Tam, no puedes satanizarte por hacer lo que cualquier ser humano habría hecho en tu lugar —dice, con más suavidad ahora—. No puedes restarle culpabilidad a él por no haber enfrentado a su padre a tiempo. Ambos se equivocaron y, si él no es capaz de verlo, entonces es un estúpido.

Lágrimas nuevas inundan mi mirada cuando abro los ojos para encararla.

—Nat, te juro que nunca quise hacerle daño —digo, con la voz rota por las emociones contenidas.

—Lo sé —ella se pone de pie y avanza para alcanzarme.

—A estas alturas, seguro me odia —digo, al tiempo que siento cómo me envuelve entre sus brazos.

—Si lo hace, es un imbécil —ella murmura contra mi oreja y las ganas que tengo de echarme a llorar, incrementan.

—No puedo dormir, no puedo comer, no puedo hacer nada más que torturarme con la idea de él odiándome. De él sacando conclusiones equivocadas respecto a mí —niego con la cabeza, al tiempo que trato, desesperadamente, de detener las lágrimas desesperadas que me embargan—. No quiero que me odie. No sin que me deje explicarle antes todo lo que pasó.

—Entonces, búscalo y díselo —ella susurra, en un tono tan maternal, que el pecho me duele—. Búscalo y cuéntaselo todo, para que así puedas empezar a sanar. Para que así, puedas empezar a perdonarte a ti misma.

Sacudo la cabeza en una negativa desesperada e, inevitablemente, las lágrimas me abandonan.

—N-Ni siquiera puedo llamarle —digo, en medio de un sollozo—. Me bloqueó de todos lados, su secretaria me niega la oportunidad de hablar con él al teléfono, me ha prohibido la entrada al edificio de Grupo Avallone e, incluso, en el residencial en el que vive ha dado órdenes expresas de no dejarme pasar por nada del mundo. Él no quiere hablar conmigo. No quiere verme. No quiere tener absolutamente nada que ver conmigo.

—Tam, entonces plántate afuera del residencial en el que vive. Oblígale a escucharte. Oblígalo a enfrentarse a lo que él también ocasionó. No lo dejes quedar como la víctima de todo esto, porque es tan culpable como tú.

Una risa se me escapa en medio de las lágrimas que me embargan.

—Estás loca —digo y ella suelta una risa.

—Tú lo estás más —dice, en tono dulce.

—No puedo obligarlo a perdonarme, ¿sabes? —digo, al cabo de unos segundos de silencio.

—No —ella asiente, en acuerdo—, pero sí puedes obligarlo a darte un cierre. A que, de una vez por todas, lo que sea que tienen, acabe. Por salud emocional, tanto tuya como suya, es necesario que lo hagas.



~*~



Una parte de mí me pide —o más bien me exige— que me vaya a casa. Una parte de mí, no deja de recriminarme lo que estoy haciéndole a mi dignidad y a mi orgullo en estos momentos, pero no puedo —quiero— marcharme. No ahora que he tenido el valor suficiente para salir de casa de mis padres para enfrentarme al mundo. Para enfrentarme a él...

He estado aquí, sentada afuera del residencial donde Gael Avallone vive, durante lo que se siente como una eternidad. Esta tarde, luego de intentar comer algo con Natalia, tomé la decisión de abandonar la comodidad del refugio en el que se ha convertido la casa de mis padres y conducir mi camino hasta este lugar.

El guardia de seguridad no me dejó pasar, como ya suponía que pasaría, pero eso no me ha detenido de sentarme afuera de la caseta de vigilancia a esperarle.

El cielo ha empezado a teñirse de los colores cálidos que anuncian la cercanía de la noche y esa es la única pista que tengo para saber que deben ser alrededor de las siete u ocho de la noche. Hace rato ya que me quedé sin batería en el teléfono, es por eso que no tengo idea de qué hora sea. ¿Honestamente? Esa es la menor de mis preocupaciones ahora mismo. Es el menor de mis problemas.

He pasado las últimas semanas de mi vida sumidas en un agujero tan oscuro, que, lo que antes me habría preocupado medianamente, ahora no me importa en lo absoluto. He pasado las últimas semanas —en especial los últimos días— envuelta en una retahíla de negatividad que está consumiéndome poco a poco.

Los pensamientos densos y maliciosos me han rondado más de lo que me gustaría admitir y, a pesar de que se marchan casi tan pronto como llegan, no dejan de agobiarme. No dejan de angustiarme y aterrorizarme en partes iguales.

La posibilidad de acabar con todo no me ha llenado la cabeza; pero, de todos modos, se siente como si pudiera empezar a torturarme en cualquier momento. Es por eso que, esta mañana, hablé con mis papás acerca de retomar la terapia. Incluso, la posibilidad de internarme de nuevo en un sanatorio mental salió a colación cuando les conté cuán perdida y hundida me he sentido últimamente.

Así, pues, luego de una mañana cargada de emociones encontradas y un centenar de pensamientos nuevos respecto al rumbo que tomará mi vida, decidí dar otro pequeño paso. Decidí hacerle caso a Natalia y buscar mi cierre. Buscar la manera de eximirme de todo aquello que me atormenta, para así aprender de mis errores y poder continuar.

A estas alturas, lo único que quiero es eso: poder continuar con mi camino...

Mi vista está clavada en la avenida. El tráfico habitual a esta hora crea una especie de vaivén tranquilizante e hipnótico. Es casi como si el sonido de la velocidad de los coches, y la cronometría con la que parecen avanzar, estuviese diseñada para aminorar un poco el agujero que siento en la boca del estómago. Sin embargo, cada que algún vehículo sale del camino para entroncar en la entrada del residencial, esa tranquilidad temporal se esfuma para convertirse en un golpe de adrenalina doloroso e intenso.

No sé cuántas veces más voy a soportarlo. No sé cuánto tiempo más voy a aguantar las ganas que tengo de escabullirme en el interior del fraccionamiento privado para esperar al magnate afuera de su casa.

Un auto negro toma la desviación a la entrada del residencial e, inevitablemente, el corazón me da un vuelco. Todo dentro de mí pasa a ser ansioso y nervioso en una fracción de segundo y, de pronto, se siente como si pudiera vomitar. Se siente como si lo poco que comí esta tarde pudiese ser expulsado de mi cuerpo en cualquier instante.

El vehículo disminuye la velocidad al acercarse a la caseta, y es en ese preciso momento, cuando lo veo...

A través del vidrio frontal del coche —y a pesar de que su figura no es clara debido al movimiento—, soy capaz de reconocerlo. Es Gael.

La ansiedad y el pánico se detonan en mi sistema en cuestión de segundos y, durante un doloroso instante, no soy capaz de hacer nada más que mirar cómo se mueve a velocidad baja. No soy capaz de hacer nada más que contemplarle avanzar como si estuviese mirándole a través de un filme en cámara lenta.

Entonces, me pongo de pie.

Mis piernas —temblorosas, débiles y torpes— apenas me permiten dar un par de pasos antes de que la vista del magnate se pose en mí. Algo en sus facciones cambia en el instante en el que tiene un vistazo de mi rostro, pero esto desaparece cuando fija su atención en el camino y se detiene en la pluma de la caseta de seguridad.

Me toma apenas unos instantes espabilar y echarme a correr en dirección a donde él se encuentra. Para cuando alcanzo el auto, la pluma ya se ha elevado y Gael ha empezado a avanzar hacia el interior del residencial.

«¡No puedes permitir que se vaya!». Grita la voz en mi cabeza y sé que tiene razón. Sé que tengo que impedir, a toda costa, que me deje aquí, sin siquiera detenerse a escucharme. Es por eso que, sin más, me echo acorrer hasta que mi cuerpo queda interpuesto entre él y la entrada principal.

El coche del magnate se detiene en seco cuando mis manos se colocan sobre el cofre, pero Gael no baja de él. Al contrario, se limita a hacer sonar la bocina para que me aparte de su camino.

—Gael, necesitamos hablar —mi voz suena más elevada que de costumbre, pero la he hecho sonar así a propósito: para que sea capaz de escucharme por encima del sonido del motor.

La bocina del coche suena de nuevo. Esta vez, con más insistencia que antes. Una punzada de irritación me invade en ese momento y sacudo la cabeza en una negativa.

—¡No me voy a quitar del camino hasta que me escuches! —medio grito, pero él, lo único que hace en respuesta, es tratar de esquivarme con el auto. Yo, al darme cuenta de lo que trata de hacer, vuelvo a interponerme en su camino.

—Señorita —el guardia de seguridad interviene y, cuando vuelco mi mirada para encararlo, noto que ha salido de la caseta y que avanza para alcanzarme.

—¡No se atreva a acercarse! —chillo en advertencia y el hombre se congela en su lugar.

—Señorita, usted no puede hacer esto —el guardia, amable y preocupado, insiste—. No me obligue a llamar a la policía.

—Llame a quien necesite llamar —digo, en dirección al hombre, antes de posar mi atención de vuelta hacia el coche para añadir—: Pero no me voy a ir de aquí sin hablar con él.

Los ojos del magnate están fijos en los míos y, pese a que no soy capaz de verle del todo la expresión desde el lugar en el que me encuentro, sé que no está feliz respecto a la actitud que estoy tomando.

La puerta del vehículo se abre.

Toda la sangre de mi cuerpo se me agolpa en los pies cuando la figura del magnate se desliza fuera del coche deportivo y soy enfrentada por una mandíbula cincelada y apretada hasta sus límites, y un ceño fruncido enmarcando una mirada iracunda.

—Tamara, te lo voy a pedir solo una vez amablemente, ¿de acuerdo? —Gael espeta en mi dirección, y la frialdad y la dureza con la que me habla, me cala en los huesos. Me hiela las entrañas—: Déjame en paz. Déjame tranquilo de una maldita vez y para siempre. Ganaste. Me jugaste el maldito dedo en la boca. Conseguiste lo que querías: me expusiste, crudo y real, justo como querías. Ahora, por favor, apártate del camino y deja de buscarme.

—No —sacudo la cabeza, en una negativa desesperada—. Las cosas no son como tú crees. Las cosas no pasaron como tú piensas. Tienes que escucharme, yo...

—Tamara, no me interesa escucharte —me interrumpe—. No me interesa saber qué carajos pasó que, de la noche a la mañana, decidiste jugar a arruinarme. Porque eso hiciste, ¿lo sabías?, me arruinaste por completo.

Sus palabras colocan un nudo de impotencia y frustración en la base de mi garganta y tengo que parpadear un par de veces para ahuyentar las lágrimas que han empezado a acumularse en mi mirada.

—Gael, por favor...

—No te lo voy a repetir. Apártate del camino y déjame en paz de una buena vez —Gael escupe y yo cierro los ojos con fuerza.

La forma en la que está hablándome me hiere. Me lastima en formas que no soy capaz de comprender del todo.

—Lo único que quiero es que me dejes explicarte —suplico, con un hilo de voz—. Sé que estás furioso conmigo. Sé que no quieres verme. Sé que no tengo cara alguna de venir a buscarte, pero necesito que sepas...

¿Qué? ¿Qué necesitas que sepa? ¿Que mis sospechas sobre ti no eran infundadas? ¿Que en realidad nunca sentiste nada por mí? ¿Que todo este tiempo fingiste que me querías solo para ganarte mi confianza y apuñalarme por la espalda? —genuino dolor atraviesa la mirada de Gael. La tortura que se dibuja en sus facciones en ese momento es tanta, que me quedo sin aliento. Que me quedo sin poder hacer nada más que procesar el dolor que ha comenzado a anidarse en mi pecho—. Confié en ti. Me abrí a ti. Lo arriesgué todo por ti...

Niego con la cabeza, al tiempo que un par de lágrimas se me escapan. La sonrisa incrédula que se dibuja en mis labios es tan dolorosa, como irónica.

—Tú jamás confiaste en mí —espeto, mientras limpio la humedad que corre por mis mejillas—. Nunca te abriste a mí. Nunca arriesgaste nada por mí. Siempre le tuviste miedo a tu padre.

Gael niega con la cabeza, herido e incrédulo.

—La última vez que estuviste aquí, en mi casa; cuando te lo dije todo... Esa noche llamé a mi padre para informarle que dejaba Grupo Avallone. Le llamé para decirle que, a finales de año, dejaba de laborar para él y que mi matrimonio con Eugenia no se iba a llevar a cabo —sacude la cabeza en un gesto desesperado—. Había renunciado a todo por ti. Por lo que sentía, porque... —traga duro—. Porque te quería. Porque lo que sentía era tan grande, que sentía que iba a ser miserable el resto de mis días si no estaba contigo. Si no tenía la oportunidad de decirte cada maldito día cuán enamorado estaba de ti.

Niego con la cabeza.

—¿A quién quieres engañar? Por supuesto que no renunciaste a todo por mí —bufo, herida por la forma en la que trata de verme la cara—. Solo lo dices para hacerme sentir culpable. Para victimizarte a ti mismo.

Gael me mira, horrorizado y herido en partes iguales.

—¿Y a ti quién diablos te dijo que tengo interés alguno en victimizarme? —una sonrisa dolida se apodera de sus labios—. Tamara, te llamé. Te llamé docenas de veces antes de irme de viaje. No te dejé ningún mensaje porque no es algo que quisiera tratar contigo por teléfono; ni hablar de hacerlo por mensajes de texto. Yo realmente, lo único que quería, era pedirte que nos viéramos en persona para decírtelo.

Sigo sin creer una palabra de lo que dice.

—No es cierto —suelto en un susurro tembloroso—. Yo te busqué por cielo mar y tierra. Fui a tu oficina a buscarte para hablar contigo y lo único que recibí fue una patada en el culo por parte de tu prometida. ¿Por qué, si se supone que todo lo que dices es cierto, ibas a ir con ella a un maldito evento social? ¿Por qué, si ya habías regresado de tu viaje de negocios, y tu relación con ella estaba terminada, no me buscaste?

¿Qué?... —Gael sacude la cabeza, incrédulo—. Tamara, yo no fui a ningún maldito evento social con nadie. La única vez que me vi con Eugenia en mi oficina, fue cuando regresé de mi viaje y fue para terminar definitivamente con la farsa impuesta por mi padre. Y solo para que lo sepas, sí te busqué. Te busqué en tu maldito apartamento para hablar contigo en persona, pero la chica con la que vives me dijo que te habías marchado y que no habías dicho a dónde ibas. Yo creí que estaba negándote. Que me había dicho eso porque no querías saber nada de mí. Por eso decidí darte espacio. Decidí que, lo mejor, era que tú misma te dieras cuenta de que mi compromiso había terminado, para así poder buscarte y conseguir hablar contigo. Si hubiese sabido que tu única intención con todo esto era acabar conmigo, jamás lo habría arriesgado todo por ti. Jamás habría confiado en ti.

Sus palabras caen como bloques de concreto sobre mis hombros cuando termina de hablar y la resolución se asienta en mis huesos con tanta violencia, que apenas puedo procesarla. Que apenas puedo soportarla...

Gael desafió a su padre por mí. Por eso David decidió publicar el libro. Por eso decidió acabar con la reputación de su hijo, aún cuando yo creí que él había conseguido lo que quería. Por ese jodido motivo, porque Gael se atrevió a desafiarlo, es que todo esto ocurrió.

Las lágrimas caen ahora con energías renovadas y la sensación de hundimiento es cada vez más insoportable.

Mis ojos se cierran una vez más y siento cómo las emociones se arremolinan y se acumulan en mi pecho. Mis manos cubren mi rostro y dejo que un par de sollozos se me escapen. Dejo que el peso de todo lo ocurrido se asiente en mis venas y me sacuda hasta los cimientos.

—Se acabó, Tamara —Gael dice, en un susurro ronco—. Ya basta de fingir. Por favor, detente de una vez y déjame tranquilo.

—Es que no lo entiendes —digo, en medio del llanto, al tiempo que trato de encararlo—. Tu papá... Tu papá m-me amenazó. Me obligo a escribir una b-biografía contando toda la verdad sobre ti.

Una risa cruel e incrédula se le escapa y mi corazón se estruja al instante.

—¿De verdad esperas que te crea? —espeta—. Tamara, por favor, deja de tratar de verme la cara de estúpido.

Niego con la cabeza, desesperada y angustiada.

—¡Es la verdad! —exclamo, exasperada y frustrada—. Me amenazó con destruir a mi familia y, cuando me negué a cooperar con él, se empeñó en demostrarme de lo que era capaz. ¿Recuerdas lo que le pasó al negocio de la familia de mi cuñado?, fue gracias a él. Cuando se dio cuenta de que aún no me amedrentaba lo suficiente, acabó con el matrimonio de mi hermana. Amenazó con destruir a todos a quienes amo. Amenazó con acabar con lo único bueno y constante en mi vida —lo miro a la cara, sin dejar de llorar como una idiota—. ¿Qué se supone que tenía que hacer si no era acceder? ¿Cómo diablos tenía que actuar si no era de la manera en la que lo hice?

La expresión descompuesta —y aún incrédula— de Gael me hiere otro poco.

—Si lo que dices es cierto, debiste contármelo —dice, con un hilo de voz—. Debiste hablarlo conmigo para yo poder hacer algo.

—¡¿Y cómo mierda te lo decía?! —estallo— ¡¿Cómo diablos querías que pidiera tu ayuda cuando yo veía de primera mano que no eras capaz de desafiarlo?! Me sentía sola. Me sentía abandonada y me daba terror la idea de contártelo todo y que no tuvieras los pantalones suficientes para enfrentarlo. Para ponerle un alto.

—¡Tamara, sea como sea debiste decírmelo, con un demonio! —su tono de voz imita el mío y, por primera vez, la expresión furiosa que esboza envía un escalofrío de puro terror por todo mi cuerpo—. ¡Debiste decírmelo antes de que todo esto se fuera a la mierda! ¡Antes de que mi padre te amarrara del modo en el que lo hizo! ¡Tú me entregaste a él en bandeja de plata! ¡Me pusiste a su merced al entregarle ese maldito manuscrito!

—¡Él se lo robó! —el llanto que me invade ahora, es tan desesperado y angustiado, que apenas puedo respirar. Que apenas puedo formular oraciones coherentes—. ¡Él mandó robar mi casa y mi computadora desapareció! ¡Tú te diste cuenta de eso! ¡Tú estuviste allí cuando la policía...! —no puedo continuar. No puedo seguir porque las lágrimas son incontrolables.

—¡Es que ni siquiera debiste escribirlo, maldita sea! —Gael refuta y sé que tiene razón. Sé que no debí escribir ese maldito libro. Sé que no debí escribir esa maldita novela. Por muy catártica que esta fuera.

El silencio que le sigue a sus palabras solo es interrumpido por el sonido de mis sollozos. El pesar, el dolor y la angustia no hacen más que apoderarse de cada rincón de mi cuerpo. No hacen más que invadirme y dejarme sintiéndome rota. Vacía...

—Lo siento muchísimo —digo, en un gimoteo lastimero, al cabo de un largo rato—. Sé que lo arruiné todo. Sé que te hice mucho daño. Sé que...

—No... —la voz ronca de Gael me interrumpe—. No creo que tengas una idea del daño que me hiciste. Y no hablo de mi reputación o del caos que ha traído todo esto a Grupo Avallone... Ni siquiera hablo de mi hijo. Hablo de mí. De mi habilidad para confiar en la gente. De mis ganas de abrirme a alguien nunca más... Me arruinaste. Acabaste conmigo, Tamara.

—Gael...

—Por favor, vete —esta vez, no es una exigencia. Es una súplica—. Vete y no me busques más.

Asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar. Asiento, porque sé que le hecho mucho daño. Porque sé que está decepcionado. Porque sé que nada de lo que diga va a hacerlo cambiar de opinión respecto a mí.

—Lo lamento tanto... —digo, al tiempo que me limpio las lágrimas de los ojos.

Gael no dice nada, se limita a quedarse ahí, quieto, mientras me aparto del camino y avanzo con torpeza en dirección a la calle.

Tengo que pasar junto a él cuando lo hago y duele hacerlo. Duele tener que estar cerca de él y no poder tocarle. Y no poder hacer nada más que tragarme los sentimientos.

Una parte de mí, esa que es una romántica empedernida, espera que me detenga..., pero no lo hace. Me deja avanzar hasta que llego a la avenida. Me deja avanzar hasta la parada del autobús... Y deja que me marche.

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